El tren de las 4:50 (25 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El tren de las 4:50
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—Apenas puedo creer que usted... que usted sea la Martine a quien se refería mi querido Edmund en su carta. —Emma suspiró. Luego frunció el entrecejo—. Pero entonces no comprendo. ¿Fue usted quien me escribió?

Lady Stoddart–West meneó la cabeza con decisión.

—No, no. Por supuesto, yo no le he escrito a usted.

—Entonces... —comenzó Emma, y se detuvo.

—¿Entonces fue alguien que, fingiendo ser Martine, quería, quizá, sacarle dinero? Es lo más probable. Pero, ¿quién puede haberlo hecho?

—Supongo —señaló Emma lentamente— que había gente, en aquellas fechas, que sabía...

La otra se encogió de hombros.

—Sí, probablemente. Pero nadie de mi círculo más íntimo, nadie que estuviese cerca de mí. Nunca he hablado de esto desde que vine a Inglaterra. Y, de todas formas, ¿por qué esperar tanto tiempo? Es curioso, muy curioso.

—No lo comprendo. Tendremos que ver lo que dice el inspector Craddock. —De pronto dirigió a su visitante una mirada enternecida—. ¡Estoy tan contenta de conocerla por fin, querida!

—Y yo a usted. Edmund me hablaba de usted con mucha frecuencia. La quería. Yo soy feliz en mi nueva vida, pero como quiera que sea, no le he olvidado.

Emma se recostó en la almohada y dejó escapar un profundo suspiro.

—Es un inmenso alivio. Estábamos todos muy asustados ante la posibilidad de que la muerta fuese Martine, porque entonces el crimen tenía que estar relacionado de una manera u otra con la familia. Pero ahora siento que me he quitado un gran peso de encima. No sé quién sería esa pobre infeliz, ¡pero no podía tener nada que ver con nosotros!

Capítulo XXIII

La esbelta secretaria le trajo a Harold Crackenthorpe la acostumbrada taza de té de la tarde. —Gracias, miss Ellis. Hoy me iré a casa temprano.

—Creo que no debería usted haber venido. Aún tiene usted un aspecto muy decaído.

—Estoy perfectamente —contestó Harold, pero, en realidad, se sentía débil.

De eso no había duda: había pasado unos días horribles. Pero, bueno, al menos ya había pasado.

Extraordinario, se dijo a sí mismo, que Alfred estuviera muerto y que el viejo siguiera vivo. Después de todo, ¿cuántos años tenía? ¿Setenta y tres, setenta y cuatro? Hacía años que era un inválido. Si alguien había de morir, parecía más lógico que hubiese sido el viejo. Pero no. Tuvo que ser Alfred. Alfred, que, por lo que Harold sabía, era un tipo sano y fuerte. Ninguna dolencia le aquejaba.

Se reclinó en su sillón suspirando. Aquella muchacha tenía razón. No se encontraba aún en forma, pero había querido ir a la oficina. Quería ver cómo marchaba todo. Su situación era inestable, ¡sí, inestable! Todo aquello (y miró a su alrededor), el despacho lujosamente decorado, las maderas pulidas y brillantes, los sillones modernos y caros, ¡todo respiraba prosperidad y eso era bueno! Ahí es donde Alfred se había equivocado siempre. Si uno parecía próspero, la gente le creía próspero. Todavía no circulaban rumores sobre su inestabilidad financiera. Pero aun así, la quiebra no podía tardar mucho. Si al menos hubiese sido su padre quien muriera en vez de Alfred, que era como hubiera tenido que ser. Y en vez de eso, casi parecía como si el arsénico le diera más energías. Sí, si su padre hubiese fallecido... bien, ahora no tendría de qué preocuparse.

No obstante, lo más importante era conservar la calma. Conservar el aspecto de hombre próspero y despreocupado. No como el pobre Alfred, que siempre iba hecho un harapiento con aspecto desamparado, que era exactamente lo que era: uno de esos pequeños especuladores que no se atreven nunca a salir en busca de las grandes ganancias. Cuando no tenía tratos con alguna pandilla de maleantes, se metía en alguna operación algo turbia, sin llegar nunca al delito, pero siempre rozando el borde de la ilegalidad. ¿Y adonde le había llevado esto? A unos cortos períodos de abundancia para volver luego al desaliño y a la miseria. Alfred no había sido hombre de grandes perspectivas. En resumen, no podía decirse que se hubiese perdido gran cosa con su muerte. Nunca había sentido estima por Alfred y, con su desaparición, el dinero que le tocaría de aquel viejo tacaño, su abuelo, se vería aumentado considerablemente, dividido no en cinco sino en cuatro partes. Mucho mejor.

El rostro de Harold se animó un poco. Se levantó, cogió el sombrero y el abrigo y salió del despacho. Sería mejor tomárselo con calma por uno o dos días. No se sentía muy fuerte aún. Su coche lo esperaba abajo y pronto le llevaría a casa atravesando las calles de Londres.

Darwin le abrió la puerta.

—La señora acaba de llegar, señor.

Por un momento, Harold se quedó mirándolo. ¡Alice! ¡Dios del cielo! ¿Era hoy el día en que debía regresar Alice? Lo había olvidado por completo. Suerte que Darwin le había avisado. No hubiera causado muy buena impresión si, al llegar al piso de arriba, le hubiera pillado por sorpresa. No es que tuviera ninguna importancia, claro. Al fin y al cabo, ni Alice ni él tenían grandes ilusiones acerca de lo que sentían el uno por el otro. Quizás Alice le tenía algún afecto, no lo sabía.

La verdad, Alice había sido una gran desilusión. No había estado nunca enamorado de ella, por supuesto, pero, aunque poco agraciada, era una mujer agradable. Y no había duda de que su familia y relaciones le habían resultado muy útiles.

No tan útiles, quizá, como hubieran podido serlo, porque si se casó con Alice, fue en parte pensando en sus futuros hijos, en la buena posición de que gozarían en una familia tan importante. Pero no habían tenido descendencia, y todo lo que quedaba ahora eran él mismo y Alice, envejeciendo juntos, sin gran cosa que decirse el uno al otro, ni particular satisfacción en su mutua compañía.

Ella pasaba mucho tiempo ausente con algunos parientes y, por lo general, en invierno iba a la Riviera. A ella le gustaba y a él no le contrariaba.

Harold se dirigió a la sala de arriba y le dio una ceremoniosa bienvenida.

—Así que ya estás de regreso, querida. Siento no haber podido ir a recibirte pero me han retenido en la City. He vuelto tan pronto cómo he podido. ¿Cómo estaba San Raphael?

Alice le contó cómo estaba San Raphael. Era una mujer delgada, de cabello rojizo, nariz aguileña, ojos castaños y mirada vaga. Su dicción era cuidada, monótona y algo deprimente. El viaje de regreso había sido bueno, el Canal un poco agitado. Los trámites aduaneros, molestos como de costumbre.

—Debías haber vuelto en avión. Es mucho más sencillo.

—Supongo que sí. Pero no me gusta viajar en avión. Nunca lo hago. Me pone muy nerviosa.

—Ahorra mucho tiempo.

Lady Alice Crackenthorpe no contestó, quizá porque en su vida el problema no estaba en la necesidad de ahorrar tiempo para llegar a todo, sino en encontrar cosas que la ayudaran a llenarlo. Cortésmente, preguntó por el estado de salud de su esposo.

—El telegrama de Emma me alarmó bastante. Creo que has estado enfermo.

—Sí, sí.

—El periódico hablaba el otro día de cuarenta personas que se pusieron enfermas en un hotel por algo que habían comido. Creo que los alimentos congelados son peligrosos. Se mantienen en los frigoríficos demasiado tiempo.

—Es posible.

¿Debía o no debía mencionarle a Alice lo del arsénico? Al mirarla, se sintió incapaz de hacerlo. Le parecía que, en el universo de Alice, no había lugar para el envenenamiento por arsénico. Para ella era sólo algo que se leía en los periódicos, pero no una realidad que pudiera sucederle a uno o a la propia familia. Y sin embargo, había ocurrido en la familia Crackenthorpe.

Pasó a su habitación y permaneció echado por espacio de una o dos horas antes de vestirse para ir a comer. Durante la comida, solo con su esposa, la conversación siguió un curso parecido, inconexa y cortés. Se hizo mención a amigos y conocidos que se encontraban en San Raphael.

—Hay un paquete para ti sobre la mesa del vestíbulo, un paquete pequeño —dijo Alice.

—¿Un paquete? No me había dado cuenta.

—Es una cosa extraordinaria, pero alguien ha estado hablándome de una mujer asesinada y encontrada en un granero o algo parecido. Decía que había sido en Rutherford Hall. Supongo que debe tratarse de otro lugar con el mismo nombre.

—No, no es otro. La verdad es que ha sido en nuestro granero.

—¡Harold! ¿Es posible? Una mujer asesinada en el granero de Rutherford Hall ¡y no me lo habías dicho!

—Lo cierto es que no tuve mucho tiempo, y era un asunto bastante desagradable. No tiene nada que ver con nosotros, por supuesto. La prensa no ha dejado de fisgonear, naturalmente. Y hemos tenido que tratar con la policía y toda esa historia.

—Muy desagradable. ¿Han descubierto quién lo hizo? —preguntó con fingido interés.

—Todavía no.

—¿Qué clase de mujer era?

—Nadie lo sabe. Francesa al parecer.

—¡Oh, francesa). —exclamó Alice y, salvando la diferencia de clase, su acento no era muy distinto al del inspector Bacon—. Muy molesto para vosotros.

Salieron del comedor para ir al pequeño gabinete en el que solían sentarse cuando estaban solos. Harold se sentía completamente agotado. Y pensó: "Me iré temprano a la cama".

Recogió el paquete que había sobre la mesa del vestíbulo. Estaba envuelto en papel celofán con meticulosa pulcritud. Harold se sentó junto al fuego y rompió el envoltorio.

Contenía una cajita de comprimidos, con el rótulo "Tómense dos por la noche". Le acompañaba una pequeña tira de papel con el membrete de un farmacéutico de Brackhampton, en el que se veía escrito: "Enviado expresamente por encargo del doctor Quimper".

Harold Crackenthorpe frunció el entrecejo. Abrió la cajita y miró los comprimidos. Sí, parecían ser los mismos que había estado tomando. Pero, ¿no le había dicho Quimper que no debía tomarlos más? "Ya no los necesita", era lo que Quimper le había dicho.

—¿Qué pasa, querido? Pareces contrariado.

—¡Oh, son los comprimidos! He estado tomándolos por la noche. Pero me parecía que el médico me había dicho que los dejara.

—Seguramente te dijo —replicó ella con placidez— que no te olvidaras de tomarlos.

—Sí, será eso —dijo Harold con gesto de duda.

La miró desde el otro lado de la mesa. Ella estaba observándolo. Por unos instantes, se preguntó (como hiciera tantas otras veces) qué estaría pensando su esposa. Aquella suave mirada de ella no le decía nada. Sus ojos eran como ventanas en una casa vacía. ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía Alice por él? ¿Le había querido alguna vez? El suponía que sí. ¿O se habría casado con él porque creía que era un hombre prospero de la City y ella estaba cansada de su vida de escasez? Bueno, en ese aspecto al menos no se podía quejar. Tenía un coche y una casa en Londres, viajaba por el extranjero, se compraba ropas caras, aunque Dios sabía que, cuando ella se las ponía, no lo parecían. Sí, en conjunto, había salido ganando. Y se preguntaba si ella lo vería también así. En realidad ella no sentía verdadera simpatía por él, pero tampoco él la sentía por ella. No congeniaban, no tenían nada de qué hablar ni recuerdos qué compartir. Si hubiesen tenido hijos, pero no los habían tenido. Era extraño que no hubiera hijos en la familia, salvo el muchacho de Edith. La joven Edith. Había sido tonta casándose de aquella manera tan inconsciente durante la guerra. Pero él le había aconsejado bien. Él le había dicho: "Muy simpáticos esos jóvenes y atrevidos pilotos. Tienen encanto, temeridad y todas esas cualidades, pero no sirven para los tiempos de normalidad y paz. Apenas sí podrá mantenerse".

Y Edith le había contestado: "¿Qué importa eso?". Ella quería a Bryan y él la quería a ella y, probablemente, lo matarían pronto. ¿Por qué no habían de tener un poco de felicidad? ¿De qué servía pensar en el porvenir cuando todos podían morir bajo las bombas en cualquier momento? Y, de todos modos, había dicho Edith, el porvenir no debía inquietarlos porque algún día se repartiría el legado del abuelo.

Harold se agitó incómodo en su silla. ¡Realmente, ese testamento del abuelo había sido inicuo! Tenerlos a todos pendientes de un hilo. El testamento no había complacido a nadie. No complacía a los nietos y ponía lívido a su padre. El viejo estaba absolutamente decidido a no morirse. Por eso se cuidaba tanto. Pero no tardaría en morir. Seguramente, moriría pronto. De no ser así... Todos los problemas de Harold cayeron sobre él una vez más, y se sintió cansado y enfermo.

Advirtió que Alice continuaba observándolo. Por alguna razón, aquellos ojos pálidos y pensativos le causaban desasosiego.

—Creo que me iré a la cama. Ha sido mi primer día de trabajo.

—Sí —contestó Alice—. Creo que es una buena idea. Estoy segura de que el médico te dijo que tomases las cosas con calma.

—Los médicos siempre dicen eso.

—Y no te olvides de tomar los comprimidos, querido.

Tomó la cajita y se la entregó.

Él le dio las buenas noches y subió la escalera. Sí, necesitaba los comprimidos. Hubiera sido una equivocación dejarlos tan pronto. Tomó dos de ellos y los tragó con un vaso de agua.

Capítulo XXIV

Nadie hubiera podido hacerse con todo esto un lío mayor que el que he armado yo —manifestó Dermot Craddock sombríamente.

Estaba sentado con las largas piernas estiradas y su aspecto resultaba un tanto chocante en la recargada salita de Florence. Se sentía completamente agotado, trastornado y deprimido.

Miss Marple expresó con dulzura su disconformidad.

—No, no, mi querido muchacho, ha hecho usted un buen trabajo. Muy bueno, de verdad.

—¿Un buen trabajo, dice, y he dejado envenenar a toda la familia? ¿Qué demonios ocurre? Me gustaría saberlo.

—Comprimidos envenenados —dijo miss Marple con aire pensativo.

—Sí. Diabólicamente hábil, en realidad. Parecían los mismos que los que había estado tomando. Con ellos había una tira de papel impreso en el que se había escrito: "Enviado por encargo del doctor Quimper". Quimper no los encargó. Utilizaron el membrete del farmacéutico, que tampoco sabía nada. No. Esta caja de comprimidos venía de Rutherford Hall.

—¿Sabe con certeza que venían de Rutherford Hall?

—Sí. Hemos hecho una investigación exhaustiva. En realidad se trata de la caja que contenía los comprimidos sedantes para Emma.

—Oh, ya veo. Para Emma.

—Sí, encontramos sus huellas digitales, las de las dos enfermeras y las del farmacéutico que lo preparó. Naturalmente, ninguna otra. La persona que envió los comprimidos tuvo cuidado de no dejar impresas las suyas.

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