Forsythe se acercó presuroso al lugar donde había caído. En su rostro apareció una sonrisa cuando la recogió.
—Las probabilidades eran de un 50 por ciento —comentó Caine, tanto para Forsythe como para sí mismo—. No demuestra nada.
—Es verdad —replicó Forsythe, entusiasmado—. Pero si vuelve a salir cara las próximas cuarenta y nueve veces, creo que lo hará. Por favor continúe.
Forsythe puso de nuevo la moneda en la mano de Caine. Una vez más, éste cerró los ojos, pero en esos momentos prácticamente no necesitó buscar la rama correcta. Le vino con toda naturalidad. Lanzó la moneda. De nuevo la moneda voló por el aire y cayó al suelo.
Otra cara.
—Otra vez.
Vuelo. Vueltas. Brillos. Caída. Rebote.
Otra tirada. Otra cara. Luego otra, y otra. Cara. Cara. Cara. Caine descubrió que se dormía entre tiradas, pero cada vez Forsythe lo despertaba con una rápida sacudida. También lo castigó con una descarga eléctrica cuando intentó buscar a Nava en el Instante. Renunció después del segundo intento; estaba claro que Forsythe no mentía al decir que descubriría cualquier engaño de su parte.
Por fin, después de lo que le parecieron horas, acabaron. Caine estaba mareado y sudaba copiosamente, pero se obligó a mirar al científico cuando volvió a salir cara después de cincuenta tiradas. La sonrisa de Forsythe desapareció reemplazada durante unos segundos por otra emoción. El hombre se apresuró a volver la cabeza para ocultarla, pero ya era demasiado tarde. Caine conocía muy bien aquella expresión.
Era de miedo.
—Es increíble —opinó Forsythe.
—¿Sabes cuáles son las probabilidades de conseguir cincuenta caras consecutivas? —preguntó Tversky—. Es un medio elevado a la quincuagésima potencia. Eso nos da… —Doc lo calculó en el ordenador— 1 entre 1.125.8999.906.842.620. Eso mientras estaba sedado. ¿Te imaginas lo que podría hacer en un estado normal?
Forsythe asintió enfáticamente. Durante las dos horas de la sesión, el sujeto se había dormido en varias ocasiones, debido al sedante. Por supuesto, el experimento no valía como prueba para un trabajo —necesitaría algún tipo de máquina que lanzara la moneda y un grupo de control— pero sí que era lo bastante bueno para convencerlo de que el sujeto era la encarnación moderna del demonio de Laplace.
Además, a ninguno de los dos les preocupaba mucho la publicación de sus trabajos. Con el sujeto Beta a su disposición, ya no tendrían que volver a preocuparse de nada nunca más, y, gracias al trabajo de Tversky con el gemelo del sujeto, ahora sabían cómo desconectar al demonio.
A pesar de que Tversky creía que la razón por la que el sujeto necesitaba cerrar los ojos tenía que ver con la activación del sistema reticular en el cerebro, Forsythe era partidario de una explicación más sencilla y holística. Con todo, la razón no tenía la importancia del efecto, porque mientras el sujeto Beta recibiera una estimulación visual constante, se encontraba indefenso.
—¿Has medido el tiempo que mantuvo los ojos cerrados durante cada uno de los intentos? —preguntó Forsythe.
—Es exactamente como esperaba —manifestó Tversky—. Existe una relación lineal entre el tiempo necesario para ejecutar un acontecimiento improbable y el nivel de improbabilidad del mismo. Influir en acontecimientos con probabilidades más altas, como lanzar una moneda al aire, requirió un tiempo mínimo, mientras que influir en acontecimientos con un nivel de probabilidad más bajo, como los dados, requirieron tiempos más largos en el estado REM. —Tversky hizo una pausa, al ver que Forsythe parecía absorto en sus pensamientos—. James —dijo con un tono un poco más alto para recuperar la atención de su colega—. Con los recursos apropiados, creo que David sería capaz de hacer cualquier cosa que se le pida. —Tversky comenzó a pasearse por el despacho—. Bien dirigido, podría utilizar sus infinitos conocimientos del universo para ayudar a los científicos a conseguir descubrimientos increíbles. Los microbiólogos, los astrofísicos, los matemáticos, los oncólogos. ¡La lista sería literalmente infinita! David podría ayudarnos a resolver los grandes misterios del universo.
Forsythe, por su parte, no estaba pensando en nada tan trivial como los avances científicos. Tenía ambiciones mucho más grandes. La persona que tuviera el control del sujeto Beta dispondría de un poder que superaba todo lo conocido.
—Podríamos utilizar sus capacidades para otras cosas —sugirió para ver la reacción de Tversky.
—¿Cuáles?
—Wall Street. La política. Los militares.
—¿Estás loco? —exclamó Tversky—. Tenemos que usarlo para la ciencia. Cualquier otra cosa sería demasiado peligrosa. Además, hay una infinidad de preguntas que necesitan respuesta antes de que podamos empezar a discutir sus usos. Las posibilidades son infinitas. —Tversky reanudó sus paseos—. Tenemos que encontrar la manera de mantenerlo en secreto. Quizá podríamos traer aquí a un pequeño grupo de científicos y nosotros…
—Para —le interrumpió Forsythe, dispuesto a desviar los pensamientos de su colega hasta tener la oportunidad de analizar todo eso a fondo. Por el momento, seguía necesitando a Tversky, pero, con un poco de suerte, no lo necesitaría durante mucho más tiempo.
Quizá podía entregarlo a la policía como culpable del asesinato de la muchacha. Eso no sólo mantendría apartado a Tversky, también serviría para desacreditarlo. Forsythe sonrió para sus adentros. Sí, haría eso. Tan pronto como comprendiera qué hacía funcionar a Caine, se libraría de Tversky.
—Aún nos queda por determinar exactamente cómo podemos controlar al sujeto —prosiguió Forsythe, interesado en llevar la discusión a temas prácticos—. No creo que podamos seguir utilizando indefinidamente la amenaza de torturar a su herma-no. Por otra parte, si le pedimos que prediga o realice tareas más improbables, nos arriesgamos a que encuentre la fuga perfecta.
—Sí, ése es el problema —admitió Tversky—. No podemos continuar administrándole dosis de Thorazine tan elevadas. Quizá con el tiempo, a través de una terapia para modificar el comportamiento, podríamos suprimir la administración de drogas sin perder el control de la psique de David.
—Me parece que eso es una meta imposible. —Forsythe negó con la cabeza—. Incluso si lo consiguiéramos, no habría manera de tener una seguridad absoluta. Si nuestro control disminuye, aunque sólo sea por un momento, lo perderíamos todo.
Los dos hombres miraron a través del espejo al causante del problema. Al otro lado, se encontraba el sujeto, que miraba involuntariamente la pared.
—Es demasiado peligroso para dejarlo en libertad —opinó Forsythe—. Creo que nuestra elección es obvia; necesitamos mantenerlo en un estado neuroléptico permanente.
—Eso le privaría de su libre voluntad —protestó Tversky, indignado.
—¿No se trata de eso?
—Sí, pero ese estado es irreversible.
—También lo es la muerte —repuso Forsythe fríamente—. No tuviste ningún problema con el sujeto Alfa.
El rostro de Tversky enrojeció.
—Aquello fue un accidente… yo… ¿Me estás amenazando?
—¿Por qué? —replicó Forsythe—. ¿Debería?
Tversky permaneció en silencio durante casi un minuto.
—Creo que deberíamos probar el procedimiento con el hermano antes de utilizarlo con David —dijo finalmente—. Sólo para asegurarnos de que no habrá ningún efecto secundario.
—Me alegra que lo veas a mi manera.
Ninguno de los dos dijo nada durante uno momento. El silencio estaba cargado de tensión. Tversky fue el primero en romperlo.
—Me voy a descansar —dijo con cierto embarazo—. Ha sido un día muy largo y mañana quiero realizar unas cuantas pruebas.
Forsythe no confiaba en Tversky y lo miró con suspicacia. ¿Qué se traería entre manos? Pensó en impedirle que se marchara, pero desistió. Por ahora, el acceso al sujeto Beta era más que suficiente para tenerlo controlado.
—En ese caso, buenas noches —respondió Forsythe—. Me quedaré un poco más para preparar al gemelo.
Forsythe creyó por un momento que Tversky iba a protestar, pero luego pareció cambiar de opinión.
—Buenas noches, James. No hace falta que me acompañes.
Forsythe esperó a que se cerrara la puerta y luego calculó las dosis necesarias para mantener al gemelo en un estado neuroléptico pasivo. Tversky podía ser un pesado, pero tenía razón: era mejor probar el procedimiento en el gemelo para asegurarse de que no habría ningún problema.
Apretó unas cuantas teclas en el terminal y aceptó los múltiples avisos que le preguntaban si estaba seguro de querer inyectar las drogas que habían sido seleccionadas en el cuerpo del gemelo. En la pantalla, vio que los ojos del gemelo se volvían vidriosos, desenfocados, a medida que las drogas entraban en el torrente sanguíneo a través de la cánula. En menos de tres horas Jasper Caine se habría convertido en una persona sin voluntad propia, alguien que sería mucho más sumisa y respetuosa.
Dejó de lado al gemelo, y añadió un narcótico al cóctel de drogas que le estaba suministrando al sujeto Beta. No tenía ningún sentido arriesgarse a un comportamiento violento. Forsythe suspiró cuando acabó. Los experimentos hubiesen sido mucho más limpios sin las drogas. Con todo, creía que los gemelos podrían hacer lo que se les pidiese. Si no era así, el equipo de Forsythe podría elaborar un fármaco que reprodujera la química cerebral de los gemelos, tal como había hecho Tversky con el sujeto Alfa.
En cuanto lo tuvieran, los gemelos ya no serían necesarios.
La furgoneta dejó a Nava a unos ciento cincuenta metros del edificio. Era idéntico a todos los demás edificios de siete pisos de la calle, pero sabía que la fachada sólo era una parte del disfraz. Se encasquetó la gorra para que la visera le tapara más el rostro, le dio una última calada al cigarrillo y luego lo aplastó con el tacón.
Cuando llegó junto a un monovolumen negro aparcado unos cincuenta metros más allá, se agachó para mirar detrás de la rueda delantera derecha. Allí estaba lo que había solicitado. Se guardó la identificación en el bolsillo, se colocó la pulsera, y luego caminó hacia la entrada.
Respiró hondo antes de cruzar la puerta giratoria de cristales oscuros. El suelo del vestíbulo imitaba el mármol. El ruido de los tacones resonó mientras caminaba hacia el control de seguridad. El guardia, al que le sobraban unos cuantos kilos, dejó a un lado la revista cuando la vio acercarse. Después de echar un vistazo a la identificación falsa, dedicó cinco segundos a meter su manaza en la mochila.
Tal como esperaba, el guardia sólo miró en el bolsillo que le abrió. No hizo el menor caso del resto, donde llevaba una pistola que disparaba dardos tranquilizantes, dos pistolas semiautomáticas Glock 9 mm, trescientas balas, un bote de Freón y suficientes explosivos plásticos para hacer volar todo el edificio. Convencido de que no era una terrorista, le pidió que firmara en el registro de entradas y siguió con su lectura.
Nava le dio las gracias con una sonrisa y caminó rápidamente hacia los ascensores. No había acabado de apretar el botón cuando se abrió la puerta. Estaba a punto de entrar cuando advirtió la presencia de un pasajero. El hombre estaba tan ensimismado que pasó junto a Nava sin mirarla. Él no vio el rostro de Nava oculto por la visera de la gorra, pero la muchacha vio el suyo.
Era Doc.
Por un momento se imaginó a sí misma degollándolo con la daga para luego contemplar cómo se desangraba en el vestíbulo. Quería matarlo por lo que le había hecho a David. Por lo que le había hecho a Julia. Pero Nava era consciente de que si cedía a la tentación, el guardia haría sonar la alarma y no podría salvar a David.
Por lo tanto, a pesar de la rabia que la consumía por dentro, Nava lo observó pasar sin decir palabra. Con las mandíbulas apretadas, subió hasta el sexto piso, y aprovechó el par de minutos para borrar a Doc de su mente. Ya llegaría el momento de la venganza. Cuando salió del ascensor, continuó con su misión.
Se encontraba en un pequeño recibidor con puertas de cristal. Abrió la mochila y sacó un aparato electromagnético del tamaño de una baraja. Lo sostuvo delante del teclado instalado en la pared y esperó a que repasara todas las frecuencias posibles hasta que oyó el suave chasquido de los cerrojos electrónicos cuando se abrieron. Tardó menos de cinco segundos.
Cruzó las puertas, que daban a una lujosa sala de espera. Dos sofás de cuero negro idénticos estaban enfrentados a cada lado de una alfombra oriental. La pared más alejada era un enorme ventanal a través del cual se veían las luces de una ciudad casi dormida. Mientras miraba por él, Nava deseó que su vida hubiese sido otra. Se permitió unos pocos segundos de fantasía antes de volver a la realidad. Había elegido su camino. Tenía trabajo que hacer.
Nava apartó la mirada del ventanal y caminó decidida por el pasillo, que correspondía a la ruta que había memorizado en la furgoneta. Siguió el mismo procedimiento de antes con la siguiente cerradura electromagnética y llegó al segundo grupo de ascensores. Respiró profundamente y puso cara de póquer. En el momento que llamara al ascensor, no habría vuelta atrás. Desde el segundo en que apretara el botón, estaría sometida a una vigilancia permanente.
Si la información era correcta, no pasaría nada. Pero si era errónea, estaba perdida. Podría encontrarse con un pelotón de guardias armados cuando se abrieran las puertas, o algún tipo de gas nervioso. También podía ser que bajara sana y salva hasta el laboratorio, sólo para acabar destrozada por las dentelladas de unos pastores alemanes. Era imposible saberlo.
Sacó las armas y la munición de la mochila y las guardó en una bolsa plana. Luego, cogió un paquete pequeño envuelto en papel de embalar. A continuación, sacó la pistola de dardos tranquilizantes y una de las pistolas de 9 mm. Comprobó que estuviese quitado el seguro. Lo estaba. Como siempre.
Por último, tocó el pequeño interruptor del transmisor de pulsera: su arma secreta. Esperaba no tener que utilizarlo; no le gustaba depender de los demás cuando su vida estaba en juego. Se dijo que sólo la utilizaría si su muerte era inminente. Entonces, si no funcionaba, no podría culpar a nadie más que a sí misma. Por alguna razón, eso hizo que se sintiera mejor.
Apretó el botón del ascensor y esperó a ver qué sucedería después.
Por un momento, Caine comprendió el gancho de la droga.
Luego sintió un placer tan absoluto que no le importó. La fría solución que entraba en sus venas había sido reemplazada por otra cosa. Algo sorprendente. Nunca había sentido el paso de la sangre por las venas, pero era lógico porque nunca le habían dado antes un narcótico por vía intravenosa.