Nathan, cada vez más enfermo, no tardó en fallecer en la miseria y asfixiado por las deudas. Como familiar más cercano, avisaron a William, quien tuvo que ocuparse de la pequeña casa en un sórdido barrio de Londres. Aquella casa era la imagen del desbarajuste; para sorpresa de William, Nathan, que se había deshecho de su familia tanto tiempo atrás, al parecer nunca se había vuelto a deshacer de nada más. Ratas y otras sabandijas dominaban el lugar. Con la esperanza de vender la vieja casa para quitarse un peso de encima, William contrató a un obrero que le ayudara a hacer algunas reparaciones y cambios en la estructura.
Estaban tirando los restos podridos de una pared cuando ocurrió. Un trozo de lienzo se desmoronó desde arriba y el esqueleto entero de un ser humano les cayó encima. El esqueleto, William lo supo en seguida, era el de su hijo Edward Trood. Los rumores estaban en lo cierto.
—Imaginen si pueden, señor Osgood y señorita Sand, ¡que los huesos de tu propio hijo te caigan encima de la cabeza! No existe horror comparable a ése, el último abrazo que le di a mi chico. A pesar de que nos habíamos separado enfurecidos el uno con el otro, confieso que a medida que iban pasando los años había ido imaginando más y más volver a ver a mi hijo Eddie sentado a mi lado junto al fuego. En mi imaginación había querido creer que seguía navegando por el mar… A veces sigo haciéndolo y me rindo a las lágrimas cuando nadie me ve.
Una vez más intentó recobrar el aliento que se le escapaba a chorros.
—Oh, señor Trood —dijo Rebecca compasiva—, tiene todo el derecho a estar afligido. Perdí a mi hermano sin poder despedirme de él y ahora debo decirle adiós todos los días.
Perdiendo toda esperanza de mantener una actitud contenida frente a sus inquilinos, el agradecido hostelero se echó a llorar en el hombro de Rebecca. Cuando se hubo recuperado, llevó a sus huéspedes a la parte de atrás de la catedral.
—¿Qué dijo la policía cuando encontró sus huesos? —quiso saber Osgood.
Trood se detuvo junto al panteón de su familia en el camposanto que rodeaba la iglesia.
—Señor Osgood, no les llamé. Y tampoco me arrepiento de esa decisión.
—Pero ¿por qué?
El hostelero se sentó en el suelo como un niño, colocando una mano temblorosa sobre la humilde lápida de su mujer y la otra en la de su hijo.
—Había perdido a mi chico. ¿Iba a tener que ver ahora a mi difunto hermano, por mucho que le despreciara, arrastrado por las columnas de los periódicos como su asesino? No habría sido capaz de soportarlo. No habría sido capaz de seguir viviendo con el apellido Trood. Quizá por eso haya preferido convertirme en una sola cosa con mi hostal y la imagen del desafortunado Sir Falstaff. Hay razones por las que los asesinatos no siempre se descubren, y no siempre es una cuestión de astucia. La razón puede ser la fatiga que domina a aquellos que han quedado insensibilizados por dentro. Enterré aquí a Eddie discretamente y le dije a la gente que había tenido un accidente en el mar. El obrero que trabajaba conmigo en la casa de mi hermano juró que mantendría las circunstancias del descubrimiento en secreto, aunque era consciente de hasta qué punto podía confiar en su promesa. Surgieron leyendas y fábulas, algunas contadas con mas contenido de verdad que otras. No quería escuchar aquellas historias, pero tenía que hacerlo. Una decía que Eddie, tal como le he dicho ya, se había encontrado envuelto en una operación de contrabando de opio y le habían asesinado en el transcurso de ella. El horrible final de Eddie a manos de Nathan u otros adictos se convirtió en tema de conversación que los cotillas de Rochester resucitaban una y otra vez.
—¿Y el señor Dickens? —preguntó impaciente Osgood.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó a su vez el hostelero sin comprender.
—Bueno, su último libro, el que dejó sin terminar… Seguro que cuando usted vio el argumento, aunque la serie haya quedado incompleta… —Osgood no sabía cómo terminar la frase.
—Se refiere al nombre —interrumpió el dueño del Falstaff.
—
El misterio de Edwin Drood
. Sí, el nombre, el argumento de la historia… ¿no le llamó la atención?
—El señor Dickens era un hombre de genio. En sus novelas con frecuencia empleaba para sus propósitos nombres y anécdotas que había escuchado por ahí. Vaya, en el otro lado de la carretera está la vieja mansión de ladrillo rojo donde «la señorita Havisham» vivía con su patético vestido de novia tal como la imaginó en sus páginas; y en otros sitios se pueden degustar la carne y la cerveza donde Richard Watts hizo otro tanto en la imaginación del señor Dickens. Yo, por mi parte, he estado demasiado ocupado intentando salvar el hostal para leer más que un par de entregas publicadas de su última obra. Había pensado leerlo entero cuando se publicara completo en forma de libro. Es decir, antes de que el genial señor Dickens muriera el mes pasado. Y cuando falleció y el estado de nuestro hostal se vio amenazado por su desaparición, no tenía tiempo que perder. La verdad, tengo muy pocas ganas de conocer historias sensacionalistas sobre la tragedia de mi hijo aparte de la que guardo en mi interior. Tuve su calavera en mis manos, señor Osgood. Estaba rota por arriba. ¡No necesito leer otra historia sobre la muerte de mi chico que la que estaba escrita en sus huesos!
Cuando regresaron al Falstaff Osgood hizo de inmediato los preparativos necesarios para viajar a Londres con Rebecca a fin de continuar las averiguaciones sobre el insólito relato de Edward Trood. Lo hizo con la oposición rotunda del doctor Steele, que Osgood creyó que le iba a poner una camisa de fuerza para impedir su marcha. Steele advirtió a su paciente de que los brotes reumáticos que le habían molestado desde su juventud podrían reproducirse si no esperaba a encontrarse totalmente restablecido. Pero Osgood no estaba dispuesto a dejarse convencer. El editor dejó dicho en el Falstaff que le remitieran toda la correspondencia a su nombre al hotel St. James, Piccadilly, y que si Datchery aparecía preguntando por él, le mandaran allí inmediatamente.
Al sacar algunas de sus pertenencias al pasillo del hostal Osgood se vio plantado delante de un espejo por primera vez que pudiera recordar desde el asalto. Al ver su reflejo se llevó involuntariamente las dos manos a la cara y las bajó por las mejillas hasta el cuello como si quisiera sujetarse la cabeza en su sitio. Parpadeó. ¿Adónde había ido a parar su aspecto juvenil, el aire inocente que siempre había maldecido y apreciado? Su lugar lo ocupaba un semblante de una palidez fantasmagórica, casi demacrado, con una compleja red de arrugas de fatiga, grietas y sombras oscuras alrededor de los ojos. El pelo estaba frágil y lacio. O bien había cruzado un atajo a una prematura máscara de la muerte, o bien había pasado de una dulce adolescencia a una endurecida madurez; no era capaz de decir cuál de las dos cosas. Con todo, había un elemento estimulante en su aspecto. Ya no pasaría inadvertido ni sería intercambiable con otros jóvenes delfines del mundo de los negocios de Boston. Por muy maltrecho que se le viera, aquél era James R. Osgood, no cabía la menor duda de ello.
Sólo entonces se dio cuenta, confirmando sus sospechas al volver a entrar en su habitación, de que el espejo que antes estaba allí había sido retirado. Se preguntó si habría sido el dictatorial doctor Steele o Rebecca, motivado por el control en el caso del primero y por el afecto en el de esta última. Reflexionó durante unos instantes mientras permanecía en el umbral de su cuarto y decidió no preguntárselo a Rebecca.
—¿Qué hay de su regalo, señor Osgood? —era Rebecca, que sostenía la fuente de pie de cristal rosa de la subasta.
—Tal vez debiéramos dejársela al señor Trood para que se la entregue a la señorita Dickens —respondió Osgood.
—Sería mejor entregársela en persona. Tenemos una hora antes de que salga el próximo tren a Londres.
—A usted no le… —dijo Osgood—. Quiero decir, ¿no pondría usted objeción a que vayamos a ver a la señorita Dickens?
Rebecca negó con la cabeza.
—Creo que es una gran idea, señor Osgood.
Cruzaron la carretera en dirección a Gadshill pero encontraron la casa todavía más desolada de lo que ya estaba. La puerta principal estaba abierta y no había nadie que recibiera a las visitas. Prácticamente todos los objetos habían desaparecido desde la subasta de Christie's. Montones de maletas llenaban el pasillo principal y la biblioteca. Al principio Osgood y Rebecca ni siquiera vieron a Henry Scott, que se encontraba arrebujado en un rincón de la biblioteca emparedado entre dos baúles de ropa, llorando. Su elegante librea blanca estaba recorrida por manchas de lágrimas.
—Oh, señor Scott, ¿se encuentra bien? —preguntó Rebecca arrodillándose a su lado y poniéndole una mano en el hombro.
Henry intentó inútilmente hablar entre los sollozos para comunicarles en sílabas rotas como un salvaje de ultramar que tenían que abandonar Gadshill por la mañana. Al poco rato, una mujer cubierta con un largo velo negro y un vaporoso vestido negro con chaqueta corta ribeteada de volantes y un gran polisón detrás (de luto al estilo de la reina Victoria por su Albert) descendió las escaleras.
—Otros asuntos me han impedido regalarle esto antes, señorita Dickens —le dijo Osgood tendiéndole la fuente.
—Leímos en el
Telegraph
que se había vendido por siete libras y pico, ¡pero no decía a quién! —exclamó Mamie Dickens asombrada.
—No me parecía oportuno que lo tuviera nadie más que usted.
—¡Es extraordinariamente amable por parte de ustedes dos! —se levantó el velo y se secó los ojos—. ¡Oh, cómo se reiría mi hermana de mí si me viera llorar por un insignificante jarrón! Mañana me iré de Gadshill, pero esto vendrá conmigo a cualquier parte del mundo donde vaya —dejó la fuente en su antiguo lugar de la chimenea y tomó una mano de Osgood y otra de Rebecca.
—Considero a mi padre —dijo con suavidad—, en lo más profundo de mi corazón como un hombre diferente al resto de los hombres, como un hombre diferente al resto de los seres humanos. Ojalá nunca me casara y así no tendría que cambiar mi nombre. Para ser siempre una Dickens. ¿Le parece que es demasiado raro, señorita Sand?
—Tiene usted mucha suerte de haber sido querida por un hombre a quien todo el mundo admira.
—Adiós y que Dios les bendiga a ambos —dijo Mamie estrechando las manos de sus visitantes una vez más.
La tía Georgy entró acompañada de una visita inesperada que hizo una fría reverencia a los presentes.
—¡Doctor Steele! —dijo Osgood—. Me temo que no va a poder convencerme de que me quede en Rochester.
—No he venido aquí por eso —dijo el médico fríamente.
—Espero que no haya nadie enfermo, ¿verdad, tía Georgy? —preguntó Osgood.
—Yo le hacía ya de camino a Londres, señor Osgood —dijo el doctor Steele con tono reprobatorio.
—El doctor Steele ha venido a zanjar nuestras facturas antes de que nos marchemos —dijo la tía Georgy—. Me temo que no he tenido tiempo desde que… desde que el buen doctor hizo todo lo que estaba en su mano para reanimar al pobre Charles —con estas palabras, la gobernanta de la casa echó una mirada hacia el comedor—. Desgraciadamente, todavía no hemos recibido los fondos de la subasta. Le agradezco al doctor Steele su paciencia.
—A su servicio —dijo el médico inclinándose, aunque no exactamente sugiriendo paciencia.
—¿Trató usted al señor Dickens después de que se desplomara?
—Puede estar bien seguro de que así lo hice, señor Osgood —dijo el doctor—. Veo que además de desobedecer mis instrucciones hacia su propia salud, ha acrecentado el dolor de la señorita Dickens. Tal vez lo más conveniente sería que ustedes dos abandonaran Gadshill.
Mamie se había sentado en un rincón tranquilo con la fuente para que nadie la viera llorando.
—Doctor Steele, quizá… —empezó a discutir sus órdenes la tía Georgy.
Pero el imperioso galeno le lanzó con ojos de acero una mirada que combinaba la estricta prescripción médica con el reproche de un cobrador de una factura impaga da. Hasta la voz voluntariosa de Georgina Hogarth quedó en silencio.
—Adiós, entonces, señor Osgood —dijo Steele vengándose por la desobediencia del paciente.
—Adiós —respondió Osgood.
—Espere —era Henry, de pie y con los ojos secos—. Hace bastante tiempo que no veo a la señorita Dickens sonreír de esa manera. Si llora es por la alegría de la pequeña muestra de recuerdos que usted y la señorita Sand le han devuelto. Venga, señor Osgood, permítame que le muestre dos cosas antes de que se vaya, si tiene usted un momento —estas palabras del criado estaban dedicadas claramente al doctor Steele, pero se las dijo a Osgood.
Osgood y Rebecca salieron de la estancia detrás de Henry bajo la mirada enfurecida del doctor Steele.
—Desde el 9 de junio se ha permitido a muy poca gente entrar en este lugar —dijo Henry cruzando el umbral del comedor con los ojos cerrados—. Aquí fue donde falleció —se trataba de un sofá de terciopelo verde cuyo respaldo trazaba una estilizada curva.
—¿Se encontraba usted en esta habitación, señor Scott? —preguntó Osgood.
Henry asintió con un gesto de cabeza.
—Sí, y no me da miedo hablar de ello. El dolor contenido revienta el corazón, como suele decirse —sus ojos se fueron abriendo a medida que describía la escena de la muerte de Dickens—. El Jefe cayó al suelo de la sala cuando fue a sentarse a comer después de trabajar todo el día en
El misterio de Edwin Drood
. Se enviaron mensajeros a toda prisa al pueblo en busca del doctor Steele mientras yo ayudaba a bajar un sofá de la planta superior al comedor y echaba una mano a la tía Georgy para levantarle. Él balbucía.
—Señor Scott —interrumpió Osgood—. ¿Escuchó usted algo de lo que dijo el señor Dickens en ese momento?
—No. No se le entendía absolutamente nada. Bueno, salvo una palabra que pude oír.
—¿Cuál fue? —preguntó Osgood.
—Un nombre. Forster. El pobre Jefe llamaba a John Forster para que estuviera a su lado. Ése debió de ser el momento de mayor orgullo del señor Forster. Estoy seguro de que habría sido el mío de haber sido mi nombre el que pronunciaran sus labios.
Al ver que Dickens estaba cada vez peor, la tía Georgy le pidió a Henry que empezara a calentar ladrillos en el horno.
—Cuando regresé a esta habitación, los siniestros médicos habían cortado la chaqueta y la camisa del jefe. ¡Había que verlo! Para entonces la estancia se había llenado de gente; la señorita Dickens y la señora Collins habían venido corriendo dejando una cena a la que asistían en Londres. Las horas pasaban y él continuaba en un sueño inconsciente. ¡Cuánto deseaba yo que me encargaran que volviera a calentar ladrillos o cualquier otro recado por el estilo! Fui a ver los geranios rojos del invernadero y barrí las baldosas que les rodeaban. Eran los favoritos de Dickens y quería que todo estuviera bien limpio para cuando despertara el Jefe. Desde la ventana abierta se podía ver el invernadero y oler su dulce fragancia.