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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (21 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Ella le cuenta cómo le ha ido el día o lo que ha soñado, o lo que ha comido, o si ha visto a un hombre en el autobús que le recordaba a Manuel, o si ha echado de menos a su hija más de lo habitual, o si está cansada, o triste, o contenta, o si lleva varios días sin hacer de vientre, o si se va a poner a régimen, o lo que sea, las cosas que no le cuenta a nadie porque en realidad no tiene a quién contárselas.

Por la expresión de él, acierta a comprender si está animado o decaído, o si le está contando algo triste o alegre. Si le habla en voz baja, piensa que le está revelando un secreto y se imagina que le cuenta cómo perdió la virginidad o que recuerda la última vez que hizo el amor. Si los ojos se le empañan, está segura de que le habla de su madre, o de esa novia que le despidió llorando en la orilla de la playa y que ahora no sabe si esperarle o no porque si no vuelve su vida será mala, y si vuelve será aún peor. Si la mirada le brilla, le explica cómo se cocina su plato favorito, o un chiste que siempre le ha hecho reír. Ella le corresponde poniendo la misma expresión que pone él, triste, alegre, melancólica, y él hace lo mismo cuando es ella la que habla. Total, da lo mismo. Una vez Pilar le preguntó si hablaba con él, y cuando le dijo que sí le preguntó que de qué, si ni siquiera usaban el mismo idioma. Al oír eso, Cleopatra quiso contarle que había visto en el deuvedé una película romántica (
Love actually
) en la que un chico que es inglés y que es escritor acaba enamorándose de la chica de la limpieza, que es portuguesa, y se pasan el rato hablando cada uno en su lengua sin que ninguno de los dos se dé cuenta de que se dicen lo mismo con palabras distintas, pero no quiso que Pilar se riera de ella, ni que la menospreciara por no saber idiomas, ni que cayera en la broma fácil de preguntarle si acaso se estaba enamorando de Goumba. No. No se estaba enamorando de Goumba. Ella sólo estuvo enamorada de Manuel, pero no le dijo nada de eso, sino que se encogió de hombros y murmuró ¿y eso qué tiene que ver?, hablamos de cosas, como todo el mundo.

Eso es verdad. Todo el mundo habla de cosas y la mayoría se entienden lo mismo que ella y Goumba: nada. Ellas dos, por ejemplo. Pilar le pregunta qué tal el día y Cleopatra se da cuenta de que su jefa ya anda pensando en otra cosa a los tres segundos de que haya empezado a contestarle. No se lo reprocha. Ella también hace lo mismo cuando es Pilar la que se queja de su vida, o cuando las enfermeras le dan conversación en la ronda de las seis de la mañana. Goumba es la única persona a la que presta atención cuando le habla, aunque no entienda ni una palabra de lo que le dice. Bueno, no es del todo cierto.

A Paco también le hace caso, a veces. Le da lástima verle tan afectado, todo el tiempo. Pilar es distinta. Es dura. Se guarda tan adentro sus sentimientos que Cleopatra se ha acostumbrado a ignorarlos, aunque sabe que los tiene. Varias veces ha entrado en la habitación y la ha sorprendido llorando a moco tendido recostada en la cama de su hija, y también la ha visto salir del baño con los ojos rojos y húmedos, o la ha encontrado tan triste que le han dado unas ganas terribles de abrazarla, que se han evaporado cuando Pilar se ha dado cuenta de que la observaba y ha cambiado la expresión, fría, de nuevo.

Una tarde, la sicóloga del hospital se pasó por la habitación antes de que Pilar se marchara, charló un rato con ellas de naderías (si entraba corriente en el cuarto al abrir la ventana, qué programas de la tele les gustaban y cosas por el estilo). A ella le daba pena coincidir con la doctora, porque Pilar la trataba como si tuviese la culpa de todo, pero la mujer debía de estar curada de espanto porque nunca reaccionaba mal a ninguna de las salidas de tono de Pilar. Ese día, en concreto, le dejó unas fotocopias encima de la cama de María José. Por si le apetece leerlas, le dijo, pero Pilar las tiró a la papelera sin esperar a que la otra saliera de la habitación.

Parecía inalterable, pero Cleopatra, que había aprendido a interpretar casi todos sus matices, supo que esa noche Pilar lloraría en su casa porque le tembló ligeramente el labio inferior mientras le contestaba con desprecio yo ya sé lo que va a pasar, no necesito prepararme para nada, y luego dudó si coger primero el bolso o la chaqueta, y al salir hizo el amago de darle un beso en la mejilla que detuvo en cuanto se dio cuenta de que Cleopatra no era María José. Esos pequeños gestos le dan ternura porque son la prueba de que la frialdad de Pilar no es más que una forma de gestionar el dolor desgarrador de estar perdiendo a su hija. Cada día, una resta. Ya queda menos.

Paco no es así. Paco recogió de la papelera los folios que Cleopatra había devuelto a ese lugar después de leer las cinco fases del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) y de pensar que Pilar había hecho muy bien en no mirar esas fotocopias que la sicóloga le había llevado con la mejor intención de este mundo pero que hundirían a cualquiera que estuviese en la piel de Pilar. Paco los cogió con curiosidad, al tiempo que preguntaba ¿qué es esto?, y empezó a leerlos antes de que Cleopatra le respondiese no, déjelo, no se moleste, son cosas mías. Para cuando terminó, un buen rato después, tenía la cabeza entre las manos y lloraba amargamente. Yo no voy a superar esto nunca, nunca, nunca, nunca, nunca. Cleopatra se duchó, se vistió, trató de darle conversación y se cansó de intentarlo. Al cerrar la puerta de la habitación, Paco todavía andaba cabeceando con los papeles arrugados en la mano. Nunca, nunca, nunca.

Aquél no fue un hecho aislado. A Paco la pena se le sale por los poros. Por el pasillo camina a pasos lentos, cansados, con la mirada triste y la cabeza gacha, pero cuando entra en la habitación su cara se ilumina. Buenos días, Cleopatra, ¿cómo habéis pasado la noche?, ¿has podido dormir?, ¿ha habido algún problema?, ¿cenaste bien?, ¿crees que le habrá dolido algo?, ¿sabes algo de tu hija? Una pregunta para María José, otra para ella, y a las suyas sólo responde con un gesto de los hombros (los encoge) o con un lugar común (ya ves, no quiero quejarme, siempre hay que mirar a los que están peor). A veces le da por pensar que su vida habría sido distinta si hubiera tenido un padre como él. O si Manuel hubiese sido así, tan tierno. Pero no. Nada en su vida se ha parecido ni remotamente a Paco.

Le tiene afecto. Le gusta poder hacer algo para que se sienta mejor, o menos mal, o un poco más vivo. Hace pequeños intentos. Le espera para tomar café, y si no resiste el rugido de sus tripas porque se ha despertado muy pronto, finge que todavía está en ayunas porque se da cuenta de que es la única forma de que Paco tome algo y no siga perdiendo peso de esa manera. Le cuenta chismes del hospital, le oculta que por la noche alguien ha muerto, no le dice que en la habitación de al lado ha ingresado una chica igual que María José, ni le comenta que Amparo Monzó, la enfermera, le tiene buscado otro trabajo para cuando María José muera. Todo es poca cosa y enseguida se le borra la sonrisa. La anima a ducharse, a comenzar su pelea diaria, y la ignora de inmediato: se pone a leer el periódico, a veces en silencio y a veces le lee noticias en voz alta a María José, o mira por la ventana, o cierra los ojos como si fuera a dormirse. A veces se pregunta si Paco le gusta como hombre, pero sabe que no.

Le emociona su humanidad, esa infinita paciencia que le ha ayudado a aguantar a su mujer todos esos años, su aspecto de haber aceptado la infelicidad como parte de su destino. Le conmueve tanto, tiene tantas ganas de que la vida le dé alguna alegría, que la mañana que se dio cuenta de que le estaba viendo las tetas en el espejo por entre el vapor del agua de la ducha no cerró la puerta y le dejó mirar.

Joaquín mira a Cleopatra sin saber que es Cleopatra cuando se cruza con ella en el hospital y le entran ganas de piropearla. Se da cuenta de que no sería de buen tono decirle que tiene los ojos más bonitos que ha visto esa mañana, mucho menos nada referido a otras partes de la anatomía, algo del estilo menudo culo o vaya par de melones, o me la pones incandescente, o ven aquí, mulata, que te voy a dar lo tuyo.

Esos pensamientos le dan risa y le ponen triste al mismo tiempo, porque no los tiene en ningún otro momento del día. Mejor dicho: no le vienen a la cabeza salvo cuando no puede expresarlos en voz alta, o cuando no tiene la oportunidad de ponerlos en práctica. No se empalma, en pocas palabras. Tiene ese problema desde que María José le abandonó, hace ya un año, dos meses y veinticuatro días. Las horas no las tiene contadas. Pasan demasiado rápido. Parece una contradicción, pero no. El tiempo debería transcurrir lentamente; los minutos deberían alargarse, enredarse, confundirse unos con otros hasta parecer eternos, hasta hacerle creer que es viernes cuando todavía es lunes y cosas así. Siempre ha ocurrido de esa manera cuando era desdichado. Cuando tuvo la lesión, por ejemplo. Cuando ha estado enfermo, o disgustado, o triste. Pero fue salir María José de su vida y el tiempo se aceleró.

Todo el mundo le decía que eso era bueno, que así la herida curaba antes, pero es que él no quería que la herida curase, sino que su mujer volviese pronto, arrepentida de aquel arranque de desamor. Ya no te quiero, le dijo, y se fue. Ella, que tanto le quiso, que tanto le había esperado, que tanta quina había tenido que tragar antes de plantarse delante de él para decirle o te casas conmigo o no me busques nunca más, fue la que le dejó, la que incumplió todas las promesas, tantas promesas. Todas, tantas. María José le había hecho creer no sólo que le amaría siempre, sino que le adoraría cuando no fuera adorable, que le perdonaría cuando le hiciera daño, que le justificaría cuando se equivocara, que le levantaría cuando se cayera. Siempre. Por eso aceptó su propuesta (o te casas conmigo o no me busques nunca más), aunque se daba cuenta de que no era una buena razón para casarse con nadie, mucho menos con ella.

Pero no era el peor de sus motivos. ¡Qué va! Quererla era lo de menos, porque un poco sí la quería. Era una buena mujer, fuerte, leal, una buena compañera. Y era divertida, y contaba unos chistes cojonudos, y le encantaba follar. Estaba algo rellenita, cierto, pero en peores plazas había toreado. Y a él se le estaba empezando a caer el pelo por encima de la frente, que es la forma más ridícula de quedarse calvo. No se notaba mucho, pero Juan Boscana, el peluquero, no hacía más que decírselo (Joaquín, cuidadín) y después del pareado le repiqueteaba con los dedos en las entradas, y tampoco se le iba ese michelín cabrón que le salió cuando dejó el gimnasio, y cada vez con más frecuencia recurría a María José porque todos los demás teléfonos no respondían, en el sentido metafórico de la expresión. Responder, literalmente, sí respondían. Respondían que habían ya quedado, que tenían un compromiso del trabajo, que tocaba cena de chicas, de compañeros de la facultad, de los que cogían el autobús a las ocho y media, que estaban enfermas, o de vacaciones, o demasiado cansadas para salir.

La peor excusa se la dio una periodista que se llamaba Carmen y que era casi siempre la última de la lista porque por delante había siempre otras más guapas o con mejores peras, pero un viernes que no encontraba plan la llamó y le dijo Carmen, te invito a cenar, y ella dijo no puedo, estoy trabajando para Toni Cantó y tengo que ver
Tacones lejanos
en la tele para decirle cómo ha estado. Colgó y se cagó en la madre que la parió, y se dijo que nunca más la llamaría, por fea y por no ser capaz de inventar un pretexto mejor, y entonces marcó el número de María José. Ella sí estaba, libre, dispuesta, sin plan para un viernes por la noche, como si supiera que todas las demás le iban a dar pasaporte. Lo sabía, de hecho.

¿Desde cuándo? Tal vez desde siempre, y eso le daba coraje y también ternura. Le daba rabia que ella hubiera sabido antes que él que su atractivo acabaría pasando, que las demás dejarían de encontrarle guapo y simpático, que se cansarían de beber gratis en los locales en los que él servía el alcohol, que se darían cuenta de que esos aires de hombre importante se quedaban pequeños para un representante de vinos y licores. Todo trabajo es digno, le decía María José. Las otras, en algún momento, le lanzaban una broma envenenada. Creía que eras el concejal de Turismo, o pensaba que eras el dueño, o ¿pero tú no estabas forrado?, o si parecías un jugador de fútbol. Cosas así. Pero María José, no. Ella le miraba con admiración inquebrantable. O te casas conmigo o no me busques nunca más. ¿Por qué no?, pensó él, y lo dijo en voz alta, ¿por qué no?, y a María José eso le bastó.

Se casaron en el juzgado un jueves por la mañana. Como testigos estuvieron Marga y Carlos, el marido de Marga, porque a él no le hacía ilusión que nadie diera fe de ese momento, y luego se fueron a comer a un restaurante de la playa, como si en vez de una boda celebrasen un cumpleaños. María José no perdió la sonrisa en ningún momento. Estaba feliz, aunque no llevaba un traje blanco ni un ramo, sino un traje de chaqueta color hueso que se había comprado en Zara y que era muy parecido al que había llevado (doña) Letizia el día que se hizo público su compromiso con el príncipe, y en lugar de las flores se había puesto un broche con tres rosas rojas en la solapa. Comieron paella, y de entrantes esgarraet, bravas, clóchinas y mojama, y bebieron cerveza y vino blanco, y brindaron un poco por todo, por los novios, por los padres de los novios, por los amigos de los novios, por los novios otra vez.

Marga brindó por María José y le deseó que el mundo estuviera a la altura de sus sueños. Su suegro quiso decir unas palabras pero se emocionó antes de hablar y se le quebró la voz en un quejido ridículo y su suegra le lanzó una mirada asesina que venía a significar pero qué capullo eres; María José se levantó, se acercó a su padre y también quiso decirle algo pero tampoco pudo porque se le hizo un nudo en la garganta, así que le abrazó muy fuerte y escondió la cara entre el hombro y el cuello del hombre para que nadie la viera llorar. La madre los miró otra vez, pero en vez de hacerlo con mala hostia también pareció a punto de derrabar unas lágrimas, así que cuando su hija levantó la cabeza y la vio no pudo evitar sonreírle un instante y abrazarla. Soy muy feliz, dijo muy bajito, y miró a los que ya eran sus suegros esperando que ellos dijeran algo, pero no pronunciaron palabra. A ellos esa boda tan rápida, tan repentina, tan discreta, les olía a cuerno quemado. Creían que la gorda del primero se había quedado preñada y estaban avergonzados antes de tiempo por el bochorno que les esperaba con el transcurrir de los meses, siete como mucho; luego, cuando la tripa de ella no crecía, empezaron a cogerle aprecio. Cuidaba bien de su hijo, se le veía más centrado, más cabal; los llamaba por teléfono casi a diario, les preguntaba ¿cómo les va?, nunca los tuteó, tenía la casa como una patena, era simpática, y no estaba tan gorda como creían antes, pero ese día, el día de la boda, sólo abrieron la boca para comer y para decir un viva desabrido cada vez que Marga decía vivan los novios. Marga, que había bebido más de la cuenta, dijo eso (vivan los novios) tantas veces que los camareros acabaron comprendiendo que celebraban una boda y sacaron una tarta al whisky con los dos muñecos que habían coronado el pastel de bodas de los dueños del local. Gentileza de la casa, dijeron, y Paco volvió a echarse a llorar. Cuando terminó la comida, María José le regaló el broche a Marga y le cogió de las manos y le dijo tía, no sabes lo feliz que soy.

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