—No me cogerá de ese modo, inspector. Tal vez resulte sospechoso, muy sospechoso, que no pueda recordarlo, ¡pero es así! Espere un momento: estuve en Leeds aquella semana. Me alojé en un hotel cercano al Ayuntamiento, no puedo recordar su nombre, pero lo encontrará usted fácilmente. Sí, puede que fuera aquel viernes.
—Lo comprobaremos. Siento que no haya podido ser de más ayuda, Mr. Crackenthorpe.
—¡Más lo siento yo! Ahí tiene usted a Cedric con una coartada segura en Ibiza, y a Harold con todas las horas justificadas con sus citas y comidas. Y aquí me tiene a mí sin ninguna coartada. Muy triste, y todo tan estúpido. Ya le he dicho que yo no asesino a la gente. E, incluso en el caso de que el cuerpo fuera el de la viuda de Edmund, ¿por qué habría de querer matarla alguno de nosotros? Ahora bien, si se hubiese casado con Harold en la guerra y reapareciera ahora, de repente, la situación hubiera resultado embarazosa para el respetable Harold, bigamia y todo eso. ¡Pero Edmund! Si precisamente todos hubiéramos disfrutado obligando a nuestro padre a que le pasara una pensión y enviase al muchacho a un colegio decente. Nuestro padre se hubiera puesto furioso, pero no hubiera podido negarse a ayudarlo. ¿No quiere beber algo antes de marcharse, inspector? ¿De veras? Lástima que no haya podido serle más útil.
—¿Sabe una cosa, señor?
El inspector Craddock miró a su excitado sargento.
—¿Qué, Wetherall?
—Acabo de recordarlo, señor. A ese pájaro. Me ha venido a la cabeza de repente. Estuvo complicado en aquel asunto de las frutas enlatadas con Dicky Rogers. Nunca pudimos presentar cargos contra él, es demasiado cauto para eso. Y ha estado relacionado con uno o varios del grupo del Soho. Relojes y ese asunto de las libras esterlinas con los italianos.
¡Pues claro! Craddock comprendió ahora por qué el rostro de Alfred le había resultado vagamente familiar desde el principio. Siempre eran cosas a pequeña escala, nada que pudiera demostrarse. Alfred había estado siempre en la frontera de la legalidad, y siempre encontraba una razón inocente y plausible para justificar su posición. Pero la policía tenía la certeza de que había obtenido de este modo modestos aunque continuos beneficios.
—Esto aclara un poco las cosas.
—¿Cree usted que lo hizo él?
—No, no creo que sea un asesino. Pero esto explica otras cosas, entre ellas, la razón de que no haya podido presentar una coartada.
—Sí, esto se pone feo para él.
—No necesariamente. Es muy fácil fingir que no recuerdas nada. Hay mucha gente que no puede recordar ni lo que hizo la semana anterior. Es un método especialmente útil cuando no quiere uno llamar la atención sobre el modo en que empleó el tiempo, por ejemplo, si fue en interesantes citas en las áreas de aparcamientos de camiones con la cuadrilla de Dicky Rogers.
—Entonces, ¿cree que es inocente?
—No estoy todavía en condiciones de considerar a nadie inocente. Siga investigando, Wetherall.
De regreso a su escritorio, Craddock se sentó con el entrecejo fruncido y tomó notas en un bloc que tenía delante.
Asesino: Un hombre alto y moreno.
¿Víctima? Pudo haber sido Martine, la novia o viuda de Edmund Crackenthorpe.
O Ana Stravinska. Desapareció de la circulación en el momento justo. Edad, vestimenta y aspecto apropiados. No relacionada con Rutherford Hall, dentro de lo que se sabe.
Podía ser la primera esposa de Harold. ¡Bigamia!
¿La querida de Harold? ¡Chantaje!
Si estaba relacionada con Alfred, podría ser chantaje. ¿Sabía algo que hubiera podido enviarlo a él a la cárcel?
Si lo estaba con Cedric, ¿podrían haber tenido tratos en el extranjero? ¿París? ¿Baleares?
O la víctima podría ser Ana S. haciendo el papel de Martine. O la víctima es una mujer desconocida, muerta por asesino desconocido.
—Probablemente sea esto último —afirmó Craddock en voz alta.
Reflexionó con cierto pesimismo sobre la situación. No se podía adelantar mucho en un caso hasta no conocer el móvil. Y hasta el momento, los posibles móviles que se habían establecido eran de lo más absurdo.
Si se hubiera tratado del asesinato del viejo Crackenthorpe. Ahí sí hubiera habido motivo sobrado.
Anotó después:
Preguntar al doctor Q. sobre la enfermedad de Navidad.
Cedric: coartada.
Consultar a miss M. sobre las últimas habladurías.
Al llegar al número 4 de Madison Road, Craddock encontró a miss Marple acompañada de Lucy Eyelesbarrow.
Vaciló por un momento sobre su plan de campaña y acabó por decidir que Lucy Eyelesbarrow podría ser una valiosa aliada.
Después de los oportunos saludos, sacó con solemnidad su cartera, extrajo tres billetes de una libra, añadió tres chelines y se los acercó a miss Marple por encima de la mesa.
—¿Qué es esto, inspector?
—Honorarios por la consulta. Es usted mi asesora en asesinatos. Pulso, temperatura, reacciones locales, posible causa del asesinato en cuestión. Yo sólo soy el pobre médico de la localidad.
Miss Marple le guiñó un ojo. Él le sonrió. Lucy Eyelesbarrow emitió una leve exclamación y luego se echó a reír.
—Venga, inspector Craddock. ¿Es usted humano, después de todo?
—Oh, es que esta tarde no estoy de servicio.
—Ya le dije a usted que nos conocíamos —le indicó miss Marple a Lucy—. Sir Henry Clithering es su padrino, un viejo amigo mío.
—¿Le gustaría saber, miss Eyelesbarrow, lo que mi padrino me dijo de ella la primera vez que hablamos? Dijo que era la detective más hábil que Dios había creado nunca, un genio natural cultivado en suelo fértil. Me dijo que no despreciara nunca a las... —Dermot Craddock se detuvo un momento para hallar un sinónimo de la expresión "viejas gatas"—... a las damas ancianas. Afirmó que, por lo general, éstas pueden explicarle a uno lo que pudo haber ocurrido, lo que debía haber ocurrido ¡y lo que efectivamente ocurrió! Y que pueden decirle además por qué ocurrió. Y añadió que esta dama en particular era la primera de la clase.
—¡Vaya! —exclamó Lucy—. Eso es la mejor carta de recomendación que puedan darle a nadie.
Miss Marple, sonrojada y confundida, daba señales de una nerviosidad extrema.
—Mi querido sir Henry. Siempre tan bondadoso. Realmente, no tengo ninguna habilidad. Sólo, quizás, un ligero conocimiento de la naturaleza humana. Como comprenderá usted, al vivir en un pueblo...
Y añadió con más compostura:
—Por supuesto, me limita un poco no estar en el lugar de los hechos. Me resultaría muy útil porque las personas que veo me recuerdan a otras. Ya saben, la gente es la misma en todas partes, y eso es una guía de gran valor.
Lucy parecía un poco confundida pero Craddock asintió.
—Pero usted fue allí a tomar el té, ¿verdad?
—Sí. Fue muy agradable. Me contrarió un poco no ver al viejo Mr. Crackenthorpe, pero no se puede tener todo.
—¿Cree usted que si se encontrara con la persona que cometió el asesinato lo sabría? —preguntó Lucy.
—Oh, no, en absoluto, querida. Siempre tiende una a hacer conjeturas, y eso es una cosa muy peligrosa cuando se trata de algo tan serio como el asesinato. Lo más que puedo hacer es observar a las personas interesadas, o a las que puedan estar implicadas, y ver a quién me recuerdan.
—¿Como Cedric y el director del banco? Miss Marple la corrigió:
—El hijo del director del banco, querida. Mr. Eade, por su parte, se parecía mucho más a Mr. Harold, un hombre muy conservador, aunque bastante aficionado al dinero. La clase de hombre, en todo caso, que haría lo que fuera para evitar un escándalo. Craddock sonrió. —¿Y Alfred?
—Jenkins, el del garaje —contestó miss Marple con prontitud—. No se puede decir que se apropiara de las herramientas, pero acostumbraba a dar un gato roto o inservible por otro bueno. Además, creo que no era muy honrado en lo referente a las baterías, aunque, claro, yo no entiendo mucho de estas cosas. Sé que Raymond dejó de acudir a su taller y se fue al taller de Milchester Road. En cuanto a Emma —continuó miss Marple con aire pensativo—, me recuerda mucho a Geraldine Webb, siempre tan pasiva y dominada por su anciana madre.
—Todo el mundo quedó muy sorprendido cuando murió la madre inesperadamente y Geraldine heredó una considerable suma de dinero, se hizo la permanente, se fue a hacer un crucero y volvió casada con un simpático abogado. Tuvieron dos hijos.
El paralelo era bastante claro.
—¿Cree que fue prudente que aludiera a un hipotético matrimonio de Emma? —preguntó Lucy con cierta inquietud—. No pareció agradar a sus hermanos. Miss Marple asintió.
—Sí. Muy típico de los hombres. Son incapaces de ver lo que pasa delante de sus ojos. Creo que ni usted misma lo advirtió, Lucy.
—No. No se me hubiera ocurrido pensarlo. Los dos me parecían tan...
—¿Tan viejos? —dijo miss Marple, sonriendo ligeramente—. Yo diría que el doctor Quimper no tiene mucho más de cuarenta años, aunque sus sienes empíecen a encanecer, y es evidente que desea formar un hogar, y Emma Crackenthorpe no llega a los cuarenta. No es aún tan vieja como para no poder casarse y tener familia. Me dijeron que la esposa del doctor murió muy joven, en el parto.
—Eso creo, sí. Emma lo comentó un día.
—Debe de sentirse muy solo —comentó miss Marple—. Un médico que trabaja tanto necesita una esposa, alguien capaz de compartir su soledad, y no demasiado joven.
—Oiga, querida: ¿Estamos investigando un crimen o estamos haciendo de casamenteras?
Miss Marple parpadeó.
—Me temo que soy algo romántica. Quizá porque soy una solterona. Ya sabe, mi querida Lucy, que, en lo que a mí se refiere, ha cumplido usted lo pactado. Si realmente desea unas vacaciones en el extranjero antes de estrenar su nueva colocación, aún le queda tiempo para un corto viaje.
—¿Dejar Rutherford Hall? ¡Nunca! A estas horas soy una detective consumada. Casi tan mala como los muchachos, que se pasan el día buscando pistas. Ayer registraron a fondo los cubos de la basura. Muy desagradable, y no tenían en realidad la menor idea de lo que esperaban encontrar. Si se le acercan a usted con aire de triunfo, inspector Craddock, llevando un trozo de papel roto, con las palabras escritas: "Martine, si aprecia algo su vida ¡manténgase apartada del granero!", será porque me han dado lástima y lo he escondido yo en la pocilga para que lo encuentren.
—¿Por qué en la pocilga, querida? —preguntó miss Marple con interés—. ¿Tienen cerdos?
—Oh, no. Ahora no. Sencillamente, es que voy allí algunas veces.
Por alguna razón, Lucy se sonrojó. Miss Marple la miró con creciente interés.
—¿Quién hay ahora en la casa? —preguntó Craddock.
—Cedric está allí y Bryan ha venido a pasar el fin de semana. Mañana llegan Harold y Alfred. Han telefoneado esta mañana. En cierto modo, ha removido el avispero, inspector Craddock.
Craddock sonrió.
—Los he agitado un poco. Les pedí que diesen cuenta de sus movimientos el viernes veinte de diciembre.
—¿Y pudieron hacerlo todos?
—Harold pudo. Alfred no pudo o no quiso.
—Creo que las coartadas deben ser terriblemente difíciles —dijo Lucy—. Horas, lugares y fechas. Debe costar mucho trabajo comprobarlas.
—Se necesita tiempo y paciencia, pero ya nos las arreglaremos. —Echó una ojeada a su reloj—. Iré en seguida a Rutherford Hall para hablar con Cedric, pero antes quiero ver al doctor Quimper.
—Llegará usted a tiempo. Abre su consulta a las seis y suele terminar media hora más tarde. Yo tengo que volver para ocuparme de la cena.
—Me gustaría conocer su opinión sobre un punto, miss Eyelesbarrow. ¿Cuál es la impresión de la familia sobre el asunto de Martine?
—Todos están furiosos con Emma por haberle hablado a usted de eso. También con el doctor Quimper, quien la animó a hacerlo. Harold y Alfred creen que era una farsante y que no se trata de la auténtica Martine. Emma no está segura. Cedric cree también que era un fraude, pero no se lo toma en serio como los otros dos. En cambio, Bryan parece estar seguro de que era auténtica.
—Me pregunto por qué será.
—Bueno, Bryan es así. Acepta las cosas sencillamente por lo que parecen ser. Cree que era la esposa, o mejor dicho, la viuda de Edmund y que tuvo que regresar de improviso a Francia, pero que algún día volverán a tener noticias de ella. El hecho de que no haya escrito hasta este momento le parece lógico, porque él tampoco escribe nunca cartas. Bryan es una persona más bien amable. Como un perro que espera que lo saquen a paseo. ,
—¿Y lo saca usted de paseo, querida? —preguntó miss Marple—. ¿A la pocilga, quizá?
Lucy le dirigió una viva mirada.
—Tantos caballeros en la casa que van de un lado a otro —murmuró miss Marple con aire pensativo.
Miss Marple pronunciaba la palabra caballeros dandolé siempre un resabio Victoriano, eco de tiempos pasados. Y al instante acudía a la mente del que escuchaba la imagen de fogosos y apuestos caballeros (con patillas), a veces picaros, pero siempre galantes.
—Es usted tan guapa —continuó miss Marple mirándola con aprecio—. Imagino que la cuidarán como oro en paño, ¿verdad?
Lucy se sonrojó ligeramente. Por su mente cruzaron algunas imágenes. Cedric, apoyado en la pared de la pocilga; Bryan, sentado desconsoladamente a la mesa de la cocina; los dedos de Alfred rozando los suyos cuando la ayudó a recoger las tazas del café.
—Los caballeros —opinó miss Marple como quien hablara de alguna especie rara y peligrosa— se parecen mucho en ciertos aspectos, aunque sean muy viejos.
—¡Querida! ¡Cien años atrás la hubieran quemado por bruja!
Les contó la velada proposición matrimonial del viejo Crackenthorpe.
—En realidad —añadió luego Lucy—, todos me han hecho lo que podría usted llamar insinuaciones. La de Harold fue muy correcta: una ventajosa posición financiera en la City. Pero no creo que sea porque me encuentren atractiva. Deben pensar que sé algo.
Se echó a reír.
Pero el inspector no rió.
—Vaya con cuidado. Podrían asesinarla en lugar de hacerle insinuaciones.
—Me imagino que les sería más fácil —convino Lucy.
Luego se estremeció ligeramente—. Una se olvida de estas cosas. Esos muchachos se han divertido de tal modo que casi he llegado a verlo como un juego. Pero no es un juego.
—No —intervino miss Marple—. El asesinato no es un juego. Guardó unos segundos de silencio antes de preguntar—: ¿Los dos muchachos no vuelven pronto al colegio?