El último argumento de los reyes (72 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Jezal sintió que las manos de Gorst se deslizaban bajo sus axilas y tiraban de él hacia atrás, arrastrándole los tacones de las botas por los escombros. Creía recordar que la espada se le había caído en alguna parte, pero le pareció una tontería ponerse a buscarla en ese preciso momento. Sin duda acabaría convertida en la inesperada e inestimable recompensa de alguno de los pordioseros que más tarde se pondrían a rebuscar entre los cadáveres. En medio de la asfixiante humareda de polvo, Jezal distinguió a un Caballero Mensajero que se mantenía sobre su montura, una silueta rematada con un casco alado que repartía golpes a diestro y siniestro con un hacha.

Medio a rastras, salió por fin del tumulto. Algunos contingentes de las tropas regulares que defendían la ciudad se habían reagrupado o habían llegado procedentes de otras zonas de la muralla. Varios hombres provistos de cascos de acero se arrodillaron al borde del cráter y comenzaron a disparar sus ballestas contra la masa de gurkos que hormigueaba en el fondo entre el barro y los escombros. Otros arrimaron una carreta y la volcaron para que hiciera de barricada provisional. Un soldado gurko dejó escapar un sollozo al recibir una herida que le hizo caer desde el borde del cráter al barro del fondo. Por todos los lados de la plaza empezaban a llegar más ballesteros y lanceros de la Unión. Traían consigo toneles, escombros y postes rotos con los que fueron improvisando una barricada hasta que finalmente el amplio hueco abierto en la Muralla de Arnault quedó cubierto y defendido por gran cantidad de hombres y lanzas.

Sometidos a un bombardeo incesante de saetas y cascotes, los gurkos comenzaron a vacilar y pronto emprendieron la retirada, trepando desordenadamente por los escombros del lado contrario del cráter, dejando el fondo sembrado de cadáveres.

—Al Agriont, Majestad —dijo Gorst—. De inmediato.

Jezal no ofreció resistencia. Ya estaba bien por hoy de combates.

Algo raro pasaba en la Plaza de los Mariscales. Varias cuadrillas de obreros, provistos de piquetas y cinceles, estaban abriendo en el pavimento unas trincheras poco profundas que no parecían responder a ningún patrón determinado, mientras unos cuantos grupos de herreros sudaban en improvisadas forjas, vertiendo hierro fundido en unos moldes. El ruido de los martillazos y de las piedras trituradas era lo bastante ensordecedor como para hacer que a Jezal le castañetearan los dientes, y sin embargo, la voz del Primero de los Magos se las arregló para sonar más potente todavía.

—¡No, pedazo de alcornoque! ¡Un círculo desde aquí hasta allí!

—Debo regresar al Cuartel General, Majestad —dijo Varuz—. Ahora que ya han abierto brecha en la Muralla de Arnault, los gurkos no tardaran en lanzar un nuevo ataque. Si no llega a ser por vuestra carga, a estas horas ya estarían en la Vía Media. ¡Ahora entiendo cómo os ganasteis vuestra reputación en el occidente! ¡Pocas veces he visto una acción más gallarda que la vuestra!

—Hummm —Jezal vio cómo se llevaban a rastras a los muertos. Tres Caballeros de la Escolta Regia, un miembro del Estado Mayor de Varuz y un paje, un chiquillo de apenas doce años, cuya cabeza se mantenía unida al cuerpo por un simple cartílago. Tres hombres y un niño a los que había conducido a la muerte. Y eso sin contar con las heridas que los leales miembros de su séquito habían sufrido por su culpa. Una acción ciertamente gallarda.

—Espera aquí —le ordenó a Gorst, y acto seguido se abrió paso entre los sudorosos obreros para dirigirse adonde estaba el Primero de los Magos. No muy lejos de él, sentada en una hilera de toneles con las piernas cruzadas, se encontraba Ferro, con las manos colgando a los costados y la misma expresión de profundo desprecio que lucía siempre su cara morena. Casi resultaba reconfortante comprobar que algunas cosas no cambiaban nunca. Bayaz, por su parte, miraba con expresión adusta un voluminoso libro negro, evidentemente de gran antigüedad, cuyas tapas de cuero estaban cuarteadas y rasgadas. Estaba pálido y demacrado, avejentado y consumido. En un lado de la cara tenía varios arañazos con costra.

—¿Dónde se había metido? —inquirió Jezal.

Bayaz frunció el ceño y un músculo palpitó en una de sus ojeras.

—Podría haceros la misma pregunta.

Jezal advirtió que el Mago ni se había molestado en decir «Majestad». Se llevó una mano a la venda ensangrentada que ceñía su cráneo.

—He estado mandando una carga.

—¿Una qué?

—Los gurkos derribaron un lienzo de la Muralla de Arnault mientras estaba inspeccionando la ciudad. No había nadie para rechazarlos, así que... lo hice yo mismo —casi le sorprendió oírse pronunciar aquellas palabras. En realidad, estaba lejos de sentirse orgulloso de lo que había hecho. Poco más que salir al galope, caerse y darse un golpe en la cabeza. En su mayor parte, el combate lo habían protagonizado Bremen dan Gorst y su propio caballo, y, por si fuera poco, contra una oposición bastante escasa. Pero aun así, se imaginaba que, por una vez, había actuado de la manera correcta, suponiendo que existiera tal cosa.

Bayaz no parecía ser de la misma opinión.

—¿Se os ha atrofiado ya el poco seso que os haya concedido el destino?

—¿Que si se me ha...? —Jezal parpadeó mientras el significado de las palabras de Bayaz se iba abriendo paso en su mente. «¿Cómo se atreve, maldito entrometido? ¡Le está hablando a un rey!». Eso era lo que le gustaría haber dicho, pero tenía la cabeza hecha un bombo y algo que advirtió en la macilenta y palpitante cara del Mago le disuadió de hacerlo. En lugar de ello, se encontró mascullando unas palabras con un tono casi de disculpa.

—Pero... no entiendo... yo creí que... ¿acaso no es eso lo que habría hecho Harod el Grande en mi lugar?

—¿Harod? —le soltó con sorna a la cara—. ¡Harod era un perfecto cobarde y un redomado estúpido! ¡El muy imbécil apenas era capaz de vestirse sin mi ayuda!

—Pero...

—Es fácil encontrar hombres capaces de encabezar una carga —el Mago pronunció cada palabra de forma enfática, como si se estuviera dirigiendo a un retrasado mental—. Lo que ya no es tan fácil es encontrar hombres capacitados para liderar una nación. No voy a permitir que todo el esfuerzo que he hecho con vos quede en nada. La próxima vez que sintáis el anhelo de poner en peligro vuestra vida os aconsejo que optéis por encerraros en una letrina. La gente respeta a los hombres que tienen la reputación de ser grandes guerreros, y en ese sentido sois afortunado. Pero no a los cadáveres. ¡Ahí no! —rugió de golpe Bayaz, rodeando con paso renqueante a Jezal mientras se dirigía a uno de los herreros haciendo aspavientos. El pobre desgraciado pegó un bote como si fuera un conejo asustado y las ascuas chisporrotearon en su crisol—. ¡Maldito imbécil, mire que se lo había dicho! ¡Tiene que seguir mis gráficos al pie de la letra! ¡Todo tiene que estar exactamente tal y como yo lo he dibujado! ¡El más mínimo error podría resultar fatal!

Jezal se le quedó mirando mientras la indignación, la culpa y el agotamiento pugnaban por hacerse con el control de su cuerpo. El agotamiento salió vencedor. Se acercó con paso cansino a los toneles y se dejó caer al lado de Ferro.

—Su mierdosa Majestad —le saludó la mujer.

Jezal se frotó los ojos con el índice y el pulgar.

—Me hacéis un gran honor con vuestras gentiles atenciones.

—No anda muy contento Bayaz, ¿eh?

—Eso parece.

—Bueno. ¿Y cuándo diablos se le ha visto contento con algo?

Jezal asintió con un gruñido. Ahora se daba cuenta de que no había vuelto a hablar con Ferro desde que le coronaron. No es que antes fueran amigos, desde luego, pero tenía que reconocer que su absoluta falta de deferencia le resultaba sorprendentemente tonificante. Era como si por un momento volviera a ser ese mismo hombre indolente, vano, inútil y feliz que había sido en tiempos. Miró con el ceño fruncido a Bayaz, que en ese momento clavaba un dedo en el libro señalando alguna cosa.

—¿Se puede saber qué está tramando ahora?

—Quiere salvar el mundo, o eso es lo que dice.

—Ah. Es sólo eso. Pues parece que ha empezado un poco tarde, ¿no?

—No soy yo quien decide cuándo hay que empezar hacer las cosas.

—¿Y cómo tiene pensado hacerlo? ¿Con unos picos y unas forjas?

Ferro le miró fijamente. Aquellos demoníacos ojos amarillos le seguían repeliendo tanto como antes.

—Entre otras cosas.

Jezal plantó los codos en las rodillas, hundió la barbilla en las palmas de las manos y exhaló un hondo suspiro. Estaba tan cansado...

—Parece que he vuelto a meter la pata —masculló.

—Hummm —Ferro apartó los ojos de él—. Eso es algo que siempre se le ha dado muy bien.

El anochecer

Los mostachos del General Poulder vibraban mientras se retorcía incómodo en su silla de campaña, como si apenas pudiera controlar su cuerpo de furioso que estaba. Tenía la tez tan roja y resoplaba de tal manera al respirar que cualquiera hubiera pensado que de un momento a otro iba a salir disparado de la tienda y a arremeter él solo contra todo el ejército gurko. El General Kroy, por su parte, se sentaba muy tieso al lado contrario de la mesa, con los maxilares apretados destacándose a ambos lados de su cráneo rapado. El gesto asesino de su semblante demostraba muy a las claras que su furia contra el invasor, sin ser menor que la de ningún otro, se mantenía bajo un férreo control y que cualquier arremetida que hubiera que hacer se llevaría a cabo cuidando meticulosamente hasta el más mínimo detalle.

En los primeros despachos que mantuvo con ellos, West se había visto superado en una proporción de veinte a uno debido a las elefantiásicos Estados Mayores de ambos generales. Pero tras someterlos a una implacable guerra de desgaste, había conseguido dejarlos reducidos a dos oficiales por barba. A partir de ese momento, las reuniones habían dejado de desarrollarse en la atmósfera cargada propia de una bronca tabernaria para adquirir el carácter de un malhumorado evento familiar; la lectura de un testamento muy disputado, pongamos por caso. West desempeñaba el papel de albacea que trata de encontrar una solución aceptable para dos beneficiarios pendencieros para los cuales nada es aceptable. Sentados a cada uno de sus lados, Jalenhorm y Brint hacían de estupefactos escribanos. El papel que le correspondía al Sabueso resultaba más difícil de precisar, pero el hecho de que estuviera arreglándose las uñas con su daga no contribuía en absoluto a rebajar el febril clima de intranquilidad que reinaba en la reunión.

—¡Será una batalla sin parangón posible! —espumeaba gratuitamente Poulder—¡Desde que Harod forjara la Unión nunca había puesto los pies en nuestro territorio un enemigo!

Kroy gruñó su asentimiento.

—¡Los gurkos pretenden derogar nuestras leyes, extinguir nuestra cultura, convertir a nuestro pueblo en esclavos! Es la propia existencia de nuestra nación lo que está en...

La solapa de la tienda se levantó y asomó el impenetrable rostro abrasado de Pike. Pasó adentro agachándose y detrás de él entró un hombre alto, con los hombros envueltos en una manta y la cara manchada, que andaba encorvado y con las piernas temblorosas por la fatiga.

—Este hombre es Fedor dan Hayden —dijo Pike—. Un Mensajero. Amparado en la oscuridad de la noche ha conseguido salir a nado desde los muelles de Adua y cruzar las líneas gurkas.

—Un admirable acto de valentía —dijo West secundado por los reticentes gruñidos de asentimiento de Poulder y Kroy—. Cuenta con nuestro más sincero agradecimiento. ¿Cómo están las cosas en la ciudad?

—Para serle sincero, Lord Mariscal, francamente mal —el cansancio confería a la voz de Hayden un tono áspero—. Los distritos occidentales, Los Arcos y las Tres Granjas, están en manos del Emperador. Hace dos días, los gurkos abrieron brecha en la Muralla de Arnault, y las defensas se están viendo sometidas a una presión insoportable. El enemigo puede irrumpir en cualquier momento y amenazar directamente el Agriont. Su Majestad os pide que marchéis sobre Adua con la máxima celeridad posible. Cada hora puede resultar crucial.

—¿Tiene pensada alguna estrategia? —inquirió West. Jezal dan Luthar no solía pensar en otra cosa que no fuera en emborracharse y en acostarse con su hermana, pero tenía la esperanza de que el paso del tiempo hubiera operado en él algunos cambios.

—Los gurkos tienen rodeada la ciudad, pero su despliegue no es muy denso. Sobre todo en el flanco oriental. El Mariscal Varuz considera que con un ataque fulminante se podrían romper sus líneas.

—Pero los barrios occidentales de la ciudad seguirían plagados de esos cerdos gurkos —gruñó Kroy.

—Cabrones —susurró Poulder con sus carrilladas palpitando—. Malditos cabrones.

—No nos queda más opción que marchar sobre Adua de forma inmediata —dijo West—. Usaremos todos los caminos transitables y procuraremos avanzar a la máxima velocidad posible con objeto de tomar posiciones al este de la ciudad. Si es necesario, marcharemos a la luz de las antorchas. Debemos romper el cerco gurko al amanecer y quebrantar su control de las murallas. Entretanto, el Almirante Reutzer, al frente de la flota, lanzará un ataque contra las naves gurkas que se hallan fondeadas en el puerto. General Kroy, envíe un destacamento de caballería para que explore el terreno y proteja nuestro avance. No quiero sorpresas.

Por una vez, no hubo ni asomo de reticencias.

—Por supuesto, Lord Mariscal.

—Su división se aproximará a Adua por el noreste, romperá las líneas gurkas y entrará a la fuerza en la ciudad para avanzar hacia el oeste en dirección al Agriont. Si el enemigo hubiera llegado ya al centro de la capital, entrará en combate. Si no, reforzará las defensas de la Muralla de Arnault y se preparará para expulsarlos del distrito de Los Arcos.

Mientras asentía con gesto grave, una vena se resaltó en la frente de Kroy, cuyos oficiales se mantenían de pie detrás de él con castrense rigidez.

—Mañana a estas horas no quedará en Adua ni un solo soldado kantic vivo.

—Sabueso, me gustaría que sus norteños apoyaran el ataque de la división del General Kroy. Si su...— West forcejeó con la palabra—. ...rey no tiene ninguna objeción.

El Sabueso se chupó sus afilados dientes.

—Me imagino que irá adonde sople el viento. Siempre ha sido así.

—Esta noche el viento sopla en dirección a Adua.

—Ya —el norteño asintió—. Pues a Adua iremos.

—General Poulder, su división se aproximará a la ciudad por el sureste, tomara parte en la batalla para hacerse con el control de las murallas y luego irrumpirá en la ciudad a la fuerza y avanzará sobre los muelles. Si el enemigo hubiera llegado ya a ellos, los expulsará de allí y luego marchará hacia el norte por la Vía Regia en dirección al Agriont.

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