Para entonces se había empezado a formar a su alrededor un corro de espectadores. Tom rebuscaba en la bolsa de la mujer la navaja con empuñadura de nácar que le había visto empuñar en Brooklyn, pero se detuvo cuando, en su lugar, dio con una pequeña pistola.
—No es fácil amar a un hombre que posee el fuego de los genios —dijo ella confidencialmente mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección a la pistola—. Su voz perdura en mis oídos incluso cuando no quiero oírla. «No te haces una idea de lo que es tener a alguien maravilloso encariñado de ti», dice él, «a no ser que hayas sufrido la depresión y las amarguras de la soledad».
—¿Branagan? —prorrumpió Dolby nadando contracorriente entre la multitud—. Branagan, ¿qué significa esto? La gente está mirando hacia aquí. ¿Quién es esta mujer? ¿Qué está haciendo?, ¡retire eso! ¡Va a provocar un tumulto!
El policía que antes había estado haciendo guardia con Tom en la puerta también se abrió paso entre la gente con dos agentes más a su lado. Inesperadamente, echaron a Tom a un lado.
—¡Retírese! —dijo uno de ellos.
—Agente —se explicó Tom—, esta mujer irrumpió en la habitación de Dickens en el hotel Parker House y aseguraría que fue quien asaltó a la viuda en Nueva York. Quiere hacerle daño… ¡Lleva un arma consigo!
Uno de los policías sacó el arma del bolso. Ella asintió con la cabeza.
—Sí, es mía, agente. Para protegerme. Por si a alguien se le pasara por la cabeza robarme las entradas para la lectura. Y éste no es más que un insolente con muy mala pinta, ¿no es verdad? —dijo mirando a Dolby—. ¿Quién es usted?
—Deben alejar a esta mujer de Dickens de inmediato, agentes —dijo Tom.
—¡Diablos! —dijo el policía boqueando pasmado ante la situación, sin saber cómo reaccionar por un momento—. Lo siento mucho, señora Barton —dijo por fin quitándose el sombrero. Se volvió hacia Tom—: Después de todo no eres más que un dublinés camorrista. Ya lo decían los periódicos al comentar tu intervención en . Brooklyn. ¿Tienes la menor idea de quién es esta
señora
? —dijo poniendo el énfasis en la palabra como para distinguirla de una simple mujer—. Espero por tu bien que no presente cargos por agresión.
—¡Vamos a ver! —dijo Tom volviendo a cargar contra ella—. ¿Qué importa su nombre?
—Haznos caso, irlandesito, o tendremos que escribir a tu madre para que te lleve a casa a cuidar de los cerdos —el agente se puso delante de la señora para interceptar a Tom—. ¡No te acerques a ella o nos veremos obligados a encerrarte!
—No será necesario, agente, no será necesario en absoluto —dijo Dolby agarrando a Tom de la mano y bajando la voz hasta convertirla en un susurro para ocultar la escena a los periodistas—. Ha sido una simple equivocación por parte de un hombre bienintencionado. Va a regresar al hotel y se va a quedar allí el resto de la lectura.
—¡Señor Dolby! —intentó protestar Tom.
—¡Branagan! —bramó Dolby—. ¡Ahora cállese!
—Hay que ver, todo este escándalo por mí. ¿Me da lo que es mío, señor? —dijo la señora Barton tranquilamente. El agente de policía le entregó su pistola. Ella la aceptó con una espeluznante sonrisa y la guardó en su extraño bolso de tapicería—. Ese Thomas es un chico verdaderamente adorable. Me recuerda un poema de… En fin, no consigo acordarme de quién. Uno de los trágicos. Hay demasiados poetas hoy en día.
Dolby se llevó a Tom Branagan a rastras por los pasillos intentando que el muchacho dejara de mirar desafiante a la mujer.
—
Au revoir
, Thomas —dijo despidiéndole con la mano—. Como dice el señor Weller, «¡He venido a ocuparme de ti, cariño!».
—¡Que no se acerque a Dickens! —gritó Tom impotente a los policías—. ¡Que no se le acerque!
Kent, Inglaterra, 30 de junio de 1870
James R. Osgood y su asistente Rebecca Sand no encontraron un comité de bienvenida ni pañuelos agitándose por su llegada cuando el vapor atracó en el puerto de Liverpool. Osgood esperaba que John Forster, el albacea de Dickens, o Frederic Chapman, el editor inglés, les mandaran un coche a buscarles al muelle después de que Fields les comunicara las noticias de su visita. Pero fue el señor Wakefield, su compañero de viaje a bordo del barco, quien, al ver que se encontraban desamparados y solos, les organizó galantemente un transporte que les acercara a la estación de Higham, en la campiña de Kent. Aconsejó a Osgood que acordara una tarifa con el cochero antes de subirse al vehículo o se exponían al abuso. Antes de abordar el carruaje, Wakefield les recomendó también que buscaran alojamiento en un hostal llamado Falstaff Inn, «un pequeño y encantador establecimiento… ¡y el único que hay!».
En la antigua ciudad provinciana de Rochester, en sus pintorescas y estrechas callejuelas, Dickens parecía estar por todas partes. Al pasar delante del cementerio que rodeaba la iglesia, en la primera lápida que vieron se leía DORRIT; Osgood conjeturó que allí Dickens debió de pensar por primera vez en la historia de avaricia y encarcelamiento de
La pequeña Dorrit
. Un cartel sobre la puerta de un almacén en High Street decía BARNABY y en otro lugar, tal vez para completarlo, se leía RUDGE.
Osgood pensó en la popularidad de Dickens. La gente había ido a la iglesia a rezar por la pequeña Nell, había llorado por Paul Dombey como lo haría por su propio hijo, había gritado de júbilo (y cómo habían gritado en el Tremont Temple) cuando el pequeño Tim salvó la vida. Sus libros se convertían en realidad para cualquiera que los leyera, fuera un humilde trabajador del puerto o un patricio de Mayfair. Por eso, incluso aquellos que nunca en su vida habían leído una novela, leían las suyas.
Su carruaje remontó lentamente una empinada colina verde hasta la cima, donde se asentaba un atrayente edificio blanco bañado por un rústico encanto estival. El descolorido rótulo de la casa estaba decorado con el obeso personaje de Shakespeare, el alegre Falstaff, con el príncipe Hal y una escena con Falstaff metido dentro de una cesta de ropa sucia mientras las Alegres Comadres reían. El hostal estaba situado sobre una pradera ondulante justo enfrente de las vallas de madera de la finca de Dickens, conocida por el nombre de Gadshill Place.
El patrón del hostal les recibió en los escalones y su aspecto les dejó inmovilizados por un instante. De constitución sólida, pero no gordo, iba vestido con un atuendo isabelino colorista y amplio, y bien acolchado por añadidura. Su abullonada gorra de terciopelo llevaba las plumas marchitas de un pájaro entero. Les dijo que le llamaran Falstaff o «Sir John» y sostenía una copa de cerveza para brindar a la menor ocasión que se presentara.
—Podrían ustedes arruinarnos con su apetito y seguirían siendo bienvenidos —dijo—. ¡Ése es el lema del Falstaff Inn!
—Me pregunto si todos los hosteleros ingleses van vestidos así —susurró Rebecca mientras el dueño y un muchacho cargaban sus baúles.
—¡Vengan, Sir Falstaff les acompañará a sus habitaciones! —exclamó el alegre hostelero.
A la mañana siguiente John Forster, tras ser advertido de su llegada, se reunió con ellos en la sala de café mientras se recuperaban de la travesía atlántica con huevos, jamón cocido y café. A pesar de que llevaba un costoso traje a medida de estilo londinense, Forster se parecía más a Falstaff que el hostelero, con un cuerpo esférico, los andares lentos y cara de niño mimado. Pero, al contrario que en el caso del hostelero, este Falstaff no transmitía ninguna alegría.
—Y ésta debe de ser la señora Osgood —tanteó Forster extendiendo su mano.
Osgood se apresuró a corregirle, explicando su posición de asistente.
—Ah, ya —respondió Forster secamente, retirándole la mano con premura y sentándose a la mesa—. O sea, que lleva luto por su marido —comentó intuitivamente del atuendo negro.
—Lo cierto es que es por mi hermano, señor. Por mi hermano Daniel.
Forster frunció el ceño consternado, no por la posible turbación de la joven dama, sino por haberse equivocado dos veces seguidas.
—¡Supongo que hay que agradecer a América que se pueda llevar como compañeras de viaje a ruborosas jovencitas en calidad de asistentes! Es una buena cosa.
En ese momento uno de los camareros se acercó a Forster y le habló al oído:
—Eso está en contra de las normas de la sala de café, señor.
Forster se sacó de la boca el puro que estaba medio fumando y medio mordisqueando y lo miró como si no lo hubiera visto en toda su vida. Luego se puso de pie y vociferó:
—¡Márchese de aquí, bribón! ¡Cómo se atreve, señor, a entrometerse en mis asuntos! ¡Desaparezca y traiga a este caballero y esta dama unos bizcochos para el desayuno!
El camarero salió disparado y él volvió a tomar asiento.
—Yo no tomaré bizcochos, señor Osgood, porque ya he desayunado, muchas gracias —dijo Forster sin que nadie se los hubiera ofrecido—. Me levanto todas las mañanas a las cinco, antes incluso que mi criado, porque tomar la primera comida temprano ayuda a las labores de la digestión y mantiene las enfermedades a raya. Y ahora, pasemos al pequeño asunto que le interesa, ¿no le parece?
Después de que Osgood le explicara su deseo de examinar las pertenencias personales de Dickens, Forster comunicó cortésmente que volvería a Gadshill y comentaría el asunto con sus residentes. Al poco rato cruzó la carretera y entró en la finca de Dickens. Al cabo de una hora Osgood y Rebecca recibieron una nota en papel con orla negra de luto en la que se les decía que serían bien recibidos cuando les pareciera conveniente.
—Tal vez yo debería quedarme aquí, en el hostal —sugirió Rebecca mientras terminaba de escribir la nota de respuesta en la que aceptaba la oferta—. El señor Forster parece, bueno, poco cordial conmigo.
Osgood no quería hacer que se sintiera cohibida, aunque tenía razón.
—Es poco cordial en general. Recuerde que era uno de los mejores amigos de Dickens. Su ánimo no puede estar muy entero después de semejante pérdida —dijo—. Vamos, señorita Sand. Con un poco de suerte podremos confirmar la información que tenemos y disponer de algo de tiempo libre para hacer algo muy inglés por Londres antes de partir.
Por fuera la casa de ladrillo rojo de Dickens era austera, pero sin dejar de ser acogedora. Unos escalones de piedra llevaban a un pórtico espacioso donde se habría reunido el numeroso clan en otros tiempos. Robles imponentes marcaban los límites de la propiedad, en la que los niños jugaban y corrían, separándola de los bosques que había más allá de jardines y campos de críquet ahora vacíos en los que el dueño de la casa había permitido celebrar partidos a sus conciudadanos.
Pasear por esos campos producía la sensación de estar recorriendo las leyendas de la vida del novelista. Charles Dickens había escrito sobre la primera vez que vio la casa cuando era un chiquillo, pero lo bastante mayor para darse cuenta de lo pobre que era su propia familia. Antes de que sus problemas de deudas le encerraran en la cárcel, John Dickens llevaba a su extraño hijo a que viera Gadshill desde la calle.
Si eres perseverante y trabajas mucho, y no descuidas tus estudios, puede que algún día llegues a vivir en ella
, le decía al chico, a pesar de que el padre mismo nunca perseveró ni trabajó mucho.
Dos grandes perros terranova, un mastín y un San Bernardo salieron corriendo de detrás de la casa. Un soplo de decepción pareció recorrer los cuerpos de todos los animales al ver a Osgood y Rebecca. Uno de los canes en particular, el más grande de todos, inclinó su hermosa cabeza lentamente con un aire desolado que rompía el corazón. El jardinero jefe los llamó y los perros regresaron en tropel al patio de establos y entraron cansinamente de puntillas en el fresco túnel que conducía al otro lado de la carretera.
Mucha menos vitalidad les aguardaba en el interior de Gadshill. La casa, de hecho, estaba siendo despojada de todo ante sus ojos. Una cuadrilla de trabajadores retiraba cuadros y esculturas de las paredes y mesas; otros intrusos de rostro sombrío con chalecos de seda y trajes de lino examinaban el mobiliario y toqueteaban cada uno de los objetos y accesorios. La atmósfera quedaba completada por una melancólica interpretación de Chopin al piano que flotaba en el aire.
Un trabajador cargaba un retrato oval de una niña mientras Forster acompañaba a Osgood y Rebecca a través del vestíbulo de entrada hasta el umbral del salón.
—No pueden ustedes visitar Gadshill —anunció inesperadamente acompañándose de un ceño fruncido que era todavía menos cordial que su comportamiento durante el desayuno.
—¿Qué quiere decir, señor Forster? —preguntó Osgood.
—¿Es que no lo ve con sus propios ojos? Gadshill ya no existe… tal como era. Una maldita subasta de sus pertenencias tendrá lugar la semana que viene y están desmantelando todo lo que está a la vista —explicó Forster agitando los brazos furiosamente. Luego se volvió y lanzó una mirada furibunda al mejor vestido de los invasores—. Esos otros hombres que disponen los restos del lugar con artificial afabilidad son los representantes de otra empresa de subastas diferente que venderá la casa en la que usted se encuentra al mejor postor. ¡In-to-le-ra-ble sin paliativos! —cada palabra del albacea parecía como si hubiera sido memorizada de antemano y ahora las recitara ante una comisión investigadora encargada de expulsar a un viejo enemigo de la administración pública.
—¿Tienen que vender absolutamente todo lo que hay en la casa, señor Forster? —preguntó Rebecca con genuina tristeza.
—¡No me lo diga a
mí
, señorita! Absolutamente todo, hasta el último clavo de la puerta —gritó Forster acusador, como si Rebecca acabara de decretar el destino de la casa—. La familia Dickens es muy extensa —su voz se apagó hasta ser un susurro sonoro—, y sus múltiples hijos, que no se parecen a él en otro aspecto que en el nombre, llevan vidas dispendiosas y desaprovechadas. De sus dos hijas, una está casada con un pintor inválido hermano de Wilkie Collins, y no sé qué es peor, si que sea pintor, que sea inválido o que sea pariente de Wilkie Collins. La otra chica, a pesar de ser bastante guapa, nunca se ha casado. No, sin los ingresos de futuros libros Gadshill no puede seguir como antes —miró por la ventana a los prados que les rodeaban y esperó a que Osgood y Rebecca hicieran lo mismo antes de seguir hablando—. Esta tierra será recordada por tres cosas. La primera, por los robos a los caminantes perpetrados por Falstaff con el príncipe Harry y los vagabundos de la región. La segunda, por los peregrinos de Chaucer que pasaban por aquí camino de Canterbury. Y la tercera, por el novelista más popular que haya existido. De la primera, el bufón de su hostelero ya ha hecho mofa por dinero. Yo siempre le llamaré William, el verdadero nombre de ese sujeto, aunque sólo sea para fastidiarle. Esperemos que no llegue el día en que algún hostelero sin escrúpulos se vista como uno de los personajes de Dickens o haré que me arranque los ojos de inmediato el viejo cuervo que el señor Dickens solía tener como mascota.