El último Dickens (49 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—¿Sería tan amable de vigilar esto durante unos instantes? —preguntó Osgood señalando el maletín de cuero.

—Soy su humilde servidor, señor —dijo Wakefield. Cuando Osgood había subido la mitad de las escaleras, Wakefield añadió—: Oh, pero espere un momento. ¡Tengo un regalo que traje para usted de Londres! ¡Con todas las emociones casi se me olvida! Para agradecerle todos los libros de nuestros viajes.

—Es muy generoso —murmuró Osgood calculando con una mirada de soslayo el número de escalones que le quedaban hasta la puerta.

—¡Cuidado! —exclamó Wakefield.

Lanzó el pesado objeto por el aire. Osgood lo atrapó contra su pecho con una sola mano. Desenvolvió el papel y expuso el compacto objeto a la luz refulgente de la lámpara. Era una figura amarilla de escayola que en otro momento constaba en la lista de objetos de la subasta como
Turco sentado fumando opio
. La figura de la casa de Charles Dickens.

—Usted dijo —recordó Osgood como sin darle importancia— que la habían roto en la casa de subastas.

—Tómelo como una especie de regalo de despedida, señor Osgood. Oh, y ¿por qué iba a vigilar un maletín de cuero que apostaría mi mejor par de guantes de cabritilla a que está vacío? Ya ha cambiado los papeles a su cartera, ¿no es verdad?

El fuerte eco de los dedos de Wakefield al chascar recorrió la sórdida cámara. Dos chinos aparecieron en lo alto de las escaleras. Uno de ellos se rascaba la nuca con una uña. No era una uña cualquiera. La uña del meñique de la mano izquierda medía entre dieciocho y veinte centímetros y estaba perfectamente limpia y afilada, un aditamento que sólo cultivaban los
scharf
chinos para utilizarlo en la comprobación del nivel de pureza o adulteración de la especia que se utilizaba para pagar el opio.

También Rebecca, temblorosa, apareció en la cima de las escaleras. Detrás de ella, el resplandor plateado de la lámpara de Osgood iluminó los prominentes colmillos de la cabeza de un kilin.

Osgood volvió a bajar las escaleras hasta el final, donde se le acercó Rebecca en busca de protección. Wakefield se reunió con Herman en el descansillo. Herman le hizo una reverencia a Wakefield llevándose las dos manos a la frente.

—Ya le dije, señor Osgood —señaló Wakefield—, que la señorita Sand estaba bien vigilada.

—Usted dispuso que Herman me atacara en el
Samaria
y que usted resultara ser el héroe del enfrentamiento, para asegurarse de que obtendría mi confianza y apoyo —dijo Osgood—. Han estado juntos en esto desde el primer momento. Intentó ganarse el afecto de la señorita Sand para que ella le revelara nuestros planes.

—¡Ha ganado usted el premio! ¿Sabe una cosa? Tiene el virtuoso hábito de pensar que el resto del mundo es tan bienintencionado como usted, amigo mío —replicó Wakefield—. Lo admiro. Vayamos a un lugar más cómodo que éste.

—No iremos con usted a ningún sitio —dijo Osgood—. No es comerciante de té, señor Wakefield —mientras hablaba, Osgood dejó caer la figura del turco en su cartera y sintió el aumento de peso en el hombro.

—Ah, sí lo soy —fue la respuesta de Wakefield, acompañada de una risa apagada que coreó Herman—. Aunque, naturalmente, no sólo de té. El té es, muy a menudo, con lo que nuestros amigos chinos nos pagan los cargamentos de opio. ¿Tiene ya una visión clara de la situación general, señor Osgood? No, estaba siempre demasiado pendiente de las frases para entender los libros; eso le ha mantenido aislado, preocupado por palabras que no cambian nada en definitiva, porque la maquinaria de hombres más poderosos que usted le supera. Cuando yo era joven, me echaron de mi casa. Busqué refugio con un familiar, pero adquirí un espíritu inquieto que nunca me ha abandonado.

Mientras Wakefield hablaba, Osgood balanceó con fuerza la cartera y golpeó al hombre de negocios en la pierna. Ni siquiera se inmutó. Se escuchó un golpe metálico y la figura de escayola se rompió en pedazos dentro de la cartera.

Osgood y Rebecca intercambiaron miradas de sorpresa. Wakefield se levantó los pantalones y descubrió un mecanismo en la pierna formado por correas, goznes y ruedas dentadas.

—¡Dios mío! —balbució Osgood—. ¡Edward Trood!

Herman dio dos amenazadores pasos hacia él. Wakefield detuvo a su protector parsi con un gesto y, de pie, muy tieso, miró con furia a Osgood. Habló en un chino pronunciado como secos ladridos con los dos
scharfs
, que asintieron y salieron del recinto. Luego se volvió hacia Osgood.

—No, señor Osgood, no soy él. Ése fue mi nombre una vez, sí… Fui el pequeño y apocado Eddie Trood, con su pie deforme, cuando fui expulsado de Rochester por el cruel despotismo de mi padre. Pero esa parte de mí ha muerto, y también lo está Eddie Trood. Empecé a hacerle desaparecer cuando escapaba a través de los éxtasis del opio en casa de mi tío. Pero mi cuerpo no tardó en rebelarse, situándome bien en la agonía de su poder cuando lo consumía, bien en las simas de la miseria si intentaba abstenerme de él. Un médico me aconsejó el uso de la jeringa, un método que proporcionaba una mayor sensación de relajación y adormecimiento de los sentidos pero no servía para reducir mi necesidad interior de la droga. Era una estimulación sin satisfacción.

»El opio era una armadura que me protegía del mundo exterior, pero, para hacerlo, me machacaba los huesos. Me dijeron que un viaje por mar era la única manera de obligarme a escapar de su control. Después de viajar a China dejé de ser su esclavo. Una nueva verdad se abrió ante mí. Una visión clara del inevitable poder de la droga: la necesidad de realizar sus trapicheos no a través del médico o el farmacéutico, sino en las sombras y al resguardo de la noche. Fue en Cantón donde un médico me hizo este aparato para el pie. Corrige la deformación de la postura de tal manera que no se aprecia ninguna deficiencia en mi paso, ni siquiera observando muy concienzudamente. Entonces supe que estaba preparado para volver a Inglaterra como un hombre nuevo.

La cabeza de Osgood se puso a funcionar a toda velocidad y su comprensión de las circunstancias saltó tres o cuatro pasos adelante.

—¿O sea, que Herman nunca intentó matar a Eddie Trood, es decir, a usted, por conocer los secretos de su negocio de drogas?

—Mi negocio de drogas, señor Osgood —dijo Wakefield sonriendo—. Herman ha trabajado como empleado mío desde que le ayudé a huir de los piratas chinos. Verá usted, en mis viajes descubrí que un contrabandista, si quiere sobrevivir lo suficiente para prosperar, tenía que ser invisible. Sobre esa base, cuando volví inicié una nueva vida, la vida de Marcus Wakefield. Herman e Imam, nuestro camarada turco, me ayudaron a realizar mis planes, pero eran carpinteros en su realización, y yo, el único arquitecto. En aquel momento había un joven que había sufrido recientemente los efectos de una sobredosis de opio malo y había muerto. Vestimos al muchacho con algunas de mis ropas viejas y Herman le golpeó la cabeza con una palanqueta para que no se pudiera reconocer el cadáver. Un fin de semana que mi tío estaba en el campo yo me escondí mientras mis colaboradores abrían un agujero en la pared de su casa y metían en su interior el cuerpo de nuestro falso Edward Trood.

—Maquiavélico hasta la médula —dijo Osgood anticipándose a su propósito final—. Así Marcus Wakefield sería temido.

—Bueno, sí, precisamente; aunque no exactamente Wakefield. Utilizaba ese alias en mis negocios más comunes. Como mercader de opio, he adoptado tantos nombres en tantos lugares como convenía a mis propósitos: Copeland, Hewes, Simonds, Tauka. Pero nadie conocía nunca al propietario de esos nombres. Escuchaban historias, leyendas de sus acciones impresionantes y tremendas, historias de los muertos, empezando por Eddie Trood, que habían intentado infiltrarse en sus líneas. Por lo demás, era totalmente invisible y hombres como Imam y Herman eran mis manos y mis pies en el mundo.

»Del mismo modo, también mis medios de transporte debían adquirir la invisibilidad. Aunque no había muchos países dispuestos como China a librar una guerra para evitar la importación del opio a su pueblo, hay muchos gobiernos, como el suyo, que se regodean en cobrar aranceles y realizar inspecciones en los suministros de narcóticos importados. Mi organización se aseguró la propiedad de una línea de vapores, entre los que el
Samaria
es el más rápido, y los equipó especialmente no sólo para que pudieran convertirse en buques de guerra, sino para que contaran con un amplio espacio de almacenaje oculto. Dado que el nuestro es un barco de pasajeros, los oficiales de aduanas inspeccionarían los equipajes que se bajan a tierra. Pero abrigados por la oscuridad de la noche, los miembros de mi tripulación podrían sacar los cofres de opio, oculto en jarrones baratos o cajas de sardinas para distribuirlas entre los ambiciosos delincuentes de Boston, Filadelfia y Nueva York. Ellos se lo suministraban a los clientes ávidos que no podían, o no querían, comprar el opio a médicos y farmacéuticos, que, en los últimos años, habían sido obligados a llevar un registro de los nombres de todos los compradores de «venenos».

—¿Por qué Daniel? —preguntó Rebecca, impresionada y abrumada por la traición—. ¿Por qué tuvieron que hacerle daño a mi hermano pequeño?

Wakefield dedicó a Herman una mirada de reproche.

—Me temo, mi querida muchacha, que su muerte fue ajena a nuestros propósitos. Tras la muerte de Dickens, Herman encontró un telegrama de Fields y Osgood en el despacho del albacea del escritor en el que le requerían lo que faltaba de
El misterio de Edwin Drood
. Salimos para Boston inmediatamente con el fin de interceptar la entrega y, sobornando a un predispuesto empleado suyo llamado señor Midges, se supo que se le había asignado a Daniel Sand la tarea de recoger las últimas entregas de cualquier novela que llegara de Inglaterra.

Midges, que estaba contrariado por los rumores de que Daniel había sido un borracho y todavía más porque las mujeres estaban ocupando demasiados puestos en la empresa, contó más cosas: que a primera hora de la mañana Daniel estaría esperando en el puerto las últimas páginas de
El misterio de Edwin Drood
. El barco de Inglaterra ya había atracado. Pero para cuando Herman interceptó al chico del traje demasiado grueso, Daniel se había dado cuenta de que le seguían y no portaba nada en el saco de lona que llevaba colgado del hombro. Y para asombro de sus perseguidores, no estaba dispuesto a aceptar dinero a cambio de decirles dónde había escondido las páginas.

«No, señor —les había dicho Daniel—. Lo siento mucho pero no puedo». Le llevaron al segundo piso de un almacén del Long Wharf en el que guardaban opio de contrabando.

Wakefield le había puesto una mano en el hombro al joven empleado.

—Joven, sabemos que tuvo usted problemas en el pasado con algunas sustancias tóxicas. Seguro que no queremos que su patrono, que le confía misiones tan importantes, sepa
eso
. No somos unos reimpresores de tres al cuarto que quieren robar un ejemplar. Sólo necesitamos saber qué pone en esas páginas de Dickens y luego se las devolveremos.

Daniel dudó, analizando a sus interrogadores; luego sacudió la cabeza enérgicamente.

—¡No, señor! ¡No debo! —y repetía una y otra vez—: ¡Es de Osgood! ¡Es de Osgood!

Herman se lanzó hacia él, pero Wakefield le hizo una señal para que se detuviera.

—Ahora piensa detenidamente, mi querido muchacho —le instó Wakefield perdiendo la expresión amistosa de su cara, sustituida por una niebla de violencia—, lo decepcionado que se sentiría Fields, Osgood & Co. al descubrir, después de depositar su confianza en ti, quién eres de verdad debajo de ese joven y encantador rostro. Un borracho empedernido.

—El señor Osgood se sentiría decepcionado si no cumpliera con el trabajo por el que se me paga —dijo empecinado el muchacho—. Prefiero contarle mi historia al señor Osgood yo mismo que no cumplir sus órdenes.

Wakefield recuperó su sonrisa, casi rompiendo a reír francamente, antes de hacer un casi imperceptible gesto con la mano.

Herman le rompió la camisa al chico y le hizo unos cortes rectos y poco profundos en el pecho con los colmillos brillantes del kilin de la empuñadura. Daniel hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Herman recogió en una copa la sangre que manaba y la bebió delante de Daniel con una sonrisa creciente, mientras sus labios se iban tiñendo de rojo. Daniel, recuperándose del dolor, temblaba, pero intentó mantener la mirada fija.

—Por el amor de Dios —dijo Wakefield. Luego golpeó a Daniel en la cabeza con una porra. Daniel se desplomó en el suelo—. ¿No te das cuenta —explicó Wakefield a Herman— de que podrías atizar a este chico hasta arrancarle la cabeza y asustarle hasta que se le pongan todos los pelos de punta y no diría ni una palabra que ese Osgood no le haya autorizado? Ahí tienes una lección de lealtad, Herman.

El aludido gruñó irritado ante este comentario. Wakefield ordenó a Herman que le inyectara opio al chico y le soltara en el muelle. Si su instinto no le engañaba, en su estado de confusiónel muchacho iría a recoger las páginas donde las había escondido. Pero sus sentidos estarían bastante embotados para permitir que Herman se las quitara fácilmente; y, para que la cosa fuera todavía más limpia, si informaba a la policía del robo, no le creerían al verle inmerso en el aura de la droga.

Pero Daniel, después de recuperar el fajo de papeles de un barril abandonado, perdió a Herman en los atestados embarcaderos del muelle y entre la confusión del puerto. Cuando Herman le atrapó en Dock Square, Daniel huyó de él y le atropelló el ómnibus. Había demasiada gente alrededor para que Herman intentara hacerse con los papeles. Pero Wakefield se sumó al círculo de observadores que se formó alrededor de Daniel y escuchó el nombre de Sylvanus Bendall, el abogado que confiscó avariciosamente los papeles.

—Usted estuvo allí —dijo Osgood a Wakefield con un inesperado tono de envidia—. Estuvo allí cuando murió el pobre Daniel.

—No —murmuró Rebecca, horrorizada por la idea y la recién adquirida crudeza de los últimos momentos de su hermano.

Wakefield afirmó con la cabeza.

—Sí, yo me encontraba entre los múltiples y curiosos espectadores cuando falleció. El pobre chico tuvo tiempo de pronunciar su nombre, Osgood. Cuando Herman le quitó las páginas a Bendall (el leguleyo las llevaba siempre encima de su persona, lo que nos dejó pocas opciones con él) supimos que incluso aquellas últimas entregas de la serie, la cuarta, la quinta y la sexta, no aportaban claves fiables sobre el fin de la novela. Estábamos a punto de volver a Inglaterra. Entonces, nuestro topo en su empresa nos contó que pensaban ir a Gadshill a buscar el final de
El misterio de Edwin Drood
. ¿Por qué cree, mi querido señor Osgood, que le resultó tan fácil al señor Fields encontrar su billete cuando decidió mandarle allí en el último momento? El
Samaria
era el único barco con camarotes libres… porque yo me ocupé de que así fuera. Porque el
Samaria
y toda su tripulación me pertenecen.

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