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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (3 page)

BOOK: El último patriarca
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La escuela escuela era otra historia. Levantarse tan temprano él, que necesitaba dormir hasta que el cuerpo le decía basta. Caminar una hora para ir, otra hora para volver. Y lo peor de todo: aquel maestro con los brazos tan largos, tan negro y que parecía salido del mismísimo infierno. Ya debía de haber oído hablar de él mucho antes, y en cuanto empezó a ir a la escuela, a los siete años, los primos más mayores lo debían de atemorizar antes de las clases. Ssi Foundou te pegará en las puntas de los dedos, que es donde hace más daño, o en las plantas de los pies. Te pegará tan fuerte que después no podrás ni caminar, y sólo por el hecho de haber encontrado a toda la clase armando follón, aunque tú no tengas ninguna culpa.

Y así fue. Ssi Foundou tenía unos brazos que le llegaban hasta las rodillas y unas manos que debían de doler si te pegaban. De piel negra, a Mimoun le daba miedo. No había visto antes ningún negro. Y aún menos con una vara de madera como la que llevaba aquel hombre.

Mimoun aprendió como solía aprender, muy de prisa. A pesar de que las palabras del maestro, pronunciadas en árabe del sur, le sonaban a maldiciones incomprensibles, pronto supo distinguir el «ven aquí, cabronazo» del «ya podéis iros a casa». Allí se acostumbró a recibir de otra forma. No como recibía de su padre, así, de repente y sin esperárselo, como por sorpresa. No, con Ssi Foundou era muy diferente: él mismo iba, sumiso, a recibir el castigo que se merecía. Porque si no iba, los golpes empezaban a multiplicarse, Driouch, diez golpes más, Driouch, veinte golpes más y voy subiendo. E iba subiendo. Puede que le hicieran más daño que los golpes de su padre. Tan frío, tan calculador, y ni siquiera parecía enfadado cuando levantaba bien alto la pieza de madera y cortaba el aire, zas, hasta que ya no se sentía las puntas de los dedos y parecía que le fuesen a reventar y la sangre de los capilares fuera a salpicado todo.

Hasta que empezó a faltar a la escuela, tan harto estaba de recibir. Hacía el camino con los otros y después se dedicaba a gandulear por los alrededores del pequeño edificio, esperando la salida de sus compañeros o de los alumnos más mayores para, de lejos y asegurándose una distancia ventajosa, gritar lo peor que les podía decir, el coño de tu madre, o marica que te follas a las gallinas de tu abuela. Alguna vez las piernas le habían fallado y había acabado llevándose más de una pedrada en medio de la cabeza, y volvía a casa con una colección de chichones decorándole la frente o las mejillas señaladas.

Faltar un día a la escuela era sinónimo de recibir más aún. El maestro te decía por qué faltaste ayer, y tú respondías, he estado enfermo, señor profesor. Eres un mentiroso, podía echarte en cara, Sald te vio a media mañana apacentando las ovejas cerca de aquí. Y daba igual que no tuvierais ovejas, sólo cabras, tú ya habías aprendido que era mejor callar para no multiplicar la condena.

Y cuantos más días faltaba, más difícil se le hacía volver, y cuanto más difícil se le hacía volver, más días faltaba.

Hasta que llegó a cuarto curso y tuvo que hacer aquella prueba tan importante que le permitiría pasar al siguiente ciclo. Una prueba muy importante, le debió de decir el abuelo, si no apruebas no podrás continuar yendo a la escuela y serás un borrico para siempre. Porque a pesar de la palpable realidad y de la naturaleza de Mimoun, el abuelo todavía anhelaba que su primogénito se dedicara al oficio de la medicina y que al menos uno de sus hijos pudiera dejar la vida en el campo y viviese de un trabajo tan respetable como el de médico.

Tan decisiva era la prueba, tan difícil, que Mimoun pronto se cansó de mirar la ininteligible página llena de símbolos que a duras penas reconocía. Sabiendo que no podía marcharse hasta que se acabara el tiempo, decidió distraerse dibujando en el margen inferior derecho del papel. Dibujaba el muro de casa en cuya parte más alta había ido dejando aberturas para que anidasen las aves, dibujaba pequeñas palomas con las bocas bien abiertas esperando la comida masticada que en ellas depositaba la madre. Dibujaba todo eso sin darse cuenta de que el bolígrafo no podía borrarse. Y empezó a borrar tanto como pudo, frotaba una y otra vez el papel hasta que, de tanto erosionarlo, se deshizo del dibujo haciendo un agujero.

Un agujero era incluso más visible que un dibujo en miniatura de unas palomas, y a Mimoun se le ocurrió recomponer el trozo de papel. Arrancó un trozo de otro sitio, lo ensalivó como si fuera un sello y lo pegó por la parte de detrás. Había quedado perfecto. No se veía el dibujo, únicamente un ligero relieve en la superficie de la hoja.

Cuando el abuelo fue a la escuela a recoger los resultados de la prueba y Ssi Foundou le contó que no sólo no había aprobado sino que había estado faltando muchos días, así como la gran obra de ingeniería que había llevado a término durante el examen, Mimoun empezó a correr en cuanto le vio la cara al salir del despacho del profesor. Hicieron así todo el camino hasta casa, el abuelo más enfadado de lo que había estado nunca y Mimoun jadeando y realmente asustado porque su padre nunca había resistido tanto tiempo persiguiéndole. Por primera vez sentía que le iba la vida, que quizá nadie lo podría salvar de aquello y que no podría escapar ni aunque llegaran a casa, que en esta ocasión su padre no fingiría que se había olvidado de todo lo ocurrido.

Pensando que quizá no solamente le haría daño sino que podía llegar a morir, a Mimoun le comenzaron a flaquear las fuerzas y notó que su paso se hacía más lento, que las piernas no le seguían. Hasta que sintió la mano del abuelo en el cogote y le pareció que ahí donde apretaba no circulaba la sangre. Mimoun miró a su alrededor buscando a alguien, fuese quien fuese, para pedirle auxilio. Nadie. Estaban en medio de la explanada. Nadie. Nadie mientras gritaba tan alto como podía. Nadie mientras recibía todo tipo de patadas allí donde acaba la columna, nadie mientras se protegía la nuca, tratando de detener las manos y los brazos de su padre. No había nadie cuando se vio empujado hacia la chumbera de los márgenes y supo que iría a parar contra ella no mucho después. No había nadie, nadie cuando Mimoun sintió todos los pinchos de la chumbera clavándosele en el rostro, en las manos, que le atravesaban la ropa y le provocaban mil heridas. El dolor se convirtió en miles de agujas que se le metían muy adentro.

Y si la abuela se había dedicado a justificar tanto el inusual comportamiento de su hijo en los años que siguieron al incidente de la bofetada, Mimoun relató con todo detalle el incidente de la chumbera para explicar sus actuaciones futuras.

6

ESTATE QUIETO, MIMOUN

Mimoun dejó de ir a la escuela, ya no sería médico ni dejaría de trabajar en el campo. El abuelo tuvo que empezar a hacerse a la idea de que su primer hijo varón no haría nada mejor en la vida de lo que había hecho él. Dejó de esperar nada y centró sus expectativas en el segundo hijo.

Mimoun dispuso de más tiempo para aprender cosas de la vida que nos cuesta siglos desaprender. De algunas no nos deshacemos jamás.

Y si la teoría de la abuela para explicar el carácter de su hijo era la de la bofetada, ¡plaf!, y la teoría del propio Mimoun era la de la chumbera que se te mete muy adentro, el abuelo tenía otra que pocas veces había explicado y que casi todo el mundo intentaba no mencionar en voz alta, por miedo a que la pesadilla se volviera a reproducir. Incluso ahora, si alguno de nosotros se atreve a preguntar «¿Es cierto que cuando padre tenía doce años le pasó aquello de las cabras…?», antes incluso de poder acabar la frase, la abuela de repente se muestra asustada y te cierra la boca con su palma llena de durezas. Calla, borrico, no digas nunca esas cosas, calla. Y es que hay quien dice que si hablas de los
djins
que has visto o de los
djins
que ha visto alguien de la familia puedes perder la razón y no volver a recuperarla nunca más. Nunca más.

En cambio el abuelo, como así podía explicar cada patada que padre arreaba a las puertas de casa o cada vez que lanzaba por los aires la mesa de la comida dejando regueros de caldo por las paredes de la estancia y podía justificar también aquella manera tan insólita de hacer girar los ojos hasta que sólo se veía el blanco, no se contenía nunca a la hora de hablar del episodio de las cabras.

De todos modos, se le notaba tenso cuando hablaba de ello, y se revestía de un cierto ademán trascendente, mirando hacia el infinito y rascándose la barbilla, que ya le blanqueaba.

Decía, sí, este hijo mío no ha vuelto a ser el mismo desde que le pasó todo aquello, desde esa maldita noche de verano. Él siempre os lo dice, que no está bien, que no está bien, y es verdad, no lo ha estado desde entonces. Y ahora aún lo veis bastante bien porque con el tiempo ha ido olvidando aquella aparición, Dios se lleve todas las apariciones lejos de vosotros, hijos míos.

Alguien se casaba. Y ya se sabe que en las noches de boda puede pasar de todo, los chicos iban y venían sin que nadie les dijera nada, se les permitían comportamientos que el resto del año no se podían ni mencionar. Incluso las chicas disfrutaban de más libertad, lo que convertía la situación en un campo abonado para los flirteos y los enamoramientos.

Esa noche en que no se sabe cuál de los primos mayores de Mimoun se casaba, él fue a parar al río que quedaba por debajo de la carretera, junto a los huertos del abuelo y justo detrás de la hilera de chumberas. Debió de llegar a oscuras; difícilmente le habrían dejado un quinqué en un día con tanta gente invitada en casa de los Driouch. Allí mismo, en la hondonada que formaba el río ahora medio seco, Mimoun tuvo la terrorífica visión que lo marcaría para toda la vida. La luna iluminaba la poca agua que circulaba, lenta, y se debía de percibir una niebla tenue, de esa que sólo aparece a ras de suelo. En medio de la serenidad y de la quietud de la noche, encima de la pared más alta del margen, apareció una cabra muy tiesa que parecía mirar a Mimoun. Lo miraba ftiamente y le dijo: ¿has visto a mi hijo? Hace rato que lo busco y tiene que estar, por aquí, he oído cómo me llamaba. Y Mimoun debió de asustarse y huyó como alma que lleva el diablo, o bien se quedó allí plantado, quieto, observando la aparición.

Dicen que después volvió a casa, se arropó con las mantas en la parte más oscura de la habitación, temblando, y no salió hasta pasados tres días y tres noches. Y que no quiso hablar de lo que había ocurrido.

Es muy cierto que algo pasó aquella noche en el río, porque todos los que lo vieron correr como un poseso hasta la casa con el rostro lívido pensaron que venía de enfrentarse con el mismísimo demonio.

Corren por la familia otras versiones no oficiales. 1) Hay quien dice que fueron las bebidas alcohólicas que circulaban por la boda, mezcladas con el primer porro de hachís que Mimoun se fumó con sus primos, lo que lo alteró hasta el punto de transformarle el rostro de aquella forma. 2) La versión menos oficial de todas es la que no se cuenta nunca: el primogénito de los Driouch debió de entrar de lleno en el mundo de los adultos cumpliendo el papel que les suele tocar a los miembros de la familia de estas edades por aquellos parajes. Teniendo en cuenta que el hermano de la abuela había regresado del río poco después que Mimoun, no es extraña la posibilidad de que, cansado de embestir asnos y gallinas, aprovechase la euforia del momento para buscar una cavidad más humana donde introducir su miembro erecto. No habría sido ningún hecho inusual que le hubiera dicho baja un poco, Mimoun, no te haré daño, no, no te haré daño, Mimoun, estate quieto, déjate ir, déjate ir, así, sí, así no te hará tanto daño.

7

FATMA

Hay quien te enseña el sexo y hay quien te enseña el amor. Mimoun pensó que Fatma le enseñaba el amor. Pensó que se había enamorado por cómo lo acariciaba cada vez que le hacía entrar en su alcoba. Había ternura en los gestos de ella. Si no fuera porque Mimoun tenía entonces sólo doce años y aún debía aprender toda la ternura del mundo.

Fatma vivía en la casa de aliado, y era la prima más mayor que le quedaba por casar al tío de Mimoun. Cuentan que, de tan harto que estaba de tenerla en casa, su padre incluso había llegado a «ofrecerla» en matrimonio. Fatma había pasado por delante de su padre y de otros chicos que se sentaban junto a la carretera para ver los coches, que cruzaban el paisaje a toda velocidad quizá cada dos o tres horas. Seguramente Fatma llevaba el hatillo de ropa todavía mojada encima de la cabeza, en equilibrio, y caminaba moviendo las caderas a derecha e izquierda, como solía hacer, con esa sonrisa sesgada que te decía sin decir nada «ven». Dicen que entonces su padre no pudo evitar hacer el famoso comentario, que cada cual se tomó a su manera.

¡Mirad qué culo tan espléndido, y todavía por estrenar!

¿Cómo puede haber un hombre sobre la tierra que se resista a él?

Lo que no debía de saber el padre de Fatma era que ese culo estaba más que estrenado. La chica era virgen, por descontado, tenía que preservar su honor hasta llegar al matrimonio y mostrar a todo el mundo la mancha de sangre en la tela blanca el día después de la noche de bodas y todas las mujeres soltarían «iuius» de alegría.

Con el himen intacto, Fatma gozaba de la protección de su madre para poder hacer escapadas a la parte trasera de la casa con algunos chicos del pueblo y, resguardada por las grandes chumberas que rodeaban las paredes teñidas de lluvia, se dejaba hacer o hacía.

Las peores lenguas cuentan que, incluso algunos días en que el padre de Fatma estaba en la ciudad, su madre le había dejado llevar a algún chico a su propia habitación. Venga, date prisa, recuerda que no debes dejarte hacer nada por delante, le debía de aconsejar.

Mimoun había sorprendido a Fatma con la mejilla contra la pared de arcilla, el vestido subido hasta la cintura y el
serual
en los tobillos, ofreciéndose. Mucho antes de que ella se encaprichara de la latitud perfecta de su peca, de sus ojos de hollín que la miraban siempre curiosos y de esos labios que parecían emerger de su rostro todavía medio infantil. Fatma sabía mucho de sexo, y él pensó que le enseñaba el amor.

Pensó que le enseñaba el amor cuando lo invitó una tarde de aquellas en que todos dormían y sólo se oía el cric cric de los grillos. Una tarde de mucho calor, seca, Mimoun había visitado la casa de su tío para pedirle aceite, seguramente la abuela estaba cocinando
remsemmen
[3]
y se había quedado corta a media cocción. No regresó a tiempo y ese día las hojas quedaron más secas que nunca.

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