El último Dickens (39 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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En medio de todo aquello, hizo su entrada una joven rubia y hermosa rigurosamente tapada, una mujer cuya existencia todos conocían, aun a pesar de que no debían. Pero el señor de la casa tampoco se movió ante la mirada sobrecogida de sus ojos azules. Aquella misma inmovilidad se prolongó toda la noche. Un médico de Londres todavía más sombrío se unió a los otros en el comedor. Pálido y agitado, el médico de Londres diagnosticó una hemorragia cerebral.

—El pobre Jefe nunca volvería a moverse de ese sofá.

Con un gesto apesadumbrado, Henry aseguró que no podía contar nada más.

—Gracias, señor Scott —dijo Osgood—. Sé que debe de ser muy doloroso recordarlo.

—Por el contrario. Es para mí un gran honor haber estado presente.

El tren que les llevaba a Londres no iba a la velocidad que hubieran deseado los dos viajeros. Unas horas después de su llegada a la capital, Datchery había recibido el mensaje del dueño del Falstaff y se reunía con ellos en el hotel de Piccadilly. Osgood no podía acudir a Scotland Yard sin traicionar la confianza de William Trood, pero el excéntrico Datchery, hipnotizado o no, podía investigar sin problemas. Osgood vertió toda la información sobre Edward Trood y sus contactos con los traficantes de opio amigos de su tío.

—¡Extraordinario! —espetó Datchery paseando su espigado y largo esqueleto de un lado a otro de la habitación. Parecía estar a punto de romper a reír—. Vaya, Ripley, ¡estoy convencido de que ha dado un giro a la investigación!

Osgood chasqueó los dedos.

—Si eso es cierto, ahora todo encaja, mi querido Datchery, ¿no es verdad? Cuando Dickens dijo que iba a ser algo «peculiar y novedoso» se refería a esto: estaba abriendo el caso de un auténtico asesinato sin resolver. Era diferente a cuanto había hecho antes, diferente a lo que había escrito Wilkie Collins o cualquier otro novelista. Piense en cómo empieza uno de los primeros capítulos de
Drood
.

Osgood había leído las entregas tantas veces que podía recitarlas de memoria, pero sacó la primera entrega de su maletín para mostrársela a Datchery.


Por motivos que la misma narración irá desvelando por sí misma a medida que avanza
—leyó desde la primera frase del capítulo 3—,
es necesario dar un nombre ficticio a la ciudad de la vieja catedral. Que figure en estas páginas como Cloisterham
.

—¡Por supuesto! —exclamó Datchery.

—La razón por la que Rochester aparece bajo el nombre de Cloisterham —explicó Osgood— es que estaba a punto de desvelar un crimen real y señalar a un criminal de verdad.

Datchery asintió con vigorosos cabezazos.

—Y cuando se empezó a publicar en serie
El misterio de Edwin Drood
, todas las miradas estaban posadas en la novela y todos los ojos pertenecientes al mundillo de esos contrabandistas y traficantes de opio podían descubrir en ella la historia del pobre Edward Trood. Piénselo: Nathan Trood ha muerto, pero si tuvo ayuda en el asesinato de su sobrino, alguien temería ser descubierto.

—Sólo que William nunca alertó a la policía. El asesino de Edward habrá vivido tranquilo todos estos años —comentó Osgood.

—Efectivamente. ¡Pero si la novela de Dickens revelaba nuevas pistas, podría llevar a la policía a descubrir hechos del caso real y a los otros asesinos de Edward Trood! —Datchery se interrumpió a sí mismo levantando una mano para pedir silencio. Señaló a la puerta, donde se oía un ligero sonido de roce.

—¿Señorita Rebecca? —susurró Datchery.

—No, no creo que pueda ser ella… La señorita Sand ha salido a hacer los trámites para solicitar un crédito a nuestro banco de Londres para prolongar nuestra estancia —dijo Osgood en voz baja—. El dinero que trajimos se ha evaporado. Estará fuera por lo menos otra hora más.

Datchery le hizo un ademán a Osgood para que se retirara a un lado y le dijo con gestos que alguien les estaba espiando. Luego agarró un atizador de hierro de la chimenea. Atravesó con paso firme toda la longitud de la bien amueblada habitación y abrió la puerta despacio. Una mano poderosa salió disparada y atrapó a Datchery por la muñeca, retorciéndosela hasta que el atizador cayó al suelo.

—¡Dios santo! —gritó Datchery trastabillando hacia atrás. Alcanzado por un certero puñetazo en la mandíbula, se tambaleó y cayó.

—¡Auxilio! ¡Pida auxilio! —gimió Datchery mientras intentaba retirarse a rastras.

—No es necesario, señor Osgood —dijo el agresor.

Osgood se había aproximado al tirador de la campana de servicio, pero, al oír que se dirigía a él por su nombre, se detuvo y observó con asombro al recién llegado.

El joven que se acercaba a él se quitó la capa y el gorro para descubrir la figura de Tom Branagan.
¡Tom Branagan!
¡Un hombre al que Osgood no había visto desde hacía más de dos años (desde el fin de la gira americana de Dickens) ahora irrumpía en su habitación con una violencia injustificable!

Branagan, que ya no se parecía al chaval que era cuando estuvo en América, sino a un hombre de constitución vigorosa, arrancó los cordones de las cortinas y comenzó a atarle las manos a Datchery.

—¡Señor Branagan! —exclamó Osgood—. ¿Qué está pasando aquí?

—¿Qué quiere de mí? —gimoteó Datchery lastimero.

Branagan, con los ojos ensombrecidos por la furia, se plantó sobre Datchery y le mantuvo inmovilizado apretando con el tacón de la bota el centro de su cuello.

—En nombre de Charles Dickens, ha llegado el momento de las respuestas.

29

Osgood se agachó en la alfombra junto a Datchery. El editor no podía comprender aquella inesperada conmoción. Intentó repasar en su cabeza todo lo que había ocurrido para ver si le encontraba algún sentido: la casi fatal visita al fumadero de opio, la explicación de William Trood sobre su hijo, la repentina aparición de la nada de Tom Branagan en su hotel de Londres y el injustificado ataque a su compañero.

—¡Branagan! —exclamó Osgood—. ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Qué hace usted aquí? —Osgood tomó una mano de Datchery e intentó que recuperara el conocimiento. Soltó el cordón de las cortinas que Tom había empleado para inmovilizarle.

—Yo no quería hacerlo, señor Osgood —dijo Tom.

—Señor Branagan, haga el favor de humedecer un paño con agua fría en la jarra de la mesilla. Mi buen Datchery, esto debe de ser algún absurdo malentendido. Conocí a este hombre brevemente cuando era mozo de carga del señor Dickens en su viaje a América.

—No he sido yo el que ha sufrido un malentendido, señor Osgood —dijo Tom—. Ya no soy mozo de carga.

—Entonces, ¡explíquese de inmediato, si se atreve! —gritó Osgood al apuesto joven. Había intentado contener su ira pero no pudo seguir haciéndolo cuando vio la falta de arrepentimiento en la actitud de Tom—. Esto es lo que usted sigue llamando «actuar por instinto», supongo.

Tom cerró la puerta que daba al pasillo.

—Este hombre es un estafador y un tramposo. No es quien dice ser.

—Ya sé que no es Dick Datchery, por supuesto, ¡Datchery es un personaje de una novela de Dickens! Me temo que está usted algo despistado. Este hombre no está bien y, sin que sea culpa suya, se encuentra bajo un poderoso influjo hipnótico iniciado por el señor Dickens antes de su muerte y que nos ha propiciado unas visiones únicas de un caso importante gracias a su talento de investigador.

Para entonces, Datchery se había puesto de pie y recuperaba el equilibrio apoyándose en la pared hasta que pudo sentarse en una silla.

Tom dijo:

—¿Por qué no le pedimos que nos lo explique él mismo?

—No sé lo que pretendes intimidándome de esa manera, muchachito —protestó Datchery frotándose la mandíbula ensangrentada pero intentando forzar una sonrisa—. Me has confundido con otro.

—Si no quiere decir la verdad, muy bien. Yo lo haré. Señor Osgood, este miserable, disfrazado con un traje de George Washington, actuó como especulador y alborotador durante toda la gira del jefe por América, con el propósito de sabotear y truncar el éxito económico de la gira de lecturas.

Los ojos del acusado se achicaron con furia y se lanzó sobre Tom.

—¡No voy a aceptar que se me insulte sin hacer nada!

Tom propinó a Datchery un fuerte puñetazo en el estómago. Luego sacó una pistola del bolsillo y apuntó con ella al hombre que se doblaba de dolor.

Osgood se quedó paralizado al ver el arma.

—Datchery, lárguese —dijo Osgood intentando mantener la calma—. ¡Datchery! ¡Váyase antes de que sufra peores daños! —repitió. Pero Datchery no se movió, sino que se quedó mirando alternativamente a Osgood y a Tom.

—Le meteré una bala en el cuerpo si le miente una vez más, señor —dijo Tom apuntando la pistola con el pulso firme como una roca.

—¡Datchery, váyase! —gritó Osgood—. ¡Branagan, estése quieto! Este hombre ha sido un amigo para mí —pero cuando Osgood miró por encima de su hombro al objeto de sus palabras vio una extraña mirada inexpresiva que lo desmentía.

—No me llamo… Datchery —dijo el hombre pronunciando las palabras en un susurro de confesión mientras su acento se modificaba pasando a ser más un suave producto de las calles de Nueva York que de la campiña inglesa. Les miró con ojos fatigados, como los de un viejo marinero—. Me llamo Rogers. Jack Rogers. Ahora ya saben mi nombre. Guarde su pistola y no me pegue más, señor Branagan, para que pueda contar mi historia.

Jack Rogers mantuvo la mirada en sus pies la mayor parte de su relato.

—No quería hacerles daño a ninguno de los dos y he aprendido a respetarle a usted, señor Osgood, más de lo que nunca creí que pudiera respetar a un hombre de negocios y de mundo, por su perseverancia y su autenticidad. Probablemente se ha centrado tanto en sus éxitos que se ha vuelto contra sí mismo y no ve todo lo demás que tiene. Espero que, después de conocer mi postura, pueda comprenderla.

Cuando era joven Rogers había sido actor en los teatros de segunda fila de Nueva York. Venía de una familia pobre con pocos recursos que no veía con buenos ojos su elección laboral. Su especialidad sobre el, escenario fue decantándose hacia un estilo abiertamente cómico y de aventuras violentas. Una vez, mientras ensayaba una obra en la que había un largo duelo a espada, se produjo un accidente en el escenario y la hoja de su arma alcanzó al hijo del empresario, al que no pudieron salvar los esfuerzos que los médicos realizaron durante las horas siguientes. Rogers quedó destrozado por el espantoso accidente y fue expulsado del teatro. Después de pasar por períodos irregulares de trabajos difíciles en la debilitada economía americana, en el año 1844 el alcalde de Nueva York, un tal James Harper, fundador de la editorial Harper & Brothers, puso en marcha el primer cuerpo de policía de la ciudad. Aquellos empleos se consideraban poco apetecibles y resultaba difícil cubrir las plazas. Rogers, que no tenía otro trabajo, se presentó voluntario.

La policía de Harper se convirtió en un ejército poderoso dentro de aquella ciudad explosiva por las rivalidades políticas y étnicas y la corrupción. Al año siguiente el alcalde republicano fue derrotado y la policía pasó a otras manos, pero los Harper mantuvieron reservadamente fuertes vínculos con los policías. Al poco tiempo, el ex alcalde Harper ofreció un empleo privado a Rogers, que había destacado por una cierta entereza de carácter, su inteligencia despierta y la habilidad para resolver los enigmas. Cuando James, que seguía siendo conocido como el Alcalde, o cualquier otro de los hermanos que constituían la empresa editorial (John, el Coronel; Wesley, el Capitán; y el más joven, Fletcher, el Mayor) necesitaban ayuda, en particular de naturaleza secreta, recurrían discretamente a Rogers.

Un caso de este tipo se presentó en el verano de 1867, cuando Charles Dickens anunció que Fields, Osgood & Co. serían a partir de entonces sus editores para América en exclusiva. Los Harper envidiaban y temían los ingresos que esto supondría para sus rivales de Boston. Enviaron a Rogers y a otro par de agentes a provocar disturbios en las ventas de entradas para la gira americana del autor, con la esperanza de que los periódicos retrataran a los editores de Boston como incompetentes, miserables y avariciosos. Como parte de este plan de alborotos, Rogers, disfrazado de revendedor con una llamativa peluca y un sombrero de George Washington, propagó a los periodistas las acusaciones de que Tom Branagan había instigado la violencia en una de dichas ventas. Mientras, los Harper ordenaban a su revista semanal que imprimiera caricaturas y columnas malintencionadas y provocadoras sobre Dickens tan rápido como pudieran ser inventadas, igual que había hecho Fletcher con sus ataques contra los sinvergüenzas, corruptos y amigos de los inmigrantes que controlaban la operación política de Tammany.

—No es necesario que juzguen mi moralidad con sus miradas acusadoras —dijo Rogers sacudiendo la cabeza con profunda tristeza—. ¡Sé que mis actos han sido despreciables! Hace muchos años, después de mi accidente en el teatro, sufrí de un insomnio constante. No habría sobrevivido sin el láudano que me daba el médico. Pero no tardé en descubrir que no podía pasar unos días sin la droga en mi organismo. Caía y me decía a mí mismo que aquélla era la última vez. Una simple hora sin ella y me parecía que las entrañas se me desgarraban y resecaban, iba por ahí sintiéndome humillado y melancólico. El láudano no era ya suficiente, iba detrás del opio puro como si fuera la más suculenta de las comidas servida por una voluptuosa sirena en el corazón de un violento torbellino. El opio era mi panacea. Tomaba una dosis a las diez en punto y otra a las cuatro y media. Durante horas después de tomar una nueva dosis me sentía invencible y lleno de energía, con una capacidad intelectual y física más allá de lo estrictamente humano. Era Atlas con el mundo en equilibrio sobre mis hombros. Y así me convertí en el esclavo permanente de la droga y para conseguirla habría caminado descalzo sobre carbones encendidos o nadado hundido hasta el cuello en mi propia sangre. Bajo sus efectos el estómago y los intestinos se me retorcían y la cabeza me estallaba. Tomaba más para intentar resistir y caí en una peligrosa sobredosis.

»El Mayor notó que algo me pasaba.

»—¡Bueno! —me dijo quitándose las gafas con su habitual gesto dramático—. Ya sabe que soy un hombre franco, Rogers, y un buen metodista, de manera que se lo preguntaré claramente: ¿puede usted superar sus hábitos y continuar sirviendo a esta empresa?

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