—Ya que la puerta estaba, habría sido mejor dejarla. El acceso sería mejor.
—Por eso precisamente se quitó.
La miré.
—Tiene que ver con la invasión francesa. Esa gente arrasaba con todo. Las iglesias pequeñas se convirtieron entonces en receptoras de bienes expoliables. Por eso se eliminó la puerta y se abrió la entrada a la cueva por el altar.
—No soy muy ducho en historia, pero creo que los franceses no estuvieron por aquí.
—Claro que estuvieron. De Llanes a San Antolín de Ibias, para llegar a Lugo, no dejaron de pasar. Aparte de por mar, era el camino más lógico desde el oeste de los Pirineos a Galicia. No por estos cerros y valles, pero sí por las ciudades, donde robaron riquezas en palacios y catedrales. El monasterio de Corias fue saqueado, pero se pudieron salvar muchos objetos de valor que se guardaron en iglesias como la de San Belisario. Cuando el enemigo fue derrotado, los sótanos se usaron para albergar otras cosas. No se sabía si volverían los franceses. De hecho, volvieron los Cien Mil Hijos de San Luis para sostener en el trono a Fernando VII. Supongo que eso sí lo sabe. Y aún quedaba la duda de si se irían o se quedarían.
—Sabes más que mi vecina.
Se echó a reír.
—Debo creer lo que dices. Me sorprende una cosa. No hay una línea de coincidencia entre tu conocimiento de las iglesias y…
—¿Nuestro ateísmo? Bueno. No son posturas antagónicas, sino producto del mismo misticismo telúrico. Aquí anduvieron a coñazos los cristianos y los moros. Dos religiones monoteístas y enemigas. A lo largo de la historia, la mayoría de las guerras han sido para imponer unas religiones sobre otras. Incluso, en nuestra miserable Guerra Civil, se estableció un fundamentalismo religioso por parte de las derechas: los creyentes contra los
sindios
. Los ateos no hacemos daño a nadie. Siempre hemos estado en minoría.
—Lamento no coincidir contigo. Hay ejemplos de barbaridades cometidas por no religiosos.
—¿Sí? Cíteme alguno.
—La Rusia de Stalin, la China de Mao…
Permaneció un momento en silencio.
—La religión es un virus nunca eliminado del todo. Nos lo han transmitido, como los genes, desde el instante en que el hombre tuvo consciencia de su pequeñez e invocó a un Dios, hace un millón de años. Es algo larvado, algo que está detrás de los desastres que el hombre produce contra el hombre. Cita a Rusia. Ya ve. Ahora resulta que se llenan las iglesias y que los chechenos establecen su diferenciación no sobre bases de raza sino de religión. ¿Y los chinos? La tierra de las mil religiones. Puede apostar a que le pasará como a Rusia y Buda saldrá de su escondrijo.
—Sigo sin ver la relación entre tu ateísmo y…
—Nuestra tierra está impregnada de un sentimiento que nos lleva a lo sobrenatural. Supongo que no dudará de que las religiones son la manifestación más clara de la adoración a lo sobrenatural. Bien, pues esa adoración ha sido capaz de realizar obras arquitectónicas magníficas. En mi casa nunca vamos a misa, pero a mi me gustan los templos, no como guarida de religiones, sino como muestras del intelecto del hombre, el arte de la arquitectura. Las catedrales me impresionan, aparte de por su innegable belleza, por el desafío que implicó su construcción en épocas de técnicas primarias. Ya ve que el mismo efluvio de la tierra puede producir dos diferentes sensaciones: la que ama lo sobrenatural y la que ama la realidad, lo palpable.
—Si no vais a misa, ¿por qué sois depositarios de la llave?
—Por la razón expuesta. La llave la guarda una casa por turnos anuales. Todos pagamos para la conservación del templo, que es el signo de identidad de este pueblo. Unos, como lugar de culto y otros, como en nuestro caso, para salvaguardar el monumento. ¿No tienen templos en Madrid, que cuida el Episcopado a través de los impuestos generales? Aquí cada año una familia contribuye con su trabajo a que la iglesia esté limpia por dentro y alrededores. Así, el día de la fiesta del santo todo debe estar impecable para que, después del rito, la gente esté contenta cuando se tumben, familiares, amigos y visitantes, sobre el prado para comer, beber, hablar, cantar y bailar. Tradiciones que prolongan la vida de los pueblos.
—He visto pocas iglesias tan limpias y bien conservadas. Ese retablo, el altar, los candelabros, el propio templo… Hay una atención que no coincide con la pequeñez de la aldea y desborda la tradición de que hablas.
No contestó. Inicié una sonrisa.
—¿Sí?
—Creo que al final te pasará como a los chinos y os saldrá el Buda que ronda por estos paisajes para llevaros al huerto.
—Perdería la apuesta —dijo, asociando su sonrisa con la mía—. No conoce cómo somos los Regalado. Y, hablando de ello, ¿cuál es su posición sobre todos estos temas?
—¿Todos? ¿Sobre todo lo que me has ido contando?
—Sí.
—Quizá te sorprenda saber que tenemos muchos puntos en común.
—¿De veras? ¿Cuáles?
—Déjalo ahí. Prefiero ser sólo un buen alumno. Pero dime, observé un árbol enorme, extraño para mí, pegado a la iglesia.
—Un
teixo
, tejo, dicen ustedes.
—Un magnífico ejemplar. Me llamó la atención.
—Es más que un árbol. Tiene un componente místico.
Le hice un signo de interrogación con los ojos.
—Sí. Los pueblos y razas del norte rendían culto a los árboles. Creían que a través de ellos podían comunicarse con sus dioses.
Los celtas vinieron por mar y se fundieron en estas tierras del noroeste de la Península. Con ellos trajeron sus
teixos
. Bajo ellos, hablaban con sus divinidades, hacían sus rezos, coronaban a sus jefes y hacían ofrendas por sus victorias en las batallas. Era el centro de la vida de la tribu, como en general las iglesias lo han sido en todos los sitios y bajo todos los credos. Cuando llegan Roma y el cristianismo, las iglesias se construyen precisamente donde el pueblo, ya autóctono, rezaba: junto al
teixo
. En aquellos lugares donde no lo había, al iniciar la construcción plantaban el árbol totémico. Cuando el árbol original caía por diversas razones, se plantaba otro en su lugar. No podía haber iglesias sin
teixos
. El que usted ha visto tiene varios siglos, nadie sabe cuántos. De las tradiciones y recuerdos que se han ido transmitiendo oralmente a través de generaciones, nadie recuerda que lo plantara ningún ancestro. Eso da idea de la edad de ese gigante, un monumento vegetal que nos llena de orgullo.
Habíamos llegado a Cibuyo. Detuvo el coche. Se quedó un momento pensando.
—Cuando estaban aquí mi tío abuelo y su amigo Manín, sus casas nunca guardaban las llaves. Decían que era un amuleto maligno, porque abría la puerta a la incultura y al sometimiento. Al irse, nosotros reanudamos la tradición, no así los Teverga, que siguen sin entrar en el juego. Son incorruptibles, como aquellos dos viejos amigos fieles a sí mismos que nunca entraron en ninguna iglesia. —Movió la cabeza ensoñadoramente—. Hombres como mi tío abuelo ya no nacen.
—Siempre hay gente extraordinaria en todas las épocas.
—Él fue una leyenda para todos nosotros. Sobrevivió a dos guerras y a una revolución, fue torturado por sus ideas y por amor a una mujer, y por ese mismo amor nunca se casó. ¿Se imagina algo así?
—¿Llegaste a verle?
—Claro, muchas veces. Escuchar sus anécdotas y sus vivencias era como aprender lecciones de historia y de cómo deben ser los comportamientos humanos. Sabía de todo.
—¿De todo? ¿Qué estudios tenía?
—Ninguno. —Me miró—. Los estudios no dan la sabiduría. Dan cultura y conocimiento, pero la sabiduría no se aprende; se tiene o no.
—O sea que Pedrín era un hombre sabio.
Acentuó su mirada sobre mí y su rostro dejó de ser amable.
—Puede usted burlarse. No era un sabio, pero sus enseñanzas nutrieron los espíritus familiares. Era autodidacta y, a lo largo de su vida, aprendió mucho de todo lo que le rodeaba: de su viejo maestro, de un amigo que tuvo llamado Antón, de las tradiciones orales, de sus experiencias, de escuchar a tantos como conoció en sus guerras, de lo que vio…
Durante un momento no pude sustraerme al encanto de su evocación. Miré el río. Era de color acero y estaba acechado de verdor en sus orillas.
—Me gustó mucho vuestra casa de Prados —dije, para romper su tristeza.
—Gracias. Ya ve. Precisamente él la restauró. Aunque no lo parezca, tiene más de doscientos años. Entre hacer una nueva o ampliar y conservar la vieja, él decidió lo segundo. Hoy, es un orgullo para nosotros. Ahí nacieron diez generaciones. Es más que una casa, es un legado.
—¿Cuándo murió Pedrín?
—En 1970.
—Es curioso —dije, sin dejar de observar el río.
—¿Lo qué?
—Que guardes tantos recuerdos de él. Aquel año debías de ser todavía muy niña. Me descubro ante tu gran memoria.
—Bastardo, hijo de puta. No ceja, ¿eh?
La miré sorprendido. Su gesto estaba lleno de ira.
—Tenían razón cuando me dijeron que no me fiara de usted. Debí dejar que mi cuñado le diera una paliza.
—No entiendo tu reacción.
—Es su doblez. Me ha estado dando cuerda para luego darme el zarpazo. Como el guepardo a la gacela.
—Sigo sin entenderte.
—Me entiende de sobra.
—No. Las cosas que me has venido diciendo son de mi interés y ajenas al trabajo. Te aseguro que he aprendido mucho —busqué en sus ojos apoyo a mi sinceridad. No lo encontré.
—Bájese.
—Siento esa actitud.
—No lo sienta. Se cree muy listo, pero fracasa.
La vi alejarse estruendosamente, como si estuviera en un
rally
.
Civilizamos la tierra tumba tras tumba.
L
OUIS
S
IMPSON
Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio.
J
OSÉ
A
NTONIO
P
RIMO
D
E
R
IVERA
Hasta las primeras estribaciones del Malmusi, había una zona despejada, seguramente sembrada de minas, con cañaverales e higueras a la izquierda. Como ocurrió el día del desembarco en las playas de Cebadilla e Ixdain, los primeros en atacar serían los del Tercio, los de Regulares y los de las Mehallas. Tenían que ganarse el sueldo. Luego les tocaría a ellos, los soldados de cupo, para demostrar al mundo que todo el país estaba por esa guerra. La noche era profunda y pocos dormían. En las fortificaciones provisionales, hechas en los días anteriores algo lejos del campamento base, asentado en la playa desde su toma el día 8, diez mil hombres esperaban, de los veinte mil desembarcados bajo el mando del general Saro Martín, con la misión de conquistar el macizo donde en cuevas, grietas y reductos se atrincheraban los moros, poco dispuestos a facilitarles el trabajo.
Pedrín tiró la colilla y miró en derredor, bien guarecido en la trinchera, y apreció el derroche inmenso de hombres y medios puestos en una causa de tan colosales proporciones que no entendía. Se hablaba de que era la flota más grande formada por España desde la Armada Invencible. Más de ochenta buques de todo tipo, entre ellos un portahidroaviones, varios acorazados y destructores, más de cien aviones, la mayoría bombarderos. No había que ser muy listo para calcular el gasto ingente que esa operación representaba, si, además, a ella se añadía el apoyo logístico: municionamiento, intendencia, combustibles y sanidad. De locura. ¿Qué motivos políticos habían producido ese disparate? ¿Qué resolvería, del permanente atraso español, ese espantoso absurdo? ¿El español normal iba a vivir mejor cuando, si ello deviniera posible, ganaran esa guerra? ¿Qué les iba a dar esta tierra, aparentemente desértica y miserable comparada con su Asturias natal?
Habían pasado ocho meses desde su llegada a África y habían sido preparados intensa y adecuadamente, ejercitados en técnicas de desembarco y ataque contra posiciones atrincheradas, en las costas de Cádiz y Ceuta. Estaban fuertes y alimentados para ser devorados por esa hecatombe inacabable, como tantos miles anteriormente durante años, como en la guerra de Cuba. Pensó en su padre, atrapado en aquel otro infierno. Allá, en la última batalla, en la Loma de San Juan, él y otros quinientos soldados enfermos de malaria y desnutrición se enfrentaron al ataque de más de seis mil gringos bien pertrechados y frescos para el combate. Allí quedó. Entre los pocos supervivientes, estaba el padre de Manín, con heridas y fiebres que fueron desgastándolo hasta morir en su juventud. Ahora ellos, los hijos de aquella escabechina americana, habían de tomar otras lomas. Ellos eran ahora los gringos, bien pertrechados y avituallados, pero la situación era la misma. En ambos casos, España estaba en lugares en los que no debía haber estado.
Anticipándose al alba, se encendieron los reflectores de los buques de la escuadra y los del campamento base, convergiendo su luz en el monte. De inmediato estalló el trueno desasosegante de las baterías. El cañoneo, unido al bombardeo de los Fokker, Rolls y Potez, incidió sobre las posiciones del enemigo. Los impactos se sucedieron, desmochando las laderas para neutralizar las defensas moras. Pedrín contempló el espectáculo sufriendo el incesante rugido de los cañones. Miraba fascinado las pasadas de los aviones soltando bombas. Se dijo que tenía que vencer el miedo y el rechazo de lo que estaba viendo. Recordó a don Federico, el viejo maestro ácrata que durante toda su juventud recorrió los pueblos y aldeas del concejo para desasnar a los
guajes
montaraces. «La guerra de África es injusta. Un embrollo colonial para beneficio exclusivo de los militarotes que asfixian a España. Esos miles de millones de pesetas gastados hubieran servido para dar cultura, trabajo y comida a nuestro desfallecido pueblo. Y los miles de muertos desde Prim hasta Annual hubieran sido brazos para levantar el país y evitar el desconsuelo sin justificación de miles de madres. En realidad, esto es consecuencia del desastre del 98, una forma absurda de lavar aquella vergüenza. Solamente combatiendo al Estado desde dentro, podrá el pueblo español desenmascarar a los farsantes y lograr un reparto equitativo de la riqueza que algunos pocos atesoran, mientras la población sigue analfabeta y apenas gana para un mendrugo».
Tenía esas lecciones grabadas, y suponían una barrera para entrar en la acción. Pero tendría que cumplir. Como sus amigos. Los observó en el silencio que producía el continuo tronar. Allí estaba Manín, su faro. El hombre fuerte, sin miedo a nada, arrollador, vital, viril. El líder. Siempre primero en todo, para bien o para mal. Amigos desde las brumas de la niñez. Siempre juntos, como ahora en este batallar, aunque, además de por la coincidencia adversa en el resultado del sorteo, por razones diferentes.