El tren de las 4:50 (27 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El tren de las 4:50
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—Oh, sí, hay algo más. Algo de lo que no me he dado cuenta hasta hace un par de días. Bryan pudo haber estado en aquel tren.

—¿En el que salió de la estación de Paddington a las 4.33?

—Sí. Ya ve usted. Emma creyó que se le pedía que diese cuenta de sus movimientos del día veinte de diciembre y los repasó muy cuidadosamente: reunión de un comité por la mañana, compras en las tiendas por la tarde y el té en el Green Shamrock y, luego, dijo que había ido a recibir a Bryan a la estación. El tren que llegaba era el de las 4:50 de Paddington, pero pudo haber llegado en el tren anterior y decir que había tomado ese tren. A mí me comentó que su coche había recibido un golpe y que lo tenía en el taller, y que por eso había tomado el tren. Lo dijo con toda naturalidad. Y tal vez no sea él, pero como quiera que sea, yo preferiría que no hubiese venido en el tren.

—En el tren —musitó miss Marple, siempre pensativa.

—En realidad, esto no demuestra nada. Y es terrible vivir con esta sospecha. No saberlo con certeza. ¡Quizá no lo sabremos nunca!

—Desde luego que lo sabremos, querida —exclamó miss Marple animadamente—. Todo esto no quedará así. Lo que tengo muy claro sobre los asesinos es que nunca dejan las cosas tal como están. En todo caso, no pueden cuando han cometido un segundo asesinato. No deje que eso la afecte demasiado, Lucy. La policía hace todo lo que puede y vela por todo el mundo. ¡Lo importante es que Elspeth McGillicuddy estará ya muy pronto aquí!

Capítulo XXVI

A ver, Elspeth, ¿has entendido bien lo que quiero que hagas? —Perfectamente —dijo Mrs. McGillicuddy—, pero lo que yo digo, Jane, es que todo parece muy extraño.

—No tiene nada de extraño.

—A mí me parece que sí. Llegar a la casa y preguntar de inmediato si puedo... ejem... ir arriba.

—El tiempo está muy frío y puedes haber comido algo que te haya sentado mal, y... en fin... puedes necesitar ir arriba. Quiero decir que estas cosas suceden. Recuerdo a la pobre Louise Felby que vino a verme un día y tuvo que ir arriba cinco veces en menos de media hora. Aquella vez fue un pastel de carne en mal estado.

—Si al menos me dijeras qué es lo que te propones, Jane.

—Eso es precisamente lo que no voy a hacer.

—¡Eres imposible, Jane! Primero me obligas a hacer todo este viaje de vuelta a Inglaterra antes de lo que...

—Lo siento. ¡Pero no podía hacer otra cosa! Ya lo ves, alguien podría ser asesinado en cualquier momento. Oh, ya sé que están todos prevenidos y que la policía toma todas las precauciones posibles, pero siempre queda la probabilidad de que el asesino sea más listo. Por eso, Elspeth, tu deber era regresar. Después de todo, tú y yo fuimos educadas en el cumplimiento de nuestro deber.

—Claro que sí. No valían excusas cuando nosotras éramos jóvenes.

—Así, todo está bien. Aquí tenemos ya el taxi. —Fuera de la casa sonó un claxon.

Mrs. McGillicuddy se puso un grueso abrigo y miss Marple se envolvió en muchos chales y bufandas. Luego, las dos damas subieron al taxi, que partió en dirección a Rutherford Hall.

—¿Quién puede venir a estas horas? —preguntó Emma, mirando por la ventana, al ver llegar un taxi—. Creo que es la anciana tía de Lucy.

—Vaya una lata —observó Cedria

Estaba tumbado en una tumbona, hojeando el Country Life con los pies apoyados en un lado de la repisa de la chimenea.

—Dile que no estás en casa.

—Cuando dices que le diga que no estoy en casa, ¿te refieres a que vaya en persona y se lo diga yo misma o que le ordene a Lucy que le diga a su tía que estoy fuera?

—No había pensado en eso. Supongo que recordaba los tiempos en que teníamos mayordomo y criado, si es que alguna vez hemos tenido. Me parece recordar a un criado antes de la guerra. Tuvo un enredo con la chica de la cocina y se armó un revuelo de mil demonios. ¿No está por aquí una de esas brujas que vienen a limpiar?

En aquel momento Mrs. Hart, que estaba allí aquella tarde para limpiar la plata, abrió la puerta y entró miss Marple en medio de un remolino de chales y bufandas, muy agitada y seguida de otra figura de rígido aspecto.

—Espero —dijo miss Marple, cogiendo la mano de Emma— que no lleguemos en mal momento. Pero, como comprenderá, me vuelvo a casa pasado mañana, y no podía dejar de venir a despedirme y agradecerle nuevamente su amabilidad para con Lucy. ¡Oh, que torpe soy! Permítame presentarle a mi amiga, Mrs. McGillicuddy, que pasa unos días conmigo.

—¿Cómo está usted? —dijo Mrs. McGillicuddy, mirando a Emma con gran atención y en seguida a Cedric que se había puesto en pie.

Lucy entró en la habitación en aquel momento.

—Tía Jane, no tenía idea.

—Tenía que venir a despedirme de miss Crackenthorpe —dijo miss Marple—, que ha sido tan y tan buena contigo, Lucy.

—Es Lucy la que ha sido muy buena con nosotros —replicó Emma.

—Sí, es cierto —añadió Cedric—. La hemos hecho trabajar como una esclava, atendiendo a los enfermos, subiendo y bajando la escalera, guisando comidas para inválidos.

—Me han entristecido mucho las noticias de su enfermedad. Espero que se encuentre usted completamente restablecida, miss Crackenthorpe.

—Oh, ya estamos todos bien —contestó Emma sonriendo.

—Lucy me dijo que habían estado muy enfermos. ¡Es tan peligroso tomar alimentos venenosos! Unas setas, tengo entendido.

—La causa sigue siendo algo misteriosa —dijo Emma.

—No lo crea —declaró Cedric—. Apuesto a que ha oído los rumores que circulan por ahí, miss... ejem...

—Marple. Jane Marple.

—Bueno, como le digo, apuesto a que ha oído los rumores que circulan por ahí. Nada como el arsénico para alborotar un poquito el vecindario.

—Cedric —dijo Emma—, quisiera que no hablaras así. Ya sabes qué dijo el inspector Craddock.

—Bah, todo el mundo lo sabe. Ustedes mismas lo han oído, ¿verdad? —Se volvió hacia miss Marple y Mrs. McGillicuddy.

—Yo, por mi parte —dijo la segunda—, acabo de regresar del extranjero, hace tan solo dos días.

—Ah, bien. Entonces no está usted al corriente de nuestro escándalo local —explicó Cedric—. Se trata de arsénico en el curry. Apuesto a que la tía de Lucy conoce todos los detalles.

—El caso es que he oído alguna cosa —comentó miss Marple—, es decir, sólo una pequeña insinuación, pero, por supuesto, no quería molestarla a usted, miss Crackenthorpe.

—No debe usted hacer caso de mi hermano —señaló Emma—. A él le gusta atormentar a las personas.

Mientras hablaba, dirigió a Cedric una sonrisa afectuosa.

Se abrió la puerta y entró el viejo Mr. Crackenthorpe, haciendo sonar, malhumorado, su inseparable bastón contra el suelo.

—¿Dónde está el té? ¿Por qué no está servido el té? ¡Usted! ¡Muchacha! —Se dirigió a Lucy—. ¿Por qué no ha traído el té?

—Acabo de prepararlo, Mr. Crackenthorpe. Voy a traerlo ahora. Estaba poniendo la mesa.

Lucy volvió a salir de la habitación, y Crackenthorpe fue presentado a miss Marple y a Mrs. McGillicuddy.

—Me gustan las comidas a su hora —afirmó el viejo—. Puntualidad y economía. Ésas son mis divisas.

—Muy necesarias, ciertamente —asintió miss Marple—, sobre todo en estos tiempos de impuestos y otras cosas.

Crackenthorpe soltó un resoplido.

—¡Impuestos! No me hable de esos ladrones. Un pobre miserable, eso es lo que soy. Y esto va a peor, ya se ve. Tú, muchacho —continuó, dirigiéndose a Cedric—, espera a que tengas esta residencia. Te apuesto diez contra uno a que los socialistas te la quitan para convertirla en un centro de beneficencia o algo así. ¡Y que te quitarán toda tu renta para mantenerla!

Lucy apareció de nuevo con la bandeja del té. Bryan Eastley la seguía cargado con otra de bocadillos, pan con mantequilla y tostadas.

—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —exclamó Mr. Crackenthorpe, examinando la bandeja—. ¿Pastel garrapiñado? ¿Tenemos acaso una fiesta? Nadie me lo había dicho.

El rostro de Emma se coloreó ligeramente.

—Viene el doctor Quimper a tomar el té, padre. Hoy es su cumpleaños, y...

—¿Cumpleaños? —protestó el viejo—. ¿Qué tiene él que hacer con su cumpleaños? Los cumpleaños son sólo para los niños. Yo nunca celebro mi cumpleaños ni pienso permitir que lo celebre nadie.

—Es un buen ahorro —convino Cedric—. ¡Con lo caras que saldrían las velitas de tu tarta!

—¡Ya está bien, muchacho! —dijo Crackenthorpe.

Miss Marple estaba estrechando la mano de Bryan Eastley.

—Desde luego, tenía noticias de usted por Lucy. ¡Válgame Dios! ¡Me recuerda tanto a alguien a quien había tratado en St. Mary Mead! Es un pueblo donde he vivido muchos años. Ronnie Wells, el hijo del abogado. Parecía incapaz de hacer nada de provecho cuando su padre intentó meterlo en su negocio. Se fue a África Oriental y montó allí un servicio de buques de carga en el lago Victoria ¿o era en el Albert? De todos modos, siento decir que la empresa fracasó, y él perdió todo su capital. ¡Una desgracia! ¿Espero que no estaría emparentado con usted? El parecido es muy grande.

—No —contestó Bryan—. Creo que no tengo ningún pariente llamado Wells.

—Estaba prometido a una muchacha muy bonita —explicó miss Marple—. Y muy inteligente. Ella intentó disuadirlo, pero él no quiso escucharla. Y estaba equivocado, por supuesto. Las mujeres tienen mucho sentido común cuando se trata de asuntos de dinero. No de los grandes problemas financieros. No se puede esperar que una mujer entienda de eso, decía mi querido padre. Pero entienden bien los asuntos cotidianos de libras, chelines y peniques. ¡Qué vista más deliciosa tienen ustedes desde esta ventana! —añadió, cruzando la habitación para ir a mirar al exterior.

Emma fue junto a ella.

—¡Un parque tan grande! ¡Qué pintoresco queda el ganado sobre un fondo de árboles! Parece imposible que se encuentre en el centro de una ciudad.

—Creo que somos casi un anacronismo —opinó Emma—. Si las ventanas estuviesen abiertas oiría usted a lo lejos los rumores del tráfico.

—Oh, desde luego. Hay ruido por todas partes. Incluso en St. Mary Mead. Ahora tenemos cerca un aeropuerto ¡y los aparatos a reacción vuelan por encima! Es algo que me hace estremecer. El otro día se rompieron dos cristales del invernadero. Vuelan más aprisa que el sonido, o así lo creo, aunque ignoro por completo lo que eso pueda significar.

—Es en realidad una cosa muy sencilla —dijo Bryan, acercándose amablemente—. Verá, es como...

Miss Marple dejó caer su bolso y Bryan, cortésmente, lo recogió. En el mismo instante, Mrs. McGillicuddy se acercó a Emma y murmuró con voz angustiada (siendo la angustia un sentimiento auténtico, ya que le desagradaba la maniobra que estaba realizando):

—No sé si... ¿Podría ir arriba un momento?

—Naturalmente.

—Yo la acompañaré —dijo Lucy.

Lucy y Mrs. McGillicuddy salieron juntas de la habitación.

—Hoy hace mucho frío —observó miss Marple.

—En cuanto a la barrera del sonido —continuó Bryan—, ya lo ve usted, es como... Ah, hola, aquí está Quimper.

El doctor había llegado en su coche. Entró frotándose las manos y con muestras evidentes de tener mucho frío.

—Creo que va a nevar. Hola, Emma, ¿cómo se encuentra? ¡Dios mío! ¿Qué es todo esto?

—Le hemos hecho a usted una tarta de cumpleaños. Usted me dijo que era hoy.

—No esperaba todo esto —dijo Quimper—. Ya comprenderá... desde hace años... deben ser... sí, dieciséis años, nadie se acuerda de la fecha en que los cumplo.

Parecía conmovido y casi avergonzado.

—¿Conoce a miss Marple? —Emma se la presentó.

—Oh, sí —dijo aquélla—. Ya había conocido aquí al doctor Quimper, y vino a visitarme el otro día, con motivo del molesto enfriamiento que padecí. Fue muy atento.

—Confío en que esté ya totalmente restablecida —dijo el doctor.

Miss Marple le aseguró que se encontraba perfectamente.

—A mí no me ha venido a ver últimamente, Quimper —dijo Crackenthorpe—. ¡Si fuera por la atención que me presta, ya me habría muerto!

—No me parece que se esté usted muriendo —replicó el doctor Quimper.

—Ni lo haré —afirmó Crackenthorpe—. Vamos a tomar el té. ¿Qué estamos esperando?

—Oh, se lo ruego —intervino miss Marple—. ¡No esperen a causa de mi amiga. Se molestaría mucho si lo hicieran.

Empezaron a tomar el té. Miss Marple aceptó primero una rebanada de pan con mantequilla y continuó luego con un sandwich.

—¿Son de...? —Y vaciló.

—De pescado —señaló Bryan—. Yo he ayudado a hacerlos.

Crackenthorpe cacareó una risa.

—Pasta de pescado envenenada. Esto es lo que son. Cómalo por su cuenta y riesgo.

—¡Padre, haga el favor!

—Tiene uno que andar con cuidado con lo que come en esta casa —dijo Crackenthorpe a miss Marple—. Dos de mis hijos han sido asesinados como moscas. Me gustaría saber quién fue.

—No permita usted que la asuste —comentó Cedric, pasando el plato una vez más a miss Marple—. Un poquito de arsénico mejora el cutis, según dicen, si no toma demasiado, claro.

—Toma uno tú también, muchacho —dijo el viejo Crackenthorpe.

—¿Quieres que sea el catador oficial? —replicó Cedric—. Pues ahí va.

Cogió un sandwich y se lo metió entero en la boca.

Miss Marple dejó escapar una suave risita femenina y tomó un sandwich. Después de probarlo, comentó:

—Creo que demuestran ustedes ser muy valientes al bromear sobre esto. Sí, de verdad, se necesita valor, y admiro tanto a la gente que sabe...

Y con un ligero grito se le cortó la respiración.

—Una espina —exclamó con voz ahogada— en la garganta.

Quimper se levantó raudo, fue hacia ella, la hizo retroceder hasta la ventana y le dijo que abriese la boca. Sacó una cartera del bolsillo y cogió unas pinzas. Con destreza profesional, examinó la garganta de la anciana dama. En aquel momento se abrió la puerta y entró Mrs. McGillicuddy, seguida de Lucy. La primera dejó escapar un grito ante el cuadro que tenía delante: miss Marple echada hacía atrás y el doctor cogiéndola por el cuello para levantarle la cabeza con ambas manos.

—¡Pero si es él! —exclamó Mrs. McGillicuddy—. ¡Es el hombre del tren!

Con increíble rapidez, miss Marple se deslizó fuera de las manos del doctor y se acercó a su amiga.

—¡Ya pensé que lo reconocerías, Elspeth! No, no digas una palabra más. —Se volvió con expresión triunfal hacia Quimper—: Usted no sabía, doctor, que cuando estranguló a aquella mujer en el tren alguien lo estaba presenciando. Era mi amiga aquí presente. Mrs. McGillicuddy. Ella lo vio. ¿Comprende? Lo vio con sus propios ojos. Se encontraba en otro tren que circulaba paralelo al suyo. ¿Comprende usted?

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