El último argumento de los reyes (30 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿Ah, sí? —Jezal tosió, sorbió por la nariz y adoptó la expresión más soberbia de que fue capaz—. ¿Y eso por qué?

—Le he prometido que sus dos hermanos serían nombrados Lord Chambelán y Lord Canciller del Consejo Cerrado. Que su linaje sería enaltecido por encima de cualquier otro. Fue el precio que hubo que pagar para obtener su apoyo a vuestra elección.

—Entiendo. ¿Y debo cumplir con el trato?

—Por supuesto que no.

Jezal frunció el ceño.

—No estoy seguro de que...

—Una vez que se ha alcanzado el poder, hay que distanciarse inmediatamente de todos los aliados. De no hacerlo, tendrán la sensación de que se les debe la victoria y ninguna recompensa bastará para saciarlos. Es a los enemigos a los que hay que encumbrar. Se desharán en agradecimientos por cualquier migaja que se les conceda, porque saben muy bien que no se la merecen. Heugen, Barezin, Skald, Meed, esos son los hombres a los que debéis integrar en vuestro círculo más próximo.

—¿A Brock, no?

—A Brock jamás. Estuvo demasiado cerca de obtener la corona como para pensar que es algo que queda muy por encima de él. Tarde o temprano habrá que volver a ponerlo en su sitio de una buena patada. Pero no antes de que os hayáis afianzado en vuestra posición y contéis con apoyos de sobra.

—Ya veo —Jezal soltó un resoplido. Estaba visto que lo de ser rey no consistía sólo en llevar hermosos ropajes, adoptar una actitud altanera y obtener siempre el mejor asiento en todas partes.

—Es por aquí —salieron del jardín y accedieron a un sombrío vestíbulo de paneles de madera oscura cuyas paredes estaban decoradas con un abrumador despliegue de armas antiguas. Un variado conjunto de relucientes armaduras de cuerpo entero hacían guardia en posición de firmes: cotas de malla de láminas y cadenillas, lorigas y corazas, todas ellas blasonadas con el sol dorado de la Unión. Fijadas a la pared, formando un intrincado desfile, había gran cantidad de espadas ceremoniales, altas como un hombre, y alabardas, más altas aún. Bajo ellas había montado todo un ejército de hachas, mazas, ferradas de pinchos y aceros con todo género de hojas: rectas y curvas, largas y cortas, gruesas y finas. Armas forjadas en la Unión, armas capturadas a los gurkos, armas sustraídas a cadáveres estirios en sangrientos campos de batalla. Victorias y derrotas conmemoradas en acero. Arriba del todo, hechos jirones y colgando de astas chamuscadas, se distribuían los estandartes de regimientos ya olvidados que sin duda habían sido masacrados gloriosamente hasta el último hombre en las guerras de antaño.

Al fondo de aquella colección se alzaban unas imponentes puertas de doble hoja, negras y sin adornos, cuyo aspecto resultaba tan acogedor como el de un cadalso. A cada lado, tan solemnes como un par de verdugos, se erguían dos Mensajeros Reales, con sus relucientes cascos alados. Unos hombres sobre cuyas espaldas recaía no sólo la misión de custodiar la sede central del gobierno sino también la de llevar las órdenes del Rey a todos los rincones de la Unión. Sus propias órdenes, recordó Jezal, acometido de un nuevo ataque de nervios.

—Su Majestad desea tener una audiencia con el Consejo Cerrado —peroró Bayaz. Los dos hombres alargaron los brazos y abrieron las puertas. Una voz iracunda inundó el pasillo.

—¡Si no se hacen nuevas concesiones lo único que se conseguirá es que se produzcan nuevos disturbios! No podemos limitarnos a...

—Juez Marovia, me parece que tenemos visita.

La Cámara Blanca resultaba un tanto decepcionante después de la magnificencia del resto del palacio. No era demasiado grande. Las sencillas paredes blancas carecían de decoración, Las ventanas eran estrechas, casi como las de una celda, por lo que el lugar resultaba sombrío aún a plena luz del día. No había corrientes de aire y se respiraba una atmósfera cargada. Por todo mobiliario disponía de una mesa larga de madera oscura, sobre la que se amontonaban gran cantidad de papeles, con seis modestas sillas de aspecto incómodo a ambos lados, otra a los pies y una más, considerablemente más alta, en la presidencia. Su silla, supuso Jezal.

El Consejo Cerrado en pleno se puso de pie cuando entró en la sala con paso vacilante. Difícilmente cabría imaginar que se pudiera reunir a un grupo de ancianos más amedrentador en un mismo lugar y, por si fuera poco, todos miraban fijamente a Jezal mientras se mantenían en un silencio expectante. Jezal pegó un bote cuando se cerraron a su espalda las gruesas puertas y el pestillo cayó con una irrevocabilidad enervante.

—Majestad —dijo Lord Hoff, que acto seguido hizo una pronunciada reverencia—, mis colegas y yo quisiéramos ser los primeros en felicitaros por vuestra muy merecida elevación al trono. Todos vemos en vos a un digno sucesor del Rey Guslav y estamos deseando prestaros consejo y llevar a cabo vuestras órdenes en los meses y años venideros —volvió a hacer una reverencia y el grupo de imponentes ancianos prorrumpió en un aplauso de cortesía.

—Pues muchas gracias a todos —dijo Jezal, gratamente sorprendido pese a no sentirse digno de sucesor de nadie. Tal vez la cosa no fuera tan terrible como se había temido. Los viejos lobos le parecían bastante mansos.

—Permitidme, Majestad, que haga las presentaciones —le susurró Hoff—. El Archilector Sult, jefe de vuestra Inquisición.

—Es un honor serviros, Majestad.

—El Juez Marovia, Lord Mayor de la Justicia.

—Lo mismo digo, Majestad, todo un honor.

—Al Lord Mariscal Varuz tengo entendido que ya lo conocéis.

El viejo soldado le saludó con una sonrisa radiante.

—Fue un privilegio entrenaros en el pasado, Majestad, y será un privilegio aconsejaros ahora.

Jezal siguió saludando con un asentimiento de cabeza y una sonrisa a cada uno de los miembros que le fueron presentando. El Lord Canciller Halleck, el Cónsul General Torlichorm, el Lord Almirante de la Flota Reutzer, y así sucesivamente. Finalmente, Hoff le condujo al sitial que había en la presidencia de la mesa y Jezal se entronizó mientras los miembros del Consejo Cerrado le contemplaban con gesto sonriente. Se quedó un instante mirándolos con una sonrisa bobalicona hasta que de pronto cayó en la cuenta.

—Oh, por favor, tomen asiento.

Los ancianos se sentaron, algunos de ellos con evidentes muestras de dolor, en medio del crujir de viejas rodillas y el chasquido de viejas espaldas. Bayaz se dejó caer con descuido en la silla que había a los pies de la mesa, justo enfrente de Jezal, como si llevara ocupándola toda la vida. La sala se llenó con el frufrú de las togas de los miembros del Consejo, que acomodaban sus viejos traseros sobre la madera pulida, y luego se fue sumiendo poco a poco en un silencio sepulcral. A uno de los lados de Varuz había una silla vacía. La silla en la que debería haberse sentado el Lord Mariscal Burr de no haberle sido asignada una misión en el Norte. Y de no haber muerto, claro está. Doce ancianos imponentes aguardaban cortésmente a que Jezal tomara la palabra. Doce ancianos que hasta hace no mucho representaban para él la cúspide del poder y que ahora tenían que rendirle cuentas. Una situación que no hubiera sido capaz de imaginar ni en sus sueños más descabellados. Jezal se aclaró la garganta.

—Prosigan, señores, se lo ruego. Ya iré cogiendo el hilo.

Una sonrisa de humildad asomó fugazmente al rostro de Hoff.

—Por supuesto, Majestad. Si en algún momento requerís una explicación, sólo tenéis que pedirla.

—Muchas gracias —dijo Jezal—. Gracias...

La chirriante voz de Halleck se superpuso a la suya.

—En tal caso, volvamos a la cuestión del mantenimiento del orden entre el campesinado.

—¡Ya hemos hecho concesiones! —espetó Sult—. ¡Unas concesiones que han sido recibidas con gran satisfacción por los campesinos!

—¡Un simple trapo para vendar una herida supurante! —le replicó Marovia—. Es sólo cuestión de tiempo que vuelva a prender el fuego de la revuelta. La única manera de impedirla es dándole a los plebeyos lo que requieren. ¡Lo que les corresponde en justicia! Debemos hacerles partícipes del gobierno de la nación.

—¡Hacerles partícipes! —resopló burlonamente Sult.

—¡Debemos hacer recaer en los terratenientes el principal peso de la tributación!

Halleck alzó la vista al techo.

—No nos venga otra vez con esa tontería.

—Nuestro sistema actual está vigente desde hace siglos —ladró Sult.

—¡Lleva fallando desde hace siglos! —exclamó Marovia.

Jezal carraspeó y las cabezas de los ancianos se giraron de golpe hacia él.

—No sería posible, simplemente, gravar a cada hombre de forma proporcional a sus ingresos, sin tener en cuenta si es campesino o noble... de esa forma tal vez... —su voz se fue debilitando hasta que finalmente enmudeció. Le había parecido una idea bastante obvia, pero los once burócratas le miraban horrorizados como si alguien hubiera tenido la desacertada idea de dejar entrar en la sala a un animal doméstico y a éste se le hubiera ocurrido de pronto ponerse a hablar de impuestos. Al otro extremo de la mesa, Bayaz se miraba las uñas en silencio. Ahí no iba a encontrar ayuda.

—Ah, Majestad —se aventuró a decir Torlichorm con voz acariciante—, un sistema como ese sería prácticamente imposible de gestionar —y parpadeó, como queriendo decir: «Dada su supina ignorancia, no sé cómo se las arregla para vestirse».

Jezal se puso rojo hasta la punta de las orejas.

—Entiendo.

—El régimen tributario es un tema de una extraordinaria complejidad —señaló Halleck con voz monocorde. Y dirigió a Jezal una mirada, que parecía decir: «Un tema demasiado complejo para que pueda caber en una mente de proporciones tan minúsculas como la vuestra».

—Tal vez sería mejor, Majestad, que dejarais tan tediosas minucias a vuestros humildes servidores —Marovia lucía una sonrisa comprensiva, que parecía decir: «Tal vez sería mejor que mantuvierais la boca cerrada y dejarais de abochornar a los adultos».

—Claro —Jezal, avergonzado, se retrepó en su silla—. Claro.

Y así siguieron las cosas, mientras la mañana avanzaba a paso de tortuga y las franjas de luz de las ventanas iban recorriendo con parsimonia los montones de papeles que ocupaban toda la amplitud de la mesa. Poco a poco, Jezal fue comprendiendo las reglas de aquel juego horriblemente complejo y horriblemente simple a la vez. Los avejentados jugadores se dividían poco más o menos en dos equipos. El Archilector Sult y el Juez Marovia eran los capitanes que se enfrentaban con saña al tratar cualquier tema, por más insignificante que fuera, y cada uno de ellos contaba con tres aliados que se mostraban de acuerdo con todo lo que decían. Lord Hoff, entretanto, con la inepta colaboración del Lord Mariscal Varuz, desempeñaba el papel de árbitro y se esforzaba por tender puentes que franquearan el insalvable abismo que separaba a aquellas dos facciones irreconciliables.

El error de Jezal no había sido pensar que no sabría qué decir, aunque desde luego no lo sabía. Su error había sido pensar que habría alguien que tuviera el más mínimo interés en oírle. Lo único que les interesaba era proseguir con sus estériles disputas. Tal vez se habían acostumbrado a despachar los asuntos de estado con un imbécil babeante presidiendo la mesa. Jezal se daba cuenta ahora de que le veían como el recambio perfecto. Y empezaba a preguntarse si no estarían en lo cierto.

—Si Vuestra Majestad quisiera hacer el favor de firmar aquí...y aquí... y aquí... y allá.

La pluma rascaba un papel tras otro, las ancianas voces proseguían monótonas con su perorata y se enzarzaban en absurdas polémicas. Los hombres de cabellos grises sonreían, suspiraban y sacudían la cabeza con indulgencia cada vez que él abría la boca, consiguiendo de esa forma que cada vez la abriera menos. Le intimidaban con elogios, le cegaban con explicaciones. Le embrollaban debatiendo durante horas sobre incomprensibles cuestiones legales, tradiciones y formalismos. Poco a poco se fue hundiendo más y más en su incómoda silla. Un sirviente trajo vino, y bebió, y se emborrachó, y como se aburría, se emborrachó aún más y se siguió aburriendo. Los minutos se sucedían interminables. Jezal comenzaba a darse cuenta de que, una vez que se llegaba a su núcleo básico, no había nada más aburrido que las más altas instancias del poder.

—Pasemos ahora a un asunto bien triste —señaló Hoff una vez que la última discusión se resolvió con un precario compromiso—. Nuestro colega, el Lord Mariscal Burr, ha muerto. Su cuerpo ya está de camino desde el Norte y a su llegada será enterrado con todos los honores. Entretanto, no obstante, es nuestro deber proponer un sustituto. Será el primer asiento vacante desde el fallecimiento del llorado Canciller Feekt. ¿Lord Mariscal Varuz?

El viejo soldado se aclaró la garganta e hizo una mueca de dolor, como si supiera que iba a abrir una compuerta que podía dar lugar a una inundación que los ahogara a todos.

—Son dos los candidatos al puesto. Ambos, hombres de un valor y una experiencia fuera de toda duda, cuyos méritos son bien conocidos por los miembros de este Consejo. Estoy convencido de que tanto el General Poulder como el General Kroy serían...

—¡No puede haber la más mínima duda de que de que Poulder es el mejor de los dos! —gruñó Sult, secundado de inmediato por Halleck.

—¡Todo lo contrario! —bufó Marovia, acompañado de los murmullos de indignación de sus partidarios—. ¡Está claro como el agua que Kroy es la mejor opción!

Se trataba de un campo en el que, en su condición de oficial del ejército dotado de cierta experiencia, Jezal se creía capaz de realizar alguna aportación, por minúscula que fuera, pero no parecía que ninguno de los miembros del Consejo Cerrado tuviera la intención de consultarle. Se arrellanó enfurruñado en su silla y se echó al gaznate otra copa de vino mientras los viejos lobos se lanzaban dentelladas unos a otros.

—¡Tal vez podríamos debatir el asunto a fondo más adelante! —intervino Lord Hoff zanjando una discusión que crecía en acritud por momentos—. ¡A Su Majestad empiezan a fatigarle las sutilezas del debate y tampoco es una cuestión que haya que resolver de manera urgente! —Sult y Marovia intercambiaron una mirada iracunda, pero permanecieron callados. Hoff exhaló un suspiro de alivio—. Muy bien. El siguiente punto del orden del día hace referencia a los suministros para el ejército de Angland. Según nos comunica el coronel West en uno de sus despachos...

—¿West? —soltó Jezal con la voz ronca por el vino mientras se incorporaba bruscamente en su asiento. Aquel nombre tuvo el mismo efecto que dar a oler unas sales a una jovencita desvanecida; era como una roca firme y sólida en la que apoyarse en medio de aquel caos. Ojalá hubiera estado allí con él para ayudarle a salir con bien de aquel embrollo, seguro que todo hubiera tenido más sentido y... miró parpadeando la silla vacía que había al lado de Varuz. Es posible que Jezal estuviera borracho, pero aun así era el rey. Se aclaró la garganta y proclamó:

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