Asentí. Ella guardó silencio, algo fatigada. Su hija tomó la palabra.
—¿De dónde salió el dinero? ¿Se imagina? Del prado de Rosa. Miguel, antes de la boda y a sus espaldas, pidió prestado dinero a su tío, Carbayón, el padre de José. Mil quinientas pesetas. ¿Garantía?, el prado tan ansiado por los Carbayones. Rosa firmó todos los documentos que su amado le presentaba, sin sospechar que estaba firmando la ruina de su futuro. Creyó que firmaba papeles para la boda, porque su amor era puro y confiado, como había sido siempre, porque nunca conoció el mal en su breve existencia. Tenía veinte años cuando se casó. —Nueva pausa—. Miguel no pudo devolver el dinero en el corto plazo que estableció Carbayón. La situación laboral en aquella España era muy mala. Miguel trabajaba a intervalos. Había mucho paro. Recibía ayuda del sindicato, pero era lo justo para ir tirando. El prado pasó a propiedad de los Carbayones. Menos mal que el abuelón había muerto. ¡El abuelón! ¡Pobre! Seguro que se revolvió en su tumba.
Miré a la anciana.
—Si Miguel no tenía el dinero y el prado era tan vital para los Muniellos, ¿por qué su marido y su suegro no le hicieron un préstamo para cancelar la deuda con los Carbayones? Tendrían así un deudor, pero también el prado.
—Lo hicieron, pero fuera tarde —respondió María—. La operación se hizo muy en secreto. Los Carbayones habían ejecutado el contrato. Mi padre y el abuelo hablaron con ellos en persona. Fue una reunión tensa. No llegaron a las manos de milagro, pero ellos no cedieron.
—¿Qué hizo Rosa?
—Amador cizañó que era Rosa la culpable. Si ella firmó, tenía que haberse enterado de qué iba el asunto. Los abuelos y mi padre no lo vieron así, pero la cizaña surtió su efecto.
—¿Y no pudieron aclararlo durante la boda?
—Ninguno de los Muniellos estuvimos.
Levanté una ceja.
—¿Tan terriblemente doloroso fue, que no pudieron ir a la boda de la hija y hermana respectivamente? —pregunté a Remedios.
—Amador controlaba la correspondencia. Iba a la posta de Cibuyo para recoger las cartas y dejar las que escribiéramos. Ocultara las de su hermana. No supiéramos que ella casara hasta pocos días antes, cuando a mi suegra se lo dijera su hermana, la madre de Manín. Pero como no hubiera carta directa de ella, la familia, excepto Amador, creyéramos que no nos invitara por estar avergonzada por lo del prado. También yo lo creyera. Naturalmente, todo lo que le estamos contando no lo supiéramos entonces; lo supiéramos después, al presentarse aquí Rosa.
—¿Cuándo ocurrió? —Miré a María, que contestó.
—Días después del enlace. Según nos dijeron, en el desposorio, ella no hizo más que preguntar a todos si sabían qué ocurría con su familia. Su tía, la madre de Manín, sin saber lo del prado, porque ni los Carbayones ni nosotros lo habíamos dado todavía a publicidad, le dijo que los Muniellos no habíamos recibido ni cartas ni invitación. Se llevó el disgusto que puede imaginar, porque ella sí había escrito para informarnos de sus esperanzas. —Miró a su madre, que permanecía con la vista fija en un punto del espacio—. Amador se lo soltó de golpe, brutalmente. Y quiso la echar de la casa, pero mi padre y el abuelo se lo impidieron. Aún tengo la imagen de ella cuando empujó a Amador y lo tiró al suelo. Debo reconocer que estuvo magnífica. Nunca vi a una mujer igual. Toda la vida quise parecerme a ella.
Se hizo un profundo silencio. No necesité concentrarme para visionar la situación. Dos fuerzas enfrentándose, llenas de ambición, celos y poder, y, en medio, una inocente a quien destruían.
—Como dije antes, yo era adolescente —añadió María—, pero tengo un recuerdo imborrable de ese día. Ella tenía un pelo rubio, hermoso, distinto a todos. Cuando mi tío le dijo lo del prado, se le volvió blanco de golpe, como si le hubiera caído un saco de nieve en la cabeza. Fue tremendo. Quedé aterrorizada por la impresión. Si no lo hubiera visto, no lo habría podido creer. Y dicen que a partir de ese momento ya nunca volvió a cantar, porque se le quebró la voz.
—Mi marido, que en gloria esté, quisiera mucho a su hermana —terció Remedios—, pero debería haber hecho más por esa chica, que fuera toda inocencia. Amador y Jesús Vega no volvieran a hablarse; los dos fueran unos canallas sin perdón. ¿Comprende ahora por qué no nos interesan las cosas que usted quiere buscar?
—Les he oído hablar de Manín y Pedrín. ¿Qué parte representaron ellos en este asunto?
—Estaban colados por Rosa —habló Remedios—. Sufrieran mucho cuando ella casara. Los dos quedaran solteros, porque no encontraran mujer que la igualara. Cuando ella marchara a Madrid, en el año 31, un año antes de que desposara, todos los mozos del pueblo la acompañaran a Cangas, y la vieran partir en el autobús. Cogieran luego una borrachera y pelearan con los de la capital. Pasaran la noche en el cuartelillo. Cuando Manín supiera lo que hicieran a Rosa, se volviera como loco. Le diera tal paliza a Amador que guardara cama varios días. Le viniera bien para justificar su vagancia congénita. A Carbayón le diera otra buena tunda. José fuera muy fuerte, pero no pudiera compararse con ese minero trastornado que pareciera poseído por todos los diablos. Luego, fuera a Madrid para lo hacer con Miguel, pero estaba en la cárcel, por lo de las huelgas. Así se librara, pero se la tuvo jurada.
—¿Y Pedrín?
—Fuera muy callado y muy guapo, ¡tan alto y delgado! Como ese artista americano… —Miró a su hija.
—Gary Cooper.
—Ése. Al enterarse, reaccionara de forma diferente a Manín. Yo estaba presente cuando Jesús se lo dijera. No abriera la boca, pero, al mirar sus ojos, tuve yo un espanto del que nunca curara —noté que se estremecía—; en su mirada se viera la muerte.
La frase bloqueó mi mente. Vi que los demás se agitaban.
—¿Qué hizo, qué dijo, a todo esto, el marido de Rosa?
—Fuera un hombre tranquilo y muy simpático. Lo viéramos de nuevo en febrero del 36, en Madrid, aprovechando un viaje de Jesús a la capital. Vivieran en la calle de Santa Engracia, malamente, en una habitación, con dos niños. Fueran malos tiempos, muchas huelgas, jóvenes que se tiroteaban por las calles. Miguel fuera un buen hombre, confiado. Seguramente pensara, cuando hiciera el trato con su tío, que pudiera pagar la deuda antes de que el plazo venciera. Quizá creyera que todo se arreglara con el tiempo. El abuelón dijera siempre que las cosas no quedaran para mañana. Miguel fuera de los que creen que todo vuelve a su cauce sin forzamientos. Prometiera a Rosa que el prado sería recuperado porque los Carbayones, su familia, fueran gente noble y a él se lo juraran. Pero luego con la guerra todo fue diferente.
—Explique eso. ¿En qué fue diferente?
Me miró como si hubiera dicho una inconveniencia.
—¿Es que no sabe lo que es una guerra?
—Sí, eso lo cambia todo, pero la titularidad de un prado perdido en un lugar remoto de España no tiene por qué haberse visto afectada por la contienda.
—La guerra llegara a todas partes. Aquí fuera muy violenta. Estallaran los odios y los ajustes de cuentas; usted no se imagina. No es agradable de recordar.
—¿Cuándo volvieron Rosa y Miguel aquí?
—A él no volviéramos a verle. Muriera a mediados del 38. Rosa viniera en una ocasión a principios del 38. Dijera a sus padres y hermanos que iba a conseguir el prado y que lo integraría en la casa. Amador jurara no lo querer y maldijera que ella volviera a pisar esta casa. Padre cogiera un cinto y golpeara al hijo endemoniado. Nunca lo viera tan fuera de sí. Tiempo después, comprendimos la maldad agazapada en la postura de Amador, porque, si Rosa devolviera el prado, que era el más hermoso del pueblo, él ya no pudiera ser el dueño de la casa de forma casi absoluta.
—No parece tener lógica un odio así a una hermana, sólo por haber heredado ese terreno —dije.
Volvieron a mirarse.
—Rosa —dijo María— quería mucho a su cuñada Soledad. Se casaron en el 26, y en la misma noche de bodas ya empezó a pegarle a la infeliz. Cuando Rosa creció, ya pudo enfrentarse a él y le impidió que siguiera pegando a Soledad. Rosa tenía una fuerza desusada, más que muchos hombres. Tantas veces intentaba dominarla, ella lo vencía y lo echaba de la casa. Puede creerlo. Él dejó de zurrar a la mujer, pero el odio hacia su hermana se acentuó. Ella le amaba, porque quería a todo el mundo. Tenga en cuenta que era su hermano mayor. Pero ¿qué hacer con un ruin así? Cuando ella marchó a Madrid, él reanudó las palizas.
—¿Y no hicieron ustedes nada al respecto?
—El matrimonio es sagrado. Nadie debe entrometerse. Rosa lo hacía porque era una
Xana
.
—¿Qué ocurrió cuando Rosa y Miguel consiguieron el prado?
Todos me miraron como si hubiera dicho un insulto.
—¿Conseguir? No lo consiguieron. Los Carbayones no hicieron honor a su palabra; no lo devolvieron. Después, con la muerte de Miguel y la pérdida de la guerra para ellos, Rosa se quedó sin recursos para lo comprar; bastante tenía la pobre con salir adelante ella sola con sus hijos.
—¿Y después?
—Después, qué.
—Después de la guerra, cuando se quedó sola. Supongo que volvería aquí, a su tierra, con los suyos.
Tornaron a mirarme nerviosas.
—No volvimos a verla nunca. Ella no volvió.
—Y ustedes, ¿fueron a buscarla?
—Padre estaba muerto. Amador fuera el amo —dijo Remedios.
La miré. Bajó los ojos y añadió:
—Por eso dije que fuéramos unos miserables. Mis suegros murieran invocando el nombre de Rosa. Él se fue primero y menos de un año después ella siguiéralo.
Estuve un rato pensando. Segundo habló:
—No le estamos ayudando mucho con nuestras historias, ¿verdad?
—No lo creas. —Miré mis notas y añadí—: ¿Qué fue de Alfredo?
—Murió de cáncer de pulmón hace unos diez años —dijo María—. Era muy trabajador. Quería mucho a Rosa; como un hermano mayor. La cuidaba, siempre la estaba ayudando. También de eso tenía envidia Amador. Le gritaba que él era el criado de la casa, y no sólo de Rosa. Al saber lo que le hicieron, enfermó. Estuvo unos días en el catre. Tuvimos que llamar al galeno. Antes era alegre y se volvió taciturno.
—¿Llevaba mucho tiempo de criado?
—Vino en el 26 a ocupar el lugar de Sabino, el anterior, que murió en África, en la guerra contra los moros.
—¿Qué años tenía Alfredo cuando las desapariciones?
—Estaría sobre los cuarenta y tantos. Nació en el siglo pasado.
—¿Cómo era?
—Trabajador y honrado, y muy risueño antes de lo del prado.
—¿Físicamente?
—No era alto, pero sí recio. Cogía las pacas de yerba como si nada, él solo, cuando por lo general se necesitan dos personas. Un día se atascó una rueda del carro en un pozo lleno de barro. El buey no podía sacarlo. Él empujó y entre los dos, el buey delante y Alfredo detrás, sacaron el carro. Luego, trajo grandes piedras y las puso en el pozo, lo cegó y lo puso a ras, como hacen los peones camineros.
—Antes dijo algo que subrayé. —Miré mis notas—. Aquí; dijo que Alfredo tardó en volver cuando salió en busca de Amador.
—Sí.
—¿Por qué lo recuerda?
—No sé. Lo recuerdo. Quizá porque dijera haber encontrado el burro en las afueras. No es tan lejos como para tardar.
—¿Cómo justificó esa tardanza?
—Dio razones, sin duda. No recuerdo bien. —Me miró—. ¿Piensa que podría haber sido él? Olvídelo. Era incapaz de matar una mosca.
—¿Dónde vivía cuándo murió?
—En Tineo, con su hija. La tuvo con una mujer, sin estar casados. Pero la reconoció y le mandaba dinero cuando podía. Era muy ahorrativo. En él no gastaba nada.
—¿Qué sueldo tenía aquí?
—¿Sueldo? Los criados no tienen. Dependen, como los amos, de cómo viene el año. Si ye bueno, ye bueno para todos, y si no, a pasarlas duras.
—Pero ¿le pagaban con dinero?
—No. Se le compraba ropa o se le daba algún
gochu
o gallinas. Él lo vendía y sacaba su dinero.
—Puede decirse que realmente no salió de la humildad.
—Hombre, cuando llegó no tenía donde caerse muerto, pero aquí, al menos no pasaba hambre y, además, algo pudo ahorrar para la hija.
—¿Estuvo aquí hasta su jubilación?
—Aquí no había jubilaciones, como ahora. La gente trabajaba muchos años, no tenía otra forma de alimentarse. Por estas duras tierras, todos trabajamos muchos años. Todos hemos vivido muy administrados.
—¿Cuándo se fue?
—Sería… —se miraron para echar cuentas— en el 56, sí, en 1956.
—¿Cómo vivía con la hija?
—Bien. La hija casó algo mayor, con un minero. Era feílla, pero buena chica. Segundo iba a verlos a veces. —Miró a su hijo.
—Sí, él trabajaba en la misma mina que yo.
—¿Trabajabas en la mina?
—Sí, hasta que me rompí una pierna. Soy algo cojitranco. ¿No lo notó? No pude seguir. Pero él, que es mayor que yo, todavía aguantó un tiempo. Al principio, era picador. Ganaba mucho dinero. Compraron una casa guapa cerca de la calle principal. Es grande, soleada, con buenos muebles. Tienen tres hijos, ya mozos.
Terminé de tomar notas y apagué la grabadora. Me levanté para irme.
—No hemos hablado del robo —dijo María.
—Ya me informó de ello Flora Vega.
—¿Del nuestro también?
Me volví en redondo.
—¿Cómo del suyo?
—Sí, también a nosotros nos robaron.
—¿Cuánto?
—Creemos que unos sesenta mil duros.
—Me asombra que tuvieran tanto dinero escondido.
—Había más. El ladrón dejó las monedas de oro y plata, los pequeños lingotes de oro y alguna botella con billetes. Posiblemente no las viera o no le diera tiempo a cogerlas.
—¿Lo denunciaron?
—Está en las declaraciones.
—¿Podría ver dónde estaba ese dinero?
—No es posible, la casa vieja y el establo fueron derruidos.
—El dinero, ¿estaba dentro o fuera de la casa?
—Estaba en el granero, debajo de la casa.
—¿Podría alguien ajeno a la casa hurgar y merodear en el establo sin que ustedes le oyeran desde la casa?
—No era fácil que un extraño pasara desapercibido. Los perros y las vacas lo hubieran advertido.
—Perdone la indiscreción. Antes dijeron que vivían humildemente. ¿Cómo podían vivir de esa manera teniendo tal fortuna guardada? ¿No era lógico vivir mejor?
Miró a su madre, que contestó.
—No. Gastamos lo necesario. El ahorrar es una forma de vivir.