El tiempo escondido (10 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Ésta es la «frontera» entre Ceuta y Marruecos —señaló Antón a sus amigos—. Aquí, en 1860, los españoles mandados por el general Prim derrotaron al poderoso ejército moro del príncipe Muley Abbas, lo que permitió la posterior toma de Tetuán para España.

Manín y Pedrín se miraron en silencio. Unos pocos kilómetros más allá, el enorme convoy se detuvo. Subieron numerosos legionarios fuertemente armados, que se distribuyeron por los vagones y por los techos de los mismos. «Dar Riffien», indicaba el rótulo del apeadero.

—Aquí está la cuna y cuartel general de la Legión —dijo Antón—. Como el Sidi Bel Abbes de los franceses en Argelia. Me han dicho que es un verdadero pueblo, sólo para los legionarios. Muchos están casados y viven aquí con sus mujeres e hijos. Hay economato, cantina, cine, iglesia y putas. Las putas son jóvenes y las cambian cada tiempo. Están controladas sanitariamente y tienen subvención del ejército para que los solteros no se arruinen.

Se echó a reír al ver la cara de sorpresa de sus amigos. Pedrín dijo, muy serio:

—O sea, que todos los españoles pagamos para que a estos tíos les salgan los polvos más baratos.

—Bueno. Supongo que ésa es la filosofía de la legión. Así estarán más satisfechos y se batirán mejor. Digo yo.

—¿Cómo sabes esas cosas? —se admiró Sabino.

—¿No recordáis a don Federico? Todo está en los libros.

El sobrecargado convoy se puso en marcha y ya no se detuvo hasta llegar a su destino. Viajaron a oscuras bajo una noche cuajada de estrellas. De vez en cuando veían puestos militares vigilando la vía y, en la distancia, siempre a la derecha, atisbaban pequeñas luces que punteaban la negrura, con el Mediterráneo acechando por la izquierda. Tiempo después, el tren entró rugiendo en un largo túnel y salió rodeado de humo, con miles de gargantas tosiendo por el hollín trasegado. A un lado fueron quedando el aeródromo de Sania Ramel y el poblado playero de Río Martín. Dos horas después de su salida, el tren llegó sin novedad a Tetuán. Allí esperaban mandos de variadas armas y más pelotones de vigilancia con los fusiles en ristre. Los amigos se admiraron de la bella y bien dotada estación, cuyo estilo árabe y sus cuatro torres verdes la diferenciaba de cuantas vieran antes.

—Bonita, ¿verdad? —dijo Antón.

—Un derroche. Dinero tirado —apuntó Manín.

—Esos millones debieron haberse empleado en mejorar las miserables estaciones que hemos visto en España —sentenció Pedrín.

Bajaron de los vagones entre gritos de los sargentos.

—¡Aquí los de Artillería!

—¡Para acá los de Automovilismo!

—¡Caballería!

Formados los grupos, fueron saliendo de la estación hacia sus destinos. El mayor contingente era para infantería. Ese numeroso grupo echó a caminar por la calle de la Luneta hacia la plaza de España, eje central de la ciudad, bordeando la Medina y subiendo por una curva y pronunciada senda de tierra. Por delante iba un camión y cerraba la marcha otro con fusileros prestos. Finalmente cruzaron las puertas del inmenso cuartel de Regulares, situado sobre los promontorios de la zona noreste de la ciudad, coronando el barrio moruno. Los hicieron formar en la explanada, antes de dividirlos por compañías. Era tarde y el teatro estaba iluminado por focos.

—Llegáis a defender esta tierra que es nuestra por mandato —dijo un comandante, flanqueado por los oficiales. De sus botas y condecoraciones salían guiños a los ojos de la abigarrada y desarreglada tropa a la que se dirigía—. Venís a ayudarnos a dominar al moro artero que no agradece los esfuerzos que hace España para civilizarlos. Bienvenidos, caballeros todos, la patria confía en vosotros.

Luego, habló un capitán.

—Mañana iniciaremos la instrucción. Será corta e intensa, porque el enemigo no da tregua. Ahora, aunque es tarde, en los comedores hay rancho preparado. Comed y obedeced a vuestros mandos. No olvidéis que estamos en guerra.

A Manín y a sus amigos les asignaron a la 10ª Compañía del Batallón de Infantería África número 5. Entraron en una sala grande, con poca iluminación, donde había filas de literas dobles junto a las paredes laterales, separadas por un pasillo central. La mitad estaba ocupada por soldados veteranos, que les recibieron con gritos, chanzas, silbidos y risas. Manín, Pedrín y Antón eligieron camas de arriba y Sabino, César y Ramón, otro recluta asturiano, quedaron en las de abajo. Así que los cinco amigos estarían en tres literas juntas. La nave era un rectángulo alargado en el que cabrían unos quinientos hombres. En un extremo estaban el despacho de oficiales, la oficina del brigada y el cuarto–almacén de la compañía a cargo del furriel. En el otro extremo, el cuarto del suboficial de guardia y las letrinas. Después de dejar sus maletas y de peregrinar a los evacuatorios, todos fueron a cenar en turnos. Los comedores eran grandes, con mesas de madera de diez puestos cada una. Fue una buena cena a base de arroz y carne. Durante algún tiempo algunos añorarían el espejismo de aquella segunda comida en África. Poco antes del toque de imaginaria, Manín miró por una ventana, que daba sobre la alcazaba. Las estrellas brillaban en un cielo sin nubes. Pero, justo enfrente, las estrellas habían desertado de una zona extensa. Era como si una inmensa boca las hubiera absorbido y hubiera dejado una espesa negrura en la que, como luciérnagas, titilaban algunas lucecitas. Asombrado, buscó a un veterano. Lo encontró en el cabo furriel.

—¿Qué hay allá?

—¿Adónde?

—Ahí. Eso tan negro.

—Montañas. Es el macizo del Gorgues. Allí detrás, hacia el Gomara, se emboscan los cabrones.

—¿Qué es el Gómara? —Pedrín y los otros se les habían acercado.

—Una de las partes en que se divide el Marruecos español. Estamos en el Yebala. Pero la peor es el Rif, donde está Abd Del Krim. Allí terminaremos yendo todos, si el cabrón no nos echa antes de esta tierra.

—¿Qué haremos mañana?

—Tenéis el día jodido. Corte de pelo, ducha fría, vacunas, reparto de ropa y primera instrucción con fusiles de verdad. Se necesita que aprendáis rápidamente el manejo del arma.

Sonó el toque de queda. La sala quedó en silencio, se apagaron las luces y sólo quedaron las macilentas de la puerta de la compañía, de las letrinas y de la mesa de imaginaria y del retén. Pocos durmieron aquella noche. Las brasas de los cigarrillos se avivaban como una sinfonía de luces sin resplandor, con estribillo de llamas de cerillas y mecheros.

Antes del toque de diana, Manín y sus compañeros estaban ya aseados y preparados para enfrentar lo que viniera. Cuando el albor clarificó las sombras, Manín se asomó a la ventana. La visión, que iba aclarándose a medida que la noche escapaba a su cubil, le golpeó por inesperada.

A los mismos pies del cuartel se arracimaba la alcazaba, el Tetuán original, que bajaba hasta el comienzo del valle, una zona ocupada por edificios europeos entre los que destacaba la torre de la iglesia. El centro del valle, lleno de huertas y arboleda, sostenía el río Martín. Y al fondo, al otro lado del valle, lo que ayer era negrura y misterio, restallaba ahora con la claridad incipiente. El macizo del Gorgues, una semicordillera situada a unos veinte kilómetros, ocupaba todo el horizonte. Se distinguían pequeñas cabilas agazapadas entre el verdor. Era como ver su paisaje asturiano, aunque distaba de ser igual, porque el macizo moruno se escurría a derecha e izquierda en cotas más bajas, hasta humillarse en el llano, mientras que en su Asturias, las montañas, vestidas de verde inmarcesible, se perseguían hasta el fin de todos los horizontes. Pero en su punto medio esa cordillera parecía una copia de las montañas astures. Sin volverse, notó que sus amigos miraban lo mismo. Y así, en esa indeseada tierra que tantos españoles mataba, ellos sintieron por primera vez la desolación del hogar lejano y quizá perdido.

10 de marzo de 1998

A las 7.00 dejé el hotel y salí para Cangas. No paré en todo el camino. Hay un millón de curvas, las más acentuadas desde El Cruce, donde la carretera se divide a Tineo y hacia Cangas del Narcea. A la entrada de la población, a la izquierda, junto al rumoreante río Narcea y entre una intensa arboleda, surgió el aplastante monasterio de Corias, del siglo XI, llamado por algunos El Escorial de Asturias. Subí al centro del pueblo y dejé el coche cerca de la iglesia de Santa María Magdalena, construida, según informa la leyenda, en 1642. Estaba, pues, en un lugar de España donde el cristianismo había dejado sus huellas desde muchos siglos antes. Eran las 9.36 y en el cielo unas nubes acuosas y un sol litigante sostenían una dura pugna. Después de informarme abandoné el coche cerca de Cibuyo, el pueblo de la carretera a Rengos y a la Reserva Biológica de Muniellos, donde llega el correo y paran los autobuses.

Eché a andar cuesta arriba por los antiguos senderos, ahora asfaltados. Era un esfuerzo inédito, porque, aunque hago ejercicio diario, no practico el senderismo–alpinismo, valga la frase. Y no debía ser un camino muy amado para el caminar, porque no me crucé en todo ese tiempo con nadie y sí con varios coches y tractores que bajaban y subían. Reflexioné en cómo cambia todo. No había que ser muy imaginativo para establecer que por esa senda, antes pedregosa, subían y bajaban andando, hasta no hace muchos años, todos los de los pueblos situados en esas vertientes. A despecho del aire húmedo, empecé a sudar. De vez en cuando me paraba y me volvía a contemplar el paisaje. La carretera y Cibuyo quedaban muy abajo. Todo se veía como desde un avión: allá enfrente los diminutos pueblos salpicados por las otras laderas del valle bajo gigantescos montes. Incluso Cangas parecía una tarjeta postal. El aire estaba quieto y noté el semisilencio del campo. Me quité la cazadora y seguí subiendo, girando a derecha e izquierda al compás del camino. Podría haber echado a campo traviesa, ahora pintado de un verde profundo y salpicado de árboles frutales. Posiblemente la gente joven de esos pueblos habría bajado así en años lejanos, para ahorrar tiempo. Una casa apareció en una curva del estrecho y serpenteante camino. Aparecieron más casas y vi las primeras vacas ramoneando sin que mi presencia las alterara. Noté que el pueblo se ladeaba a la izquierda, en ligera pendiente. Trepé por un terraplén hasta una altura razonable desde la que poder contemplarlo. Afiancé los pies y miré. Había exactamente doce casas, sin contar los hórreos, cercanas unas de otras sin estar arracimadas. Los prados se extendían a derecha e izquierda, trepando por los montes o bajando a las hondonadas. Los espacios estaban compartimentados con muros de piedra y alambradas. Había huertas pequeñas que rompían la monotonía de la hierba. Y manzanos, perales y castaños para equilibrar la horizontalidad. Los huertos tenían cercados para que los cochinos y gallinas no destrozaran los frutos. Algunas casas estaban restauradas y una era totalmente nueva, pero las otras estaban en camino de la decrepitud, con algunas partes desmoronadas. En los prados se veían vacas pastando y algunos hombres faenando. Bajé al camino y una mujer se me quedó mirando. Dirigí mis pasos hacia ella.

—Supongo que estoy en Prados.

La mujer asintió mirándome con curiosidad.

—¿Me indica dónde está la casa Carbayón?

Se ofreció a acompañarme hasta una casa restaurada. El sonido de mi mano al golpear la puerta llegó a unas gallinas, que se alborotaron. Abrió una mujer mayor, gruesa, casi tan alta como yo. Tenía la misma cara que José Vega. Unos pelos negros sobre el labio superior intentaban conectar con otros que colgaban de su prominente barbilla. Sus ojos pardos me analizaron. A su lado había una mujer caribeña.

—¿Flora Vega?

—Sí. Usted debe de ser el señor Corazón. ¡Vaya nombre! Le esperaba. —Se volvió y soltó una ventosidad—. Disculpe. Necesito peerme constantemente. Tengo muchos gases y el médico me dice que lo haga sin importarme quién esté delante, porque mi salud es lo primero. Ya ve. Como si a mi edad me importara mucho lo que piense la gente.

—No se preocupe —dije, aunque en realidad era yo quien debería haberme preocupado porque la sonata duró lo que la entrevista.

Me hizo pasar a una cocina amplia, en uno de cuyos lados se asentaba una mesa sólida y grande con tapa de granito marrón. Un banco largo sin respaldo y apoyado en la pared flanqueaba la mesa por dos de sus lados, haciendo una ele. Por la ventana entraba suficiente luz, lo que me permitió establecer la diferencia entre lo que había leído y la realidad que ahora veía sobre las cocinas de los caserones de los pueblos del occidente asturiano. No había ni horno ni pote colgando. La cocina tenía el mismo diseño que la de cualquier casa de ciudad. Muebles corridos abajo y colgados arriba. Lavadora, lavaplatos y frigorífico. Paredes y suelo alicatados en tonos claros.

—¿Le apetece un café o un Cola Cao? —ofreció.

—Cola Cao. Ayudará en mi crecimiento.

Sonrió y los pelos de la cara se le encabritaron. La caribeña trajo lo pedido y luego se retiró.

—Sírvase usted mismo.

—Debo empezar por el principio. —Saqué un bloc y una grabadora—. Descríbame a su padre.

Meditó unos instantes.

—Era un hombre muy activo. Con mis abuelos y mi madre, llevaba la casa y el ganado. Era tratante, como mi abuelo y antes mi bisabuelo. Compraba y vendía terrenos, ganados y mercancías.

—¿Cómo era físicamente? ¿Su carácter?

—Era grande, como toda la familia. Usted ha visto a mi hermano. Era como él, pero diferente en el talante. Siempre estaba de bromas.

—¿Fanfarrón?

Me miró.

—Bueno, un poco.

—Le ruego sinceridad. No es tiempo de lavar imágenes. ¿Pendenciero?

—Bueno, como muchos. Aquí la gente es muy brava. Tuvo peleas con varios del pueblo y del concejo. Era muy fuerte y supongo que necesitaba demostrarlo.

—O sea, que tenía enemigos.

—Pues sí. Ya ve que lo mataron. Está claro.

—No. Trato de establecer cuántos enemigos podía tener. Cuántos, como para matarle.

Movió la cabeza y no contestó.

—Deduzco que tenía muchos —dije—. ¿Por qué?

—Éramos familia adinerada y adicta al régimen de entonces —hablaba sin entusiasmo, forzada por el cauce del interrogatorio—. Era del grupo local de Falange. Había guerrilleros, los rojos recalcitrantes que no querían dejarnos vivir en paz. Mandaron anónimos pidiendo dinero, que mi padre pagó.

—¿Siempre?

—Casi siempre. Con esa gente no se podía jugar.

—¿No intentó conjugar esa amenaza? La Falange en la posguerra era poderosa.

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