El último Dickens (50 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—Cuando Herman desapareció en medio del océano, ¿dónde le escondieron? El capitán, los camareros, el detective del barco, todos le buscaron —dijo Osgood.

—Trabajan para mí. Para mí, para mí, Osgood. Herman no desapareció en medio del océano en ningún momento. No se nos pasó por la cabeza que se le ocurriría hacer una visita sin guía días después de la pamema de encerrarle. Estaba instalado a buen recaudo en una de las habitaciones secretas que hay debajo del camarote del capitán, lo mismo que en la travesía de vuelta a Boston que acabamos de realizar. Pero para entonces usted ya me había confiado su vida, si me permite decirlo. E hizo bien. Herman le protegió en Londres de los fumadores de opio cuando le atacaron para robarle y le dejó en un lugar seguro donde encontraría ayuda. Le salvó.

—Y de paso me permitió que viviera lo suficiente para encontrar lo que usted perseguía.

Wakefield asintió con la cabeza.

—Mientras tanto, todo mi negocio empezó a derrumbarse: pagos retrasados, distribuidores de opio que evitaban a mis proveedores… ¿Por qué cree que a aquellos canallas se les hizo la boca agua al verle? Matarían a cualquier desconocido por un chelín. Todo el mundillo del tráfico de opio se había paralizado mientras leían las entregas de
El misterio de Edwin Drood
como el resto del mundo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Osgood.

—Porque mi profesión había reconocido en seguida en las palabras de Dickens lo que usted ha desvelado, la historia de Edward Trood, y veían en esas claves de la supervivencia de Drood un peligro inminente para nuestra actividad. Y tampoco podíamos permitirnos que se prestara más atención a los «asesinos» de Trood; por eso Herman robó la figura de la sala de subastas. Verá usted, ese turco, el de la figura, lo hizo un artista entrometido basándose en Imam, uno de los distribuidores de opio que colaboró para emparedar «mi» cuerpo. ¡No nos convenía que la cara de Imam se expusiera en la subasta más grande que celebraba Christie's en los últimos cien años! ¡El exceso de atención que estaba obteniendo todo lo relacionado con los últimos días de vida de Dickens no se podía calificar más que de desastre!

—Si la gente se enteraba de que Trood estaba vivo —dijo Rebecca—, su organización se vendría abajo, desbordada por las dudas, a causa de la mentira que la puso en marcha. La gente empezaría a pensar que el supuestamente asesinado Trood estaba vivo y conocía sus secretos.

Wakefield agitó la mano por el aire.

—Ve, señor Osgood, su asistente es una mujer de negocios nata. Sí, es cierto. Si se empezaba a creer que Eddie Trood no había muerto, significaba que andaba por ahí dispuesto a utilizar sus conocimientos para hundirnos. Sin embargo, no ha sido eso lo que me ha obsesionado desde que Dickens empuñó la pluma para recrear mi historia. Cuando se hizo famoso el caso de Webster y Parkman en su ciudad, los métodos que también hizo famosos se extendieron igualmente. El esqueleto de Parkman fue identificado por los dientes. Desde entonces, la muerte no pone fin a todo. ¿Y si la policía se enteraba del rumor de que Trood podía seguir vivo y decidía abrir su tumba? ¿Descubrirían que no era Trood? Y entonces ¿qué? Si no era Trood el que descansaba bajo tierra, ¿dónde estaba? Puede imaginarse el entretenimiento que tendría Scotland Yard con esa pregunta. Puede imaginarse la libertad que tendría yo para moverme por Londres: ¡mi antigua personalidad inesperadamente resucitada! Arthur Grunwald convenció al Surrey de que se representara dicho final en su montaje del libro del señor Dickens, de manera que Herman lo quemó en la madrugada del día de nuestra partida. Fue una pena, sin embargo, que Grunwald se encontrara en el camerino de transformación. Me gustó el Hamlet que hizo en el Princess. Ve usted, ni siquiera Herman y yo somos siempre perfectos.

»Naturalmente, leí el telegrama de Tom Branagan cuando hicimos escala en Queenstown. El capitán me lo llevó a mí, siguiendo mis instrucciones, antes de que usted lo viera. Qué persona tan encantadora es su agente Tom, descubriendo las pruebas de que la carta a Forster era una falsificación de Grunwald. Aquella carta podía haber supuesto un gran inconveniente para nosotros.

—Estas seis entregas —dijo Osgood apretando con fuerza la cartera con el resto de la novela de Dickens—. Entonces eso es todo lo que quiere, ¿destruirlas? —Osgood plegó la cartera sobre su pecho.

Wakefield soltó una carcajada.

—Si tuviéramos un poco de música alegre… —se le ocurrió de repente—. Sí, eso nos tranquilizaría a todos. ¿Qué me dices, Herman Cabeza de Hierro? —Wakefield alargó su mano y Herman se le agarró, lanzándose a bailar por toda la estancia un vals ligero alrededor de Osgood y Rebecca—. ¿Le parecemos lo bastante elegantes para usted, señor Osgood? —preguntó Wakefield riendo y haciendo reverencias.

Era una imagen espeluznante, ver a aquellos dos asesinos bailar por la estancia. Pero lo más extraño de la escena era que Herman Cabeza de Hierro estaba preparado para volverse loco en cuanto Wakefield le diera la orden. Si Herman era un asesino que no respetaba más que la brutalidad y la fuerza, ¿hasta qué punto llegaría la crueldad de Wakefield para manejarle de aquella manera? Osgood comprendió el significado de aquel pensamiento. La danza, paso a paso, dejaba una cosa clara como la luz del día. Iban a morir allí.

—Por favor, tengan compasión, dejen que se vaya la señorita Sand —suplicó Osgood.

Wakefield estudió a sus cautivos.

—No soy el hombre terrible que puede estar imaginando ahora. Mi maldición en la vida ha sido tener la visión que otros no tienen. Yo puedo entender lo que su gobierno y el mío no pueden. La gente está empezando a demonizar el opio y su uso; en sus cabezas, el consumidor de opio es tan irreal e indeseable como un vampiro humano. Han presentado una queja a China por la inmoralidad de su comercio. Americanos e ingleses no tardarán en culpar al opio de todos sus defectos y dictar nuevas leyes y normas. China se ha rendido por fin a su necesidad de la droga y van a cultivar las amapolas ellos mismos para satisfacer el apetito de sus gentes. Además, con la apertura del canal de Suez, cualquier franchute insignificante que tenga un remolcador puede acercarse a China sin la menor capacidad o conocimiento del mercado; las costas quedarán definitivamente invadidas. Es su propia ciudadanía la que clama que se le abastezca, con la cantidad de soldados, igual da que sean yanquis o rebeldes, que han vuelto a casa sufriendo dolores y necesitados de alivio, ignorados por una sociedad que ha seguido adelante con el comercio y el progreso mientras esos valientes padecen. Ahora, con la hipodérmica, cualquier hombre o mujer que lo desee podrá auto suministrarse la medicación que no pueden encontrar en las deshumanizadas ciudades sin asistencia. América es la tierra de la experimentación: nuevas religiones, nuevas medicinas, nuevos inventos. Si hay algo que se pueda transformar, los americanos se deshacen de toda restricción con la libertad de la autocomplacencia. El alcohol convierte al hombre en una bestia, pero el opio le hace divino. La jeringuilla sustituirá a la petaca y se convertirá en el remedio infalible presente en los bolsillos del hombre de negocios, el contable, la madre, el profesor y el abogado que sufren la maldición de las preocupaciones modernas. ¿Qué opina de esto, Osgood? Ah, ya sé que su oficio son los libros, pero todo se reduce a lo mismo: conocer a tus clientes, saber cómo quieren huir de este mundo desolador y asegurarse de que no pueden vivir sin ti. El cerebro moderno se marchitará si no encuentra una manera de conciliar emociones y aturdimiento. Usted y yo hemos buscado lo mismo en Dickens, protegernos a nosotros mismos y a la gente que necesitamos. No, yo no deseo la muerte de nadie.

—Daniel Sand me necesitaba a mí —dijo Osgood—, y no pude protegerle.

—Pero yo podía haberlo hecho —dijo Wakefield—, si él no hubiera estado tan pendiente de su aprobación, Osgood —se volvió solícito hacia Rebecca—. Mi querida muchacha, me temo que hoy ha descubierto demasiadas cosas para vivir libremente sin causarme en el futuro cierto grado de consternación. Me ha fascinado desde el momento en que la vi. A los dos nos han convertido en invisibles unas fuerzas injustas. Mande a paseo las condiciones de su divorcio, a paseo el mísero puesto de trabajo que le ha regalado Osgood a cambio de medio salario, convirtiendo a su hermano en un obrero paleto; vuelva conmigo a Inglaterra, allí tendrá todo lo que pueda desear, todo lo que se merece. Por eso le he contado todo ahora. Quería que entendiera todas las razones de lo que ha pasado, para que pudiera tener en cuenta mi sincera oferta de una vez por todas en el fondo de su corazón.

Rebecca levantó la mirada desde su asiento, dirigiéndola primero a Osgood, luego a Wakefield.

—¡Usted mató a Daniel! ¡No es nada más que un canalla y un mentiroso! Una mujer podría haberse enamorado de Eddie Trood, con todos sus defectos, a despecho de un mundo despiadado, ¡pero nunca de un fraude como usted!

El rostro de Wakefield se puso rojo antes de que su mano volara hacia la cara de la mujer. Para su sorpresa, ella no lloró al recibir el golpe.

—No le voy a dar esa satisfacción, señor Trood —dijo Rebecca con amargura, percibiendo la expectación en los ojos del hombre—. Lloraré por mi hermano, no por lo que usted pueda hacerme.

—Mujer desagradecida —dijo Wakefield alejándose de ella y volviendo a ponerse el sombrero—. Ha hecho usted muy bien su labor de instructor de ese despótico fracaso suyo, señor Osgood. Muy bien. Usted ha hecho la cama, Rebecca; ahora pueden acostarse ambos en ella. Wakefield les dio la espalda.

—¡Su padre! —exclamó Osgood.

Wakefield ralentizó el paso.

—Su padre le echa de menos, Edward —siguió Osgood.

Wakefield suspiró nostálgico. Luego, mientras se giraba hacia ellos, rió una vez más, pero ahora desabridamente.

—Gracias. Tendré que ocuparme de que mi viejo no vuelva a contarle mi historia a nadie que pueda comprender las claves como ha hecho usted. Cuando volvamos a Inglaterra le haremos una visita, de eso puede estar seguro, y también a Jack el Chino y a su amigo Branagan.

Wakefield desapareció escaleras arriba.

Herman exhibió una sonrisa sin dientes y levantó su bastón. Propinó con él un golpe a la cartera de Osgood y las hojas de las últimas seis entregas de
Edwin Drood
se desparramaron por el suelo.

38

—Por favor, Hormazd, podemos hacer un trato —le rogó Osgood a Herman.

—Esto no es un mercado judío —respondió él, reaccionando por un instante a su nombre real—. Nada de tratos —se quedó contemplando la bestial cabeza de animal de su bastón durante un momento—. Lo único que lamento, Osgood, es que el señor Wakefield insistiera en persuadirla de que viniera con nosotros. Las esperas me ponen furioso. Puede que incluso acabe con vosotros con las manos desnudas.

—¿Por qué me desprecias? —quiso saber Osgood.

—Porque,
Osgood
, tú crees que puedes hacerte amigo de todo el mundo con una simple sonrisa tuya. Crees que todo el mundo puede ser como tú —la respuesta de Herman fluyó de su boca como una confesión, exponiendo su auténtica personalidad más de lo que pretendía.

—¡Ha sido el señor Wakefield el que te ha hecho como eres, Herman! —dijo Rebecca persuasiva—. Él te convirtió en pirata.

—Ya lo era de nacimiento, muchacha.

Un revuelo de pasos en la escalera. Cuando Herman se volvió para buscar a Wakefield detrás de él, su sonrisa engreída desapareció. Osgood reconoció la expresión de asombro en el rostro de su captor. Como un rayo, Osgood se lanzó sobre él, encaramándose en su espalda y poniéndole un brazo por delante de los ojos para cegarle. Herman soltó un rugido y estrujó los dedos de Osgood con su férrea mano. Osgood cayó a sus pies y alzó los puños adoptando una pose de boxeo. En ese momento, una maza cayó sobre la cabeza enfundada en un turbante Herman.

Detrás de él, blandiendo su chuzo guarnecido con el pincho, estaba el hombre que Osgood una vez había conocido como Dick Datchery: Jack Rogers.

El palo resonó contra la cabeza de Herman produciendo un sonido repugnante. Pero Herman, que parpadeaba pensativo, no se movió.

—Herman Cabeza de Hierro —susurró Osgood.

—¿Cabeza de Hierro? —repitió Rogers en tono alarmado.

Herman se volvió lentamente para enfrentarse a Rogers, con el bastón dispuesto. Dándose cuenta de que no parecía sufrir daño alguno, Rogers clavó el pincho que llevaba el chuzo en la punta en el esternón de Herman. Eso derrumbó al parsi. Soltó el bastón y cayó de rodillas al suelo. Acompañado de un grito, Rogers descargó de nuevo el chuzo en la cabeza de Herman con todas sus fuerzas. Se hizo trizas y la punta con el gancho cruzó la estancia volando por los aires. Herman se puso a cuatro patas, sin fuerzas, cegado por su propia sangre, y se desmoronó de bruces en el suelo sobre su bastón.

—¡Rogers! —gritó Osgood pasando la mirada de Herman al ex policía de Harper—. ¿Cómo ha sabido…?

—Le dije que pagaría la deuda que había contraído con usted, mi buen Ripley —dijo Rogers, jadeando sonoramente—. Soy un hombre de palabra.

Osgood se tiró al suelo y se puso a recoger las páginas diseminadas de
Drood
.

—¡No hay tiempo, Ripley! ¡No tenemos tiempo para nada de eso! —exclamó Rogers—. ¿Dónde está Wakefield?

—Ya se ha ido… Probablemente a su barco —dijo Osgood.

—¡Vámonos!

Mientras ponía a buen recaudo su tesoro en la cartera, Osgood titubeó antes de estrechar la mano que le ofrecía Rogers.

Rogers parecía estar esperando este gesto.

—Le engañé en Inglaterra porque era mi deber, cuando mi conciencia me dictaba otra cosa. Ahora, mi deber es escuchar a mi conciencia por encima de todo lo demás. Tiene que confiar en mí… Sus vidas dependen de ello.

Osgood asintió con un gesto de cabeza y pasó por encima del inerte Herman de camino a la puerta. Rebecca se detuvo un instante con los ojos llenos de lágrimas. Bajó la mirada hacia el hombre tirado en el suelo y le propinó una patada tras otra en la espalda.

—¡Rebecca! —Osgood la tomó en sus brazos—. ¡Vamos!

El abrazo de Osgood la devolvió a la situación real y al peligro que corrían. Su contacto le hizo poner los pies en la tierra de inmediato.

Rogers hablaba atropelladamente mientras subían las escaleras del sótano.

—Ripley, creo que Wakefield es muy peligroso. Hace constantes viajes entre Boston, Nueva York e Inglaterra, pero me parece que el único té que toca es el de su taza.

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