El último argumento de los reyes (35 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿Exceso de confianza? —hacía mucho que lo único que Logen tenía en exceso eran enemigos. Señaló bruscamente la torre con el pulgar—. Voy a subir, a ver si han visto algo.

—Ojalá sea así —dijo Crummock, frotándose sus manazas—. ¡Espero que ese maldito cabrón venga hoy!

Logen bajó de la muralla dando pequeños saltos y se puso a atravesar la fortaleza, por así llamarla, pasando al lado de varios grupos de Caris y montañeses que estaban sentados comiendo, charlando o limpiando las armas. Los que habían hecho guardia durante la noche dormían envueltos en mantas. Pasó junto al corral donde se apretujaban las ovejas, bastante menos numerosas que al principio. Pasó junto a la improvisada forja que habían montado cerca de un cobertizo de piedra, en donde dos hombres cubiertos de ceniza manejaban el fuelle mientras otro iba vertiendo metal en los moldes para fabricar puntas de flecha. Iban a necesitar cantidad de flechas si recibían la visita de Bethod. Llegó por fin a los estrechos peldaños que había labrados en la pared de roca y los fue subiendo de dos en dos hasta llegar a lo alto de la torre que se alzaba sobre la fortaleza.

En aquella especie de repisa que sobresalía de la ladera de la montaña había gran cantidad de piedras, listas para ser arrojadas, y también seis grandes toneles repletos de flechas. Tras un parapeto que habían reforzado con mortero, se desplegaba un grupo de arqueros escogidos, unos hombres provistos de los mejores ojos y oídos que oteaban el horizonte para ver venir a Bethod. Entre los demás hombres, Logen vio al Sabueso, con Hosco a un lado y Tul al otro.

—¡Jefe! —aún le hacía sonreír que le llamaran de esa manera. Hace mucho tiempo, las cosas eran justo al revés, pero le parecía que era mucho mejor así. De esa forma no había nadie que estuviera muerto de miedo todo el tiempo. No de su propio jefe, al menos—. ¿Se ve algo?

El Sabueso se volvió con una sonrisa y le tendió una cantimplora.

—Un montón de cosas, la verdad.

—Ajá —dijo Hosco.

El sol remontaba ya las montañas, rajando las nubes con brillantes haces de luz, devorando las sombras de la dura tierra, consumiendo la neblina del alba. A ambos lados, con desafiante despreocupación, se alzaban los altos páramos, con sus laderas sembradas de hierba verde amarillenta y salpicadas de helechos y afloraciones de roca viva que trepaban hacia las pardas cumbres. Abajo, en el valle pelado, reinaba la calma. Pequeñas matas de zarzas y grupos de árboles raquíticos lo punteaban y su superficie estaba sembrada de las arrugas dejadas por cursos de agua secos. Estaba igual de vacío que el día anterior, y que el día anterior a aquel, como lo había estado desde el momento en que llegaron.

A Logen le recordaba a su juventud, a cuando subía solo a las tierras altas. A días enteros poniéndose a prueba en las montañas. Antes de que nadie hubiera oído hablar de él. Antes de casarse y de tener hijos, y antes de que su esposa y sus hijos regresaran al barro. Los felices valles del pasado. Tomó una profunda inspiración del frío aire de las alturas y luego la expulsó.

—Sí, la vista desde aquí es estupenda, pero me refería a si se veía alguna señal de nuestro viejo amigo.

—¿Te refieres a Bethod, el muy justo y muy regio Rey de los Hombres del Norte? Pues no, no hay ni rastro de él. Nada.

Tul sacudió su cabezota.

—A estas alturas, si viene para acá, lo normal hubiera sido tener ya alguna señal de su presencia.

Logen se enjuagó un poco la boca y luego escupió el agua por un costado de la torre y se quedó mirando cómo se desparramaba por las rocas de abajo.

—A lo mejor no ha mordido el anzuelo —que al final Bethod no se presentara no dejaba de tener su lado bueno. La venganza resulta muy atractiva en la distancia, pero a medida que se va acercando pierde buena parte de su encanto. Sobre todo cuando se está en una desventaja numérica de diez a uno y no se tiene ningún lugar adonde huir.

—Tampoco me extrañaría —dijo el Sabueso, melancólico—. ¿Qué tal está la muralla?

—Bien, siempre y cuando no se les ocurra traer escalas y ese tipo de cosas. ¿Cuánto tiempo crees que debemos esperar antes de...?

—Hummm —gruñó Hosco señalando el valle con uno de sus alargados dedos.

Logen advirtió a lo lejos una especie de oscilación. Y luego otra. Tragó saliva. Un par de hombres, tal vez, arrastrándose entre las rocas como escarabajos entre la grava. Al instante sintió que los hombres que tenía a su alrededor se ponían tensos y empezaban a murmurar.

—Mierda —bufó.

Volvió la cabeza hacia el Sabueso, y éste le devolvió la mirada.

—En fin, parece que el plan de Crummock ha funcionado.

—Eso parece. Al menos la parte que consistía en hacer que Bethod viniera a por nosotros.

—Ya. El resto es un poco más peliagudo —ésa era la parte que con mucha probabilidad los conduciría a todos a la muerte, pero Logen sabía que todos pensaban lo mismo, así que no hacía falta decirlo.

—Bueno, confiemos en que la Unión cumpla con su parte del trato —dijo el Sabueso.

—Confiemos —Logen trató de sonreír, pero no le salió gran cosa. Lo de confiar nunca le había ido demasiado bien.

Una vez que empezaron a llegar, el valle no tardó en llenarse ante los ojos del Sabueso. Toda la operación se realizó en perfecto orden, como ocurría siempre con Bethod. Los estandartes se desplegaron entre las dos paredes de roca, a una distancia tres veces superior al alcance de un buen tiro de ballesta, y detrás de ellos se apelotonaron los Caris y los Siervos, unos y otros con la vista alzada hacia la muralla. El sol se encontraba ya bastante alto en un cielo azul donde aún quedaba algún que otro jirón de nube que proyectaba su sombra sobre el suelo, y la inmensa masa de acero refulgía y centelleaba como el mar iluminado por la luna.

Ahí estaban todas sus enseñas, las de los mejores hombres que había tenido Bethod desde los primeros tiempos: Costado Blanco, Goring, Pálido como la Nieve, Huesecillos. Y luego había otras, las bastas y andrajosas insignias de las gentes llegadas de la otra orilla del Crinna. Salvajes que habían sellado oscuros y sangrientos pactos con Bethod. El Sabueso los oía aullar y llamarse unos a otros emitiendo unos sonidos parecidos a los de las fieras del bosque.

La concurrencia no podía ser más nutrida, y el Sabueso olía ya el miedo y la duda que se iban espesando en lo alto de la muralla. Los dedos toqueteaban las armas, los labios mascaban. Hizo todo lo posible por mantener una expresión dura y despreocupada, como sin duda habría hecho Tresárboles. Como tenía que hacer un jefe. Pero sus rodillas estaban deseando ponerse a temblar.

—¿Cuántos calculas que son? —preguntó Logen.

El Sabueso dejó que su vista vagara sobre la multitud mientras se lo pensaba.

—¿Ocho o diez mil, quizá?

Se produjo un silencio.

—Más o menos lo que yo pensaba.

—En todo caso, muchos más que nosotros —dijo el Sabueso en voz baja.

—Cierto. Pero las batallas no siempre las ganan los ejércitos más numerosos.

—Claro que no —el Sabueso se mordió los labios mientras contemplaba aquella masa humana—. Sólo casi siempre —andaban muy atareados allá abajo, por la primera línea: brillaban las palas y un foso y un terraplén de tierra iban cobrando forma de un lado a otro del valle.

—Parece que a ellos también les ha dado por ponerse a excavar —refunfuñó Dow.

—Un tipo meticuloso Bethod, siempre lo ha sido —dijo el Sabueso—. Le gusta tomarse su tiempo. Hacer bien las cosas.

Logen asintió.

—Para asegurarse de que ninguno salgamos de aquí.

El Sabueso oyó a sus espaldas el sonido de la risa de Crummock.

—Salir de aquí, que yo sepa, nunca formó parte del plan, ¿no?

El propio estandarte de Bethod comenzaba a alzarse ahora al fondo, aunque eso no le impedía descollar por encima de todos los demás. Un armatoste gigantesco, con un círculo rojo destacado sobre un fondo negro. El Sabueso lo miraba ondear al viento con el ceño fruncido. Se acordó de la última vez que lo vio, allá en Angland. Tresárboles aún seguía con vida entonces, y Cathill también. Se repasó la boca con la lengua y sintió un regusto amargo.

—El maldito Rey de los norteños —masculló.

Un grupo de hombres salió de la primera línea, atravesó el lugar en donde estaban excavando y se encaminó hacia la muralla. Eran cinco, todos ellos enfundados en sendas armaduras, y el de delante llevaba los brazos en cruz.

—Hora de darle a la húmeda —masculló Dow, y acto seguido lanzó un escupitajo al foso. Al llegar frente al parcheado portalón de la fortaleza, los cinco, con sus armaduras mate reluciendo al sol, se detuvieron. El primero de ellos, un tipo con una larga cabellera blanca y un ojo ciego, era muy fácil de reconocer. Hansul Ojo Blanco. Parecía envejecido, ¿pero acaso no lo estaban todos? Fue él quien exigió la rendición de Tresárboles en Uffrith, obteniendo por respuesta una invitación a irse al carajo. En Heonam le habían arrojado una lluvia de boñigas frescas. También fue él quien retó a Dow el Negro, y a Tul Duru, y a Hosco Harding. Quien los retó a un duelo con el Sanguinario. Había hablado mucho en nombre de Bethod y había contado muchas mentiras.

—¿Eres tú, Hansul Ojo de Mierda? —se burló Dow el Negro—. ¿Qué, todavía sigues chupándole la polla a Bethod?

El viejo guerrero le miró con gesto sonriente.

—¡Un hombre tiene que alimentar a su familia, creo yo, y si quieres saber mi opinión, te diré que todas las pollas saben más o menos igual! ¡No finjáis ahora que no habéis saboreado con creces ese gusto salado!

El Sabueso hubo de reconocer que tenía su parte de razón. A fin de cuentas, todos ellos habían luchado para Bethod.

—¿A qué vienes, Hansul? —gritó—. ¿A decirnos que Bethod se rinde?

—Eso pensabais, ¿no? Hubiera sido lo normal, estando en desventaja numérica, pero la verdad es que no he venido para eso. Está listo para combatir, como siempre, pero a mí se me da mejor hablar que luchar y he logrado convencerle de que os dé una última oportunidad. Tengo dos hijos ahí atrás, y, llamadme egoísta si queréis, pero preferiría que no les pasara nada. Tengo la esperanza de que podamos solucionar este asunto hablando.

—¡No es muy probable —gritó el Sabueso—, pero inténtalo si quieres, ahora mismo no tengo nada más importante que hacer!

—¡Bien, esto es lo que hay! Bethod no tiene particular interés en gastar tiempo, sudor y sangre escalando esa mierdecilla de muralla que tenéis. Tiene cuentas pendientes con los sureños y quiere saldarlas de una vez por todas. No voy a malgastar el aliento haciéndoos ver el aprieto en que estáis metidos. Os superamos en una proporción de diez a uno, poco más o menos. Más seguramente, y no tenéis escapatoria posible. Bethod dice que todo aquel que se rinda ahora puede irse en paz. Lo único que tiene que hacer es entregar las armas.

—Y un instante después la cabeza, ¿eh? —ladró Dow.

Hansul respiró hondo, como dando a entender que tampoco esperaba que fueran a creerle.

—Bethod dice que todo aquel que quiera podrá irse en paz. Ha dado su palabra.

—¡Que se la meta por el culo! —soltó Dow con sorna, y los hombres repartidos a lo largo de la muralla expresaron su aprobación con insultos y abucheos—. ¿Acaso crees que todos los que estamos aquí no le hemos visto faltar a su palabra miles de veces? ¡He cagado zurullos que valían más que su palabra!

—Mentiras, por supuesto— dijo entre risas Crummock—, pero, bueno, es la costumbre, ¿no? Viene bien mentir un poco antes de meterse en faena. Os sentiríais ofendidos si no lo intentara al menos. ¿Has dicho que todo aquel que quiera puede irse en paz? —gritó hacia abajo—. ¿Y qué me dices de Crummock-i-Phail? ¿Y del Sanguinario?

Al oír ese nombre, a Hansul se le demudó el semblante.

—¿Entonces es cierto? ¿Es verdad que Nuevededos está con vosotros?

El Sabueso notó que Logen se ponía a su lado y se asomaba por la muralla. Ojo Blanco palideció y los hombros se le vinieron abajo.

—Bien —le oyó decir el Sabueso por lo bajo—. En tal caso habrá sangre.

Logen se apoyó con desgana en el parapeto y echó una mirada a Hansul y a sus Caris. Una mirada gélida y vacua, como si estuviera escogiendo a la primera oveja del rebaño a la que iba a matar.

—Está bien. Puedes decirle a Bethod que nos iremos —hizo una pausa—. Una vez que hayamos acabado con todos vosotros, malditos cabrones.

Una sarta de carcajadas estalló a lo largo de la muralla, y acto seguido todos los hombres se pusieron a lanzar insultos mientras agitaban sus armas en el aire. No habían sido unas palabras graciosas, sino duras, y eso, supuso el Sabueso, era exactamente lo que los hombres necesitaban oír. Era una buena forma de ahuyentar el miedo, de momento. Incluso él mismo consiguió esbozar una sonrisa.

Ojo Blanco seguía quieto delante de la destartalada puerta, esperando a que los muchachos se callaran.

—He oído decir que ahora tú eres el jefe, Sabueso. Así que no tienes por qué aceptar órdenes de esa bestia sedienta de sangre. ¿Es esa también tu respuesta? ¿Es así como van a quedar las cosas?

El Sabueso se encogió de hombros.

—¿Y cómo pensabas que iban a quedar si no? No hemos venido hasta aquí para charlar un rato. Así que lárgate ya de una maldita vez.

Se oyeron unas cuantas risas y burlas más, y uno de los muchachos del sector de la muralla de Escalofríos se bajó los pantalones y asomó el culo por encima del parapeto. De esa forma, concluyeron las negociaciones.

Ojo Blanco sacudió la cabeza.

—Está bien. Se lo diré. Vais a iros todos de vuelta al barro, os lo habéis ganado a pulso. ¡Cuando os encontréis con los muertos decidles que yo al menos lo intenté! —y emprendió el camino de regreso por el valle, seguido de los cuatro Caris.

Entonces Logen se inclinó hacia delante.

—¡Buscaré a tus hijos, Hansul! —gritó, enseñando los dientes y arrojando espumarajos al viento—. ¡En cuanto empiece la faena! ¡Puedes decirle a Bethod que le estaré esperando! ¡Diles a todos que les estaré esperando!

Una extraña calma se abatió sobre los hombres que había en la muralla y los hombres que ocupaban el valle. Ese tipo de calma que a veces precede a las batallas cuando ambos bandos saben lo que les espera. La misma calma que Logen sintió en Carleon antes de desenvainar y lanzarse a la carga soltando un rugido. Antes de que perdiera el dedo. Antes de que fuera el Sanguinario. Hace mucho tiempo, cuando todo era más sencillo.

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