El último Dickens (16 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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Mientras tanto, los dos hombres corrían en busca de un cobijo para protegerse de la lluvia sin percatarse del éxtasis que experimentaba aquella mujer al estrechar la inestimable huella.

El equipo de Dickens pasó el día de la primera lectura pública acondicionando el Tremont Temple. Dickens tanteaba el mejor sitio del escenario desde el que leer. Henry Scott se desplazaba a su alrededor de puntillas como una bailarina de ballet disponiendo en la mesa del escritor su agua y sus libros. George Allison orientaba escrupulosamente las lámparas de gas para que arrojaran la cantidad justa de luz en los lugares exactos de la cara de Dickens.

Dolby había elegido aquella sala antes que otros espacios más modernos como el Boston Theater porque la inclinación gradual de la platea hacía que todos los asientos tuvieran buena visibilidad. A Dickens le había gustado la idea.

—¡Exactamente la misma calidad para todos mis oyentes! —dijo.

Le molestaba pensar que los más acaudalados pudieran pagarse un sitio con mejor visibilidad y se negaba a consentir que se subiera el precio de las entradas por encima del democrático único dólar, incluso teniendo en cuenta que, de hacerlo así, habría acabado con las especulaciones. Mientras tanto, encargaron a Tom que inspeccionara las entradas a la sala.

—¿Está todo en orden? —inquirió Dolby.

—¿Dice usted que entrarán aquí cientos de personas, señor Dolby?

—¡La mayor aglomeración de público que se haya reunido nunca en Boston desde que tiraron fardos de té de nuestros barcos al agua! —Dolby se puso nervioso al ver que Tom no sonreía.

—Ésta va a ser la primera aparición en público del señor Dickens aquí. Para serle sincero, señor Dolby, me preocupa que la persona que entró en el hotel le busque también aquí.

—¿De qué estás hablando? —dijo Dolby sacudiendo la cabeza enérgicamente—. ¿Ese fulano? ¿Te refieres a «el gran ladrón americano de almohadas»?

A Tom le dejó pasmado que el representante pudiera haber alejado el incidente de su cabeza de tal manera.

—Es posible, señor, y me temo que, sin saber cuáles eran sus intenciones aquella noche y sin conocer su aspecto…

—¡Basta! ¡Ya has sido bastante sincero! —exclamó Dolby. Se mordió el labio mientras examinaba a su subalterno—. Joven Branagan, para mí es una cuestión de honor conseguir que la gira tenga éxito y que al mismo tiempo sea agradable para el jefe: se trata de no ponerle nervioso y no arriesgarnos a socavar su genio.

Dickens, que estaba de pie ante su escritorio de caoba sobre el escenario para probar el sonido, miró hacia el punto del arrebato de Dolby.

—¡Jefe, desde aquí se le escucha de primera! —dijo—. Me voy al siguiente anfiteatro a ver qué tal se oye —luego, volviéndose de nuevo hacia Tom, dijo en voz baja—: ¿Sabes que cuando murió mi predecesor fue el mismo jefe quien escribió las palabras que grabaron en su lápida?

—No —respondió Tom. ¿Pensaría Dolby que iba a necesitar una lápida en el futuro inmediato?

Por un instante, Tom pensó acercarse directamente al estrado y contarle él mismo al jefe lo que le preocupaba. Tal vez Dolby lo presintiera, porque le dio de inmediato nuevas órdenes.

—Recuerda, Branagan, hay que sentar a la invitada especial antes que a todos los demás. Si hay una cosa que vayas a aprender del jefe durante nuestra estancia en América es la consideración por los demás —le dijo. La invitada especial a la que se refería Dolby había escrito una carta a Dickens unos días antes en la que le explicaba que era paralítica y le preguntaba si sería posible que le abrieran las puertas del Tremont Temple un poco antes. Dickens hizo que se le enviaran unas entradas de regalo y dio órdenes a Dolby para que se le garantizara un acceso cómodo.

Cuando llegó la mujer paralítica, casi llorando de emoción, Tom la llevó en brazos al interior de la sala. Al hacerlo pudo ver los cientos de personas que esperaban fuera del edificio a que se abrieran las puertas. De hecho, el follón de carruajes que se había formado en las calles que rodeaban el teatro casi había paralizado toda la actividad de Boston. Los que no tenían entradas deambulaban por el exterior del edificio mirando con resentimiento a los espectadores que se abrían camino al interior con dificultad, donde por fin Tom y la policía les conducían a sus asientos. En un momento dado se escuchó un ruido inesperado, como una explosión, desde una de las galerías.

Tom corrió hacia el lugar. El ruido lo había causado un hombre al sentarse encima del sombrero de copa de su vecino de asiento, que lo había dejado donde no debía, reventándolo y asustando a todos los asistentes. A continuación se suscitó una discusión entre los dos aristócratas sobre quién había tenido la culpa, luego sobre el precio del sombrero, para desplazarse después sobre cómo el destocado caballero iba a parar, al salir a la calle, a un cochero de punto con la cabeza descubierta como un vagabundo.

Por fin subió Dickens al estrado a las ocho y quince minutos, con un traje oscuro elegido por Henry realzado por una flor blanca y roja en la solapa. Un fragor de aplausos, gritos de bienvenida, un mar ondulante de pañuelos, y Dickens saludó a la izquierda, a la derecha y al frente. El único sonido que pudo apaciguar al público fueron las primeras palabras del novelista:

—Señoras y caballeros, voy a tener el honor y el placer de leer para ustedes una selección de mi obra…

Y así dio comienzo la gira. Dickens elegía largos fragmentos de dos novelas diferentes para cada lectura y ponía en escena una interpretación condensada y dramática de cada una de ellas. Los personajes cobraban vida al darles a todos ellos su propia voz, actitud y alma: era autor, personaje y actor. El autor nunca hacía un punto y aparte, anticipando la siguiente frase en la medida de lo posible. Tampoco reducía la velocidad ni hacía pausas para dar énfasis en momentos de sutil ingenio o significado, confiando plenamente en su público. Tom permaneció de guardia en las puertas todo el tiempo. Las órdenes de Dolby resonaban en su cabeza, aunque no podía dejar de preguntarse cómo sería el intruso del hotel y si se encontraría perdido entre la masa de rostros.

En una de las lecturas, mientras Dickens interpretaba al Magwitch de
Grandes esperanzas
corriendo por el pantano, Tom estaba observando a la arrebatada concurrencia del Tremont Temple cuando escuchó un ruido. Como un rápido susurro ininteligible… No, como un gato arañando la madera. Intentó identificar la fuente, pero no venía de un solo sitio. Se escuchaba por todas partes. Entre el público había unas cuantas personas que tomaban notas con lápices a toda velocidad… Más rápido de lo que había visto nunca escribir a nadie.

A la mañana siguiente, después de que Tom pusiera en conocimiento de Dolby lo que había visto, el representante le escoltó hasta la oficina de la editorial, en el otro extremo de la calle, y preguntó allí si podían ver al señor Fields.

—¿Tomando notas, dice? —preguntó Fields con las manos en las caderas—. ¿Periodistas, tal vez?

Tom dijo que no creía que lo fueran; a los miembros de la prensa se les habían asignado asientos en las primeras filas siguiendo instrucciones de Dolby, mientras que aquellos hombres y mujeres estaban dispersos por las diferentes plantas y en la zona sin asientos.

Osgood entró en la Sala de los Autores mientras Tom explicaba lo que había visto. Al oír la descripción del joven sacudió la cabeza.

—¿Cómo no lo hemos previsto? ¡Los bucaneros!

—Le ruego que explique lo que quiere decir, señor Osgood —dijo Dolby, que compartía el sofá con Tom.

—Como usted sabe, de cara a estas lecturas el jefe ha condensado sus novelas, y de forma bastante ingeniosa, para que cada una de ellas dure una hora. Verá, señor Dolby, sin duda otras editoriales esperan piratear «nuevas ediciones», ediciones ilegales, con el fin de minar nuestras ventas autorizadas de sus libros. Me atrevería a asegurar que Harper es uno de los culpables.

—Pero, señor Osgood, ¿a qué se refiere con «los bucaneros»? —preguntó Tom.

Osgood pensó cómo se lo podía explicar al mozo.

—Son una especie de rateros literarios, señor Branagan. Los editores piratas los contratan para tareas como merodear por los muelles en busca de originales que llegan de Inglaterra y conseguirlos por medio de sobornos o incluso del robo. A pesar de que tienen el aspecto de rufianes normales y corrientes, son por definición de comportamiento frío y muy inteligentes. Se dice que con un solo vistazo fugaz a un papel son capaces de identificar a un autor y de calcular el valor de un manuscrito inédito.

—Supongo que no es una hazaña tan extraordinaria —intervino Dolby.

—De un solo vistazo, señor Dolby —continuó Osgood—, a través de un catalejo a una distancia de cincuenta pies. Se dice que cada uno de ellos conoce tres o cuatro idiomas de los países con los autores más populares de nuestros días.

—¿Qué les empuja a trabajar en una dirección tan dañina, si poseen semejantes talentos? —preguntó Dolby.

—Sus esfuerzos son bien recompensados. Aparte de eso, cualquier suposición sobre sus motivos es pura especulación. Se sabe que uno de ellos, una mujer llamada Kitten, trabajó como espía durante la guerra de Secesión y sabía transmitir párrafos enteros de valiosa información a sus colaboradores mediante linternas y banderas. Se dice que otro miembro de su nefanda cofradía aprendió a leer los labios con un sordomudo. Varios de ellos son también expertos en taquigrafía con el fin de registrar las conversaciones que escuchan entre editores y que pagarían de buen grado sus rivales. Y se comenta en voz baja que algunos de los bucaneros son los responsables de los artículos más maliciosos en el terreno de la crítica literaria. Apostaría a que nuestros competidores enviaron a varios bucaneros al teatro con el fin de anotar todo lo que improvisaba el jefe. El Alcalde Harper no se detendría ante nada con tal de superarnos, y su hermano Fletcher, al que llaman el Mayor, le aconseja que ponga en práctica planes todavía más intrigantes.

—Me fijé en que el jefe creaba frases nuevas, frases brillantes, debería decir, durante la lectura del juicio de Pickwick —añadió Dolby asintiendo con la cabeza—. Es como si escribiera un libro nuevo ante nuestros ojos, ¡libro que esos piratas pueden robar ahora en directo y del que pueden beneficiarse! ¿Qué podemos hacer, señor Osgood?

—Para empezar, su socio —dijo Osgood señalando a Tom Branagan— podría echar a todos y cada uno de esos piratas armados con lápices a la calle.

—Sí. Pero es poco probable que consigamos detenerlos a todos, ni siquiera con un joven tan fuerte como él a nuestro lado —señaló Fields—. ¡Y ya han atrapado parte del «nuevo» texto en sus cuadernos!

—Tengo una idea —esta frase resonó tímidamente desde el fondo de la habitación. La había pronunciado un mozo larguirucho que llevaba un rato reparando una grieta de la pared causada por un marco caído.

Fields frunció el ceño ante la interrupción, pero Osgood le hizo al muchacho un gesto con la mano para que se acercara.

—Caballeros, mi nuevo aprendiz, Daniel Sand.

—Si me permiten —dijo Daniel—. Ustedes, señores, tienen algo que los piratas no tienen: me refiero al mismo señor Dickens. Con sus versiones condensadas personalmente, pueden publicar ediciones especiales de inmediato.

—Pero lo que queremos es vender las ediciones del libro que ya hemos imprimido, muchacho —objetó Fields—. Ahí es donde está el dinero.

Osgood sonrió abiertamente.

—Señor Fields, creo que Daniel ha tenido una buena idea. Podemos vender las dos. Las nuevas ediciones especiales, con tapas blandas, serían únicas. Recuerdos para los asistentes a las lecturas y regalos poco costosos para familiares y amigos que no han podido obtener entradas para ver a Dickens. Mientras que las ediciones normales seguirían vendiéndose para las bibliotecas personales. Una idea excelente, Daniel.

Rebecca, que traía a la Sala de los Autores una caja de puros para los hombres, se detuvo junto a la puerta y el rostro se le iluminó de orgullo al escuchar los halagos que dedicaba Osgood a su hermano.

Aquel día, al salir del edificio de la oficina, complacido con la decisión tomada, Dolby compró varios periódicos al muchacho de la esquina.

—Ese Osgood es un hombre genial, Branagan, aunque su sonrisa tiene algo sombrío —le iba diciendo—. ¿No se ha dado cuenta? Sonríe como si no creyera nada de lo que ve. ¡Dios mío! ¡Que me trague la tierra! —exclamó Dolby al hojear uno de los periódicos.

El artículo, titulado «Dickensiana», hablaba de la oferta floral que una mujer joven le había hecho a Dickens en una de sus lecturas.
Se dice que Dickens no vive con su mujer. Este hecho añade picante a la pequeña anécdota. Las fiestas que da son por lo general para varias personas, en su gran mayoría del género femenino, todas ellas cautivadas por la sopa y las frases del que firma como Boz
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]
. ¡Oh, Charles, a tu edad y con esa calva y esa perilla gris!

En otro periódico, una caricatura mostraba a un altanero Dickens paseando por las calles de Boston al que seguía un muchacho corriendo. El chico llevaba en la mano una gran letra H, la letra que no se pronunciaba en la mayoría de las palabras
cockneys
, mientras gritaba: «Oiga, señor, espere, se le ha caído una cosa». No era el primer periódico que se burlaba de sus modestos orígenes
cockneys
.

—«A tu edad», ¡Dios del cielo! Esto le pondrá de un humor de perros durante seis días. ¡Branagan, no dejes que el jefe lo vea o lo pagarás con tu vida! —Dolby interceptó al siguiente chico de los periódicos y le compró todos los ejemplares que llevaba.

Tras una serie de triunfales lecturas en Boston, todo el grupo se subió a un tren exprés nueve horas hasta Nueva York, donde había estado nevando copiosamente. Unos días después de su llegada, el suelo estaba cubierto por una capa de cuarenta y cinco centímetros, revistiendo los laterales de las calles con un muro blanco. Dolby alquiló un trineo para uso del equipo de Dickens ya que los carruajes no podían desplazarse. Cada vez que Dickens salía del hotel Westminster, recordaba a un antiguo emperador del Viejo Mundo subiendo al trineo rojo, amontonando sobre su regazo pieles de búfalo para mantener el frío a raya.

El
New York World
, en un artículo sobre el deseo de intimidad de Dickens, citaba el número de su habitación en el hotel. El mismo artículo también señalaba, en un tono bastante crítico, que el escritor no había utilizado ni una sola vez la mostaza que tenía sobre la mesa en su primera cena. El
Herald
sugería que la escoria de Nueva York rodeara al visitante Homero de los barrios bajos y los callejones para que no pudiera escabullirse sin ser visto, como había intentado hacer en Boston.

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