El último argumento de los reyes (68 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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La Casa del Creador estaba abierta.

Mientras los seguía a través del puente, por abajo, el agua gris lamía la dura piedra. La lluvia besaba su piel y la brisa le acariciaba. A lo lejos, sobre la ciudad en llamas, grandes manchas de humo ascendían por el cielo sucio, pero sus ojos no se apartaban de la abertura negra que tenía delante. Al llegar al umbral, se detuvo un instante y apretó los puños.

Luego dio un paso hacia la oscuridad.

Al otro lado de la puerta no hacía ni frío ni calor. El aire no se movía, y a Ferro le pareció que el silencio le pesaba sobre los hombros y le presionaba los oídos. Dio un par de pasos y de pronto desapareció la luz. El viento, la lluvia y el cielo abierto eran como sueños apenas recordados. Tenía la sensación de haber recorrido cientos de kilómetros bajo la tierra muerta. La sensación de que el tiempo se había detenido. Subió despacio a una amplia arcada y miró a través de ella.

Lo que había al otro lado parecía un templo, pero habría podido albergar incluso el gran templo de Shaffa, donde miles de personas invocaban a todas horas el nombre de Dios. Hacía que la rotonda abovedada donde había sido coronado Jezal dan Luthar pareciera minúscula en comparación. Era tal su extensión que incluso las vastas ruinas de Aulcus parecían poca cosa a su lado. Un lugar poblado de solemnes sombras, habitado por huraños ecos y aprisionado por implacables y furiosas piedras.

La tumba de unos dioses olvidados.

Yulwei y Bayaz estaban en el centro. Dos figuras diminutas como insectos en medio de un océano de refulgente oscuridad. Ferro se apretó contra la fría roca, esforzándose por distinguir sus palabras entre los ecos marinos.

—Ve a la armería y coge algunos de los aceros del Creador. Yo subiré y traeré... el otro objeto —Bayaz se dio la vuelta, pero Yulwei le cogió de un brazo.

—Antes contéstame a una pregunta, hermano.

—¿A qué pregunta?

—La misma que te hago siempre.

—¿Otra vez? ¿Incluso ahora? Muy bien, si así lo quieres. Pregunta.

Los dos ancianos permanecieron un buen rato inmóviles. Hasta que los últimos ecos de sus voces se desvanecieron y sólo quedó un silencio tan pesado colmo el plomo. Ferro contuvo la respiración.

—¿Mataste a Juvens? —el susurro de Yulwei silbó en la oscuridad—. ¿Mataste a nuestro Maestro?

Bayaz no movió ni un músculo.

—Cometí errores hace mucho tiempo. Muchos errores, lo sé. Algunos allá en el Occidente devastado. Otros aquí, en este mismo lugar. No hay ni un solo día en que no me arrepienta de ellos. Luché con Khalul. No hice caso de la sabiduría de mi Maestro. Entré donde no debía en la Casa del Creador. Me enamoré de su hija. Era orgulloso, imprudente, vano, todo eso es cierto. Pero no maté a Juvens.

—¿Qué pasó aquel día?

El Primero de los Magos pronunció las palabras como si las hubiera repetido un montón de veces.

—Kanedias fue a buscarme. Por seducir a su hija. Por haber robado sus secretos. Juvens se negó a entregarme. Lucharon, y yo huí. La furia de su lucha iluminó los cielos. A mi regreso, el Creador ya no estaba allí y nuestro Maestro había muerto. Yo no maté a Juvens.

De nuevo se hizo el silencio. Ferro les miraba, petrificada.

—De acuerdo —la mano de Yulwei soltó el brazo de Bayaz—. Manum mintió y por lo tanto también mintió Khalul. Nos enfrentaremos a ellos los dos juntos.

—Bien, viejo amigo, bien. Sabía que podía confiar en ti, como tú puedes confiar en mí —Ferro frunció los labios. La palabra «confiar» sólo la usaban los farsantes. Quien era verdaderamente sincero no necesitaba usar esa palabra. Los pasos del Primero de los Magos resonaron en el amplio espacio, mientras se dirigía a una de las muchas arcadas, y luego se desvanecieron.

Yulwei se le quedó mirando hasta que se perdió de vista. Luego suspiró profundamente y siguió andando en dirección opuesta con las pulseras tintineando en su muñeca. El eco de sus pasos se fue apagando y Ferro quedó sola en las sombras rodeada de silencio.

Lentamente, con suma cautela, penetró en aquella inmensidad vacía. El suelo relucía: incrustadas en la negra roca serpenteaban unas líneas de metal brillante El techo, si es que lo había, estaba envuelto en sombras. Una especie de galería rodeaba las paredes a unas veinte zancadas de altura, luego había otra mucho más arriba, y otra, y otra, desdibujadas en la penumbra. Por encima de todo colgaba un objeto extraordinario. Una estructura formada por varios anillos de metal, grandes y pequeños, discos y círculos refulgentes con extraños caracteres grabados. Todo ello en movimiento. Todo ello rotando, un anillo alrededor del otro, con una bola negra en el centro que era el único elemento que se mantenía totalmente inmóvil.

Ferro daba vueltas y vueltas. O quizá ella estaba inmóvil y era la habitación la que giraba a su alrededor. Se sentía mareada, borracha, sin aliento. Al ascender hacia la negrura la roca viva era sustituida por unas piedras colocadas a hueso, de las que no había dos iguales. Ferro intentó calcular de cuántas piedras estaba construida la torre.

De miles. De millones.

¿Qué había dicho Bayaz en la isla de los confines del Mundo? ¿Dónde esconde una piedra un hombre sabio? Entre otras miles. Entre varios millones de ellas. Sobre su cabeza, los anillos se desplazaban pausadamente. Tiraban de ella, y la bola del centro también tiraba de ella con más fuerza aún. Como una mano que le hiciera señas. Como una voz que la llamara por su nombre.

Metió los dedos en los espacios secos que había entre las piedras y empezó a trepar, mano sobre mano, más y más arriba. Le resultaba fácil. Como si el muro estuviera hecho para que treparan por él. Pronto estaba pasando las piernas por encima de la barandilla de la primera galería Siguió subiendo, sin pararse a tomar aliento siquiera. Llegó a la segunda galería con el cuerpo empapado de un sudor pegajoso. Alcanzó la tercera jadeando. Y por fin se agarró a la barandilla de la cuarta y se aupó a ella. Luego miró hacia abajo.

A lo lejos, en el fondo del negro abismo, la totalidad del Círculo del Mundo se desplegaba por el suelo redondo de la enorme cámara. Un mapa inmenso con las líneas de las costas destacadas en reluciente metal. A la misma altura que Ferro, llenando casi por completo el espacio que delimitaba la suave curvatura de la galería y suspendido de unos cables tan finos como hilos, el enorme mecanismo giraba despacio.

Contempló con el ceño fruncido la bola del centro, sintiendo un hormigueo en las palmas de las manos. Parecía sostenerse en el aire sin ningún apoyo. Tal vez debería haberse preguntado cómo podía ser aquello, pero en lo único en que podía pensar era en lo mucho que deseaba tocarla. Necesitaba tocarla. No podía hacer otra cosa. Uno de los círculos metálicos se acercaba a ella reluciendo con un brillo mate.

A veces hay que saber aprovechar el momento. Se subió de un salto a la barandilla y se quedó unos instantes agachada encima de ella para prepararse. Ni se lo pensó. Pensar hubiera sido una locura. Se lanzó al espacio vacío agitando los brazos y las piernas. La máquina entera temblequeó y osciló cuando se agarró al anillo más externo. Se columpió por debajo de él y se quedó colgada conteniendo la respiración. Despacio, delicadamente, con la lengua apretada contra el paladar, se alzó a pulso con los brazos, enroscó las piernas sobre la superficie de metal y comenzó a arrastrarse por el anillo. Al pasar cerca de un ancho disco surcado de ranuras, saltó del uno al otro, con todo el cuerpo temblando por el esfuerzo. El frío metal trepidó bajo su peso, retorciéndose, flexionándose, bamboleándose con cada uno de sus movimientos, y amenazando con sacudírsela de encima y lanzarla al vacío. Es posible que Ferro no tuviera miedo.

Pero una caída de centenares de metros sobre una roca dura como pocas seguía infundiéndole mucho respeto.

Siguió deslizándose de un anillo a otro, casi sin atreverse a respirar. Se dijo que en realidad no había ningún precipicio. Que lo único que estaba haciendo era trepar por los árboles, yendo de rama en rama, como solía hacer de niña antes de que llegaran los gurkos. Por fin agarró el anillo más recóndito. Se aferró a él con todas sus fuerzas y esperó a que su movimiento la condujera cerca del centro. Se colgó con las piernas cruzadas alrededor del frágil metal, agarrándolo con una mano, y extendió la otra hacia la refulgente bola negra.

En su superficie lisa vio reflejada su cara rígida y la imagen distorsionada de la garra de su mano. Con todos los nervios en tensión, apretando los dientes, se estiró todo lo que pudo. Más cerca. Todavía más cerca. Lo único que quería era tocarla. La punta de su dedo medio la rozó y, como una burbuja que revienta, la bola se disolvió en el aire.

Algo quedó libre y empezó a caer muy despacio, como si se sumergiera en el agua. Ferro lo vio alejarse de ella: una mancha más oscura aún que la impenetrable negrura del aire que caía y caía. Se estrelló contra el suelo con un estrépito que pareció sacudir los mismos cimientos de la Casa del Creador y sus ecos resonaron por toda la enorme cámara. El anillo del que colgaba tembló, y por un instante, estuvo a punto de caer. Cuando logró impulsarse hacia arriba, se dio cuenta de que el anillo había dejado de moverse.

Todo el mecanismo se había detenido.

Le pareció que tardaba un siglo en volver a trepar por los anillos quietos hasta la galería superior y en descender por las vertiginosas paredes. Cuando al fin saltó al suelo de la cavernosa cámara, tenía la ropa desgarrada y las manos, los codos y las rodillas llenos de arañazos sangrantes; pero ella apenas si lo notó. Echó a correr y sus pasos resonaron contra el suelo. Corría hacia el centro de la cámara, hacia el lugar donde seguía estando el objeto que había caído de arriba.

A simple vista no parecía más que un pedrusco oscuro del tamaño de un puño. Pero aquello no era una simple piedra, y Ferro lo sabía. Sentía que de aquel objeto fluía algo, brotaba algo que se expandía con estimulantes ondulaciones. Algo que no se podía ver ni tocar y que, no obstante, llenaba todo el espacio hasta sus más oscuros rincones. Un flujo invisible, pero irresistible, que tintineaba a su alrededor y la arrastraba hacia delante.

El corazón de Ferro latía junto a sus costillas mientras sus pasos se acercaban a la piedra. Su boca se llenó de anhelante saliva al arrodillarse a su lado. Su propio aliento se le clavó en la garganta cuando, sintiendo un hormigueo, alargó hacia ella una mano. Luego su palma se cerró sobre la superficie picada y rugosa. Pesaba y estaba muy fría, como si fuera un pedazo de plomo congelado. La levantó muy despacio, haciéndola girar en su mano, mirándola resplandecer en la oscuridad, fascinada.

La Semilla.

Bayaz apareció en una de las arcadas, con la cara agitada por un temblor en el que se mezclaban el espanto y el placer.

—¡Vete, Ferro, deprisa! Llévala a palacio —se estremeció y se llevó un brazo a los ojos como si tuviera que protegerlos de una luz cegadora—. La caja está en mis aposentos. Métela dentro y ciérrala bien. ¿Me oyes? ¡Ciérrala bien!

Ferro se dio la vuelta para irse y frunció el ceño: no sabía por cuál de las arcadas se salía de la Casa del Creador.

—¡Espera! —Quai corría hacia ella, con la mirada clavada en su mano—. ¡Espera! —no daba muestras se sentir miedo al acercarse. Pero su semblante expresaba una especie de ansia voraz lo bastante extraña como para que Ferro diera un paso atrás—. Estaba aquí. Siempre estuvo aquí —tenía la cara muy pálida, desencajada y poblada de sombras—. La Semilla —su mano blanca se tendió hacia ella a través de la oscuridad—. Al fin. Dame...

Se arrugó como un papel desechado, sus pies se arrancaron del suelo y salió disparado al otro extremo de la cámara antes de que Ferro, atónita, tuviera tiempo de tomar aliento. Con un resonante eco se estrelló contra la pared, justo por debajo de la primera galería. Ferro contempló boquiabierta cómo su cuerpo rebotaba y se precipitaba hacia el suelo dando sacudidas con sus miembros descoyuntados.

Bayaz se acercó, apretando con fuerza su cayado. Alrededor de sus hombros, el aire parecía vibrar levemente. Ferro, desde luego, había matado a muchos hombres sin derramar una lágrima. Pero aquello había ocurrido con tanta rapidez que incluso a ella le impresionó.

—¿Qué ha hecho? —bufó mientras el eco del impacto mortal de Quai seguía resonando en sus oídos.

—Lo que tenía que hacer. Ve a palacio. Ahora mismo —Bayaz señaló con un dedo una de las arcadas, al fondo de la cual se vislumbraba un minúsculo destello—. ¡Y mete esa cosa en la caja! ¡No tienes idea de lo peligrosa que es!

A pocas personas les gustaba menos que a Ferro que le dieran órdenes, pero en ese momento no tenía el menor deseo de seguir allí. Se metió la piedra dentro de la camisa. Le gustó sentirla allí, contra su estómago. Estaba fresca y le producía una sensación de alivio, por mucho que Bayaz dijera que era peligrosa. Dio un paso, y cuando su bota golpeó el suelo, se oyó una risotada desde el otro extremo de la cámara.

Desde el lugar en donde había caído el cadáver destrozado de Quai.

Bayaz no pareció sorprenderse.

—¡Vaya! —gritó—. ¡Al fin te muestras tal como eres! ¡Hacía ya algún tiempo que sospechaba que no eras quien aparentabas ser! ¿Dónde está mi aprendiz y cuándo le sustituiste?

—Hace meses —Quai siguió riéndose mientas se incorporaba con calma sobre la pulida superficie de suelo—. Desde que te fuiste a ese viaje descabellado al Viejo Imperio —en su rostro sonriente no había sangre. Ni siquiera un arañazo—. Estuve sentado a tu lado al calor del fuego. Te contemplé cuando estabas indefenso en el carro. Estuve junto a ti durante todo el viaje de ida y vuelta a los confines del Mundo. Tu aprendiz se quedó aquí. Dejé ocultó entre unos matojos su cadáver a medio devorar para que no lo encontraran las moscas. A menos de veinte zancadas de donde tú y el norteño dormíais a pierna suelta.

—Hummm —Bayaz cambió de mano el cayado—. Ya me parecía a mí que tus destrezas habían experimentado una notable mejoría. Debiste matarme entonces, cuando tuviste la ocasión.

—Todavía estoy a tiempo —Ferro se estremeció al ver a Quai ponerse de pie. De pronto, una atmósfera gélida parecía haberse extendido por toda la cámara.

—¿Cien palabras? Tal vez. ¿Pero una sola palabra? No creo —Bayaz frunció el labio—. ¿Cuál de los hijos de Khalul eres tú? ¿El Viento del Este? ¿Una de sus malditas gemelas?

—Yo no soy un hijo de Khalul.

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