Una hora después el tren estaba lleno de humo y vocerío. El vino y la sidra empezaban a hacer efecto. Decidieron buscar a quien Carbayón había comprado para ocupar su lugar. Preguntaron en voz alta por el que iba en el puesto de José Vega. Muchos de los del tren estaban en esa condición de permutados. Era una práctica conocida y habitual, por lo que nadie mostraba ni sorpresa ni interés. Al fin, uno levantó la mano. Los tres amigos no pudieron ocultar un gesto de asombro.
El muchacho estaba solo y comprendieron el porqué. Era el hombre más feo que vieron en su vida. Mediría poco más de metro y medio. Un pelo negro y lacio cubría su cara como un casco. Tenía frente gorilera y las orejas semejaban asas de un florero. Su piel era verdosa y sus brazos le colgaban como ramas tronchadas de un árbol, con las manos por debajo de las rodillas. Las piernas se le combaban formando un arco interior. Como compensación, la naturaleza le había dotado de unos ojos de verde intenso, como los prados asturianos de invierno. Manín, tras su primer impulso de estupefacción, tendió su mano.
—¡Chócala, amigo! Entra en el grupo de los mejores.
El permutado tenía un semblante cincelado en rasgos duros. Hizo un amago de sonrisa y la luz atrapó una dentadura fuerte, completa y blanca que se desvinculaba del rostro castigado. Manín le puso una manaza sobre el hombro y lo notó duro como una piedra.
—¿Cómo te llamas?
—César Fernández Sotrondio —dijo guturalmente.
—Éste es Pedrín, éste Antón, éste Sabino —explicó Manín,
Todos le dieron la mano.
—Yo soy Manín. Somos de Prados, menos ése —señaló a Sabino—, que es de Vega del Cantu. ¿De dónde eres tú?
—De Valdeposadas.
—Coño, en el mismo bosque de Muniellos.
—Sí.
—Así que te han vendido, como a éste. —Movió la cabeza hacia Sabino.
—Sí.
Su padre —explicó entre monosílabos— conoció a José Vega–Carbayón en el transcurso de una cacería de lobos, hacía tiempo ya. Los de Valdeposadas eran excelentes cazadores y su padre sirvió de guía a Carbayón, que era muy aficionado a la matanza de especies vivas. Lo mismo le daba un lobo, que un corzo, un rebeco o un jabalí. Su mejor presa era el oso, aunque no resultaba fácil. Hicieron varias cacerías juntos y de ahí partió un conocimiento mutuo sobre las posiciones sociales y dinerarias de cada uno. No era fácil encontrar quintos en permuta. Amador no lo encontró y hubo de recurrir a Sabino. José Vega tenía un criado, ya mayor, y no quería desprenderse de él. Así que, llegado el momento, le ofreció el cambio al padre de César quien, sin contar con el hijo, aceptó el trato y mil doscientas pesetas de las que ni una sola fue para el recluta.
Manín le invitó a unirse a ellos. César era parco en palabras y hablaba poco de sí mismo. Sin embargo, le informó de que eran seis los hermanos que vivían en la casa. Tenían una pequeña huerta que apenas les sustentaba. Él, sus dos hermanos varones, su padre y su abuelo hacían pastoreo para otros, llevando el ganado a las
brañas
en primavera y verano. En invierno hacían trabajos de recogida de leña y de frutos silvestres (avellanas, bellotas, castañas). Vivían en la pobreza. Dormían todos juntos en una pieza adjunta a la cocina, enrollados en sus ropas. En los períodos de caza también él hacía de guía para cazadores, como su padre y, antes, su abuelo. Tenía gran habilidad como rastreador. No tenía escopeta pero le dejaban disparar a menudo. Sorprendía a todos con su excelente puntería, una habilidad congénita que le hizo popular en las cacerías.
Al pasar por el puerto de Pajares, Antón miró por el cristal haciendo sombra con sus manos en los bordes de los ojos. Estuvo atisbando un rato, intentando penetrar la oscuridad de la noche.
—¿Qué miras? —dijo Manín.
—Intento ver el hotel que están construyendo en la cima.
—¿Un hotel en el puerto? ¡Qué estupidez! ¿Quién va a hospedarse allí si no hay nada que ver?
—Dicen que hay que potenciar el turismo porque es el negocio del futuro. Y sí hay que ver: estas montañas intocadas.
—Absurdo —dijo Pedrín—. ¿Quién va a venir a este mísero país?
—Precisamente. Hay que exportar nuestros paisajes, seguir el ejemplo de Suiza. Aquí tenemos mejores montañas y bellos pueblos.
—¿Qué tienen de bellos nuestros pueblos? —dijo Pedrín.
—Suiza no tiene guerras. Cuidan de su gente. Viven bien porque trabajan y no tienen sueños imperialistas —añadió Manín.
—Turistas. Bien mirado, eso somos los soldados españoles en Marruecos. Dejamos allí cada año millones de perronas.
—Y las vidas. Hacemos el gasto completo. ¿Cuántos volverán de este viaje turístico?
—Yo volveré —dijo Antón—. Tengo mucho que hacer en esta vida.
Se miraron unos a otros y luego ahuyentaron su mirar hacia otros puntos.
El tren paró en León. La estación era oscura, con dos faroles mortecinos en la parte central y otro sobre el rótulo «Retrete», a un lado. Allí bajaron los destinados a esa zona y subieron los procedentes de Galicia. Añadieron más vagones–tranvías y una locomotora al final del convoy. Cuando se puso de nuevo en marcha, Manín y los demás sacaron sus viandas. César tan sólo llevaba un pedazo de chorizo y una hogaza de pan, pero Manín le hizo partícipe de la comida de los otros: cecina, jamón y chorizo, vino y sidra. Bebieron, rieron, cantaron, contaron chistes y fumaron, todo en abundancia, como los demás cientos de muchachos que les rodeaban. Pero César no contribuyó a la alegría general, salvo con unas silenciosas y tímidas sonrisas. Fue frugal, casi temeroso, evidenciando los signos de la soledad y el desamparo que habían marcado su vida. El tren avanzaba lentamente, parándose a veces en medio del silencio y las sombras. Había que dejar paso a trenes rápidos de pasajeros por lo que el convoy se detenía en la oscuridad mientras las máquinas, como animales vivos, soltaban bufidos reiterados. Algunos abrían las ventanillas para disipar el humo, pero las cerraban al momento por el frío y el hollín. Manín miró a través de los cristales. Era una noche negra, ya sin lluvia. Los pueblos por los que pasaban estaban totalmente a oscuras. Daba la sensación de que viajaban hacia otro mundo. En Venta de Baños el tren se dividió. Unos vagones de viajeros iban a Santander, Burgos, Vascongadas. Se les unió allí un contingente de reclutas procedentes de esas provincias, para lo que hubo que volver a poner más vagones, lo que se hizo con enorme lentitud. Manín y sus amigos bajaron a tomar algo caliente en la cantina. César prefirió quedarse. El convoy estuvo mucho tiempo detenido, por lo que a pesar del guirigay todos fueron atendidos en sus parcos deseos. Cuando el tren lanzó sus pitidos de advertencia, muchos corrieron atropelladamente, pero algunos se lo tomaron con calma. Manín y amigos salieron al andén cuando el tren llevaba un rato en renqueante marcha, apenas avanzando. Subieron con parsimonia y cruzaron entre los abigarrados vagones buscando el suyo. Dentro ya de su vagón, al aproximarse, lo encontraron parcialmente bloqueado en su mitad por quintos cautivados con algún espectáculo que salía de la zona donde estaban sus asientos, provocando grandes carcajadas. Había muchachos de pie en los asientos cercanos mirando la alegría ajena con rostros ceñudos. El núcleo de la atención estaba en sus sitios y de allí surgían festivas palabras.
—¡…monos más guapos que este tío!
—¿Cómo es que te alistaron? ¿También los monos van a la guerra?
—¡Cuando los moros le vean se morirán del susto!
Concurso de carcajadas. Las altas estaturas de Manín y Pedrín les permitieron ver la escena. César era el centro de las burlas de un grupo. No recordaban haberlos visto antes. Debieron de haber subido en la estación que habían dejado atrás. Tres de ellos, sentados con otros en sus lugares, llevaban la voz cantante aunque toda la banda les reía las gracias. César permanecía quieto, mirándoles sin expresión.
—¡Vamos, di algo! —dijo uno de ellos dándole una cachetada.
—¡El cabrón no sabe hablar! —Risas.
—¿Cómo va a hablar un mono? —Más risas.
—Hay que espabilarle —dijo otro—. Vamos a mearle.
—¡Eso, eso!
Los tres cabecillas se levantaron y comenzaron a hurgar en sus braguetas. Manín apartó tan violentamente al corro que algunos cayeron al suelo. Sin transición, dejó caer su puño derecho sobre la nuca de uno de los graciosos, que se desplomó fulminado. Pedrín golpeó a otro que se volvía sorprendido. El tremendo puñetazo lo derribó inconsciente. El tercero, un tipo corpulento, se encaró a Manín. Intentó un golpe, que el asturiano paró con su mano izquierda mientras que con la derecha le golpeaba el mentón. El chistoso acusó el golpe y, para defenderse, se agarró a Manín con fuerza, quien respondió con un cabezazo en la cara. Con la sangre manando, el mozo se vino abajo. Todo el grupo se había espantado y ahora miraban con ojos menos felices.
—¡Fuera de aquí! —gritó Manín—. Estos asientos están ocupados. Largaos a reír a otra parte.
Algunos se movieron con belicismo en sus rostros, pero calcularon lo arriesgado que podía ser enfrentarse a esos dos adversarios de altas figuras y expeditivos métodos. Además, el círculo que les rodeaba mostraba gestos hostiles. A los que estaban desde el principio en el tren, asturianos en su mayoría, no les habían gustado las gracias de los caraduras recién llegados. Incorporaron a sus compañeros, cogieron sus bultos y salieron todos del vagón. Manín miró a César, cuyos ojos mostraban curiosidad.
—¿Cómo te encuentras?
César se encogió de hombros. Sus ojos expresaban algo parecido al asombro.
—Ya estoy acostumbrado. Se burlan de mí. No les hago caso. Se aburren y me dejan. ¿Por qué habéis hecho eso?
—Era una injusticia. Y eres nuestro amigo.
—Nadie antes salió en mi defensa.
Los amigos se miraron y luego se acomodaron. El tren llegó a Valladolid y luego a Medina. Estaciones lúgubres, ruido de vapor saliendo por las válvulas, pitidos, trajín a las cantinas y a los retretes. Algunos seguían cantando, otros se adormilaron y muchos se emborracharon definitivamente.
Al fin, llegaron a Madrid bien entrada la mañana, cansados, baldados por los asientos de tablas y negros de carbonilla. El cielo era gris, pero no había huellas de lluvia. En la estación del Norte, un sargento de Infantería les pasó lista. Había habido deserciones. Varios llegaron enfermos o borrachos. A los borrachos los espabilaron sin contemplaciones y a los enfermos les dieron pastillas, que tanto valían para los enfebrecidos como para los contusionados y heridos.
Les sorprendió la gran actividad mañanera en el vasto patio exterior lleno de gente deambulando, saliendo y entrando. Porteadores, taxis, carros de mano y de tracción animal, yendo de acá para allá. Castañeras arrebujadas frente a su estufa tostadora, vendedores de periódicos y lotería, churreras con sus cestas al brazo, gritando todos sus mercancías mientras se movían entre la multitud. Los quintos se calzaron sus boinas y controlaron sus pertenencias. Un frío cuchillero incordiaba en el suave viento que soplaba desde el norte, donde se veían altas y cercanas montañas cubiertas de nieve.
—Mirad eso —dijo Pedrín, señalando la cordillera—. Son como las de nuestra tierra.
—Es la sierra de Guadarrama —aclaró Antón.
Unos sargentos les hicieron formar y todo el contingente se puso en marcha, a pie, con sus maletas y bultos a cuestas, con los suboficiales vigilándoles y conduciéndolos. A la derecha, dejaron el puente de Segovia con los lavaderos y tendederos situados en las riberas del otro lado del Manzanares, que estaba sin canalizar. La enorme columna de reclutas enfiló hacia el paseo de la Virgen del Puerto, un camino entre la vega del río a la derecha y un frondoso parque con gigantescos álamos, castaños, cedros y otros árboles centenarios a la izquierda. El río regaba las márgenes, que en ambos lados eran huertas. Más allá, al otro lado, la cuenca se elevaba en suave pendiente desde los lavaderos hasta convertirse en arboleda densa donde no había ninguna casa. Por esa parte, Madrid era un bosque profundo. A la izquierda, a través de la masa de árboles del parque, sin mordazas de muros ni verjas, se veía un palacio blanco y grandioso, situado en una zona elevada.
—El Palacio Real —dijo Antón—. Es enorme. La puerta principal está al otro lado. Allí se ve a la Guardia Real.
—¡El Palacio Real! —exclamó Sabino—. Ahí estará el rey.
—Tumbado, con los huevos al aire —añadió Manín—. Él tenía que venir con nosotros a la guerra, en cabeza, como dicen que hacían los reyes en el pasado.
—¿Qué dices? ¿Cómo va a venir él?
—¿Y por qué no? —terció Pedrín—. Él declaró esta guerra, no nosotros. Sin embargo, ahí estará ahora, feliz y bien alimentado y nosotros vamos a que nos den por el saco.
—El rey es el rey —insistió Sabino.
—El rey es el responsable de tantos miles de muertos como está costando Marruecos —añadió Manín.
Bordearon el parque hacia la izquierda y vieron una fea estructura de hierro oxidado, que cruzaba audazmente la calle a muchos metros por encima, soportado por columnas de hierro, también oxidado, ancladas en cimientos de piedra.
—El viaducto —señaló Antón—. Gracias a él hay comunicación por delante del palacio. Nos dijeron que está en malas condiciones y que se puede caer. Dicen que lo tirarán y harán otro.
A la izquierda del parque apareció la parte trasera de una iglesia grande, de estilo gótico, que parecía destruida.
—¿Ha habido guerra aquí? —preguntó Manín.
—Es la catedral de la Almudena —informó Antón—. Las obras se interrumpieron a finales del siglo pasado. Según dijeron, el dinero se empleó en potenciar a nuestro ejército, que luchaba en Cuba.
Vieron los primeros tranvías eléctricos. Eran cuadrados y no tenían puertas. La gente subía y bajaba en marcha ya que circulaban lentamente, calle Segovia abajo y arriba pasando bajo el arco de hierro. En la Ronda de Segovia, una vía empedrada y empinada, también circulaban los tranvías por el centro de la calle, en dos direcciones. Caminaron hacia arriba sin descansar, soplando por la dura pendiente. Las calles estaban muy concurridas. Había hombres montados en burros y muchos carros tirados por mulas, de ruedas metálicas que rechinaban contra los adoquines. Pedrín se fijaba en todo con mucha atención. Las mujeres llevaban faldas largas y sombreros casi todas. Eran muy atractivas. Cuando pasaba alguna con la falda hasta la parte baja de la pantorrilla, los quintos se volvían para mirar y silbar a pesar de los gritos de los sargentos. Todos los hombres llevaban sombreros y gorras, cubriéndose con capotes y capas pues el viento frío venía corajudo.