El último argumento de los reyes (55 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Al contrario, no hay mejor momento que éste!

Los dos ancianos se enzarzaron en una de sus disputas, tensando los nervios de todos los presentes, ya de por sí crispados, hasta un punto próximo a la ruptura. Bayaz, entretanto, observaba al Rey con una expresión reflexiva que resultaba más aterradora aún que su ceño. Jezal se sentía cada vez más abrumado por el peso de las preocupaciones. Se mirara como se mirara, lo único cierto era que su reinado estaba al borde de convertirse en el más breve y el más desastroso de la historia de la Unión.

—Siento haber tenido que haceros venir, Majestad —dijo Gorst con su voz de pito.

—Está bien, está bien —el taconeo de las pulidas botas de Jezal resonaba furioso en torno a ellos.

—He hecho lo que he podido.

—Claro, claro.

Jezal abrió la puerta de doble hoja empujándola con ambas manos. Terez se sentaba muy tiesa en medio de la cámara dorada, mirándole con la cabeza inclinada hacia atrás y un gesto altivo que, pese a resultarle ya familiar, seguía irritándole profundamente. Le miraba como si fuera un insecto que se hubiera encontrado en su ensalada. Las damas estirias alzaron la vista hacia él y luego volvieron a enfrascarse en sus tareas. La sala estaba repleta de arcones y baúles, en los que estaban guardando, perfectamente doblada, gran cantidad de ropa. Todo parecía indicar que la Reina de la Unión se estaba preparando para abandonar la capital sin haber informado de ello a su marido.

Los doloridos dientes de Jezal rechinaron una vez más. Bastante tormento era ya tener que bregar con un Consejo Cerrado desleal, un Consejo Abierto desleal y un populacho desleal, como para encima tener que vérselas ahora con la monstruosa deslealtad de su propia esposa.

—¿Qué demonios significa esto?

—Poco podemos hacer yo y mis damas para ayudaros en vuestra guerra con el Emperador —Terez volvió suavemente su impecable cabeza hacia otro lado—. Nos volvemos a Talins.

—¡Imposible! —bufó Jezal—. ¡Un ejército gurko formado por miles de hombres va a caer sobre la ciudad! ¡Mi pueblo abandona la capital en masa, y a los que se han quedado les falta un pelo para dejarse llevar por el pánico! ¡Vuestra partida en un momento como éste tendría un efecto muy negativo en el ánimo de la población! ¡No puedo permitirlo!

—¡A Su Majestad la Reina eso no le incumbe! —le espetó la Condesa Shalere, deslizándose hacia él por la pulida superficie del suelo.

Como si Jezal no tuviera ya bastante con los problemas que le daba la Reina, ahora encima tenía que discutir las cosas con sus acompañantes.

—No se olvide de a quién le está hablando —le gruñó a la mujer.

—¡No lo he olvidado! —dio un paso hacia él con la cara congestionada—. Le hablo a un bastardo, a un bastardo con la cara llena de cicatrices y...

El dorso de la mano de Jezal impacto con un golpe seco en la boca abierta de la mujer, que se tambaleó hacia atrás emitiendo un borboteo nada elegante. Luego tropezó con su propio vestido y se desplomó, dando una patada al aire que mandó volando uno de sus zapatos a un rincón de la sala.

—Yo
soy
el Rey y estoy en
mi
palacio. No tolero que una criada con pretensiones me hable de esa forma —su voz surgió con un tono seco, frío y aterradoramente autoritario. Apenas si le pareció que fuera su propia voz, ¿pero de quién iba a ser si no? Era el único hombre que había en la sala—. Ahora me doy cuenta de que he sido excesivamente generoso y que mi generosidad se ha confundido con un signo de debilidad —las once damas miraban fijamente a él y a su compañera caída, que estaba arrebujada en el suelo tapándose con una mano su boca ensangrentada—. Si alguna de vuestras arpías desea abandonar esta tierra atribulada, con mucho gusto me ocuparé de facilitarles el viaje y yo mismo empuñaré uno de los remos. Pero vos, Majestad, no vais a ninguna parte.

Terez se había levantado de un salto de su asiento y le miraba con la cara roja de ira y el cuerpo muy tieso.

—Maldito bruto despiadado... —alcanzó a bufar.

—¡Es posible que ambos deseemos de todo corazón que no fuera así, pero estamos casados! —rugió acallándola—. ¡Si teníais alguna objeción con respecto a mi origen, mi persona o cualquier otro aspecto de nuestra situación debíais haberla planteado
antes
de convertiros en la Reina de la Unión! Despreciadme cuanto queráis, Terez, pero no... vais... a ir... a ninguna parte —y dicho aquello, Jezal recorrió con una mirada torva los rostros estupefactos de las damas y luego se giró sobre sus tacones y salió hecho una furia de la espaciosa sala.

Demonios, hay que ver lo que le dolía la mano.

El círculo

Comenzaba a amanecer, y en el severo perfil de las murallas de Carleon se apreciaba una suerte de vibración grisácea, un levísimo atisbo de luminosidad. Las estrellas se habían fundido ya con el pétreo cielo, pero, por encima de las copas de los árboles, seguía asomando la luna, tan cercana en apariencia como para probar a lanzarle una flecha.

West no había pegado ojo. Se había pasado toda la noche en ese extraño estado de vigilia, irreal y agitado, en que suelen caer las personas que han llegado al límite de sus fuerzas. En un momento determinado, cuando todas las órdenes ya habían sido dadas, se había sentado a la mesa en medio de la oscuridad silenciosa, y, a la luz de un solitario candil, había intentado escribirle una carta a su hermana. Para vomitar sobre el papel unas cuantas excusas. Para pedirla que le perdonara. Había permanecido un buen rato sentado, ni él mismo sabía cuánto, con la pluma posada sobre el papel, esperando a que le vinieran las palabras. Quería expresar todo lo que sentía, pero, llegado un momento, se dio cuenta de que en realidad no sentía nada. Las acogedoras tabernas de Adua, las partidas de cartas en un patio soleado, la media sonrisa de Ardee. Todo aquello parecía pertenecer a un tiempo que había concluido hacía miles de años.

Los norteños se ocupaban ya de recortar la hierba a la sombra de las murallas, produciendo con las podaderas un repiqueteo que evocaba extrañamente al de los jardineros del Agriont, con objeto de despejar hasta las raíces un círculo de doce zancadas de ancho. El terreno, suponía West, donde tendría lugar el duelo. El terreno en donde, dentro de una o dos horas, se decidiría el destino del Norte. En cierto modo se parecía a los círculos donde se celebraban los torneos de esgrima, sólo que éste dentro de poco estaría cubierto de sangre.

—Una costumbre bárbara —musitó Jalenhorm, que evidentemente estaba pensando en lo mismo que él.

—¿De veras? —gruñó Pike—. Pues en este preciso momento yo estaba pensando en lo civilizada que era.

—¿Le parece civilizado que dos hombres se hagan pedazos el uno al otro ante una multitud?

—Siempre será mejor que dos multitudes haciéndose pedazos mutuamente. ¿Un problema solucionado a costa de la vida de un solo hombre? Me parece una muy buena forma de poner fin a una guerra.

Jalenhorm sintió un escalofrío, formó un cuenco con las manos y sopló dentro.

—No sé. Creo que no me parece bien que tantas cosas dependan del resultado de un combate entre dos hombres. ¿Y si pierde Nuevededos?

—Me imagino que entonces habrá que dejar que Bethod se vaya —dijo West con pesar.

—¡Pero ese hombre invadió la Unión! ¡Ha sido el causante de la muerte de miles de personas! ¡Merece un castigo!

—Las personas rara vez tienen lo que se merecen —West pensó en los huesos del Príncipe Ladisla pudriéndose en medio de un páramo. Algunos crímenes quedan sin castigo, y otros pocos, por puro azar, son generosamente recompensados. West se paró en seco.

En lo alto de la prolongada pendiente, de espaldas a la ciudad, había un hombre sentado a solas. Un hombre acurrucado dentro de una zamarra desgastada, que se mantenía tan quieto y tan silencioso en la penumbra que West estuvo a punto de no advertir su presencia.

—Os cojo luego —dijo a los otros dos mientras se salía del sendero. La hierba, recubierta de una pálida piel de escarcha, soltaba un leve crujido con cada paso que daba.

—Tome una silla —una pequeña nube de vaho rodeó el rostro en sombra de Nuevededos.

West se puso en cuclillas junto a él en el frío suelo.

—¿Ya está listo?

—Son ya diez las veces que he hecho esto y no recuerdo que nunca haya podido decir que estaba listo. No sé si hay una forma de prepararse para una cosa así. La mejor solución que yo he encontrado es sentarme, dejar que el tiempo discurra lentamente e intentar no mearme encima —Me imagino que meterse en el círculo con la entrepierna mojada resultaría un tanto embarazoso.

—Sí. Aunque siempre es mejor que hacerlo con la cabeza partida.

Innegable, sin duda. West, por supuesto, había oído antes historias sobre aquellos típicos duelos norteños. En Angland, donde se crió, los niños se contaban en voz baja escabrosas historias sobre ellos. Pero no tenía una idea muy clara de cómo eran en realidad.

—¿Cómo funciona el asunto?

—Primero se delimita un círculo. Luego, a lo largo de su borde, se distribuyen los hombres con sus escudos, la mitad de un bando y la otra mitad del otro, para impedir que ninguno de los combatientes trate de largarse antes de que se haya resuelto el asunto. Dos hombres entran en el círculo. El que muere es el perdedor. A menos que al vencedor le dé por mostrarse clemente. Pero no creo que eso vaya a suceder hoy.

Innegable también.

—¿Con qué se lucha?

—Cada uno trae consigo algo. Cualquier cosa vale. Luego se pone a girar un escudo, para echar a suertes, y el que gana elige el arma que prefiera.

—Pero entonces puede ocurrir que uno acabe luchando con el arma que trajo su contrincante, ¿no?

—Es posible, sí. A Shama el Cruel lo maté con su propia espada y una lanza que me atravesó de lado a lado era la que yo mismo había traído para luchar contra Hosco Harding —se frotó el estómago como si el simple hecho de recordarlo le produjera dolor—. De todos modos, no duele más que te atraviese tu propia lanza que la de otro.

West se puso una mano en la tripa con gesto pensativo.

—No —y permanecieron un rato en silencio.

—Quisiera pedirle un favor.

—Lo que sea.

—¿Podrían usted y alguno de sus compañeros sujetar escudos para mí?

—¿Nosotros? —West se volvió parpadeando hacia los Caris que había a la sombra de la muralla. Sus grandes rodelas parecían bastante difíciles de levantar y no digamos ya de manejar adecuadamente—. ¿Está seguro? Nunca he cogido uno de esos trastos.

—Ya. Pero al menos ustedes saben de parte de quién están. No hay mucha de esta gente en la que pueda confiar. La mayoría de ellos aún no han decidido a quién odian más, si a Bethod o a mí. Bastaría con que hubiera uno que optara por darme un golpe en lugar de empujarme o que me dejara caer en lugar de agarrarme. Si eso ocurriera, estaríamos perdidos. Sobre todo yo.

West vacío de aire sus carrillos.

—Lo haremos lo mejor que podamos.

—Bien. Bien.

El frío silencio se alargó un rato más. La luna, cada vez más borrosa, se hundía sobre las negras siluetas de las colinas arboladas.

—Dígame, Furioso. ¿Cree que todo hombre tiene que pagar por lo que ha hecho?

West alzó de golpe la vista, acuciado súbitamente por la idea irracional y enfermiza de que Nuevededos se refería a Ardee, o a Ladisla, o a ambos a la vez. La pura verdad era que en aquella penumbra los ojos de Nuevededos parecían tener un brillo acusatorio; sin embargo, el ataque de pánico remitió de inmediato. Nuevededos, sin duda, hablaba de sí mismo, como haría cualquier persona en una situación como esa. Sus ojos expresaban culpa, no reproche. No hay ningún hombre al que no persigan sus propios errores.

—Quizá —West se aclaró su garganta reseca—. A veces. La verdad, no sé. Supongo que todos hacemos cosas de las que nos arrepentimos.

—Cierto —dijo Nuevededos—. O, al menos, eso creo yo.

Permanecieron sentados uno al lado del otro en silencio, contemplando cómo el cielo se iba iluminando poco a poco.

—¡Vamos allá, jefe! —siseó Dow—. ¡Vamos allá de una vez!

—¡Yo diré cuándo! —le espetó el Sabueso apartando las ramas cubiertas de rocío y echando un vistazo a las murallas, que se encontraban a unas cien zancadas, al otro lado de un prado encharcado—. Aún hay demasiada luz. Esperaremos a que esa maldita luna baje un poco más y luego saldremos a la carrera.

—¡No se va a poner más oscuro que esto! Después de todos los que matamos en las montañas, a Bethod no le pueden quedar muchos hombres, y además esas murallas son muy largas. Andarán muy repartidos y su defensa será tan fina como una tela de araña.

—Basta uno para que...

Un instante después Dow corría por el prado, tan visible sobre la hierba aplastada como una boñiga en medio de un campo nevado.

—¡Mierda! —bufó con impotencia el Sabueso.

—Ajá —dijo Hosco.

Lo único que podían hacer era quedarse mirando y esperar a que Dow cayera acribillado a flechazos. A que empezaran a oírse gritos, a que se encendieran antorchas, a que dieran la alarma y todo se fuera a la puta mierda. En ese momento, Dow alcanzó como una exhalación el último trecho de la ladera y desapareció bajo la sombra de las murallas.

—Lo ha conseguido —dijo el Sabueso.

—Ajá —dijo Hosco.

En principio, aquello podía tomarse como una buena señal, pero el Sabueso no andaba con muchas ganas de reírse. Ahora era su turno de salir a la carrera, y él no tenía la suerte de Dow. Miró a Hosco, y Hosco se encogió de hombros. Saltaron a la vez de entre los árboles y corrieron por el prado aporreando la blanda hierba con los pies. Las piernas de Hosco eran más largas que las suyas y le fue dejando atrás. El terreno era bastante más blando de lo que el Sabueso se había...

—¡Ay! —un pie se le hundió hasta el tobillo y salió volando. Se estrelló contra el suelo con un chapoteo y resbaló con la cara pegada al barro. Helado, jadeante, se levantó como pudo y corrió el trecho que le quedaba con la camisa empapada pegada a la piel. Ascendió el último trecho de la pendiente dando tumbos y por fin llegó a los pies de la muralla. Una vez allí, se agachó, apoyando las manos en las rodillas, y se quedó un rato resoplando y escupiendo briznas de hierba.

—Parece que has tenido un tropiezo allí abajo, ¿eh, jefe? —la sonrisa de Dow no era más que una curva blanca en medio de las sombras.

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