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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (22 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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¿Fue feliz? ¿Fue feliz María José? ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo fue feliz la niña pequeña que se colaba en el ascensor para estar con él? ¿Cuánto tardó en darse cuenta de que le habría ido mejor si hubiera subido por la escalera?

Estuvieron casados un año y él nunca se dio cuenta de que la estaba perdiendo. La culpaba por eso. ¿Por qué no se lo había dicho? De haberlo sabido, tal vez no hubiera seguido saliendo todas las noches como si nadie le esperase en casa, ni habría pasado por alto el detalle de decirle lo bien que cocinaba, lo mucho que se esforzaba en que todo estuviese listo para cuando él llegase a casa, si es que llegaba, el interés con el que escuchaba las cuatro chorradas que le contaba siempre que le preguntaba qué tal el día para no decirle la verdad (pues ya ves, bien, te he puesto los cuernos con menganita y pienso ponértelos también con fulanita, por ejemplo). Foca de mierda.

Ojalá le hubiera dicho mira, Joaquín, yo sí quiero tener este hijo cuando él la convenció para ir a aquella clínica porque no estaban preparados para ser padres y no se hubiera conformado con los argumentos de él para que abortara. Y ojalá le hubiera dicho también que le molestaba que roncase, que le olían los pies, que quería visitar más a sus padres, salir de vez en cuando con Carlos y Marga, ir al cine, a cenar juntos y solos, y no siempre con los amigos de él; ojalá le hubiera avisado de que se estaba cansando de sus excusas torpes, de su manera egoísta de hacerle el amor, de que nunca le preguntara cosas sobre ella, si le quería, si era feliz.

Pero nunca le dijo nada, nada que le hiciera sospechar que todo iba mal, hasta que aquella noche vieron aquella mierda de película, la del gigoló, y ella se echó a llorar y le dijo ya no te quiero y añadió me voy de casa, por si acaso él tenía alguna duda, y como no acertó a decir nada, continuó diciendo: me llevo las cosas que traje cuando nos casamos y al perro, que me lo encontré yo, y lo demás te lo puedes quedar. Como salió de casa con el perro correteando tras ella pero se dejó las maletas que usaba para irse de vacaciones, él pensó que era un calentón y que no tardaría en volver, y para vengarse esa noche se fue a la cama con una rubia que se llamaba Dolores y que fue la primera en comprobar que Joaquín había perdido la capacidad de empalmarse. O te casas conmigo o no me busques nunca más, le dijo, y él no le vio ninguna pega a ese ultimátum. María José, que sólo un año después tenía todos los motivos que él no había encontrado para no hacerlo, ya no volvió.

No se lo ha dicho a nadie, lo de las erecciones, ni siquiera a Feli. Podría habérselo contado, que para eso era su sicóloga, pero con una rareza ya tenía de sobra; bastante le jodía no poder hablar como para reconocer que tampoco era capaz de izar el mástil.

Se sentía ridículo también por eso, por sentir vergüenza de algo que no era como para avergonzarse, pero no lo podía remediar. Él, que se había follado toda la vida cualquier cosa que se le pusiera por delante, no conseguía que se le levantara por más que lo intentaba. Lo de la afonía histérica era distinto, porque no era más que la respuesta física al trauma de saber que su mujer, porque todavía sentía que era su mujer, estaba ya muerta, aunque su cuerpo siguiera con vida. Eso era insuperable, y el hecho de no poder hablar, en cierta forma, le hacía sentirse más estúpidamente humano porque cada palabra que no podía pronunciar era como un grito para todos los que no habían creído en él. Yo también la quería. Todavía la quiero.

Pero lo de la impotencia era otra cosa. Lo de la impotencia le convertía en un ser débil, en un mierda que no podía superar el abandono de una mujer que era más vieja, más gorda, más fea que él. Había pensado en comprar Viagra pero le daba apuro pedírsela al médico y de Internet no acababa de fiarse, así que se sentía condenado sin remedio. Se veía torpe, triste, avergonzado, y estaba convencido de que nunca sería capaz de recuperar la hombría. La hombría. Se reía al pensar en esa palabra. La ausencia de María José, la soledad, le había hecho comprender que realmente no había sido muy hombre antes. Vale, sí, había tenido una vida sexual muy activa, había cumplido casi todas las fantasías que un hombre suele tener (un trío, un cuarto oscuro, mujeres de distintas razas y cosas así), pero al final de la corrida (nunca mejor dicho) había acabado más solo que la una.

Él, que decía con orgullo que su mujer sólo le había enseñado a distinguir cuando un huevo no era fresco porque no flotaba en el agua de un vaso, se dio cuenta al quedarse sin ella de su enorme grado de estupidez al negarse a aprender lo más fácil, lo esencial: a querer, a que le quisieran, a ser un hombre, de verdad, íntegro, valiente, leal. No se empalmaba, cierto. Pero se consolaba pensando que la hombría no la había perdido porque realmente nunca fue un hombre, sino un niño que se había resistido a crecer. Un crío estúpido que llegaba a esas conclusiones sentado en el coche, con el motor apagado, día tras día, en el aparcamiento del Sánchez Díaz-Canel y que por la noche las olvidaba todas, una a una, unas veces en un bar tratando de ligar como un borracho patético y otras en el mismo asiento en el que pasaba las mañanas con una fulana hincada en su polla que se afanaba denodadamente en ponérsela dura y que le pedía treinta euros después de mirarle con lástima y de decirle yo he hecho lo mío, ahora me tienes que pagar.

Por eso se conforma con mirarle el escote a Cleopatra, aunque no sepa que se llama Cleopatra ni que acaba de ducharse dejando la puerta entreabierta para que su suegro le vea las tetas y se sienta mejor, o menos mal, o un poco más vivo.

Julio

Goumba sigue rezando cinco veces al día. Al amanecer, a mediodía, por la tarde, al anochecer y cuando ya es de noche. Cleopatra lo sabe y hacia las seis de la mañana se acerca a la habitación para comprobar que está despierto. Goumba ya está concentrado en su oración cuando entreabre la puerta. Casi no hace ruido para oírle pronunciar suavemente que no hay más que un Dios y que Mahoma es su profeta y que Alá es grande y otras cosas que no acierta a entender porque el Salat tiene que rezarse en árabe y si casi no se aclara con el francés mucho menos con el idioma del Corán, pero igualmente se queda mirando porque le gusta verle mover los labios y pronunciar lentamente sus oraciones en esa lengua que es como de cuento.

Goumba tiene los ojos cerrados y se imagina que antes de rezar se ha lavado tres veces las manos, los brazos hasta los codos, y la cara, y la boca, y los oídos, y los pies hasta los tobillos empezando siempre por la derecha. Se imagina las gotas de agua cayendo por sus antebrazos, o salpicando el suelo cuando él se moja la cabeza, y cuando ya se siente limpio se inclina hacia La Meca y dice
Allahu akbar
y continúa, y le da las gracias porque sabe que las cosas siempre podrían ser peores, y le pide que Paco vuelva a dejarle el teléfono para llamar a su madre, o que Pilar siga enseñándole palabras en español para poder hablar con Cleopatra y con las enfermeras, o que le den el alta de una vez a la profesora de física médica para que puedan cambiarle a la habitación de María José. Así todo será más fácil, se lo ha dicho Pilar, y tiene razón.

No estaría siempre tan solo, y para ellos sería más cómodo atenderle sin dejar a María José. Tiene ganas de estar con ellos, pero también tiene ganas de conocer a María José, de tenerla cerca, de olerla. Se hace cargo de que a esas alturas la piel de ella no olerá a lo que ella era, sino a lo que es ahora, un cuerpo dormido. Seguro que él tampoco huele como antes. Claro, que él hace tiempo que dejó de oler como antes. Goumba siente que ha tenido dos vidas. La primera plena y la segunda triste, y lo que más le irrita es que cuando fue plena apenas si se dio cuenta. Trata de pensar que este sufrimiento tendrá un sentido que se le escapa, y que quizá en el Paraíso se le compense de tanta desgracia, pero sabe que por firme que sea su fe, también es firme su desesperación cuando la cabeza le ordena al pie que se mueva y el pie no se mueve y la cabeza le repite que se mueva y el pie se obstina en no moverse, y así una y otra vez, hasta que alguien entra en la habitación, una enfermera, un visitante que se confunde de cuarto, Pilar, que va a ver si necesita algo, Paco, Cleopatra, los de la asociación, la puerta que se abre sin que pase nadie, y sus pensamientos se paran en seco. Alá sabe por qué suceden las cosas, todo está escrito desde antes de que nazcamos y así habían de ser las dos vidas de Goumba Samb, una inconscientemente venturosa y la otra…

Se pregunta cuánto tiempo (más) tardará en perder la paciencia (de nuevo), y no se sabe responder. Mejor dicho, cada vez se da una respuesta diferente. A veces cree que no será capaz de resistir un segundo más en esa cárcel llena de llagas que se ha convertido su cuerpo. A veces cree que podrá estar así siempre, sí, ¿por qué no?, ¿qué diferencia hay entre el Goumba que podía caminar y el que no puede?, ¿qué diferencia hay entre el Goumba capaz de rascarse y el que no? Tampoco es tan grave: no siente picor, ni necesidad de andar, y aunque a menudo sueña que corre, o que coge un vaso de agua fresca y se lo lleva a los labios, o que se ríe tanto que le duele la barriga, en realidad hace mucho tiempo que no ha corrido ni ha disfrutado ese trago ni se ha reído hasta doblarse por la cintura. ¿Cuánto? Demasiado.

Fue su padre el que le dijo ¿por qué no te vas? No le culpa. Sólo dice la verdad. Fue su padre. Su madre no quería. Mi hijo no, mi hijo no, repetía, pero el padre insistía: otros se habían marchado y mandaban dinero de vez en cuando. La madre insistía también: otros se habían ido y nunca habían enviado dinero. Ella no lo decía por el dinero en sí, sino por lo que significaba. Estaba cansada de consolar a otras mujeres que no sabían nada de sus hijos desde que se fueron y que los daban por muertos sin saber ni siquiera dónde tenían que llorarlos, pero su marido no entraba en razón. Tampoco a él le interesaba el dinero; es más, le pidió que nunca enviara nada más que buenas noticias: que había terminado bien el viaje, que se había instalado en una casa con cristales en las ventanas y agua corriente, que tenía un trabajo, que había conocido a una buena mujer.

Goumba era el hijo mayor pero no fue el primero. Antes que él nacieron tres varones y una hembra, pero todos murieron antes de cumplir el año. Goumba resistió. Se agarró a la teta de su madre con fuerza desde el primer día; comía poco si había poco y mucho si había mucho, trabajaba si había trabajo y si no había trabajo estudiaba, pero no se quejaba. Tenía los ojos grandes y la mirada seria, de hombre mayor, y era listo como el hambre. Tras él, vinieron más hijos que sobrevivieron, más bocas que alimentar pero también más felicidad. Su padre los quiso a todos pero a ninguno como a Goumba. A los demás los quería con un amor normal. A Goumba, con agradecimiento. Trajo la buena suerte. Por eso le ordenó que se marchara, porque sabía que la vida sería buena con él, que estaba destinado a traer felicidad a quienes le rodeaban, y le consiguió el dinero para el viaje, habló con unos y con otros, le preparó la marcha, estudió el itinerario, de Podor a Mauritania, de Mauritania a Marruecos, de Marruecos a España. Tal vez hubiera sido más sencillo ir a Dakar y embarcar en un cayuco, pero el mar le daba miedo. Prefirió urdir un viaje más largo, más penoso quizá, pero más seguro. Podía hacer el camino en autobús, o en camión o a pie, pero conocería a otros que emprendían la misma aventura y no estaría solo. Goumba no quería marcharse pero obedeció.

El día señalado se despidió de todos uno a uno, sin llorar, no porque no tuviera ganas, sino porque su padre le había pedido por favor que fuese un hombre y se aguantase las lágrimas, y aunque intuía que nunca más volvería a verlos a todos les hizo promesas de enviar regalos y billetes para España en cuanto estuviera instalado. Se acuerda mucho de ellos, pero trata de hacerlo sin ponerse triste. ¿De qué le sirve? De nada. Piensa que cuando podía rascarse no tenía tiempo, que cuando podía correr no tenía ganas, que nunca pensó que el agua sirviese para algo más que para calmar la sed.

Con su padre no ha podido hablar desde que está allí. Pregunta por él siempre que Paco le deja el teléfono, pero nunca le encuentra en casa cuando llama. Está bien. Se lo ha dicho su madre cuando le contesta y también se lo ha dicho Pilar, que habló con él en una ocasión y le contó que le encontró sereno y que le dijo que estaba seguro de que Alá encontraría una solución para el problema de Goumba. No conoce a Pilar tanto como a su madre, pero sabe que las dos le mienten. Sabe que su padre se siente culpable y que a esas alturas se estará cuestionando si de verdad un buen dios le haría tanto daño a su primogénito, pero no se imagina que ha estado en la cama semanas enteras, que se ha negado a asearse y a moverse, y que en los últimos días tampoco ha querido comer ni rezar, que se mantiene ajeno a sus otros hijos, a su mujer, a la gente que viene a verle y le pide que sea fuerte y que no se deje caer en el agujero de la pena y la amargura, y le recuerda que tiene más familia que depende de él y le insiste en que debe ver la buena suerte que ha tenido Goumba porque, de haberle pasado eso mismo en Senegal, estaría condenado sin remedio y en cambio le ha pasado en España, donde los médicos aún pueden hacer algo por él. No. Eso no lo sabe. Y tampoco sabe que a principios de agosto su madre entrará en la habitación a preguntarle si se encuentra bien y lo encontrará con los ojos abiertos mirando al techo, muerto de culpa y de pena y de inanición, y que su madre ya nunca podrá viajar a España para cuidarle porque no querrá dejar solos y huérfanos a sus otros hijos.

Porque Pilar tiene un plan: traerla con él. Se lo contó el mismo día que le dijo que había hablado con el director y que se había comprometido a ponerle en la cama de la profesora de física médica. Le dijo eso y luego le dijo y he pensado también que podría contratar a tu madre como empleada doméstica para que estuviera contigo. Pilar lo dijo como si no tuviera importancia, y Goumba, impresionado, reaccionó siguiendo su ejemplo, es decir, como si no la tuviera. Lo recuerda y cree que le dijo algo así como ah, o muy bien, o si tú lo crees conveniente, y se dispuso a escucharla con calma aunque sentía (sí, sentía) su cuerpo más vivo que nunca. Sentía el corazón dándole golpes en el pecho y sentía un hormigueo en los brazos y las piernas, y sentía dolor de estómago y también ganas de reír, que se habían perdido con la movilidad de su cuerpo el mismo día del accidente.

Pilar le explicó que había hablado con el abogado de la asociación de senegaleses y había recogido información en la Delegación del Gobierno, y que Cleopatra había hablado con el marido de su prima, que era periodista, y que habían tomado todos juntos un café y habían analizado la situación, que era ésta: como a su madre le exigían un permiso de trabajo para entrar en el país aunque viniese a cuidar a su hijo y la ley se había convertido en un obstáculo que la convertía en embustera aunque dijera la verdad, quizá lo mejor era ser una embustera, que dijera una mentira para que pudieran verse, así que Pilar se había ofrecido a hacerle un contrato. Goumba preguntó pero ¿tú tienes dinero?, y Pilar dijo sí, claro, además todo sería falso porque lo importante es que venga y luego ya se verá, y Goumba guardó silencio y Pilar dijo ¿estás contento?, y Goumba la miró sin decir nada y sonrió y luego ladeó la cara hacia la ventana y se echó a llorar, y así estuvo, llora que te llora sin perder la sonrisa días enteros, porque entonces no sabía que a su padre le matarían la culpa y la pena y que su madre decidiría quedarse en casa con otros hijos que podían moverse pero que a ella le parecían más débiles que él.

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