El último argumento de los reyes (31 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡El coronel West será mi nuevo Lord Mariscal!

La sala se sumió en un silencio estupefacto. Los doce hombres le miraron fijamente. Torlichorm dejó escapar una risita indulgente, que venía a decir: «¿Cuándo aprenderá a mantener la boca cerrada?

—Su Majestad, todos sabemos que conocéis personalmente al coronel West y no ignoramos que es un hombre valiente...

Por una vez, parecía que el Consejo Cerrado había encontrado un punto en el que todos estaban de acuerdo.

—El primero en penetrar en la brecha de Ulrioch y todo eso —masculló Varuz mientras sacudía la cabeza—, pero la verdad es que...

—...es muy joven, carece de experiencia y...

—Es un plebeyo —dijo Hoff alzando las cejas.

—Una ruptura con la tradición de lo más inconveniente —se lamentó Halleck.

—¡Poulder sería mucho mejor! —gruñó Sult mirando a Marovia.

—¡Kroy es nuestro hombre! —le replicó Marovia con un ladrido.

Torlichorm miró a Jezal con la misma sonrisa acaramelada con que una nodriza trataría de calmar a un bebé díscolo.

—Ya ve, Majestad, que ni siquiera podemos plantearnos la posibilidad de que el coronel West sea...

La copa vacía de Jezal se estrelló con un sonoro crujido contra la frente despejada de Torlichorm y de rebote fue a parar traqueteando a uno de los rincones de la sala.

—¿Cómo osa a venirme con esa mierda de que «no podemos», maldito imbécil? ¡Usted me pertenece, todos ustedes me pertenecen! —Hecho una furia, se puso a dar puñaladas al aire con un dedo—. ¡Su misión es aconsejarme, no darme órdenes! ¡Aquí mando yo! ¡Yo! —agarró de golpe un tintero y lo arrojó al otro extremo de la sala. Al impactar contra la pared se rompió, dejó un gran borrón en el yeso y salpicó de motas negras el blanco inmaculado de la manga del Archilector Sult—. ¡Yo! ¡Yo! ¡La única maldita tradición que hace falta aquí es la obediencia! —arrambló con un manojo de documentos, se los tiró a Marovia y el aire se lleno de papeles—. ¡Nunca más vuelvan a decirme «no podemos»! ¡Nunca más!

Once pares de ojos contemplaban a Jezal anonadados. El otro par sonreía desde el extremo opuesto de la mesa, lo cual contribuyó a que su furia alcanzara cotas aún más altas.

—¡Collem West es mi nuevo Lord Mariscal! —chilló, y acto seguido propinó una patada a su propia silla—. ¡Si la próxima vez que nos reunamos no se me trata con el debido respeto, haré que los saquen a todos de aquí con cadenas! ¡Con malditas cadenas... y... y...! —empezaba a dolerle mucho la cabeza. Ya había tirado todo lo que tenía al alcance de la mano y le estaba invadiendo una desesperante sensación de incertidumbre con respecto a lo que debía hacer a continuación.

Con gesto severo, Bayaz se levantó de su asiento.

—Señores, eso es todo por hoy.

Los miembros del Consejo Cerrado no necesitaron que se lo dijeran dos veces. Aleteaban los papeles, crujían las túnicas y chirriaban las sillas mientras se apresuraban a abandonar la sala. Hoff fue el primero en alcanzar el pasillo. Marovia le siguió de cerca y tras él se escabulló Sult. Varuz ayudó a Torlichorm a levantarse del suelo y luego se lo llevó agarrado del codo.

—Os pido disculpas, Majestad —resollaba con la cara ensangrentada mientras el mariscal lo sacaba precipitadamente por la puerta—, os pido mil disculpas...

Bayaz, de pie en un extremo de la mesa, observaba con gesto severo la atropellada salida de los consejeros. Jezal, entre tanto, se agazapaba en el extremo opuesto, paralizado entre la alternativa de seguir con su ataque de furia o morirse literalmente de vergüenza, aunque cada vez se inclinaba más por la segunda opción. Pareció transcurrir un siglo antes de que el último de los miembros del Consejo Cerrado huyera de la sala y las monumentales puertas negras se cerraran al fin.

El Primero de los Magos se volvió hacia Jezal y al instante su cara se rasgó con una amplia sonrisa.

—Habéis estado admirable, Majestad, admirable.

—¿Cómo? —Jezal estaba convencido de haber quedado como un imbécil hasta un punto del que difícilmente volvería a recuperarse.

—Creo que a partir de ahora vuestros consejeros se lo pensarán dos veces antes de volver a tomaros a la ligera. No es una estrategia nueva, pero no por eso deja de ser de lo más eficaz. El propio Harod el Grande tenía un humor de perros al que sabía sacar mucho partido. Después de uno de sus berrinches, nadie se atrevía a cuestionar sus decisiones durante varias semanas —Bayaz soltó una risita—. Aunque sospecho que el propio Harod se lo habría pensado dos veces antes de infligir una herida a su propio Cónsul General.

—¡No ha sido un berrinche! —le gruñó Jezal, encendiéndose de nuevo. Estaba rodeado de viejos insufribles, pero Bayaz era de largo el peor de todos—. ¡Si soy el rey quiero que se me trate como tal! ¡No acepto que nadie me de órdenes en mi propio palacio! Nadie... ni siquiera... bueno, esto, quiero decir que...

Los ojos verdes de Bayaz le dirigieron una mirada de una dureza aterradora y luego le habló con gélida calma.

—Si Vuestra Majestad tiene la intención de perder los nervios conmigo, me permito aconsejarle que se abstenga de hacerlo.

El furor de Jezal ya había estado a punto de extinguirse hacía un momento, y ahora, bajo la mirada heladora de Bayaz, se esfumó por completo.

—Desde luego... esto... lo siento... lo siento mucho —cerró los ojos y los bajó aturdido hacia el pulido tablero de la mesa. Nunca había tenido por costumbre disculparse por nada. Pero, curiosamente, ahora que era rey y que no tenía que disculparse ante nadie, le costaba mucho trabajo dejar de hacerlo.

—Yo no quise esto —dijo con un hilo de voz mientras se dejaba caer en la silla—. No entiendo cómo ha ocurrido. No he hecho nada para merecérmelo.

—Por supuesto que no —Bayaz se le acercó rodeando despacio la mesa—. Ningún hombre se merece jamás un trono. Por eso lo que tiene que hacer ahora es esforzarse para ser digno de él. Todos los días. Igual que hicieron sus ilustres predecesores. Casamir, Arnault, el propio Harod.

Jezal respiró hondo y arrojó una bocanada de aire.

—Tiene razón, por supuesto. ¿Cómo es que siempre tiene razón?

Bayaz alzó la mano haciendo un gesto de humildad.

—¿Que siempre tengo razón? Ni mucho menos. Pero cuento con la ventaja de tener una dilatada experiencia a mis espaldas y estoy aquí para orientaros lo mejor que pueda. Habéis iniciado un duro camino de una manera muy brillante y deberíais sentiros tan orgulloso de vos como lo estoy yo. No obstante, hay ciertos pasos que no admiten más demora. Y el principal de ellos es la cuestión de vuestro matrimonio.

Jezal se quedó boquiabierto.

—¿Mi matrimonio?

—Un rey soltero es como una silla con tres patas, Majestad. Tiene una alarmante propensión a caerse. Acabáis de plantar vuestras posaderas en el torno y aún no están bien asentadas. Necesitáis una esposa que os pueda brindar su apoyo y necesitáis herederos para que vuestros súbditos se sientan seguros. Cualquier demora sólo servirá para que vuestros enemigos se pongan a trabajar en vuestra contra.

El impacto fue tan súbito que Jezal tuvo que agarrarse la cabeza para impedir que le estallara.

—¿Mis enemigos? —¿Acaso no había tratado siempre de llevarse bien con todo el mundo?

—¿Cómo podéis ser tan ingenuo? No me cabe ninguna duda de que Lord Brock ya ha empezado a conspirar contra vuestra persona. Tampoco será posible mantener tranquilo a Lord Isher de forma indefinida. Y son muchos los consejeros que os votaron por miedo o por haber sido comprados para que lo hicieran.

—¿Comprados? —exhaló Jezal.

—Los apoyos de ese tipo no duran eternamente. Debéis casaros con una esposa que pueda proporcionaros poderosos aliados.

—Pero es que tengo... —Jezal se chupó los labios intentando encontrar la mejor forma de plantear la cuestión— ...ciertos compromisos... a ese respecto.

—Ardee West —Jezal abrió la boca para preguntarle a Bayaz cómo era posible que estuviera al tanto de sus enredos amorosos, pero rápidamente se lo pensó mejor. A fin de cuentas, aquel viejo parecía saber más cosas sobre su vida que él mismo—. Sé cómo es eso, Jezal. He vivido mucho. Como es natural, estáis enamorado de ella. Como es natural, renunciaríais a cualquier cosa por ella. Pero, creedme, ese sentimiento se pasa.

Jezal, nervioso, reacomodó su peso. Trató de imaginarse la sonrisa ladeada de Ardee, la suavidad de su cabello, el sonido de su risa. Lo reconfortante que había sido pensar en ella cuando estaba en la gran llanura. Pero le costaba trabajo hacerlo sin que le viniera a la mente la imagen de sus dientes clavándosele en los labios, el hormigueo que le dejó en la cara su bofetón, el crujir de la mesa mientras se movía de atrás adelante por debajo de ellos. La vergüenza, y la culpa, y la complejidad. Bayaz seguía hablando, con despiadada calma, con brutal realismo, con implacable lógica.

—Es perfectamente natural que tengáis ciertos compromisos, pero vuestra vida anterior ha terminado. Ahora sois el rey y vuestro pueblo os exige que os comportéis como tal. Necesitan algo que despierte su admiración. Algo que, sin tener que realizar ningún esfuerzo, puedan considerar que está muy por encima de ellos. Es de la Reina de la Unión de lo que estamos hablando, de una madre de reyes. ¿La hija de un modesto hacendado con cierta propensión a comportarse de forma imprevisible y una marcada afición por el alcohol? No lo veo —Jezal se estremeció al oír semejante descripción de Ardee, pero carecía de elementos para discutirla—. Sois un hijo natural. Una esposa de una alcurnia intachable daría mucha mayor enjundia a vuestro linaje. Mucha más respetabilidad. Hay infinitas candidatas, Majestad, y todas ellas de muy buena cuna. Hijas de duques, hermanas de reyes, unas mujeres hermosas y refinadas. Todo un mundo de princesas en donde escoger.

Jezal sintió que se le elevaban las cejas. Amaba a Ardee, por supuesto, pero los argumentos de Bayaz eran irrefutables. Ahora tenía que pensar en muchas otras cosas aparte de en sus necesidades personales. Si la idea de que él mismo fuera un rey resultaba absurda, la de que Ardee pudiera ser una reina lo era por triplicado. La amaba, claro que sí. A su manera. Pero... ¿todo un mundo de princesas en donde elegir? Esa era una frase a la que costaba mucho ponerle reparo alguno.

—¡Veo que lo entiende! —el Primero de los Magos chasqueó los dedos en señal de triunfo—. Enviaré un mensaje al Duque Orso de Talins comunicándole que deseáis que os sea presentada su hija Terez —alzó un brazo reclamando calma —. Debéis entender que no es más que una forma de empezar. Ahora bien, Talins sería un aliado muy poderoso —sonrió y pegó sus labios al oído de Jezal—. Pero si realmente os sentís muy apegado a esa muchacha, tampoco es necesario que renunciéis a ella. Ya sabéis que los Reyes suelen tener amantes.

Y eso, por supuesto, zanjó la cuestión.

Preparados para lo peor

Glokta estaba sentado en el comedor mirando fijamente la mesa mientras se masajeaba su dolorido muslo con una mano. Con la otra revolvía distraídamente la fortuna en joyas que había esparcida sobre un estuche de cuero negro.

¿Por qué lo hago? ¿Por qué sigo aquí haciendo preguntas? ¿Qué habría de malo en partir con la próxima marea? ¿Un recorrido turístico por las hermosas ciudades estirias, tal vez? ¿Un crucero por las Mil Islas? ¿Con la recóndita Thond o el lejano Suljuk como destino final para vivir en paz el resto de mi contrahecha existencia entre unas gentes que no comprenden ni una palabra de lo que les digo? ¿Sin hacer daño a nadie? ¿Sin tener que guardar secretos? Tan indiferente a la inocencia o la culpabilidad, a la verdad o la mentira, como estos pequeños trozos de roca.

Las gemas titilaban a la luz de las velas, tintineaban al chocar unas con otras y le producían un cosquilleo en los dedos cuando las empujaba primero a un lado y luego al contrario.
Pero mi súbita desaparición haría llorar y llorar a Su Eminencia. Y también, me imagino, a la banca Valint y Balk. ¿En qué lugar de todo el amplio Círculo del Mundo me encontraría a salvo de las lágrimas de tan poderosos señores? ¿Y para qué? ¿Para poder pasarme todo el día sentado sobre mi deforme trasero esperando la llegada de mi asesino? ¿Para poder estar tumbado en la cama suspirando por todo lo que he perdido?

Bajó la vista hacia las joyas; limpias, duras, hermosas.
Hace mucho que decidí mi camino. Cuando acepté el dinero de Valint y Balk. Cuando besé el anillo del cargo. Antes incluso de pasar por las prisiones del Emperador, cuando cabalgué por aquel puente, convencido de que sólo el magnífico Sand dan Glokta podría salvar al mundo...

Un golpetazo resonó por toda la habitación y la desdentada boca de Glokta se abrió al alzar bruscamente la cabeza.
Mientras no sea el Archilector...

—¡Abran en nombre de Su Eminencia!

El espasmo que le recorrió la espalda al arrastrarse fuera de la silla le hizo contraer el rostro mientras se apresuraba a amontonar a manotazos las piedras preciosas. Relucientes manojos de un valor inestimable. La frente se le había llenado de sudor.

¿Y si el Archilector descubriera mi pequeño tesoro escondido? Se rió para sus adentros mientras agarraba el estuche de cuero. Pensaba hablarle de ello, se lo aseguro, pero por alguna razón nunca encontraba el momento adecuado. Al fin y al cabo, la cosa tampoco tiene mayor importancia: no es más que el rescate de un rey
. En su apresuramiento, dio un papirotazo a una de las joyas, que cayó centelleando al suelo con un agudo clic clic.

Sonó otro golpe, esta vez tan fuerte que hizo vibrar el grueso cerrojo.

—¡Abran!

—¡Ya va! —soltando un gemido, se puso a cuatro patas y, con el cuello en un grito, comenzó a buscar por el suelo. Ahí estaba: encajada entre dos listones había una piedra verde plana que relucía a la luz de la chimenea.

¡Ya eres mía! La
cogió de un manotazo, se levantó apoyándose en el borde de la mesa y dobló el estuche con dos pliegues.
No hay tiempo de devolverlo a su escondrijo
. Se lo metió por dentro de la camisa, empujándolo hacia abajo para que quedara detrás del cinturón, y luego agarró el bastón y cojeó hacia la puerta, limpiándose el sudor de la frente y arreglándose la ropa para estar lo más presentable posible.

—¡Ya va! No hace falta...

Cuatro Practicantes descomunales irrumpieron en sus aposentos y la apartaron de un empujón que estuvo a punto de derribarle. Detrás de ellos, en el pasillo, estaba Su Eminencia el Archilector, con una expresión torva, y otros dos Practicantes a su espalda.
Extraña hora para recibir tan gratificante visita
. Glokta oía tras de sí a los Practicantes andando a pisotones por sus aposentos, abriendo de golpe puertas y cajones.
No se preocupen, caballeros, como si estuvieran en su casa
. Al cabo de un rato, volvieron a aparecer en la sala.

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