El tren de las 4:50 (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El tren de las 4:50
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—Siento mucho no haber podido ir a verla, pero es que he estado muy ocupada.

—Por supuesto, querida, por supuesto. Además no hay nada que se pueda hacer en este momento. Sólo tenemos que esperar.

—Sí, pero, ¿qué es lo que esperamos?

—Elspeth McGillicuddy volverá muy pronto. Le escribí para decirle que regresara por vía aérea en seguida. Le dije que era su deber. Por lo tanto, no se inquiete, querida.

Su voz era bondadosa y muy tranquilizadora.

—¿No creerá usted...? —empezó a decir Lucy, pero se detuvo.

—¿Que vayamos a tener más muertes? Oh, espero que no, querida. Pero nunca se sabe. Quiero decir, cuando hay alguna persona verdaderamente malvada. Y creo que hay mucha maldad aquí.

—O locura.

—Oh, sé que así es cómo se justifican las cosas en el mundo moderno. Pero yo, por mi parte, no estoy conforme.

Lucy colgó el teléfono, entró en la cocina y recogió la bandeja con su almuerzo. Mrs. Kidder se había quitado el delantal y estaba a punto de marcharse.

—¿Cree que podrá arreglárselas sola? —preguntó Mrs. Kidder solícita.

—Por supuesto, todo irá bien.

Se llevó la bandeja, no a la habitación grande y sombría que era el comedor, sino al pequeño gabinete. Estaba acabando de comer cuando se abrió la puerta y entró Bryan Eastley.

—Hola. ¡Qué sorpresa!

—Ya lo supongo —contestó Bryan—. ¿Cómo están todos?

—Oh, mucho mejor. Harold vuelve mañana a Londres.

—¿Qué piensa usted de todo esto? ¿Ha sido arsénico?

—Arsénico sin la menor duda.

—No ha aparecido todavía en los periódicos.

—No, creo que la policía lo mantendrá en secreto de momento.

—Alguien debe de odiar mucho a esta familia —comentó Bryan—. ¿Quién cree usted que tuvo más oportunidades de meterse en la cocina y manipular los alimentos?

—Supongo que yo.

Bryan la miró con inquietud.

—Pero usted no lo ha hecho, ¿verdad?

—No, no lo he hecho.

Nadie había tocado el curry. Lo había hecho ella sola, en la cocina, y lo había llevado a la mesa. El veneno lo había puesto alguna de las cinco personas que se sentaron a la mesa a comer.

—Quiero decir que... ¿Por qué habría usted de hacerlo? Esta familia no significa nada para usted, ¿verdad? Supongo que no le importa que haya vuelto aquí en este momento.

—No, no, naturalmente que no. ¿Ha venido para quedarse?

—Me gustaría mucho, si no considera usted que voy a ser un engorro.

—No se preocupe, ya nos arreglaremos.

—¿Sabe?, no tengo empleo en este momento y... bueno, estoy harto. ¿Está usted segura de que no le molesto?

—No, por mí no tiene que inquietarse. Es Emma quien manda aquí.

—Oh, por Emma no hay problema. Emma ha sido siempre muy buena conmigo a su manera. Porque se lo guarda todo para dentro. Es imprevisible nuestra querida Emma. Vivir como vive ella aquí, cuidando del viejo, es algo que acabaría con cualquiera. Lástima que no se haya casado. Me figuro que ahora será ya demasiado tarde.

—Yo no creo que sea demasiado tarde.

—Bueno. Un clérigo, quizá —exclamó animándose—. Sería útil en la parroquia y tendría tacto para tratar con los miembros de la Asociación de Madres. Se dice la Asociación de Madres, ¿verdad? No es que sepa muy bien lo que es, pero a veces sale en los libros. Y los domingos iría a la iglesia con sombrero.

—No parece un futuro muy halagüeño —dijo Lucy, levantándose y recogiendo la bandeja.

—Yo lo haré —se ofreció Bryan, quitándole la bandeja. Entraron juntos en la cocina—. ¿Quiere que la ayude a lavar todo eso? Me gusta esta cocina. Sé que ésta no es la clase de ocupación que le gusta a la gente en estos tiempos, pero a mí me gusta esta casa. Supongo que tengo unos gustos raros, pero así es. Y en ese parque podría aterrizar un avión fácilmente —añadió con entusiasmo.

Cogió un paño y empezó a secar las cucharas y los tenedores.

—Es una lástima que todo esto vaya a heredarlo Cedric —comentó—. Lo primero que hará será venderlo y marcharse al extranjero. Yo por mi parte, no acabo de entender que le encuentra la gente de malo a Inglaterra. Harold no querría tampoco esta casa y, desde luego, es demasiado grande para Emma. En cambio si le correspondiese a Alexander, él y yo estaríamos aquí tan alegres como unas Pascuas. Por supuesto, sería bonito tener una mujer aquí. —Miró a Lucy con gesto reflexivo—. En fin, ¿qué se saca de hablar? Para que Alexander tuviese esta casa sería preciso que antes muriesen todos ellos, y eso no es muy probable, ¿verdad? Además, por lo que he visto, el viejo podría muy bien llegar a centenario sólo para fastidiarlos a todos. Me figuro que no le afectó mucho la muerte de Alfred, ¿me equivoco?

—No. No mucho —contestó Lucy lacónica.

—¡Demonio de viejo! —exclamó Bryan animado.

Capítulo XXII

Son horribles las cosas que la gente va diciendo por ahí —exclamó Mrs. Kidder—. Yo procuro no hacer caso. Pero se asombraría usted si las oyera.

—Sí. Ya me lo figuro —contestó Lucy.

—A propósito de la muerta encontrada en el granero —continuó Mrs. Kidder, retrocediendo a gatas como un cangrejo mientras fregaba el suelo de la cocina—, dicen que había sido la amiguita de Mr. Edmund durante la guerra. Que vino aquí y que un marido celoso la siguió y la mató. Ya sé que los extranjeros hacen estas cosas, pero ¿después de tantos años?

—A mí me parece muy improbable.

—Pero aún hay más. La gente es capaz de decir cualquier cosa. Se quedaría usted asombrada. Hay quien dice que Mr. Harold se casó por alguna parte del extranjero, y que la mujer vino aquí y descubrió que había cometido bigamia con lady Alice y que iba a demandarlo ante los tribunales, y que él se encontró aquí con ella y la mató, y después escondió su cuerpo en el sarcófago. ¿Ha oído usted cosa semejante?

—Repugnante —respondió Lucy vagamente con el pensamiento en otra parte.

—Por supuesto, yo no las escucho —afirmó Mrs. Kidder—. No doy ningún crédito a esas historias. No entiendo cómo la gente puede pensar esas cosas y, menos aún, decirlas. Espero que nada de esto llegue a oídos de Miss Emma. Podría trastornarla y yo lo sentiría tanto por ella. Es una señora tan buena, y nadie ha dicho una sola palabra de ella. Y, por supuesto, como Mr. Alfred ha muerto, tampoco estaría bien que hablasen mal de él. No dicen ni siquiera que ha sido un castigo de Dios, como bien podrían decir. Pero es horrible, señorita, ¿verdad? La gente es tan perversa y desconsiderada.

Mrs. Kidder hablaba sobre el particular con inmensa satisfacción.

—Debe de ser muy penoso para usted tener que escuchar esas cosas.

—Oh sí, lo es. Verdaderamente lo es. No dejo de decirle a mi marido que cómo se atreven a decir esas infamias.

En aquel momento se oyó el timbre. —Es el médico, señorita. ¿Quiere usted abrirle la puerta o debo ir yo?

—Yo iré.

Pero no era el médico. En el umbral vio a una mujer alta y elegante, con un abrigo de visón. Frente a la entrada había aparcado un Rolls con el chófer al volante.

—Desearía ver a miss Emma Crackenthorpe, por favor.

Tenía una bonita voz y arrastraba un poco las erres. Una mujer muy guapa, de unos treinta y cinco años, pelo oscuro y rostro muy bien maquillado.

—Lo siento. Miss Crackenthorpe está enferma en cama y no puede recibir a nadie.

—Ya sé que ha estado enferma, sí. Pero es un asunto muy importante y debo verla. —Me temo... —empezó a decir Lucy.

La visitante la interrumpió.

—Creo que es usted miss Eyelesbarrow, ¿no es cierto? —preguntó con una atractiva sonrisa—. Mi hijo me ha hablado de usted y por eso estoy tan informada. Soy lady Stoddart–West, y Alexander está ahora en mi casa.

—Ah, comprendo.

—Además, es importante que vea a miss Crackenthorpe —continuó—. Estoy al tanto de su enfermedad y le aseguro a usted que no se trata de una simple visita de cortesía. Es a causa de algo que me han contado los muchachos, algo que me ha dicho mi hijo. Creo que es un asunto de gran importancia y quisiera hablarlo con miss Crackenthorpe. ¿Me haría usted el favor de preguntarle si quiere recibirme?

—Entre, por favor. —Lucy condujo a la visitante a la sala de estar—. Aguarde un momento. Voy a decírselo a miss Crackenthorpe.

Subió la escalera, llamó a la puerta de Emma y entró.

—Está aquí lady Stoddart–West. Tiene gran interés en verla a usted.

—¿Lady Stoddart–West? —Emma pareció sorprendida y luego alarmada—. ¿No les habrá ocurrido nada a los muchachos, a Alexander?

—No, no —la tranquilizó Lucy—. Estoy segura de que los muchachos están bien. Creo que desea hablarle sobre algo que ellos le han contado.

—¡Oh, bien! Quizá debería recibirla. ¿Estoy presentable, Lucy?

—Tiene usted un aspecto estupendo.

Emma estaba sentada en su lecho, con un chai de color rosa sobre los hombros y un ligero matiz rosado en las mejillas. La enfermera le había cepillado y peinado cuidadosamente. El día anterior Lucy había dejado sobre el tocador un búcaro de hojas de otoño. La habitación resultaba agradable, no parecía el cuarto de un enfermo.

—Creo que ya estoy lo bastante bien para levantarme. El doctor Quimper dijo que podría hacerlo mañana.

—Sí, ya tiene usted mucho mejor aspecto. ¿Hago subir a lady Stoddart–West?

—Sí, hágala pasar.

Lucy bajó de nuevo la escalera.

—¿Quiere usted acompañarme, por favor?

Lucy guió a la visitante y, al llegar a la habitación de Emma, la hizo pasar y se retiró. Lady Stoddart–West se acercó al lecho con la mano tendida.

—¿Miss Crackenthorpe? Realmente, debo excusarme por presentarme aquí de este modo. Creo que ya nos habíamos visto alguna vez con motivo de las competiciones deportivas que se celebran en el colegio.

—Sí, la recuerdo a usted perfectamente. Siéntese, por favor.

Lady Stoddart–West ocupó la silla colocada junto a la cama y dijo con voz grave y tranquila:

—Le parecerá muy extraño que venga a verla, pero créame, tengo una razón muy importante. Los muchachos han estado contándome cosas. Como usted comprenderá se han sentido muy excitados con motivo del asesinato cometido aquí. Y a mí, lo confieso, me inquietó bastante. Quería traer a James a casa inmediatamente, pero mi esposo se rió. Dijo que era evidente que el asesinato no tenía nada que ver con la casa ni con la familia y que, por lo que recordaba de su propia juventud y lo que leía en las cartas de James, nuestro hijo y Alexander estaban disfrutando tanto que hubiera sido una crueldad sacarlos de aquí. Por lo tanto, me conformé y acepté que se quedasen hasta la fecha fijada para que James volviese con Alexander.

—¿Cree usted que debiera haber devuelto a su hijo a casa antes?

—No, no. No he querido decir eso. ¡Es tan difícil para mí! Pero tengo que decírselo. Como ya imaginará usted, los muchachos han oído muchas cosas. Me dijeron que la policía tenía la idea de que esa mujer, la mujer asesinada, podía ser francesa. Que podía tratarse de la mujer que su hermano conoció en Francia, su hermano mayor, el que murió en la guerra. ¿Es cierto?

—Bien. Es una posibilidad —replicó Emma con voz quebrada—, una posibilidad que estamos obligados a tomar en consideración. Puede haber sido así.

—¿Hay alguna razón para creer que el cadáver era el de esa muchacha Martine?

—Ya le he dicho que es una posibilidad.

—¿Por qué... por qué han de pensar que era esa Martine? ¿Llevaba encima cartas, algún documento?

—No. Pero es que yo había recibido una carta de ella.

—¿Usted había recibido una carta de Martine?

—Sí. Una carta en la que me decía que estaba en Inglaterra y que le gustaría venir a verme. Yo la invité a que viniese aquí, pero recibí un telegrama diciendo que volvía a Francia. Quizá regresó a Francia. Nosotros no lo sabemos. Pero, más tarde, se encontró aquí un sobre dirigido a ella. Supongo que eso indica que había estado en la casa. Pero, realmente, no veo...

Se detuvo.

Lady Stoddart–West tomó la palabra en el acto.

—Me imagino que no alcanza usted a ver qué relación pueda tener yo con todo esto. Y tiene toda la razón. Tampoco yo lo comprendería si estuviera en su lugar. Pero cuando oí lo que pasaba, o, mejor dicho, esa confusa narración de los hechos, pensé que no me quedaba otro recurso que venir aquí para asegurarme de que era cierto, porque, de ser así...

—¿Sí?

—Si lo es, tengo que decirle algo que no pensaba revelar. Yo soy Martine Dubois.

Emma miró a su visitante con los ojos muy abiertos como si apenas pudiera entender el sentido de sus palabras.

—¡Usted! ¿Usted es Martine?

La otra asintió.

—Sí, soy yo. Estoy segura de que le sorprenderá, pero es la verdad. Conocí a su hermano Edmund en los primeros días de la guerra. Estaba alojado en nuestra casa. Bien, el resto ya lo conoce usted. Nos enamoramos. Pensábamos casarnos y entonces tuvo lugar la retirada de Dunquerque. A Edmund se le dio por desaparecido y más tarde se comunicó su muerte. No le hablaré a usted de aquella época. Fue hace mucho tiempo y ya pasó. Pero sí le diré que yo quería mucho a su hermano.

"Vinieron luego las tristes realidades de la guerra. Los alemanes ocuparon Francia. Yo me convertí en un miembro de la Resistencia, y ayudábamos a hacer pasar a los ingleses por Francia camino de Inglaterra. De este modo conocí a mi actual marido, un oficial de las fuerzas aéreas que fue lanzado sobre Francia en paracaídas para una misión especial. Cuando terminó la guerra nos casamos. Una o dos veces dudé si debía escribirle a usted o venir a verla, pero decidí abstenerme. Pensé que no nos serviría de nada revivir antiguos recuerdos. Yo tenía una nueva vida y no deseaba recordar la anterior. Pero le diré que me causó una extraña satisfacción el descubrir que el mejor amigo de mi hijo James, en el colegio, era un muchacho que resultó ser sobrino de Edmund. Puedo decir que Alexander se parece mucho a Edmund, como creo que usted misma podrá apreciar. Y me pareció una circunstancia muy afortunada el hecho de que James y Alexander fuesen tan excelentes amigos.

Puso una mano sobre el brazo de Emma.

—Comprenderá, querida Emma, que después de oír la historia sobre el asesinato y sobre la sospecha de que esa mujer era la Martine que Edmund había conocido, no tenía más remedio que venir a comunicarle a usted la verdad. O usted o yo debemos informar a la policía del caso. Quienquiera que sea la mujer muerta, lo cierto es que no es Martine.

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