Fatma, con aquella sonrisa que te decía «ven» sin decir nada, le había dicho «ven» y se lo había llevado al fondo de la alcoba, donde no penetraba más que un rayito de luz que dejaba entrar la puerta medio ajustada. Azul, la puerta era azul mientras Fatma le decía haz esto o ponte así, túmbate como si fueras un marido, no hay nadie, no sufras, tu tío llegará muy tarde hoy. Y lo agarraba de donde no lo solían agarrar, apretándolo con las dos manos, y todavía iba más allá. Y él no sabía cómo ponerse, si dejarse ir del todo, si recelar de la mujer que lo hacía estremecer. No te haré daño, no te morderé, esto te gustará mucho, me vendrás siempre a ver porque ya no podrás vivir sin lo que te voy a hacer. A todos los hombres les gusta. Y se ponía de cuatro patas y le decía, ahora ven poco a poco, hazlo así.
Mimoun, que no había tenido ninguna experiencia sexual anterior en la que fuera el protagonista, no debió de tardar en correrse y en enamorarse, todo al mismo tiempo, pensando que ya era hora de que tuviera un marido de verdad y que ya era hora de que dejase de ofrecer las nalgas a todo el que pasaba.
Pensaba en la forma de explicárselo al abuelo, ¿es que te has vuelto loco? Una mujer con diez años más que tú, y encima la guarra más guarra del pueblo. Mejor se lo decía primero a su madre, que le quería, que era dulce como ninguna otra mujer. Estaba decidido a convencerla. Hasta que volvió a pasar entre la chumbera y la casa del tío, por aquel rincón que ocultaba de casi todo, y de repente dejó de estar enamorado, sin excesivos aspavientos.
¿Por qué buscaba a otros hombres si lo tenía a él? ¿Por qué lo traicionaba también? ¿Es que no tenía bastante? Y estaba aprendiendo a acariciarla, incluso le había descubierto ese punto que tienen las mujeres y que dicen que si lo aprietas las vuelves locas.
Fatma no se había vuelto loca por Mimoun y él se sentiría un poco uno de esos trapos para fregar el suelo que siempre se quedan en un rincón del patio, ni mojado del todo ni del todo seco. En especial al verla otra vez con el culo al aire delante del tío de Mimoun, que se mordía el labio mientras la embestía. Le dio asco que él hubiera pasado por el mismo sitio. ¿Cuántos debían de haber pasado antes que él? ¿Cuántos después de él? Le vinieron ganas de vomitar, de huir a toda prisa donde nadie lo pudiera reconocer, como si todo el pueblo supiese que él había sido humillado de ese modo.
Seguramente los oiría jadear cuando decidió que quería tener una mujer para él solo y para nadie más. Debían de soltar unos gritos apagados que le llegaron prestos mientras pensaba que no había mujeres como sus hermanas, que eran decentes y que no se atrevían ni siquiera a mirar directamente a los ojos a ningún hombre desconocido, y que la mujer que él escogiese debería ser de esa clase, todavía más de esa clase que ellas. Debería serie fiel hasta con el pensamiento. Y si no era así, o él tenía la menor sospecha de que no lo era del todo, ya la domesticaría.
NO ES TU DESTINO
O lo levantáis vosotras o voy yo, debía de escuchar Mimoun que decía el abuelo desde fuera mientras él continuaba acurrucado entre la tibieza de las sábanas. No era el mejor modo de empezar el día, pero ocurría a menudo que Mimoun se dormía, ya hemos dicho que le gustaba mucho dormir, y ocurría a menudo que los chicos del camión le esperaban abajo, a pie de carretera.
El primer día seguramente fue más puntual, pero a medida que pasaba la semana su espalda de trece años se debía de ir contracturando a cada paletada que daba para cargar el camión. O lo levantáis vosotras o voy yo, repetiría el abuelo viendo que la puerta no se abría. Después iba la abuela, venga, levántate, los hijos de
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Moussa te esperan abajo hace ya rato.
Y con la claridad que la mujer había dejado entrar en la habitación ya no se podía quedar más allí, abrazándose las rodillas. No sólo por la luz, que incluso habría podido ignorar para proseguir con los ojos cerrados, no. Seguramente ya sabía que si se hacía el dormido mucho más rato, el abuelo cumpliría su palabra y lo iría a buscar. Y el abuelo no sería tan delicado despertando a su hijo como lo era la abuela. Si iba descalzo, aún. Cuando te arrea una patada allí donde las costillas tienen menos carne que las cubra duele más si el malnacido va calzado. Fuera como fuera, Mimoun se quería ahorrar los golpes de buena mañana, que dicen que es muy mala hora para tener sobresaltos de esos que se te quedan por dentro y te provocan los males que te provocan.
Creemos que se levantó a toda prisa y se fue directamente hacia la palangana del patio, la que siempre había al lado del granero, tomó agua con las dos manos juntas haciendo un cuenco y se las pasó por todo el rostro fuera del recipiente para que resbalase hasta el desagüe.
La abuela ya le debía de haber preparado un trozo de pan con aceite de oliva, quizá todavía con el convencimiento de que su hijo era demasiado joven para aquel trabajo tan duro. Pero no podía hacer nada, Mimoun no había sacado ningún provecho de la escuela, y que se quedara en casa sólo les hubiera ocasionado problemas. Ya hacía demasiado que los creaba. Le robaba a su madre los huevos de las gallinas que ella guardaba para los desayunos de su marido, les hacía un agujero en la cáscara y aspiraba con fuerza todo el contenido; debía de ser por eso que cada vez estaba más robusto. Le pedía dinero que ella no tenía y le cogía un ataque de los suyos si no se lo daba. La abuela había llegado a pedir préstamos a las vecinas para contentarlo, pasando vergüenza y sin saber cuándo les podría devolver el dinero. Es probable que vendiera alguna coneja para evitar aquellos gritos horrorosos que le recordaban siempre la bofetada, plaf, bien sorda.
Hacía tiempo que no lo llevaba a curar; ya no se dejaba. Le decía, hijo, vamos a ver a
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, que te quitará esta rabia, pero él decía que eso eran tonterías y que lo único que hacía aquella mujer apestosa era robarle el dinero. Así que Mimoun cada vez tenía más ataques de esos, como de niño pequeño, en los que no pegaba a nadie, todavía, pero se pegaba a sí mismo con todas sus fuerzas en el pecho y en las piernas. Se arrancaba mechones enteros de pelo y la abuela acudía muy asustada para intentar desprenderle de encima de la cabeza los dedos cerrados como puños.
No se sabe si era porque ya no iban nunca a ver a
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o porque Mimoun se iba haciendo mayor, pero los dolores de cabeza que ocasionaba iban creciendo con él. Hasta que el abuelo debió de decir basta, este gandul ya ha hecho bastante el cantamañanas. Yo, diría, a su edad, ya hacía tiempo que trabajaba, y no sólo en el campo, sino asfaltando carreteras a pleno sol.
Como no quedaban demasiadas carreteras por asfaltar que alguien pretendiera asfaltar, el abuelo había hablado con
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Moussa y sus hijos. Iría con ellos en el camión para cargar la arena que llevaban hasta la ciudad, allí donde había quién podía permitirse el lujo de construir casas con ladrillos, cemento y baldosas en vez de con adobe y cal, como ellos habían hecho siempre.
El trabajo en sí no era complicado. Llenar la carretilla de arena, paletada a paletada, doblar el espinazo mil veces para cargar el peso con fuerza y con cada golpe de pala conseguir llevar más hasta el camión. Subir por la pasarela de madera, donde no le cabían los pies juntos, llegar hasta la parte más alta del camión y descargar, descargar todo el contenido de la carretilla. Seguramente eso le gustaba más que cualquier otra cosa, pero duraba poco. Y el polvo se te metía por todas partes, te dejaba los labios secos, que se agrietaban tras unos días de hacer siempre lo mismo. Te dejaba la cabeza blanca como si envejecieras de golpe, te quedaban las manos tan ásperas que ya no las volvías a tener como antes.
Al principio, los hijos de Moussa eran agradables. Lo animaban a competir con ellos, a ver quién carga más de prisa la carretilla, a ver quién llega más rápido arriba, a ver quién aguanta más rato trabajando. Mimoun ganaba siempre, hasta que de tanto ganar los otros dejaron de competir. Como lo haces tan bien, te lo dejamos todo para ti.
Mimoun estaba contento, sobre todo cuando recibió el primer dinero que era suyo y de nadie más. Aprovechó el último viaje a la ciudad y compró un kilo de carne de ternera; el resto se lo guardó para tabaco. Ya no tendría que montarle más numeritos a su madre ni buscar por la carretera las colillas lanzadas para apurar las últimas caladas. Ya no. Y había llegado a casa con el kilo de carne para el estofado, se lo había dado a su madre y le había besado la cabeza por encima del pañuelo blanco, clavo de olor y vinagre. Perdóname, madre, por todo lo que te he hecho pasar, perdóname, ya sé que a veces te hago mucho daño, pero tú ya sabes que no es mi voluntad. Ya lo sé, hijo, ya lo sé, y debía de llorar de la pena que le daba aquel adolescente que dejaba de serlo. ¿No os había dicho que este chico era de buena pasta? Lo sé, hijo, lo sé, que eres una buena persona y que tú serás quien nos hará la vida más llevadera cuando tu padre y yo seamos mayores. Sus hermanas le debían de empezar a besar y a rodearlo con los brazos todas a la vez.
Hasta aquel día en que le rodó una gruesa gota entre los omoplatos y la sintió resbalando, abajo, por la espalda dolorida. Los dos hijos de Moussa estaban junto al río, a cubierto del sol, bajo un árbol que se inclinaba hacia el agua y con un cigarrillo en la mano. Estaban tan tranquilos que entornaban los ojos, con la barbilla reposando sobre el hueco de la mano.
Mimoun notó esa gota tan redonda y lo entendió todo, aunque algunos días antes ya lo había comenzado a intuir.
¡Eh! ¿Es que voy a hacer yo todo el trabajo o qué? Pues claro, ¿qué te creías? El camión es nuestro, imbécil. Vieron que se ponía rojo, que los ojos se le encendían y ya no pudo parar de gritar. Maricones de mierda, os habéis estado aprovechando de mí todo este tiempo. Cabronazos, hijos de la gran madre, iba diciendo mientras corría tanto como podía y se paraba de vez en cuando a recoger alguna piedra para lanzársela con todas sus fuerzas. Los hijos de Moussa intentaban esquivarlas mientras corrían detrás de él, ven aquí, malparido, que vas a probar una medicina de verdad, y no la que te da tu padre, desagradecido.
Mimoun debía de correr bastante. Siempre ha contado que corrió sin parar hasta llegar a casa. El verano le golpeaba pero habría sido peor que lo hubieran atrapado los dos hermanos, que se lo contaron todo al abuelo.
Mientras corría, ven aquí, malparido, Mimoun entendió que ése no había de ser su destino.
EL ORDEN NATURAL DE LAS COSAS SE RESQUEBRAJA
Mimoun se encerró en el dormitorio de los chicos y decidió que no saldría nunca más. Nadie sabía exactamente qué había pasado, pero Mimoun tenía esas cosas. Podía meterse en la habitación después de comer y no salir hasta la noche, por eso a nadie le extrañó que llegase del trabajo y cerrara la puerta, ¡plof!
La abuela debió de ver que venía con el rostro más transfigurado que de costumbre. Se hizo el silencio en el patio y las hermanas se miraron, se miraron, pero continuaron desgranando los guisantes para la cena. ¿Y a éste qué le pasa ahora?
No sabemos si alguien se fijó en que Mimoun había llegado empapado de sudor y con la cara a punto de reventar.
Él se quedó encerrado mientras las chicas acababan de dejarlo todo a punto, desgranaban guisantes, pelaban patatas, iban a buscar a las gallinas para hacerlas entrar en el cobertizo, recogían la ropa tendida sobre los arbustos que rodeaban la casa y aprovechaban para charlar con Fatma, que las miraba con esos ojos que te dicen «ven» y les contaba cómo lo había hecho para tatuarse una peca bajo la comisura de los labios. Una hoja de afeitar, te haces un corte bien seco y pequeño y lo llenas de
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, sí, el que tengas a mano. Dios te castigará por mutilar tu cuerpo de esa manera. Pero Fatma formaba parte de una clase de mujeres que ellas no conocían.
El abuelo ya había llegado de trabajar, pues aún se dedicaba a aplanar algún camino de arena que nadie quería asfaltar, y se había quitado la chilaba que siempre llevaba para protegerse del tiempo a pesar del calor. Había cogido el pote de hervir agua de encima de las brasas, había añadido agua fría para no quemarse y se había ido detrás de la casa, a la parte que quedaba protegida por las chumberas, para hacer las abluciones antes de la plegaria del anochecer.
La abuela había remendado pantalones de Mimoun y zurcido calcetines; aún era capaz de enhebrar una aguja cuando el sol comenzaba a declinar. Había rezado delante de la puerta abierta de su habitación, encendido los quinqués de toda la casa y supervisado el trabajo de las niñas en la cocina. Había recalentado el pan sobre las brasas en medio del patio, pues ese día no había horneado y el que quedaba estaba demasiado frío para comérselo. Había salido a dar una vuelta por la parte baja de la casa y se había encontrado a la madre de Fatma en el alféizar de la puerta, cogida al marco mientras contemplaba el paisaje. Debían de hablar d€ quién se había casado y qué había hecho la hija de tal y la de tal y seguramente la abuela se agachó más de una vez para recoger del campo esas hierbas que tanto les gustaban a sus conejas.
Todo eso sucedía mientras Mimoun estaba aún encerrado en la habitación y no pensaba salir nunca más.
Todo eso sucedía mientras el abuelo había ido a la mezquita y se había encontrado a
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Moussa con el rosario en la mano, sacudiendo la cabeza a lado y lado. Tu hijo no tiene remedio, Driouch, no sé si conseguirás encarrilado. Puede que el abuelo se sintiera avergonzado frente al hombre que había confiado en él dejando que su hijo trabajase con los suyos. Escuchó la versión del
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con la mirada clavada en el suelo, sentado encima de las rodillas y deseando que nadie más los pudiera oír. Les ha dicho palabras muy fuertes, tanto que no podría ni repetírtelas, les ha faltado al respeto mentándoles a su madre y todo; Driouch, ya sé que eso no le viene de ti, yo te conozco y no sé de dónde ha salido un demonio como ése. Es como una enfermedad, hijo, nadie se comporta así sólo porque sí, tiene que estar enfermo.
No sabemos si el abuelo llegó a asistir a la plegaria colectiva. Lo que sí es seguro es que no se quedó a la tertulia que acostumbraba a haber una vez acabada la comunicación con el Supremo. Puede ser muy cierto que se apresurara por la carretera, levantándose la chilaba por los lados, las manos en los bolsillos, para dar los pasos más amplios. Yo lo curaré del todo, pensó mientras enfilaba la cuesta hacia casa.