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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (52 page)

BOOK: El Teorema
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—Creía que ya te había matado, Vaner.

Unas manchas negras aparecieron delante de los ojos de Nava. Le quedaban diez segundos antes de que perdiera el conocimiento. Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, en un intento por llevar aire a los pulmones, pero era inútil. Dalton era demasiado fuerte. Nava recurrió a sus últimas energías para levantar la pierna hasta la altura del pecho, con el pie izquierdo en el aire, junto a su mano extendida.

Deslizó los dedos por el borde de la bota hasta tocar el mango de la daga. Con las manos resbaladizas por el sudor, la aflojó. Dalton volvió a golpearla contra la pared con tanta violencia que la muchacha casi soltó la daga, pero consiguió cerrar la mano sobre la empuñadura.

Levantó el brazo y lo apuñaló en la espalda. En cuanto la punta de la hoja le atravesó la piel, el mercenario aumentó la presión de la mano en la garganta, pero ella continuó hundiéndole la daga en el hombro. En el momento en que consiguió cortarle el tendón, Dalton aulló de dolor y la soltó. Nava cayó al suelo, apoyada en las manos y las rodillas, y respiró azogada. Estaba a punto de quedarse inconsciente, pero aguantó con las manos ensangrentadas apoyadas en el suelo y concentrada en su dolor.

Se permitió una bocanada más antes de acabar la faena. Debía impedir que Dalton gritara. El hombre estaba erguido ante ella como una torre e intentaba desesperadamente alcanzar la daga y quitársela del brazo inmovilizado.

Nava extendió las dos manos, sujetó el tobillo derecho de Dalton y tiró hacia ella. El hombre cayó de espaldas, golpeándose con dureza en el lado, de modo que con el impacto se rompió la clavícula. Sus ojos ardían de furia y dolor. Ella respiró profundamente y saltó sobre él. En cuanto lo tuvo sujeto por la cintura con las piernas, cogió la daga, la hizo girar noventa grados, y la arrancó del hombro. La sangre escapó de la herida como un torrente.

Levantó el arma por encima de la cabeza, con las manos entrelazadas en la empuñadura y la hundió en el pecho de Dalton con tal ímpetu que le fracturó dos costillas antes de que la hoja le atravesara el corazón. El mercenario echó la cabeza hacia delante, soltó su último aliento, con los ojos muy abiertos, y luego la cabeza volvió a caer hacia atrás. Nava sintió que su cuerpo exánime se aflojaba entre sus piernas.

Todavía con dificultades para respirar, se hizo un masaje en la garganta mientras observaba la escena. No había sido un encuentro limpio como los dos anteriores. El guardia delgado yacía de espaldas, con las piernas extendidas. En el pecho tenía una enorme mancha de sangre. Seguramente había vivido unos segundos más después de recibir el balazo, porque tenía las manos ensangrentadas y se veían las huellas de sus dedos en el suelo como una finas líneas rojas.

La muerte de Dalton había sido mucho más aparatosa. Estaba tendido en medio de un gran charco de sangre y todavía sangraba la herida del hombro. Allí donde el suelo no estaba manchado aparecía cubierto con trozos de cristal y plástico del techo. Si alguien se acercaba por el pasillo, lo vería todo.

Consultó su reloj: las 10.55. Aún disponía de cinco minutos más antes de que se abrieran las puertas del infierno. Al menos la luz era escasa, porque el disparo desviado de Nava había destrozado uno de los tubos fluorescentes. Echó una ojeada al resto del pasillo iluminado y luego a su pequeño trozo de oscuridad delante de la habitación de Caine.

Se le ocurrió una idea.

Crowe maldijo por lo bajo. En el segundo que oyó el disparo al otro lado de la puerta, tuvo la certeza de que era Vaner. Cuando miró la pantalla de su monitor, Espósito ya estaba muerto, en medio de un charco de sangre. La última imagen que transmitió la cámara de vigilancia antes de que la pantalla se quedara en blanco fue la de Dalton, que sujetaba la muñeca de Vaner. El disparo de la muchacha seguramente había destrozado la cámara instalada en el techo.

Crowe desenfundó su Sigsauer calibre 45 y corrió hacia la puerta, con los gritos de Dalton resonando en sus oídos. Estaba a punto de hacer girar el pomo cuando se oyó un fuerte golpe seco y los gritos cesaron. Seguramente ella lo había matado con las manos. Soltó el pomo. Si Vaner aún estaba viva, quizá entonces estaba esperando a que otro guardia saliera de la habitación. Si era así, lo abatiría antes de que él tuviese la oportunidad de apretar el gatillo.

Jeffreys, Espósito, González, McCoy y Rainer; se preguntó si alguno de ellos aún seguiría con vida. No eran buenos hombres, pero ninguno de ellos merecía morir. Había creído que seis antiguos miembros de las fuerzas especiales bastarían para ese trabajo. Era obvio que había subestimado a la desertora de la CIA; no sólo había vuelto de entre los muertos, sino que lo había hecho en pie de guerra. La única parte de su plan de seguridad que había funcionado era el texto falso en los monitores de la sala de guardia.

Durante todo ese tiempo, en lugar de correr hacia David Caine, Vaner se había estado alejando, hasta llegar finalmente al despacho de Crowe. De pronto, se encendió una luz verde en el panel instalado en la pared, la señal de que alguien había abierto la cerradura electrónica. Retrocedió hacia el fondo de la habitación y apuntó la pistola hacia la puerta.

Presionó suavemente el gatillo; no lo suficiente para disparar, sino sólo lo necesario para que el disparo fuese instantáneo cuando ella entrara. Se abrió la puerta y apareció Nava Vaner con un aspecto deplorable. Crowe apretó el gatillo antes de que ella pudiese reaccionar. Medio segundo más tarde, el suelo estaba cubierto de sangre, materia gris y unas cuantas astillas de un cráneo destrozado.

En el instante en que Nava abrió la puerta, comprendió que todo había sido un engaño. Su cerebro estaba procesando esa información cuando vio al hombre moreno de la estación del ferrocarril y la boca del cañón de una pistola calibre 45 que la apuntaba. Se preguntó si sentiría dolor al morir. Le habían disparado en ocasiones anteriores, dos veces en la pierna y una en el hombro, pero ninguna de aquellas heridas había sido grave. Habían sido muy aparatosas, pero en ningún momento su vida había corrido peligro. Ese día no sería así.

A esa distancia el hombre no podía fallar.

Sintió la bala antes que la detonación. Entró directamente debajo del ojo de Dalton. Había cargado con el cadáver del mercenario para dejarlo en la habitación en un intento de borrar los rastros de la lucha, y en ese instante lo tenía sobre el hombro con la cabeza apoyada en el pecho.

El cráneo de Dalton reventó como un melón y le empapó la bata de sangre. De no haber recogido al muerto, la bala le hubiese atravesado el corazón, en lugar de sólo rozarle la piel al salir del cráneo de Dalton. Comenzó a preguntarse si no se le había pegado algo de la intuición de Caine.

Pero no podía contar con ello. Dejó caer el cadáver y se arrojó cuerpo a tierra en el pasillo. Cayó de lado y resbaló en la sangre que cubría al suelo, al tiempo que intentaba coger la pistola; pero no estaba allí. Se había olvidado de guardarla de nuevo en el bolsillo. La vio junto al umbral, a un palmo de su pie. En aquellos momentos daba lo mismo que hubiese estado a un kilómetro.

El hombre se le echaría encima en un segundo. No había manera de hacerse con el arma a tiempo. Apretó el interruptor del transmisor de pulsera; acaba de presentarse la emergencia que había previsto. Nava nunca había confiado su vida a nadie, y ahora, al hacerlo, esperaba que no la decepcionasen.

Todavía tumbada de espaldas, sacó un pequeño puñal del cinturón y echó el brazo hacia atrás, mientras rezaba para que se produjera el milagro.

Grimes estaba muy ocupado escogiendo el caramelo que se iba a comer —le gustaban sobre todo los blancos con rayas verdes— cuando un gran círculo rojo que parpadeaba apareció en el monitor. La imagen iba acompañada con el sonido de la alerta roja de Star Trek. Se irguió en el asiento y se metió un caramelo cualquiera en la boca. Fantástico. Comenzaba el juego.

Hizo un doble clic en el círculo rojo y se acomodó para disfrutar de los fuegos artificiales. Se preguntó por un momento si acababa de cometer alguna traición o cualquier otro delito, hasta que recordó que ya no trabajaba para el gobierno. Pensó en todo el dinero que acababan de ingresar en su cuenta en un paraíso fiscal. La gratificación añadida era saber que al doctor Jimmy lo joderían vivo cuando acabara todo aquello.

Eso era casi mejor que el dinero. Casi pero no del todo.

Crowe pasó junto al cadáver. Una mirada le bastó para comprender lo sucedido. Había disparado a la cabeza de Dalton, no a Vaner. Pero la suerte de la muchacha se había acabado; su pistola estaba en el umbral. Además, vio que la pistola de Espósito continuaba en la funda.

Caminó tranquilamente hacia la puerta para matar a Vaner. Cuando se acercó al pasillo, vio parte de un pie de la mujer. Dado que ella sabía que Crowe la mataría, no vio ninguna razón para no disparar en el acto. Esa no era una película de James Bond, donde debía esperar hasta encontrarse cara a cara. Ésa era la vida real, y no quería correr ningún riesgo.

Apretó el gatillo sobre la marcha.

Fue como si le hubieran sumergido el pie en plomo derretido. Todas las terminaciones nerviosas chillaron al unísono cuando la bala le atravesó la suela de la bota. Recogió la pierna y se mordió la lengua para no soltar un alarido. Si ése iba a ser su último momento no quería que estuviese lleno de gritos y mucho menos los propios. Ya era bastante malo estar tendida de espaldas. Siempre había imaginado que moriría de pie.

La sombra del hombre se proyectó en el suelo del pasillo cuando salió de la habitación. Ella estaba a punto de morir. Mantuvo el puñal en alto mientras apretaba los dientes para defenderse del dolor, y esperó a que se acercara. Aunque él la mataría, Nava estaba dispuesta a dejarle un recuerdo imborrable.

Entonces ocurrió. El mundo se sumergió en las tinieblas cuando se apagaron las luces.

Nava casi se sorprendió, a pesar de que había sido ella quien había provocado el apagón cuando había apretado el interruptor del transmisor de pulsera. Reaccionó con la velocidad del rayo. Sin hacer caso del tremendo dolor en el pie, se sentó con el tronco echado hacia delante. Si la bota había estado en la línea de tiro del hombre, entonces también sería válido a la inversa.

Con un movimiento similar al de un látigo movió el brazo hacia delante y lanzó el puñal. Oyó un ruido sordo cuando el puñal encontró el objetivo e inmediatamente después un gruñido y el choque de algo metálico contra el suelo. El hombre había dejado caer el arma; ella aún tenía una oportunidad. Se inclinó hacia delante y comenzó a palpar en el suelo cubierto de sangre en busca de la pistola, que debía estar en alguna parte en la oscuridad.

Entonces la encontró. Su mano se cerró sobre la culata.

Estaba a punto de levantar el arma cuando un zapato le pisó la muñeca. Aulló de dolor cuando el hombre movió el tacón como quien aplasta una colilla y le rompió los huesos de la muñeca. Nava intentó disparar, pero el tremendo dolor la paralizó mientras Crowe se agachaba para arrebatarle la pistola.

Nava la sujetó con la otra mano y apretó el gatillo. En la oscuridad, ya no sabía hacia dónde miraba. No tenía importancia; si no disparaba estaría muerta en cuestión de segundos. Disparó. El ruido fue atronador. Rogó haber dado en el blanco, porque ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando.

Crowe sintió cómo la bala le atravesaba la carne entre el pulgar y el índice. Fue un dolor infernal, pero no le importó; al sujetar el cañón de la pistola había conseguido sus propósitos; el disparo salió desviado y no lo hirió en ningún órgano vital. Al menos, eso fue lo que creyó al desviar la pistola de Vaner hacia el marco metálico.

Pero Crowe no había contado con el rebote. Si el puñal de Vaner no hubiese sobresalido de su pecho, no hubiese pasado nada. Sin embargo, pasó. Después de rebotar en el marco, la bala pasó a un par de centímetros por delante de él y golpeó la empuñadura del puñal de Nava. La fuerza del proyectil hizo que la hoja girara dentro del pecho de Crowe y le destrozara el ventrículo izquierdo del corazón.

La sangre escapó del destrozado músculo cardiaco de Crowe y le inundó la cavidad torácica. A pesar de que el corazón continuaba bombeando, la sangre no fluía por su cuerpo. Se desplomó sobre el cuerpo de Vaner. Sus rostros casi se tocaban.

—¿Dónde está Caine? —jadeó ella.

Crowe sabía que sólo le quedaban unos segundos de vida. No podría creer que nunca más volvería a ver a Betsy… y entonces recordó la nota. Cerró los ojos en un intento por recordar el texto antes de que fuese demasiado tarde. Creyó que no lo conseguiría cuando apareció en su mente.

Para Martin Crowe: Cuando Nava le pregunte dónde estoy, dígaselo. Es la única manera que tengo de salvar a Betsy.

DAVID CAINE

Al comprender súbitamente el significado de la nota, hizo un último esfuerzo.

—DIO —jadeó—. Dígale… dígale que cumplí con mi parte del trato.

En el momento en que chisporrotearon las sinapsis nerviosas, vio un brillante destello de color, una tarde de verano dedicada a buscar el final del arco iris con su pequeña. Si eso era la muerte entonces quizá no sería tan malo. Con ese último pensamiento, las sinapsis dejaron de funcionar y Martin Crowe suspiró por última vez.

Capítulo 33

La oscuridad era fantástica, muchísimo mejor que la luz. El efecto de los sedantes estaba desapareciendo. Ahora Caine podía escapar. No podía liberar su cuerpo, pero su mente volvía a ser libre. Dejó que buceara en el Instante, donde el tiempo sólo era un concepto abstracto. Mientras observaba el mundo, el Ahora, el pasado y sus futuros, comprendió que esa vez había algo diferente.

Esa vez, no estaba solo.


Hay una mujer. Es joven y vieja al mismo tiempo. Él sabe que es hermosa aunque no pueda verla. Su belleza surge del interior. Lo mismo que él, el conocimiento que ella tiene es infinito, pero a diferencia de él, ya está en su interior y fluye a través de su espíritu.

De pronto, Caine se siente abrumado por el conocimiento.

Ella: ¿Lo comprendes?

Caine: Sí. El futuro es amorfo hasta que se lo observa. Si lanzas una moneda, existen dos posibles futuros: uno donde la moneda es cara, y en el otro donde es cruz. Ninguno de los dos existe hasta que lo observas.

BOOK: El Teorema
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