El último argumento de los reyes (34 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿No podríamos liquidar el asunto, ahorcando a esos dos sin más, señor? —preguntó el recluso mientras la cogía.

—Qué más quisiera. Pero, por muy problemáticos que sean, no podemos pasarnos sin ellos. Nuevo Rey, nuevo Lord Mariscal, y ambos hombres de los que la mayor parte de la gente no ha oído hablar en su vida. Los soldados necesitan conocer a sus jefes —aspiró hondo por la nariz e hinchó el pecho. Todo el mundo tenía que cumplir con su obligación, y no había más que hablar. Soltó el aire de golpe—. Haga pasar al general Kroy, por favor.

—Sí, señor —Pile levantó la solapa de la tienda y rugió—. ¡General Kroy!

El uniforme negro de Kroy, con su cuello bordado de hojas doradas, estaba tan almidonado que resultaba sorprendente que pudiera moverse con él puesto. Se acercó a West y se puso firme con vibrante energía mientras clavaba la vista en un punto situado a media distancia. El saludo era impecable, no había ni una sola parte de su cuerpo que no estuviera en la posición reglamentaria, y sin embargo, de algún modo se las arreglaba para hacer patente su desprecio y su decepción.

—Ante todo, permítame que le felicite —dijo con voz chirriante—, Lord Mariscal.

—Gracias, general. Se ha expresado usted con mucha gentileza.

—Es un ascenso muy considerable, para una persona tan joven, con tan poco experiencia...

—Hace unos doce años que profeso la milicia y durante ese tiempo he tomado parte en dos guerras y en varias batallas. Da la impresión de que Su Majestad el Rey me considera lo bastante experimentado para el cargo.

Kroy carraspeó.

—Por supuesto, Lord Mariscal. Pero es usted nuevo en el desempeño del alto mando. En mi opinión haría usted bien en buscar el asesoramiento de un hombre de mayor experiencia.

—Estoy totalmente de acuerdo.

Kroy alzó mínimamente una ceja.

—Me alegra saberlo, señor.

—Y ese hombre, sin ningún género de dudas, tiene que ser el general Poulder —dicho sea en su honor, Kroy permaneció impasible. Simplemente soltó un leve pitido por la nariz. No hubo otra señal de lo que, a West no le cabía ninguna duda, era una consternación ilimitada. Cuando llegó estaba abatido. Ahora estaba tambaleante. No habría mejor momento para hundir la espada hasta la empuñadura—. Siempre he admirado la forma de entender la milicia que tiene el general Poulder. Su brío. Su vigor. Representa, en mi opinión, la definición perfecta de lo que ha de ser un oficial.

—Sin duda —bufó entre dientes Kroy.

—Ya he empezado a seguir sus consejos en una serie de cuestiones. Sólo hay un asunto sobre el que nuestras opiniones difieren.

—¿Ah, sí?

—Ese asunto es usted, general Kroy —la tez de Kroy había adquirido la coloración de un pollo desplumado y el velado desdén había sido reemplazado de inmediato por una manifiesta expresión de espanto—. Poulder opinaba que debía de ser usted destituido de inmediato. Yo, en cambio, me inclino por darle una última oportunidad. ¿Sargento Pike?

—Señor —el ex presidiario se apresuró a dar un paso adelante y le tendió la carta. West la cogió y se la mostró al general.

—Es una carta dirigida al rey. Comienzo recordándole los gratos días que compartimos cuando servimos juntos en Adua. A continuación, expongo de forma pormenorizada las razones que me han llevado a ordenar su inmediata y deshonrosa destitución. Su incorregible terquedad, general Kroy. Su propensión a atribuirse los méritos de otros. Su inicua inflexibilidad. Su indisciplinada renuencia a cooperar con otros oficiales —si fuera posible que la cara de Kroy se demudara y empalideciera más de lo que ya estaba, eso fue lo que sucedió poco a poco mientras permanecía con la vista clavada en el documento—. Espero de todo corazón no tener que mandarla nunca. Pero al más mínimo desafío contra mi autoridad o la del general Poulder, lo haré. ¿Entendido?

A Kroy pareció costarle dar con las palabras adecuadas.

—Perfectamente, mi Lord Mariscal —graznó por fin.

—Estupendo. Hemos demorado muchísimo nuestra partida para ir al encuentro de nuestros aliados norteños y odio llegar tarde a las reuniones. Asumiré de momento el mando de su caballería y marcharé al norte con el general Poulder en persecución de Bethod.

—¿Y yo, señor?

—Todavía quedan algunos norteños en los montes que tenemos por encima de nuestras posiciones. Se ocupará de barrerlos de allí y despejar la ruta de Carleon para que el enemigo crea que el cuerpo principal de nuestro ejército no se ha desplazado hacia el norte. Si tiene éxito en su misión, es posible que me sienta inclinado a confiarle otras. Lo tendrá todo preparado antes de que despunte el día —Kroy abrió la boca, como si estuviera a punto de quejarse de la imposibilidad de atender a semejante petición—. ¿Tiene algo que añadir?

El general se apresuró a pensárselo mejor.

—No, señor. Antes de que despunte el día, por supuesto —incluso logró obligar a su semblante a que esbozara un gesto con un vago parecido a una sonrisa.

West, en cambio, no tuvo que esforzarse demasiado para responderle con otra sonrisa.

—Me alegro de que aproveche esta oportunidad de rehabilitarse, general. Puede retirarse —Kroy volvió a ponerse firme de golpe, luego se giró sobre sus talones, se enredó el sable entre las piernas y salió de la tienda dando trompicones.

West respiró hondo. La cabeza le retumbaba. Nada hubiera deseado más que poderse echar un rato, pero no había tiempo para eso. Dio unos tirones al uniforme para volver a alisarlo. Si había sobrevivido al infernal viaje hacia el Norte en medio de la nieve, también podría sobrevivir a aquello.

—Mande venir al general Poulder.

Poulder entró en la tienda muy erguido, como si el lugar le perteneciera, adoptó una descuidada posición de firmes y realizó un saludo tan aparatoso como rígido había sido el de Kroy.

—Lord Mariscal West, quisiera hacerle llegar mis más sinceras felicitaciones por su inesperado ascenso —y su rostro dibujó una sonrisa bastante poco convincente. West, sin embargo, no se la devolvió. Se quedó sentado mirando a Poulder con gesto ceñudo como si se tratara de un problema para el que se estaba planteando una solución drástica. Durante un rato siguió ahí sentado sin decir nada. Los ojos del general no tardaron en ponerse a echar miradas nerviosas a uno y otro lado de la tienda. Finalmente, soltó una tosecilla.

—¿Podría preguntarle, Lord Mariscal, de qué ha tratado con el General Kroy?

—Oh, de todo tipo de cosas —el semblante de West se mantuvo duro como la piedra—. Siento un inmenso respeto por la opinión del general Kroy en cualquier tema relacionado con la milicia. Él y yo nos parecemos mucho. Su precisión. La atención que presta a los detalles. A mi parecer, encarna todas las virtudes que debe tener el buen militar.

—Es un oficial muy capacitado —alcanzó a sisear Poulder.

—Sin duda. El ascenso a mi actual cargo se ha producido de una forma bastante apresurada y siento la necesidad de tener a mi lado a un hombre de mayor edad, a un hombre de gran experiencia que, ahora que ya no está con nosotros el Mariscal Burr, pueda ser para mí una especie de... mentor. El general Kroy ha tenido la gentileza de acceder a cumplir esa función.

—¿Eso ha hecho? —una película de sudor comenzaba a perlar la frente de Poulder.

—Me ha hecho una serie de sugerencias de gran utilidad, que ya he empezado a poner en práctica. Sólo ha habido una cuestión sobre la que no hemos conseguido ponernos de acuerdo —juntó las palmas de las manos sobre la mesa y, alzando la vista por encima de ellas, miró a Poulder con severidad—. Usted es esa cuestión, general Poulder. Usted.

—¿Yo, Lord Mariscal?

—Kroy insistió en que debía ser usted destituido de inmediato —el mofletudo rostro de Poulder estaba adquiriendo a pasos agigantados una tonalidad rosácea—. Pero he decido darle una última oportunidad.

West cogió el mismo documento que le había mostrado a Kroy.

—Esto es una carta para el rey. Empiezo dándole las gracias por mi ascenso, deseándole buena salud y rememorando nuestra estrecha amistad. Luego le expongo de forma pormenorizada las razones por las que ha de ser usted separado del servicio de forma deshonrosa. Su intolerable arrogancia, general Poulder. Su propensión a atribuirse el mérito de otros. Su renuencia a obedecer las órdenes que se le dan. Su obstinada incapacidad para cooperar con otros oficiales. Espero de todo corazón no verme obligado a enviarla nunca. Pero al más mínimo acto de insubordinación, lo haré. Al más mínimo desafío a mi autoridad o a la del general Kroy. ¿Entendido?

Poulder, cuyo rubicundo rostro refulgía de sudor, tragó saliva.

—Perfectamente, mi Lord Mariscal.

—Bien. He encomendado a Kroy la misión de hacerse con el control de los montes que se extienden entre nuestra posición y Carleon. Hasta que demuestre usted estar capacitado para asumir un mando independiente, permanecerá a mi lado. Su división estará lista para partir hacia el norte antes de que despunte el día, encabezada por las unidades con una capacidad de avance más rápida. Nuestros aliados norteños confían en nosotros y no estoy dispuesto a defraudarlos. Antes de que despunte el día, general, y con la máxima celeridad.

—La máxima celeridad, por supuesto. Puede confiar en mí... señor.

—Eso espero, a pesar de las reservas que aún tengo. Todos los hombres tienen que cumplir con su obligación, general. Todos y cada uno de los hombres.

Poulder parpadeó, removió un poco la boca, se dio media vuelta para irse, se acordó en el último momento de saludar y luego salió a grandes zancadas de la tienda. West se quedó mirando cómo la solapa oscilaba levemente movida por el viento y luego exhaló un suspiro, arrugó la carta y la arrojó a un rincón. Al fin y al cabo dentro del sobre lo único que había era un trozo de papel en blanco.

Pike alzó una de sus cejas, o mejor dicho, una masa rosácea casi sin pelo.

—Lo ha hecho usted de maravilla, señor, permítame que se lo diga. Ni siquiera en los campos de prisioneros he visto a nadie mentir así de bien.

—Gracias, sargento. Acabo de empezar y ya le voy cogiendo gusto al asunto. Mi padre siempre me previno contra la falsedad, pero, entre usted y yo, ese hombre era una basura, un cobarde, un fracasado. Si lo tuviera ahora delante, le escupiría a la cara.

West se levantó, se dirigió al mapa más grande y se detuvo frente a él con las manos enlazadas a la espalda. El mismo gesto del Mariscal Burr, se dio cuenta de pronto. Estudió el lugar donde la mancha dejada por el dedo de Crummock-i-Phail indicaba la posición de su fortaleza. Luego examinó la ruta que conducía a la posición, bastante más al sur, que ocupaba el ejército de la Unión y frunció el ceño. Costaba trabajo creer que algún cartógrafo de la Unión hubiera realizado alguna vez un reconocimiento del terreno en persona. Las extravagantes formas de los montes y los ríos tenían el inequívoco sabor de lo fantástico.

—¿Cuánto cree que tardaremos en llegar allí, señor? —preguntó Pike.

—Imposible saberlo —ni aunque partieran de inmediato, lo cual no era muy probable. Ni aunque Poulder hiciera lo que le había dicho, lo cual era más que dudoso. Ni aunque el mapa fuera más o menos fiel a la realidad, lo cual sabía que no era cierto. Sacudió la cabeza con gesto pesaroso—. Imposible saberlo.

El primer día

El horizonte oriental parecía un incendio. Largos jirones de nubes rosáceas y negras se extendían sobre el cielo azul pálido por encima del difuso perfil gris de las montañas, tan lleno de picos y escotaduras como un cuchillo de carnicero. El horizonte occidental era una masa inmóvil de hierro oscuro, frío y desapacible.

—Buen día para lo nuestro —dijo Crummock.

—Cierto. —Aunque, a decir verdad, Logen tenía serias dudas de que existiera semejante cosa.

—En fin, si Bethod no se presenta y nos quedamos sin matar a nadie, al menos tus muchachos habrán hecho maravillas con mi muralla, ¿eh?

Resultaba asombroso comprobar lo rápido y lo bien que se podía reparar una muralla cuando era la propia vida la que dependía de ese montón de piedras. Sólo llevaban allí unos pocos días y ya la tenían reforzada, compactada y prácticamente libre de hiedra en toda su extensión. Desde el interior de la fortaleza, donde el terreno era bastante más elevado, no imponía demasiado. Pero desde el otro lado tenía tres veces la estatura de un hombre alto de la base al adarve. Habían construido un nuevo parapeto, que llegaba a la altura del cuello, y habían realizado en él abundantes aberturas desde las que disparar flechas o arrojar rocas. Finalmente, habían excavado un foso medianamente decente y lo habían sembrado de estacas bien afiladas.

Aún seguían excavando en el lado izquierdo, el punto en donde la muralla se juntaba con el barranco y desde donde era más fácil de escalar. Era el sector del que se ocupaba Dow, y Logen oía perfectamente los gritos que lanzaba a sus muchachos destacándose por encima del ruido de las palas.

—¡Seguid cavando, vagos de mierda! ¡No estoy dispuesto a que me maten por vuestra pereza! ¡Arrimad el hombro, bastardos! —y así sucesivamente, a lo largo de todo el día. Una forma como otra cualquiera de hacer trabajar a un hombre, supuso Logen.

Habían hecho el foso más profundo justo delante de la vieja puerta. Un sutil recordatorio para todos de que la opción de huir no se había contemplado. Pero de todos modos seguía siendo el punto más débil, y todos eran conscientes de ello. Ahí era donde estaría Logen, si se presentaba Bethod. Justo en medio del sector de la muralla que le había correspondido a Escalofríos. En ese momento se encontraba sobre el arco de entrada, no muy lejos de Logen y Crummock, señalando unas grietas a las que aún había que echar mortero y con su larga melena ondeando al viento.

—¡Está quedando bien la muralla! —le gritó Logen.

Escalofríos se volvió, salivó un poco y lanzó un escupitajo por encima del hombro.

—Sí —gruñó, y acto seguido volvió a darse la vuelta.

Crummock se inclinó sobre Logen.

—Si hay batalla, tendrás que guardarte las espaldas con ese, Sanguinario.

—Me imagino que sí —el fragor de una batalla era una ocasión estupenda para saldar cuentas con alguien del propio bando. Una vez concluido el combate, nadie ponía demasiado cuidado en comprobar si los cadáveres habían recibido las heridas de frente o por la espalda. Todo el mundo estaba demasiado ocupado quejándose de sus propios cortes, o excavando, o huyendo. Logen miró fijamente al enorme montañés—. Serán muchos los hombres a los que tendré que vigilar cuando llegue la batalla. Y tampoco somos tú y yo tan amigos como para que no seas uno de ellos, —Lo mismo digo —repuso Crummock, abriendo una amplia sonrisa en su rostro barbado—. Los dos tenemos fama de no ser demasiado quisquillosos a la hora de escoger nuestras víctimas cuando empieza la carnicería. Pero eso no es malo. El exceso de confianza vuelve a los hombres blandos.

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