Tropezando, a veces cayendo por el diluvio, atisbo al animal cerca del muro de pedrusco que delimitaba la posesión por ese lado. Estaba incomprensiblemente quieta. Se acercó hasta llegar a su lado. La bestia volvió sus ojos hacia él. Estaba trabada por una pata a un saliente del muro. Sorprendido, se agachó, dejó el farol y trató de liberarla, mascullando imprecaciones. Sintió en ese momento una presencia cerca. Miró hacia arriba a través del agua, levantando el farol y ladeando el tabardo.
—¡Joder! Eres tú. ¿Qué haces aquí? ¿Qué coño quieres?
—Hablar contigo —dijo el recién llegado.
—¿En este momento? ¿Aquí?
—Sí. El asunto no puede esperar.
—Bueno, échame una mano y luego hablamos —dijo, poniendo el farol en el suelo y volviéndose hacia el animal—. Algún cabrón ató la vaca. Cuando le ponga la mano encima…
El otro le golpeó en la cabeza con una piedra grande. Se oyó un crujido y Vega se desplomó sin un gemido, esparciendo el barrizal. Quedó quieto, medio ladeado. El agresor desató al vacuno y lo espantó hacia la distante casa. Guardó la cuerda en un bolsillo y se agachó hacia el caído. Pero José Vega era un hombre fuerte y, además, la boina y la capucha del tabardo habían amortiguado el golpe. Tenía treinta y ocho años y medía un metro noventa y cinco con su correspondiente masa de músculos. Aturdido y confuso, al sentir las manos sobre él, lanzó su pierna derecha contra el otro, golpeándole en un hombro con el zueco.
—¡Ca…brón! —inició, intentado levantarse torpemente. Recibió un puñetazo en la cara y volvió a caer en la hierba, respirando entrecortadamente. Su oponente cogió otra vez la piedra con ambas manos, la levantó sobre su cabeza y la incrustó en la frente del caído, matándolo en el acto. Del reflejo, las madreñas del agredido salieron despedidas a varios metros. El agresor apagó el farol y se cercioró de que Vega no respiraba. Miró en derredor. Las sombras rodeaban el lugar y sólo se oía el chapotear de la lluvia. A lo lejos titilaban las luces de algunas de las casas. De entre sus ropas, sacó una pequeña bolsa tupida y metió en ella la cabeza del caído, asegurándola bien para evitar que la sangre saliera y dejara huellas. Se puso en pie y lavó la piedra usada como arma con el agua de la lluvia, restregando casi a ciegas para eliminar los restos de sangre. Caminó unos pasos y la encajó hábilmente en el muro. Buscó luego las madreñas del caído y las metió en un saco que llevaba oculto en el capote, así como el farol. Con esfuerzo cargó el cadáver sobre sus hombros, afianzó el equilibrio y con precaución se desplazó unos metros a lo largo del muro hasta el punto donde éste se unía a una alambrada, que previamente había dejado sin atar cuando caminó hacia Vega. Pasó al otro prado y caminó lentamente hacia el cercano santuario de San Belisario. Empujó la primera puerta de madera de doble hoja, sin cerradura y volvió a juntarla como estaba, notando el charco que se iba formando a sus pies con el agua que se deslizaba de ambos cuerpos. Dejó el saco junto al armarito de útiles de trabajo. Guardando el equilibrio, se quitó con los pies sus madreñas y las colocó al lado del saco. Calculó la trayectoria, como le enseñaron en el ejército, y se desplazó hacia la segunda puerta, también de madera y de doble hoja, ésta con cerradura, aunque con la llave sin echar. Como la anterior, esta puerta interior tenía unos ventanucos sin cristales en la parte frontal. Entró.
La oscuridad del recinto estaba matizada por una levísima claridad que entraba por los pequeños ventanales sin cristal situados en la parte alta de los muros laterales. Conocedor de la iglesia, el hombre caminó con su carga hacia un lado del altar, sorteando los bancos. El esfuerzo era grande, pero él era joven y fuerte. Flexionando las piernas, tanteó en el suelo y buscó la trampilla. Tiró de la argolla y la levantó sin ruido. La volcó hacia atrás y la apoyó en el suelo. Despacio, fue bajando con esfuerzo por toscos escalones de ladrillo hasta llegar al suelo del sótano, donde finalmente dejó el cadáver. Respiró hondo y estuvo unos momentos recobrando el aliento. Se quitó el encharcado tabardo, subió a la iglesia y desanduvo el camino hacia la entrada del santuario. Miró por las ventanitas. Nada. Ningún movimiento afuera. Metió sus madreñas en el saco, cogió una pala y una escoba del armarito y retornó a la nave de la iglesia, cruzando la puerta interior, que cerró con llave. Llegó a la trampilla, bajó los escalones y abatió la tapa sobre su cabeza. No le importaba dejar huellas. Nadie entraría en la iglesia en esos momentos. En la búsqueda posterior de José, quizás alguien entrase, pero él ya habría borrado las pistas al salir. Tanteó, dejó los bultos en el suelo y buscó la vela preparada, que prendió con una cerilla. La llama vacilante echó las sombras hacia los rincones. Era una sala de menores dimensiones que la nave de la iglesia, con una altura algo mayor de dos metros. El suelo era de tierra y piedra pisada y sin nivelar, y la humedad impregnaba el ambiente. Había diversos muebles y bancos rotos y viejos. Quitó unos tablones que estaban apoyados en una de las paredes y un hoyo rectangular apareció a la luz junto a un montón de tierra y piedras procedente del mismo. Era lo bastante hondo para albergar al menos dos cuerpos. Registró el cadáver, le quitó la cartera, el reloj de bolsillo, un anillo, una sortija, una pulsera y una cadena con una cruz. Metió todo en una bolsita y luego depositó el cadáver en la fosa. Extrajo del saco el farol y los zuecos del muerto y los echó al hoyo. Con la pala comenzó a cubrir el cuerpo. El hombre trabajaba con precisión, sin movimientos superfluos. La fosa quedó tapada. Apisonó hasta la rasante del suelo y guardó la tierra sobrante en el saco vacío. Luego, empujó sobre la tumba un arcón desvencijado y sobre él colocó los tablones en la misma posición vertical en que estaban inicialmente. Alisó la superficie no cubierta y barrió todo con la escoba. Barrió también la pala, sus botas y sus madreñas con minuciosidad, quitando la tierra, que guardó en el saco. Se acercó luego a la primera de unas pequeñas troneras que había en el techo, junto a las paredes, por donde se aliviaba el aire a través del suelo de la iglesia y que él había tapado en días anteriores con trozos de hule negro. Miró en torno, buscando algo fuera de sitio o comprometedor. Todo el suelo estaba húmedo, pero no había tierra. Nadie podría adivinar que debajo de las maderas había un cadáver. Midió las distancias, apagó la vela con los dedos y fue quitando los hules, alargando el brazo y guiándose de su percepción espacial ante la falta de luz. En la mayor oscuridad, llegó a los escalones, se puso el tabardo y cargó la saca sobre sus hombros. Cogió la pala, la escoba y las madreñas y subió cautelosamente. Abrió la trampilla sobre su cabeza. Escuchó. Sólo el ruido amortiguado de la lluvia. Salió, bajó la tapa y la cerró con el candado que guardaba en un bolsillo, todo con una mano. Dejó la escoba y la pala junto a la trampilla, cruzó la nave sin soltar el saco, el cual pesaba porque había sobrado bastante pedrusco, aunque era un peso mucho menor que el de Vega, y se aproximó a la puerta interior. Aplicó la llave y la abrió, después de observar por los ventanucos. Fue a la puerta exterior, dejó el saco y los zuecos junto al armarito y atisbó a través de las ventanillas. Ningún movimiento en lo que abarcaba su vista. Volvió sobre sus pasos y dejó la apagada vela en el altar. Cogió la escoba y barrió toda la zona de pisadas, recogiendo la tierra en la pala. Retrocedió hacia la salida, cruzó otra vez la puerta interior y la cerró con llave. Barrió con más esmero el piso de losas situado entre ambas puertas porque sería la zona que alguien podría mirar si se le ocurría inspeccionar la iglesia. La poca tierra obtenida en el barrido la echó al saco. Limpió la pala y la escoba y las puso en el armarito, que cerró luego. Con un trapo que sacó de un bolsillo secó el charco de agua producido al entrar. Se calzó sus madreñas y miró el suelo, ya acostumbrados sus ojos a la casi total oscuridad. Todo estaba húmedo, pero perfectamente limpio. Cargó el pesado saco e inspeccionó nuevamente a través de los ventanucos. La calma era absoluta. Salió, ajustó las hojas y se cubrió con la capucha del tabardo. Con cautela, se alejó de la iglesia soportando de nuevo el aguacero mientras esparcía hábilmente la tierra y piedras del saco. Llegó a la alambrada y, tras cruzarla, la enganchó en su posición normal. Se alejó hacia su casa, cruzando el solitario prado bajo el sonido monocorde de la lluvia infinita.
Todo había salido como lo había planeado después de varios meses de espera y preparativos. Era improbable que alguien descubriera el cadáver. Nadie había bajado al sótano en meses. No había nada que hacer allí. Quizá cuando restaurasen el templo, que buena falta le hacía. Pero eso no sería ahora, con los tiempos de hambre y miseria que corrían, tras la guerra. Tampoco iba nadie a la iglesia, por falta de cura. La gente bajaba los domingos a Castañedo, La Regla o Cangas a cumplir con sus ritos. Por el momento tendría que disimular, no levantar sospechas. Entraría a la casa por la huerta, simulando tener alguna tarea. La familia del muerto daría la alarma tarde o temprano, posiblemente esa misma noche. La Guardia Civil sería avisada y el pueblo participaría en la búsqueda del vecino desaparecido. Las pesquisas continuarían varios días. Habría preguntas. Incluso podría suceder que Amador de Muniellos fuera considerado sospechoso. Todos sabían el odio que se profesaban. Claro que eso sería por poco tiempo. Sería difícil encontrar ninguna prueba. La lluvia borraría las huellas. Posiblemente mirarían en la iglesia a través de los ventanucos. Y luego el tiempo pasaría. Pero todavía quedaban cosas importantes y peligrosas por hacer. Lo siguiente sería el dinero. Tendría que hacerlo sin dilación. Esa misma noche.
—¿Cómo sabe que ha sido un crimen?
—Es obvio. El que los enterró en lugar tan inusual y sin conocimiento de nadie, quería esconder los cuerpos. El asesino.
—Un razonamiento con lógica, pero no es suficiente.
—¿No pone la grabadora o toma notas? Es lo que hacen los detectives.
—No sé si aceptaré lo que desea proponerme.
Sin dejar de mirarme con fijeza, prosiguió:
—Hay noticias posteriores. Un estudio de forense señala que ambos murieron por fractura craneal ocasionada por objeto contundente. Prácticamente en las mismas zonas de la cabeza. Frontal y occipital. Queda totalmente descartada la accidentalidad —dijo, poniendo sobre la mesa un escrito que sacó del bolsillo interior de su chaqueta.
No tenía yo la mente abierta esa mañana para nuevos casos. Desde luego no para un asunto como ése, cuya trascendencia iba desgranando cronológicamente el absorbente anciano. Miré el papel, sin leerlo.
—Esto es un informe judicial. ¿Cómo lo ha conseguido?
—En ese informe dice que las víctimas eran dos hombres —continuó él, sin responderme—. Uno era mi padre, el otro se llamaba Amador, de la casa Muniellos, ambos de Prados, mi pueblo. Desaparecieron en enero de 1943 y no se volvió a saber nada de ellos. Hasta ahora.
Le interrogué con la mirada. ¿Había más?
—La prueba de ADN realizada en esos restos, contrastada con la obtenida de mi sangre y con la de la sangre de un nieto de Muniellos, aportaron la evidencia familiar indudable. Por eso mi abogado consiguió la copia del informe. Ya tiene usted todas las respuestas.
Moví la cabeza.
—Supongo que esos datos los ha conseguido de la Guardia Civil.
—De la Guardia Civil y del juzgado, en efecto.
—Bien. Deje que ellos hagan su trabajo. Tienen una excelente policía científica y judicial.
—Lo hicieron. A instancias mías, el juez de instrucción abrió el caso. Estuvieron en el pueblo e interrogaron a varias personas. También nos llamaron a declarar a mí y a otros que vivimos fuera de Asturias. No hay resultados.
—Deles tiempo. No es una labor sencilla.
El hombre se echó hacia delante. Su rostro se llenó de fuerza y determinación.
—No tengo tiempo. Necesito otro ritmo. No lo consideran un tema importante después de tantos años. Para ellos no hay un asesino suelto. Para mí sí puede haberlo todavía.
—No me dedico a homicidios. Lo mío es seguimiento de personas y búsqueda de desaparecidos.
—En su placa dice que se licenció en criminología.
—Ésa es parte de mi capacitación, no mi especialidad.
—Mi oferta consiste en que busque a quien hizo desaparecer a esos hombres. Entra de lleno en su especialidad.
Me acorralaba, como el gato al ratón, sin quitarme sus pardos ojos de encima.
—¿Para qué quiere el nombre del asesino, señor Vega?
Mostró sorpresa en su rostro.
—No es una pregunta que cabe esperarse de un investigador.
—Sí la es. Mire, estamos en 1998. ¿Cree que su asesino vivirá?
—¿Por qué no?
—Es obvio. El tiempo no pasa en vano. ¿Puedo preguntarle cuántos años tiene usted?
—Setenta y tres.
—Si el presunto asesino tuviera la edad de su padre, por lógica estaría muerto ya.
—No necesariamente. No tiene por qué ser de la edad de mi padre. En cualquier caso cabe añadir que en la región hay muchos longevos, algunos de más de cien años. Debe de ser por el agua o el aire o por una mezcla de los dos. Pero convenga conmigo en que sólo saldremos de dudas encontrándole. Y si al final resulta que está muerto, al menos tendré la satisfacción de saber quién era y, a través del estudio de su personalidad, encontrar los motivos de su acto.
Tenía respuestas para todas las preguntas. Yo trataba de que el asunto no me concerniera. No quería entrar en él, no en esos momentos al menos. Pero el hombre conducía la conversación con habilidad y me dejaba sin razones convincentes para rechazar el encargo sin ofenderle.
—Suponiendo que el presunto asesino viva y que se le pueda descubrir y encontrar, ¿qué cree que le ocurriría?
—¿Qué quiere decir? No lo sé. Pero deseo que pague por el daño que hizo. Destrozó dos familias. Mi madre murió poco después, sin haber podido superar el trauma ni la maledicencia.
—¿Maledicencia? —inquirí, arrepintiéndome al momento de mi curiosidad.
—Corrió por los pueblos que mi padre se habría ido con alguna mujer. A América —dudó un momento—. Era…, bueno, podría decirse que sentía una pasión desmedida por las mujeres.
Nos miramos en silencio. Él carraspeó.
—Tenía más de una querida. No se sabe de dónde sacaba tanta energía. —Movió la cabeza—. Yo estaba en Madrid, estudiando, y tuve que dejarlo todo para cuidar de mi madre, de mi hermana, de la abuela, de los negocios y de la casa. ¿Sabe lo que tuve que trabajar? Y, además, está lo del dinero.