El último Dickens (17 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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Tom llegó al hotel con parte del equipaje que habían enviado más tarde y se encontró a Dickens y a Dolby consolando a una anciana que sollozaba con lágrimas de humillación. El detective del hotel estaba de pie a su lado.

Tom se acercó a Richard Kelly, el agente de ventas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tom en un susurro.

Kelly le explicó que se trataba de una viuda a la que el dueño del hotel tenía en gran aprecio y que se había acercado a llevar unas flores a la habitación de Dickens. Cuando salía ya del cuarto del escritor se encontró en el pasillo con otra mujer que se lanzó sobre la señora y empezó a aporrearla con los puños. Para cuando los gritos de la víctima atrajeron a Dickens y a un camarero del hotel, la otra mujer ya había desaparecido.

—Imagine, una pobre viuda de cabello blanco…, una admiradora de Su Majestad… ¡Agredida!

—¿Por qué habrá hecho eso la otra mujer?

—¡Porque tenía un poco perdida la cabeza! —concluyó Kelly.

Tom, preocupado por lo que había pasado, se separó de Kelly y volvió al pasillo.

—No lo sé —escuchó decir a la viuda entre sollozos—. Me dijo que tenía muy poca vergüenza por entrar en las habitaciones de Charles Dickens sin carabina, como si fuera su esposa. No dejaba de pegarme, primero con el bolso y luego con los puños. ¡Oh, señor Dickens!

Éste le respondió

—Lamento lo que ha sucedido. Es chocante que constantemente me estén pasando cosas que nadie más en el mundo podría creer.

Para la siguiente campaña de ventas, Dolby desarrolló un plan para combatir a los especuladores. Se haría estampar en todas las entradas un número único antes de su venta, impidiendo los denunciados intentos de falsificación. Con diez mil entradas para la próxima venta de Nueva York, más las ocho mil de Baltimore y las seis mil de Washington, esto supondría varios días de trabajo para Tom, Richard y Marshall Wild, un modesto agente de ventas americano que habían contratado para ayudarles. La tarea de sellado despertaba constantemente a Dickens, de manera que Dolby trasladó el grupo al pasillo, donde tuvieron que sentarse en el suelo. Más tarde, Dolby dio instrucciones a su equipo para que a los primeros compradores de la cola (que solían ser por lo general revendedores o enviados suyos) sólo se les vendieran entradas de las últimas filas del teatro, a fin de que no pudieran hacerse con las mejores localidades.

Por supuesto, los periódicos publicaron reportajes en los que se decía que Dolby, en su caza del revendedor, atropellaba al inocente ciudadano neoyorquino y se señalaba regocijadamente que ningún «Dolby ex machina» iba a resolver el problema.
¡Sin duda ya es hora de que el cabeza de chorlito de Dolby —
arengaba el
World— regrese a lo más profundo de las tinieblas autóctonas de las que ha salido!

En esta ocasión la venta se iba a llevar a cabo en Brooklyn y en un día desapacible, más frío que los que habían vivido en Boston. Su trineo llegó, después de cruzar el río a bordo de un ferry, a las ocho en punto de la mañana. Dolby se apeó de él con su maletín de entradas, seguido de Tom, Kelly y Wild.

—Dios del cielo —juró para sí en un susurro Dolby cuando vio el espectáculo.

La cola tenía una longitud de tres cuartos de milla. Más tarde, como consecuencia del incidente que estaba a punto de ocurrir, los periódicos declararían que había tres mil personas. Habían elegido la iglesia de Plymouth para la lectura porque era el único edificio con capacidad para la cantidad de público que se esperaba. Tuvieron que desmontar el púlpito para dejar espacio a la iluminación de gas y la mampara.

El personal de taquilla fue zarandeado por la multitud a su paso.

—¡Te lo vamos a comprar todo, Dolby, trineo incluido!

—Así que Charley te ha dejado usar el trineo, ¿eh, Dolby? ¿Cómo se encuentra esta mañana? ¿Nos está escribiendo un libro nuevo?

—¡Déjame que te lleve la valija de las entradas, cabeza de chorlito! ¡Dile a Dickens que se lleve a mi mujer a la madre patria si ya no quiere a la suya!

Ya había policía y detectives allí presentes para intentar contener a la muchedumbre. Uno de los agentes se acercó a Dolby y le dijo algo al oído. Dolby asintió y puso rumbo a la taquilla con el fin de prepararse para la acometida. Durante la noche, el termómetro de Réaumur había caído por debajo de los cero grados. Los hombres que habían formado la cola yacían en colchones de paja, bebían whisky barato, cantaban canciones escandalosas, encendían hogueras. Las pistolas de bolsillo se exhibían para disuadir a los recién llegados que intentaban colarse.

La policía había identificado a un gran número de revendedores conocidos no sólo de Nueva York, sino de Filadelfia, New Haven y Jersey City. Los ayudantes de los revendedores brindaban a la salud de Dickens con bourbon y comían pan con carne que sus jefes les habían proporcionado en bolsitas. En el grupo se incluía el revendedor visto ya anteriormente, vestido de George Washington. Parloteaba sobre la visita de Charles Dickens considerándola el asunto más importante de toda la historia de América. Resultaba una extraña apreciación viniendo de George Washington.

—¡Porque no nos iremos a casa hasta que amanezca, hasta que la luz del día aparezca!

La canción empezó a sonar hacia la mitad de la cola y se extendió por toda la variopinta concurrencia. Un sujeto propuso un brindis por los dos hombres que habían dejado su impronta en la civilización del siglo XIX:

—Por William Dickens y Charles Shakespeare. ¡A ver quién se atreve a negarlo!

Otro hombre salió de la fila y le dio unos golpecitos a Tom en el brazo con su bastón de bambú.

—¡Tú! ¿Qué significa esto?

—¿Cómo dice? —respondió Tom.

—¿Pretende colocarme al lado de dos puñeteros negros?

Tom echó un vistazo a la cola que venía detrás y vio a dos jóvenes con el más leve tono marrón en sus rostros.

—Se sentará usted en la iglesia, señor, exactamente en el lugar que indica su entrada —dijo Tom.

—¡Si me voy a sentar al lado de uno de esos dos, será mejor que me cambie de sitio!

—Estoy convencido de que el señor Dickens no admitiría su objeción —dijo Tom con ecuanimidad y tensando los músculos por si tenía que reducir al hombre—. Puede irse ahora si lo prefiere.

El hombre, echando humo y con aspecto de estar a punto de arrancarse los cabellos, se dio la vuelta y se marchó gritando improperios contra Charles Dickens por hacer lecturas abiertas y contra Abraham Lincoln por liberar a los negros permitiéndoles asistir a ellas. Los dos hombres de la fila se tocaron el ala del sombrero en agradecimiento a Tom.

Mientras tanto, la policía se dedicaba a extinguir hogueras demasiado cercanas a las casas de madera que había a ambos lados de la estrecha calle, provocando una oleada de amenazas y bravatas de la turba. Tom siguió inspeccionando la cola, impactado por la interminable variedad del género humano. Como había pasado en Boston, las clases altas tenían empleados o criados que les guardaban el puesto: en consecuencia, alrededor de las nueve de la mañana, la composición de la fila empezó a cambiar de gorras a sombreros, de mitones a guantes de seda y bastones de paseo.

Tom desvió su atención hacia una mujer que miraba inquisitivamente en dirección a él. Con ojos fríos y claros pero apagados, permanecía fuera de la fila de gente, casi como si estuviera realizando el mismo tipo de inspección que Tom. Llevaba un cuaderno de notas y escribía pensativa con un lápiz corto, con el ceño fruncido de una manera que parecía indicar que ésa era la expresión habitual de su rostro. ¿Sería otra taquígrafa de las que enviaban los editores piratas? La observadora pasó algunas hojas en busca de una limpia. Una de las hojas tenía un borrón de lodo o una especie de huella de barro pegada encima.

—¿Quiere usted ponerse en la cola de las entradas, señora? —le preguntó Tom acercándose a ella y haciendo el gesto de levantarse el sombrero—. Permitimos que las mujeres se pongan en la fila, o puede usted pedir a alguien que le guarde el puesto.

En ese preciso momento, los bulliciosos hombres de la fila volvieron a prorrumpir en canciones.

Cantaremos, bailaremos y estaremos alegres,

y besaremos a las queridas muchachas.

Porque no volveremos a casa hasta que amanezca,

hasta que la luz del día aparezca…

—¡Esos bribones horrendos y tan, tan vulgares! —comentó la mujer en voz alta del astroso grupo. Había extraído una navaja con empuñadura de nácar para sacar punta a la mina del lápiz. Tom observó que, para ser una navaja pequeña, tenía la hoja muy afilada—. No son en absoluto de los que apreciarían a Charles Dickens. He oído cómo esos rufianes necios se citaban unos a otros fragmentos… totalmente equivocados. ¡Uno de ellos atribuía una cita a
Nickleby
cuando era claramente de
Oliver Twist
! «Las sorpresas, como las desgracias, rara vez llegan solas.»

Había algo en la mujer que despertaba un vago recuerdo en la memoria de Tom.

—¿Ha asistido a alguna lectura anterior del señor Dickens? —le preguntó.

—¿Que si he asistido a alguna? Acérquese más. ¿Cómo se llama usted, estimado muchacho?

Tom dudó, luego se inclinó hacia la mujer y se lo dijo. Tenía un aplomo masculino, pero sus rasgos, ensombrecidos por el amplio sombrero de plumas negras que estaba de moda, eran hermosos. Calculó que andaría por su cuadragésimo año de vida, pero hacía gala de una seguridad en sí misma digna de una belleza de dieciséis años o de una matrona de setenta.

—¡Por supuesto que he asistido a sus lecturas! —dijo de repente con un tono de voz aún más elevado—. ¡Las adapta para mí, sabe usted! —hizo una pausa y frunció los labios—. Cambia sus libros a medida que los lee y con ello realiza todo tipo de locas improvisaciones para mí. Me refiero a Dickens —dijo tras comprobar la duración del silencio de Tom—. Me atrevería a asegurar que piensa usted que soy muy rara.

—¿Señora?

—¡Ah, sí! —exclamó—. Se está diciendo a sí mismo, aquí tenemos a una de esas americanas vulgares y horrendas. Pues bien, es cierto. No soy una buena chica. La verdad es que soy un íncubo. Y también soy medio inglesa, ¿sabe usted? Pero usted… usted es de la tierra de las patatas, ¿verdad? Sueña con la necesidad y el infortunio y lleva mantequilla en las venas —de repente dio un salto como si le hubiera asustado un trueno. Sacó un reloj de su bolso de tapicería—. ¡Llego espantosamente tarde! En el tiempo que llevamos hablando he faltado a dos citas. Adiós,
au revoir
.

Tom siguió su ronda cayendo en la cuenta de lo que le había llamado la atención de aquella mujer. No era exactamente la mujer, aunque con seguridad la había visto antes entre la muchedumbre que se formaba siempre alrededor de Dickens. Lo que le había llamado la atención había sido el cuaderno. El papel era exactamente del mismo color melocotón y del mismo tamaño (
exactamente el mismo
, de eso estaba seguro) que la carta que habían encontrado en la habitación de Dickens y que todavía conservaba. Sacó la carta del bolsillo de la chaqueta. La autora declaraba ser la mayor lectora de Dickens en
todo este país donde reina la vulgaridad
, unas palabras similares a las que había pronunciado la señora. Tom se giró y vio que se alejaba de la fila.

—Señora —exclamó Tom, y ella empezó a apretar el paso—. Espere. ¡Señora!

Entonces Tom escuchó que alguien le llamaba de lejos. Intentó no hacer caso. Si la mujer era quien él creía que era, aquélla podía ser su oportunidad para quitarse de encima el peso de las preguntas sobre el incidente del hotel. Tom se abrió camino zigzagueando entre la aglomeración sin retirar la mirada de las plumas de su sombrero, que se balanceaban por encima de la marea de gente.

—¡Branagan! —un nuevo grito, más alto, que esta vez no podía ignorar—. ¡Bra-Branagan!

Tom miró por encima de su hombro y descubrió que lo que hasta entonces había sido un pequeño altercado en la fila se había convertido en toda una batalla. Los combatientes se atacaban fieramente unos a otros con leños que habían cogido de las hogueras y pisoteaban a los caídos. En el centro de todo aquello se encontraba un grupo de especuladores y policías de Brooklyn. Los policías blandían las porras contra los palos. El señor George Washington se tambaleaba con la nariz chorreando sangre y mechones arrancados de la peluca blanca colgando de las orejas. Aprovechando que el combate se recrudecía, varios de los compradores más emprendedores, con las caras ensangrentadas, arrastraron sus colchones apresuradamente hasta los primeros puestos de la fila.

Tom se sumergió en el corazón de la pelea, embistió a uno de los atacantes y liberó a un policía. Un hombre, gritando como un salvaje, intentó pegar a Tom en la cabeza con un leño, pero él lo detuvo en el aire, lo rompió con las manos y lanzó al agresor a un banco de nieve. En ese momento, un refuerzo de policías cargó con las porras en ristre, ahuyentando a los alborotadores. Lo que muchos de ellos querían sobre todas las cosas era mantener sus puestos en la fila, y se aferraban a los barrotes de la verja que rodeaba la iglesia como si sus vidas dependieran de ello. Para su asombro, Tom se percató de que varios policías secretos, en vez de ayudar, sacaban provecho de la situación para ponerse en una posición privilegiada de la cola.

El revendedor vestido de George Washington vociferaba su ofendida protesta mientras era arrastrado del cinturón.

—¡Dadle al soez forastero por sus mugrientos panfletos literarios honores que nunca se dieron a nuestros héroes nacionales, a nuestros propios demócratas como el mismísimo George Washington! ¡La guerra literaria entre el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo ha empezado!

—Branagan, ¿va to-todo bien por ahí? —Dolby llegó a su lado corriendo, sin aliento y observando con atención a todos los hombres derribados alrededor de su empleado. Luego miró a Tom con un recién encontrado respeto.

Tom se miraba la palma de la mano, que se había quemado con el leño encendido y necesitaba vendarse de inmediato.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Dolby.

—¡Un desastre! —exclamó éste. Con un tartamudeo fortalecido por el susto, le explicó que habían empezado la venta de entradas ateniéndose a su nueva política contra los especuladores. Cuando quedó claro que la primera sección de la cola iba a obtener las entradas de las últimas filas, los impulsivos especuladores protestaron y maldijeron a grandes voces, mientras los más sensatos intentaban sobornar a los de atrás para cambiar de sitio con ellos. Los que no eran revendedores también protestaron. Los diversos jaleos fueron creciendo hasta generar un auténtico caos por toda la fila.

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