—Exacto —dijo Fields—. Gana el dinero de la venta del libro y el patrimonio de Dickens le paga la compensación al no estar acabado el libro. Por otro lado, si fuera por ahí exhibiendo el último capítulo para que lo supiera todo el mundo, los albaceas (Forster, al que no le gusta Chapman ni un poquito por considerarle otro competidor inmerecido en las atenciones de Dickens) podrían argüir que, incluso sin la totalidad de las seis entregas finales, el último capítulo prueba que Dickens sí lo terminó y sus herederos no le deben ni un chavo a Chapman. Y eso no es todo. Piénselo, se lo ruego. Una novela nueva de Dickens es una novela nueva de Dickens, con todo lo que eso supone. Pero una novela inacabada de Dickens es un misterio en sí mismo. ¡Imagine las especulaciones, el éxito! El interés que despierta la publicación de Chapman es inestimable.
—Y no tiene que vérselas con los piratas, como nos pasa a nosotros aquí sin los derechos del señor Dickens —dijo Osgood.
—No, es cierto —admitió Fields.
—Entonces ¿cree usted que las páginas que le entregamos, aquel último capítulo, todavía existen?
—Puede que verdaderamente las destruyera un accidente. Nunca lo sabremos. A no ser que… Bueno, usted dice que le pagan dos veces, muy cierto. Pero podría conseguir que, al final, le pagaran tres veces. Si llegara el día, tal vez dentro de meses, o dentro de diez años, o de un siglo, en que la empresa de Chapman o sus herederos necesitaran dinero, podrían publicar el final «¡recién desvelado!» de
El misterio de Edwin Drood
¡y causar una revolución entre el público lector! El villano de la novela sería condenado de una vez por todas.
Osgood lo pensó durante un instante.
—Tiene que haber algo más que podamos hacer.
—Ya lo hemos hecho. Hemos tenido todo un éxito gracias a usted y a la señorita Sand.
Osgood se dio cuenta entonces de que Fields empuñaba una pluma en su escuálida mano.
—Mi querido Fields, vaya, no debería fatigarse escribiendo. Ya sabe que la señora Fields me ha encargado que le vigile para que se cuide esa mano. Puedo llamar a su asistente o hacerlo yo mismo.
—No, no. Esta última cosa tengo que escribirla yo mismo, gracias, ¡aunque no escriba nada más en toda mi vida! Estoy cansado y hoy me voy a marchar temprano a casa a dormir, como su viejo gato de rayas. Pero antes, tengo un regalo para usted, por eso le he hecho venir.
Fields mostró un par de guantes de boxeo. Osgood, riendo para sí, no supo qué decir.
—Será mejor que los acepte, Osgood.
Fields deslizó sobre la mesa de despacho una hoja de papel. En ella, trabajosamente caligrafiado de su puño y letra, se veía el diseño preliminar de un membrete de papelería. En él se leía:
James R. Osgood & Company. 124 Tremont Street
—Esta talentosa y encantadora joven me ha ayudado a diseñarlo —dijo Fields.
Rebecca apareció en el quicio de la puerta con un vestido blanco de cachemir y una flor en el pelo, recogidos los rizos negros en un moño alto. Osgood, olvidando que tenía que contenerse, tomó sus manos entre las de él.
—¿Cómo te sientes, mi querido Ripley? —preguntó ella sin aliento.
—Sí, no sea tímido —dijo Fields—, ¿qué le parece esto? Con sinceridad. ¿Le ha sorprendido, mi querido Osgood?
El aprendiz llamó a la puerta haciendo equilibrios para sujetar un paquete mal envuelto que era casi tan grande como él.
—Ah, Rich —dijo Fields—. Pídele a Simmons que envíe una nota a Leypoldt informándole de que tenemos cambios para su información. ¿Qué es eso? —preguntó refiriéndose al paquete—. En este momento estamos muy ocupados celebrando las buenas nuevas.
—Creo que es un paquete. A ver, está dirigido a… —empezó a decir el aprendiz, haciendo una pausa insegura—. Vaya, a James R. Osgood y Compañía, señor.
—¿Cómo? —exclamó Fields—. ¡Imposible! ¿Qué especie de Tiresias moderno podría saberlo ya? ¿Qué clase de hombre con más ojos que Argos?
Osgood abrió con calma las sucesivas capas de papel, tan frías tras el trayecto invernal del paquete que bien podían ser finas láminas de hielo. Debajo de ellas emergió el busto de hierro de un distinguido Benjamin Franklin con su precavida mirada de soslayo tras las gafas y sus labios fruncidos.
—Es la estatua del despacho de Harper —anunció Osgood.
—¡Es la posesión más querida del Mayor! —dijo Fields entre la sorpresa y el desconcierto.
—Hay una nota —dijo Osgood, antes de leerla en voz alta.
Felicidades por su ascenso, señor Osgood. Cuide bien de esta reliquia por el momento. Se la reclamaré cuando consiga absorber su firma. Siempre alerta, su amigo Fletcher Harper, el Mayor.
En la parte superior del papel se veía el emblema de la eterna antorcha de Harper.
—¡Harper! ¿Cómo ha podido enterarse ya? ¡Traigan un martillo! —clamó Fields—. ¡Maldito Harper!
Osgood sacudió la cabeza tranquilamente y sonrió con ponderación.
—No, mi querido Fields. Que se quede con nosotros. Tengo la agradable sensación de que ya será nuestra para siempre.
El 9 de junio de 1870 Charles Dickens murió de un derrame cerebral a los cincuenta y ocho años de edad en su finca familiar de la campiña inglesa. Fue probablemente el novelista más leído de su tiempo. Después de su muerte, algunos observadores culparon de su deteriorada salud al esfuerzo de su gira de despedida por los Estados Unidos, mientras que otros señalaban a la tensión a la que le tuvo sometido su último libro. Antes de derrumbarse, había escrito las primeras seis entregas de las doce que iban a constituir
El misterio de Edwin Drood
, la novela inacabada más famosa de la historia de la literatura.
El último Dickens
se propone retratar a Charles Dickens y el ambiente que rodeó su vida y su muerte tan fielmente como sea posible. El lenguaje, comportamiento y personalidad de Dickens tal como aparece en este libro incorporan muchas conversaciones y hechos reales. La recreación de su histórica gira de despedida por los Estados Unidos (1867-1868) está inspirada en visitas a lugares como el hotel Parker House, donde se alojó Dickens en Boston (ahora el Omni Parker House), y enriquecida con la investigación de correspondencia, programas de teatro, artículos de periódicos y recuerdos de participantes como George Dolby y James Fields y su mujer Annie. Así, la mayor parte de los incidentes aquí descritos son históricos, incluido el rescate por parte de Dickens de los animales en peligro y su visita con Oliver Wendell Holmes a la facultad de Medicina de Harvard.
El incidente de la acosadora que se relata en los mismos capítulos está basado en una serie de encontronazos reales con una admiradora de la buena sociedad de Boston llamada Jane Bigelow, en la que se inspira Louisa Barton, pasada por el prisma de la ficción. Un recaudador de impuestos chantajeó al personal de Dickens y planeó su arresto por evasión de los impuestos federales del espectáculo. El diario de bolsillo de Dickens del año 1867 desapareció verdaderamente en Nueva York casi al mismo tiempo, reapareciendo sin explicación más de cincuenta años después en una subasta (hoy forma parte de la colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York).
Entre los personajes históricos de esta novela se encuentran James R. Osgood, los Fields, los Harper, Frederic Chapman, John Forster, Georgina Hogarth, Frederick Leypoldt, el personal de gira de Dickens —Dolby, Henry Scott, Richard Kelly, George Allison— y los hijos de Dickens —Frank, Katie y Mamie—, todos ellos recreados aquí a través de la investigación de sus vidas personales y profesionales. Los personajes de ficción, entre los que se encuentran Tom Branagan, Rebecca y Daniel Sand, Arthur Grunwald, Jack Rogers, Herman Cabeza de Hierro y Marcus Wakefield, se han desarrollado a partir de la investigación de la época. Rebecca refleja los avances y retos reales de una nueva clase de mujer soltera trabajadora en el Boston de mediados a finales del siglo
xix
, así como de las mujeres divorciadas. El comercio internacional de opio y sus movimientos en Inglaterra y la India británica tal como se retratan, lo mismo que el sector de los libros, reflejan momentos decisivos en la historia.
La empresa de Fields, Osgood & Co. se convirtió en la editorial americana autorizada de Charles Dickens en 1867, una circunstancia que inflamó la polémica con su rival Harper & Brothers. Dickens realmente se ofreció a contarle el argumento de
El misterio de Edwin Drood
a la reina Victoria antes de que llegara al público, pero parece ser que ella declinó la invitación. Con
Drood
incompleto, las dramatizaciones teatrales y las secuelas «espirituales» florecieron y se multiplicaron. Se empezó a correr el rumor de que Dickens había escrito más de lo que se había publicado de la novela. Mientras que, en
El último Dickens
, los esfuerzos de Osgood por encontrar pistas que le condujeran al resto de la novela de Dickens son producto de la imaginación, muchos de sus elementos claves surgieron de la historia y el estudio. Dickens se inspiró fielmente para su fumadero de opio y sus personajes en un establecimiento auténtico de Londres que visitó, y que dirigía una mujer llamada Sally u «Opium Sal»; también es posible que entre sus fuentes de inspiración para la desaparición de Edwin Drood se incluyera una leyenda de Rochester sobre los restos humanos del sobrino de un hombre que se encontraron en las paredes de su casa. El dueño del Falstaff Inn, situado enfrente de la finca de Dickens, era William Stocker Trood y tenía un hijo llamado Edward. La figura de Dickens
Turco sentado fumando opio
se vendió en subasta con el resto de sus pertenencias en Christie, Manson & Woods, Londres, el 8 de julio de 1870. La figura, junto a la pluma que Dickens empleó para escribir
Drood
, pueden verse hoy en el Museo Charles Dickens de Londres; su bastón de paseo con el tornillo en la empuñadura se encuentra en la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard.
Chapman & Hall publicó
El misterio de Edwin Drood
en forma de libro a finales de 1870 en Londres y Fields, Osgood & Co. lo hicieron en Boston; a su publicación en Boston le siguió una edición no autorizada de Harper & Brothers en Nueva York. Como se muestra en el libro, a finales de 1870 Fields se retiró y Osgood se convirtió en el propietario de James R Osgood & Co. En 1926 Chapman & Hall manifestó que conservaba su contrato original con Dickens para la publicación de
El misterio de Edwin Drood
guardado en su caja fuerte, pero no lo quería mostrar. Menos de un año después declaró que ya no conseguía encontrarlo. En los años posteriores a la muerte de Dickens las diversas pruebas que han ido apareciendo han arrojado escasa luz sobre sus intenciones con respecto a
El misterio de Edwin Drood
. Las preguntas sobre la novela y su final siguen estando hoy tan candentes como siempre.
Para escribir una novela situada en una era tan despiadada de la industria editorial, he tenido la suerte de que detrás de este proyecto estén unas profesionales del sector editorial tan generosas como mi agente literaria, Suzanne Gluck —inagotablemente dedicada y diestra—; mi editora, Jennifer Hershey —perspicaz, creativa y provocadora—, y una campeona de la perseverancia en la persona de Gina Centrello. He tenido la suerte de beneficiarme de las aportaciones y la orientación de Stuart Williams, de Harvill Secker. Muchas otras personas me ofrecieron su apoyo y su imaginación: en Random House, Avideh Bashirrad, Lea Beresford, Sanyu Dillon, Benjamin Dreyer, Richard Elman, Laura Ford, Jennifer Huwer, Vincent La Scala, Sally Marvin, Libby McGuire, Annette Melvin, Courtney Moran, Gene Mydlowski, Jack Perry, Tom Perry Carol Schneider, Judy Sternlight, Beck Stvan y Jane von Mehren, además de Amy Metsch, de Random House Audio; en Harvill Secker, Matt Broughton, Liz Foley, Lily Richards; en la agencia William Morris, Sarah Ceglarski, Georgia Cool, Raffaella de Angelis, Michelle Feehan, Tracy Fisher, Eugenie Furniss, Evan Goldfried, Alicia Gordon, Erin Malone, Elizabeth Reed, Francés Roe, Cathryn Summerhayes y Liz Tingue.
En busca de opinión e ideas he confiado en mi soberbio círculo de lectores, compuesto una vez más por Benjamin Cavell, Joseph Gangemi, Cynthia Posillico e Ian Pearl, quienes han demostrado ser inmarchitables ante los molestos prestatarios de su genio, y a los que esta vez se han unido los brillantes talentos adicionales de Louis Bayard y Eric Dean Bennett. Gabriella Gage aportó una inestimable ayuda en un momento crucial de la compleja investigación, reforzando el proyecto con su persistencia, recursos y paciencia. Susan y Warren Pearl, Marsha Wiggins, Scott Weinger y Gustavo Turner estuvieron presentes todo el tiempo para impulsar tanto el trabajo como el descanso. Y mi gratitud a Tobey Pearl, que me ayudó a cruzar todos los valles y las colinas del proceso de la primera a la última palabra.
Me descubro ante más de un siglo de estudios sobre Charles Dickens y
El misterio de Edwin Drood
, en particular ante todo lo que ha sido publicado por las revistas
Dickensian
y Dickens
Studies Annual
, y los escritos de Arthur Adrian, Sydney Moss, Fred Kaplan, Don Richard Cox, Robert Patten y Duane Devries, con la aportación extraordinaria por parte de estos tres últimos eruditos de respuestas a través de la correspondencia privada. He tenido el privilegio de poder consultar los fondos de la Biblioteca de la Universidad de Harvard, la Biblioteca Pública de Boston, la Bostonian Society, la Philadelphia Free Library y el Museo Dickens de Londres.
Esta novela está dedicada a todos los profesores de inglés que he tenido.