—Una última cosa. ¿Saben qué se hizo de Manín y de Pedrín?
—Murieran en Argentina.
—¿En Argentina? ¿Los dos?
—Sí, claro.
—¿Por qué es tan claro?
—Siempre estuvieron juntos. Donde iba uno iba el otro —dijo María.
—¿Recuerda en qué año fallecieron?
Estuvo un rato pensando. Se miraron.
—Creo que en el 69. Quien se lo puede explicar mejor es Susana, la hermana de Manín, o alguno de los Regalado. Estuvieron en el entierro.
—¿Tienen idea de por qué estaban allí?
Después de mirarse, María habló.
—Los Regalado son una familia muy antigua en el pueblo. El abuelo de Pedrín fue el mayor de ocho hermanos, que se desparramaron por otros pueblos, por Madrid y por América. Los abuelos de Pedrín tuvieron tres hijos, Pedro, Carmina y Onofre. El
moirazo
fue Pedro, el padre de Pedrín, que se quedó aquí. Carmina se casó con un chico de Castañedo y Onofre marchó a Patagonia con uno de esos tíos emigrados años atrás. Cuando las guerras de África, Onofre reclamó a sus sobrinos mozos para que fueran allá y se libraran de ir a luchar. Pedrín no fue, porque desde jovencito estaba por Rosa y prefirió tentar a la suerte antes de no volver a verla, pero el primo suyo de Castañedo, Marcelino, hijo de Carmina, no le hizo ascos a la llamada y allá que se fue dejándolo todo. Nunca volvió a España. Es allí donde fueron Pedrín y Manín, invitados por la familia. Y allí murieron. Eso es lo que nos contaron los Teverga y los Regalado.
—Parece extraño que tuvieran esa querencia familiar después de tantos años.
—No lo entiendo.
—Podían haber ido antes, y no de mayores.
—Es que antes fueron una o dos veces, que sepamos.
—¿Saben como murieron?
—Dijeron que en un accidente. Estuvieron mucho tiempo de luto. Susana no le ocultará una cosa así. Vaya a verla. Hoy la he visto en la casa.
—¿Es que no vive en el pueblo?
—Sí. Pero salen y entran. A veces desaparecen por semanas. Ella y los hijos. A veces también la nieta. Es muy trotamundos, a pesar de los años que tiene.
Eran las 12.47. Salí. El cielo seguía encapotado y esta vez se apreciaban las avanzadas de lluvia a lo lejos. Vaharadas de nubes bajas se enganchaban en los carbayones.
La casa Teverga estaba restaurada. Me abrió una niña de unos seis años, mirándome con unos ojos grandes, color de cielo de Madrid en verano. De la penumbra surgió una mujer de unos treinta años, con los ojos calcados de los de la niña.
—Déjeme adivinar. ¿Su hija?
—Sí —contestó, sin sonreír.
—Buenos días. He venido para tomar unos datos sobre los cadáveres aparecidos.
—Ya estuvo aquí la Guardia Civil y le dimos todos los datos.
—No soy policía, sino periodista para cubrir un reportaje.
—¿Verá a todos los del pueblo?
—¿Cómo dice?
—Sabemos que ha estado con la Carbayona y con los Muniellos. Es usted noticia para un pueblo tan pequeño.
—En realidad, desearía hablar sobre Manín, el que hizo la guerra.
—Murió.
—Quizá con su hermana.
—Mi abuela. Está, pero es mayor y no quiero que se la moleste.
—Sería bueno…
—No sé qué le habrán contado los demás —terció—, pero nosotros no tenemos ningún interés en salir en la prensa ni en hablar del asunto.
—Sólo quisiera…
—Adiós, señor —dijo, e interpuso la puerta entre ambos. Quedé ahí, como un pasmarote. Qué le vamos a hacer, me dije, y eché hacia la casa de los Regalado, procurando evitar los charcos y las bostas. Oí la voz.
—¡Señor, usted! —Me volví. La mujer había abierto la puerta y me hacía indicaciones. Regresé hacia ella—. Mi abuela quiere verle.
Me hizo pasar a la cocina y vi lo que era un hogar a la antigua. El espacio era casi original. En un extremo el horno, apagado; en otro, el caldero colgando de la cadena. Como innovación aprecié que la mesa tenía también el tablero de granito verde pulido, que había pila con agua corriente, lavadora y un televisor. Las paredes estaban pintadas de blanco sobre una superficie original discontinua y el suelo, aunque restaurado, conservaba los bloques de piedra antiguos. En el techo, las vigas de madera lucían un barniz mate, que mostraban la originalidad de la construcción primitiva. Había olor de hogar a la antigua, con el tenue vapor que salía del caldero. Una anciana estaba en un sillón alto situado frente a un ventanal. Caminé hacia ella despacio y observé su perfil de barbilla suave y nariz recta, el cabello corto y totalmente blanco. Un bastón la custodiaba como si fuera un arma. Se volvió y me miró con fijeza y el gesto pleno de gravedad.
—¿Qué miraba con tanta atención? —Su voz era delgada y sin balbuceos.
Quedé admirado. Realmente había examinado la cocina de un solo vistazo, sin girar la cabeza, pero ella había apreciado mi flash.
—Tenía ganas de conocer una cocina original asturiana.
—Bah, no es original. Ha habido cambios. A mí me gustaba como estaba antes.
—A pesar de ello…
—Usted no es periodista —me interrumpió—; es un maldito detective pagado para averiguar quién les dio su merecido a esos dos cabrones. No hay por qué mentir. Debería darle vergüenza.
Me quedé como cuando uno recibe una comunicación de Hacienda indicando que la declaración de la renta presentada no es a devolver, sino a ingresar. Creía que la misión encomendada por José Vega era confidencial y resultaba que lo sabía todo el pueblo. Debí haberme imaginado que, a fin de cuentas, un pueblo es como mi comunidad de vecinos. Miré a la mujer. Tenía el rostro moreno de soles que contrastaba con su blanco cabello. Unos pequeños pendientes de piedra rosa pegados a las orejas punteaban su proporcionada cabeza. No había amistad en sus ojos azules.
—Queda usted contratada para mi departamento de investigación.
—No me dé coba. Todos sabíamos que vendría un fisgón. Esa gentuza lo ha ido pregonando por ahí a todo el mundo.
—Me llamo Corazón Rodríguez —dije, no muy seguro de cómo empezar.
—¿Corazón? Vaya un nombre más ridículo.
—Realmente…
—Al grano. No sé si mi hermano Manín los mató. Ojalá lo haya hecho. No le voy a ayudar en nada. Si le he hecho pasar es para echarle la vista encima. Siempre me ha gustado ver al enemigo de frente.
—¿Enemigo? ¿Por qué cree que vengo contra usted?
—¿A quién quiere engañar? Le pagan por buscar pruebas. Con ellas, los tricornios meterán de nuevo las narices. ¿Cree que en los pueblos somos tontos?
—¿Vive su hermano?
—No señor. Hace años que nos dejó.
—¿Dónde está enterrado?
—A usted no le importa un carajo.
—¿Qué teme?
—¿A mi edad? Me encorajina que su gente siga dando por el culo como entonces.
—Tarde o temprano las cosas salen a la luz.
—¿Qué cosas? El que quitó de en medio a esas víboras hizo un buen trabajo. ¿Sabe que desaparecieron muchos contratos privados, recibos y títulos de propiedad que guardaba José Vega? Eso salvó a mucha gente a quien el prestamista despiadado tenía acojonados. De la noche a la mañana esa gente quedó libre de las amenazas de pérdida de sus tierras y bienes. Y no eran pocos.
—No estoy aquí para juzgar eso.
—Pero necesita ser informado de todo y no sólo de lo que le interesa.
—Debo recordarle que no sólo hubo robos. También asesinatos que destrozaron a dos familias.
—¿Está seguro de eso? Nadie les echó de menos por sus virtudes. Ni en sus propias casas. En realidad todos salieron ganando.
—Mi presencia aquí demuestra que los Carbayones, al menos, no participaron de esa felicidad que usted indica.
—Paparruchas. Esa gente no quiere a nadie, ni nadie les quería. Son tremendamente egoístas, sólo piensan en ellos.
—Parece que, en contra de lo que dice, el padre y el abuelo del actual dueño gozaban de mucha estima y tenían muchos amigos.
—Amigos de ésos, para el diablo. Ninguna persona honrada. Odiaban todo lo que eran las izquierdas.
—Ésa no es una razón válida. Identificar a las izquierdas con la bondad es un espejismo. En todos los sitios cuecen habas.
—La gente de izquierdas que yo conocí era de lo mejor del mundo. Usted no tiene ni idea.
—Sin embargo, cuando la guerra terminó, Carbayón mandó buscar a un criado, que le había dejado para ir a luchar con la República. ¿Cómo lo explica?
Me miró achicando los ojos en un esfuerzo por recordar.
—¿Se refiere a César? Pobre diablo. No hubo generosidad en ello, sino una forma de obtener mano de obra eficiente y barata. Sabía que no encontraría un criado mejor. No le hizo ningún favor. No tenía horas de descanso. Menudo negocio hizo Carbayón con él. —Movió la cabeza con el ceño fruncido y habló como para sí—. Intentan que vuelva el terror.
—¿De qué terror habla?
—No lo sabe, ¿verdad?
Moví la cabeza horizontalmente.
—Claro, ustedes saben sólo lo que les interesa. Mire, en esta casa no hicimos penitencia por esos dos. Se los había llevado el diablo. No merecían otra cosa. Cuando la primera desaparición, nada les hicieron a Manín y a Pedrín, pero a los dos días de faltar ese Amador, los de la
brigadilla
se los llevaron.
—¿La
brigadilla
?
—Sí, la maldita
brigadilla
. ¿No le dijeron nada ni Flora ni Remedios?
—No. ¿Qué era esa
brigadilla
?
—Era un cuerpo especial de los tricornios y de la Falange, creado para la eliminación física de la guerrilla antifranquista por métodos directos, sin juicios. Iban de paisano. Con amenazas, torturas y sobornos conseguían delaciones de gentes afines a los guerrilleros. Sus procedimientos eran brutales. No advertían, no pedían rendición. Disparaban a matar. Mataban a cuantos hombres y mujeres se pusieran por medio, aunque sólo hubiera sospechas. Creyeron que mi hermano y Pedrín estaban en contacto con esos hombres por el solo hecho de que estuvieron en lo del 34 y con la República durante la guerra.
Un silencio se desparramó por la cocina. Se oyó un primer trueno deshaciéndose en temblores sonoros que buscaban la huida. Yo estaba de pie ante esa mujer de voz inflexible. Miré un pequeño broche plateado con forma de rosa que destacaba en su vestido negro. Ninguna otra joya aderezaba su cuerpo, salvo las rosas de sus lóbulos.
—No es mi intención molestarla, pero supongo que esa
brigadilla
podría tener su propia versión de los hechos.
—La tuvieron —dijo ella, con fiereza—, con toda la impunidad que les daba la represión, la censura y la indefensión de los vencidos.
—Quizá los motivos de la detención no fueron sólo políticos.
—¿Qué tontería está diciendo?
—Me dijeron que un día su hermano apaleó a los por usted despreciados.
—¿Se lo han dicho? Sí —su rostro se había animado—, les dio de lo lindo. No sabe lo que gozamos con ello.
—En los interrogatorios…
—¿Interrogatorios dice? ¿Está de broma? —Su rostro se había agrietado mientras se erguía en el asiento—. Fueron torturados hasta la extenuación. Les daban palizas con los vergajos. ¿Sabe lo que eran los vergajos? Eran pichas de toro a las que se adhiere la piel de los castigados. Muchos de los torturados se suicidaban por no poder resistir ese horror, pero a Manín y a Pedrín nada pudieron sacarles porque nada sabían de una pretendida Agrupación Guerrillera de Asturias. Y si algo sabían de las desapariciones, fracasaron en sus intentos de hacerles hablar. Tuvieron que dejarlos en libertad, lo que no esperábamos, porque nunca soltaron sus presas. Dejarlos en libertad no significa que fueran libres. Les obligaron a presentarse en el cuartelillo durante años, como si fueran delincuentes con la condicional. Pero pudieron salir de esas mazmorras. Los vimos llegar una mañana, cuando el
urbayo
dejaba todo gris y en silencio. Los trajeron unos amigos en burros. Manín estaba encorvado y seco como una rama vieja. Le habían reventado un testículo, pero tenía la misma mirada irreductible. Pedrín venía peor. Un torturador le había golpeado y un anillo que llevaba en la mano dio en su ojo izquierdo, cegándoselo. Tuvieron que extraérselo. Tenía dolores internos y creímos que le habían reventado. Tardó semanas en curar. Pero al fin sanaron y volvieron a cuidar de sus haciendas y a trabajar en la mina, aunque hicieron lo posible porque no los readmitieran. La vigilancia a que fueron sometidos duró años, pensando que algún día sacarían el producto de sus pretendidos robos. Pero ellos siguieron igual de humildes que siempre.
De nuevo se impuso el silencio.
—¿Le explico otra vez lo que es el horror que usted quiere actualizar? —señaló.
—Según creo, en el 77 hubo una amnistía general por temas de la Guerra Civil. Perdón y olvido.
—Los que sufrimos el terror ni perdonamos ni olvidamos. Nos moriremos con ese espanto en nuestros corazones.
—No me relacione con esa tragedia. No había nacido aún.
—Huele a policía. La policía siempre es fascista.
—Quizás el mayor crimen que cometieron con ustedes —dije, moviendo lentamente la cabeza— es que les han dejado esa manera de pensar. Eso es lo triste, porque en democracia, en la democracia por la que lucharon, la policía no es fascista. Pertenece y defiende al pueblo.
—Hemos terminado, señor Corazón.
En ese momento se abrió la puerta y aparecieron un hombre y una mujer sobre los sesenta y cinco años. Colegí que ella, por el parecido, sería la hija de la matriarca. Venían con un chico de unos diez años, con aspecto despabilado y mirada interrogante. La mujer tenía una imagen más moderna, con ropas y peinado actuales. El hombre tenía una pinta acorde con el estereotipo del pueblerino, con su boina encasquetada y su cigarrillo colgando de una comisura plagada de arrugas, como si fuera el delta de un río.
—No cierres, hija —dijo Susana—, este hombre se va.
—¿Por qué no me dice lo que ocurrió con Rosa?
Ella volvió a sulfurarse.
—¿Rosa? ¿Se refiere a Rosa Muniellos? ¿Quién le ha hablado de ella?
—Algo me dijeron Remedios Muniellos y Flora Vega.
—Si se lo han dicho, ¿para qué pregunta?
—No estoy seguro de que todo lo que me dijeron sea cierto.
—Madre —dijo la recién llegada—, si quiere oír lo de Rosa, háblele.
—Tienes razón. Hablaremos de ella. Pero siéntese. ¿Qué hace de pie como un tonto?
Con el bastón me señaló el extremo del banco.