El último patriarca (5 page)

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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

BOOK: El último patriarca
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Ya estaba oscuro y se oía alguna rana cuando el abuelo empezó a golpear la puerta azul con todas sus fuerzas. Sal de aquí, hijo de puta, malnacido. Somos la vergüenza del pueblo, ¿por qué te ha vuelto a dar la locura? Te la voy a quitar de golpe, no te preocupes. Hijo del pecado y del demonio, sal si no quieres que tire la puerta abajo.

Mimoun no contestaba. Alguien habría podido pensar que todo aquello le daba igual, si no fuera porque la sangre le subía cada vez más de prisa por las venas del cuello. Hijo de puta, hijo de puta, qué manía con insultar a la abuela siempre que pasaba algo. Desde dentro también la podía oír. Que si déjalo, que si ya sabes cómo es, que si ya saldrá manana.

Pero quedar en ridículo delante de alguien a quien respetas te hace subir la rabia a la boca, a los puños, por todas partes, y ya no puedes parar de maldecir y de dar golpes.

Hacía tanto rato que estaba allí insistiendo que Mimoun empezó a pensar que esta vez no le dejaría escapar, que no lo dejaría marcharse así como así. Le vino a la memoria el recuerdo de la chumbera y pensó que si aquello sucedió cuando todavía era un niño, el castigo de ahora sería aún mucho peor para que le hiciera algún efecto.

Esperó preparado junto a la puerta. Esperó a que el abuelo la reventara mientras la sangre no paraba de golpearle en el cuello, en las sienes.

Finalmente el abuelo cogió impulso y golpeó con el hombro la superficie de madera, tan fuerte como pudo. Y otra vez, y otra más. Y aún otra mientras las hijas, la esposa, las primas y la cuñada subían de la casa de abajo al oír los gritos e intentaban detenerlo. Malparido es lo último que dijo antes de que la puerta se abriera y rebotase contra la pared.

Se miraron los dos a los ojos, uno frente a otro. No sabemos si Mimoun todavía tenía miedo, no sabemos si el abuelo tenía miedo, pero Mimoun sacó el puño bien cerrado desde atrás y golpeó la nariz de su padre tan fuerte como pudo. Con los ojos cerrados y antes de darle la oportunidad de poderle pegar.

Mimoun no se quedó a esperar la reacción de su padre, habría sido demasiado arriesgado. Se escabulló por entre toda aquella gente que trataba de detenerlo, deshaciéndose de todos los brazos y manos que se le acercaban, y no supo si le había hecho mucho daño, si la nariz le había comenzado a sangrar o si todo aquello le había caído como una jarra de agua fría. Era la primera vez que un hijo pegaba a su padre, era trastocar el orden natural de las cosas, era algo que nunca nadie se hubiera imaginado.

Mimoun huyó tan lejos como le permitieron sus piernas y cuando llegó al río, a resguardo de todo, le dolía todo el cuerpo. Buscaría cobijo en aquel hueco que formaban las paredes de barro y que al anochecer incluso te permitía notar la calidez, como un abrazo, y se quedaría los tres días que dicen que estuvo fuera de casa.

Qué hizo, dónde comió y cómo durmió durante aquellos tres días es algo que no sabe nadie. Sólo sabemos que a partir de entonces el abuelo empezó a sentirse vencido y a pensar que quizá nunca podría enderezar a ese monstruo que tenía por hijo.

La abuela tuvo también el convencimiento de que aquello era una prueba evidente de que su hijo no estaba bien, no está bien, os digo. Se pasó tres días y tres noches yendo arriba y abajo, preguntando a las vecinas si lo habían visto, haciendo y deshaciendo todos los caminos del pueblo, deteniendo a los chicos jóvenes para rogarles, hijos míos, os lo pido por Dios, que lo buscasen y que si lo encontraban le dijeran que volviera a casa, que está matando a su padre, que estás matando a tu madre. Debió de ser entonces cuando el arco que le formaban los labios se le empezó a caer, cuando le empezaron los dolores de barriga, tan intensos que se tenía que estrechar el cinturón para frenar el dolor.

Un día Mimoun pensó que ya tenía bastante y apareció por la parte de atrás de la casa, polvoriento y con la cara sucia. Debió de ver a una de las tías, que recogía la ropa, y la llamó en voz baja, chsss, chsss, eh. Mimoun, Mimoun, seguro que dijo la tía antes de romper a llorar. ¿Está padre? Ella le dijo que no, que entrase a comer algo, abrazos, y lo debió de conducir hasta la maldita habitación que tantos recuerdos le despertaba. Eso no se le hace a una hermana, Mimoun, hace tres días que no dormimos por tu culpa, no sabíamos si estabas vivo o muerto. No se hace, no se hace. Y debían de rodearlo todas, llorando, disculpándolo por lo que había pasado, si nosotras ya lo sabemos, tú no estás bien, ya lo sabemos.

Seguro que la abuela se mareó y todo al volverlo a ver, como todavía le pasa hoy en situaciones similares.

Al verlas así, tan preocupadas, y pensando en el abuelo, que aún tenía que volver del trabajo, pensando en el hambre que había pasado y en cuánto había echado de menos su casa, Mimoun volvió a saber que ése no podía ser su destino.

10

ALGUIEN A QUIEN DOMESTICAR

Para la ocasión especial que suponía la boda del segundo primo, Mimoun había conseguido un artículo de lujo con el dinero ganado con los últimos trabajillos en la ciudad, haciendo de aprendiz de albañil de quien acabaría siendo su cuñado.

Había hecho calentar toda el agua que cabía dentro de la olla más grande que tenían sus hermanas, se había metido en el baño con la palangana de agua fría, que iba mezclando con la caliente de la olla, y había ido llenando la estancia de vapor. Se fue tirando el agua por encima con la taza de cerámica que tenían para ese uso y se frotó con la manopla rugosa de su madre. Se quitó la piel sobrante de cuerpo y rostro, el polvo del campo que se le había ido adhiriendo, el olor de los animales y todos los olores posibles. Se vistió con su mejor ropa, aquellos pantalones de perneras amplias y de cintura muy estrecha, tanto que le había costado meterse dentro, la camisa de cuadros con los puños anchos y la solapa bien puntiaguda. Se miró al espejo antes de coger de encima del estante la pequeña tarrina de color azul, la más pequeña y barata que ofrecían los vendedores de especias. Nívea, ponía, pero él decía
nivia
; todo el mundo conocía la famosa crema que se usaba para casi todo.

Mimoun la quería para domar los rizos de negro que siempre había tenido, ahora que había decidido dejarse crecer un poco el pelo. Ve al barbero de una vez, Mimoun, le repetía el abuelo, pero él se hacía el sordo y, como ya había pasado el incidente del puñetazo, éste no debió de insistir demasiado. Vete al barbero, que pareces un hippy de esos. Cuando se hubo peinado y repeinado, con la crema pastosa marcándole las ondas y sin los esponjosos rizos, su rostro pareció más redondo. Se le ocurrió que parecería más blanco si se ponía la crema por la cara. Así pues, Mimoun salió por la puerta reluciente, de cara, de pelo, con los pantalones haciendo ras ras y los botones de la camisa a punto de reventar, de tan ceñida que la llevaba. Aquél tenía que ser el día de su triunfo. Ya nadie podía parar a ese Elvis moro perdido en pleno campo. Salió de casa vigilando para no toparse con el abuelo, que le habría dicho de todo por ir vestido de esa forma tan estrafalaria.

Pero Mimoun triunfó, y mucho. Tenía un encanto especial con las chicas, dicen que por culpa de la perfecta latitud de su peca sobre el labio, pero también hay quien dice que era su modo de hablar, cómo las hacía cómplices y las engatusaba para que se dejasen hacer todo lo que a él le apetecía: Te juro que serás mi mujer, bonita, pero máadelante, que ahora no tengo dinero para la dote ni para la boda. ¿Con quién más podría casarme, si no? Y sonreía de tal forma que no le podían decir que no, con todos los dientes tan bien puestos llenándole la boca. No, no podían decir que no.

Con sus primas todo era aún más fácil, tan a su alcance, siempre tan dispuestas. Fatma se le seguía ofreciendo y él, cuando no tenía otra alternativa, la utilizaba para desfogarse. Pero sólo cuando no tenía nada más qué hacer; todavía le daba asco que por allí hubieran pasado otros hombres.

Para Mimoun, las mujeres que no se sabían hacer respetar, que no preservaban su honor, eran eso, sólo cavidades donde deshacerse de la propia tensión. Y aun así las mujeres lo adoraban, y más todavía con ese aspecto moderno y forastero que le daba la
nivia
sobre las mejillas enrojecidas por el alcohol y aquella vestimenta que ellas sólo habían visto en las carátulas de las cintas de Rachid Nadori con su guitarra.

No se sabe si era por la edad o por el trato preferente de que siempre había disfrutado, pero Mimoun era de los pocos chicos que podía estar tanto en la zona reservada para los hombres como en la zona de las mujeres. Entraba tranquilamente a hablar con las que conocía y ninguna de las otras se tapaba púdicamente la cara con el borde del vestido ni gritaba, ¡un hombre, un hombre! No, era un hecho natural que el hijo de Driouch, a pesar de tener la edad en la que otros chicos ya ni osaban levantar la vista hacia las mujeres de su propia familia, siguiera teniendo acceso a los espacios reservados y nadie se planteara que aquello iba contra las normas establecidas. Mimoun se había ido acostumbrando a que, para él, las normas se exceptuaban siempre. ¿Verdad que te casarás conmigo, guapo?, decía alguna, y las demás soltaban un ah, por tan insolente que había sido la chica pidiendo en matrimonio a un hombre. Pero se añadían otras que lo reclamaban, y él decía que sería tan rico que podría casarse con todas ellas y les preguntaba si tendrían bastante con tenerlo sólo una noche de vez en cuando. Las señoras más mayores exclamaban, ay, vete, descarado, que no tienes vergüenza, pero también se reían y lo miraban, cómplices.

Aquella noche central de la boda, la segunda de los tres días que duraba la fiesta, llevaron un grupo musical, con unas bailarinas de piel blanca que hacían los coros. Muy rellenitas y con los labios pintados de rojo sangre. Mimoun había charlado bastante con una de ellas en su árabe rudimentario. Después de acompañar al novio a su habitación para que dejase las manos marcadas en la pared con hena y de cantarle el
subhanu jaili
[5]
mientras lo hacían pasear por toda la casa, la fiesta acabó y los chicos jóvenes entraron en una de las estancias para seguir bebiendo. Las bailarinas también estaban, y tanto el padre del novio como la madre hicieron ver que no sabían nada de todo eso; sólo quedaban familiares muy cercanos, y ya se sabe que esas cosas pasan en todas las bodas.

La bailarina que había conocido Mimoun no tardó en ofrecérsele, consciente de que eso entraba dentro del paquete de la actuación.

El chico recordó al día siguiente la imagen borrosa de él mismo en la boca de la chica, muy roja. Estaba de pie al lado del novio mientras iban en busca de la novia, que salía de la casa tapada de arriba abajo con la chilaba de lana de su padre cubriéndole incluso el rostro. La madre de la novia lloraba y las chicas que la rodeaban daban palmas y cantaban todas a la vez.

Y allí en medio, entre tanta gente y alboroto y confusión dfiesta, allí mismo, Mimoun se enamoró. La vio algo detrás de las otras chicas, delgada, muy morena, muy morena, con la cabellera suelta cayéndole hasta la cintura, reflejos rojizos. Sonreía como todas y se miraba las puntas de las babuchas. Ella levantó la cabeza y lo vio, sonriéndole, y no pudo apartar la mirada de él. Qué vergüenza, debía de pensar, mirar a un hombre directamente a los ojos de esta manera, pensará que le gustas, qué vergüenza. Volvió a mirarse los zapatos, completamente ruborizada bajo la piel morena, y Mimoun lo supo. Por el modo en que había bajado la mirada, supo que ésa era la mujer a la que podría domesticar, con la que crearía unos vínculos tan intensos que no podrían deshacerse nunca, nunca.

11

LAS PUTAS, EN CASA DE LOS DEMÁS

Las hermanas mayores de Mimoun eran mujeres como es debido, mujeres que nunca habían creado ningún problema, prudentes, trabajadoras, honestas, y a ninguna se le había conocido nunca ni un solo flirteo, ni una sola mirada poco decorosa antes de su boda. Mimoun estaba orgulloso de ellas, sobre todo desde que había comprobado que en el mundo había muchas mujerzuelas que necesitaban un hombre como si fueran perras o conejas. Sus hermanas eran como se debe ser, castas.

La tía Fati era guapa, muy guapa, demasiado para ser hermana de Mimoun. Ella no tenía la culpa de eso, claro, pero ya nació pmy blanca de piel, muy diferente a las otras, y con un cabello muy negro que le enmarcaba la mirada. La tía Fati venía después de Mimoun y él siempre la había querido mucho, muchísimo, era dulce y tierna, parecía que se fuera a romper.

Pero, como hemos dicho, tenía el defecto de ser demasiado guapa.

Mimoun ya le había advertido muchas veces, pobre de ti que te encuentren hablando con algún chico. No quiero que hables ni siquiera con los primos, que van todos muy calientes, que conozco a los hombres mejor que tú y sé de qué hablo. ¿Queda claro?, le decía mientras le tocaba con suavidad el lóbulo de la oreja.

A ella le gustaba cantar, bailar y pensar que algún día viviría en un lugar donde no tuviera que trabajar tanto como ahora. En una ocasión volvía del río con la colada sobre la cabeza mientras cantaba aquello de la chica que quería ir a la ciudad con su amante para comprarse joyas. Y al atravesar la carretera no vio que, agazapados bajo un árbol, la escuchaban sus primos y otros chicos del pueblo. Estaban tan escondidos que no los había visto.

Mimoun estaba con ellos y bromeaba con la canción diciendo que si yo te pillara ya verías si te quedaban ganas de ir a la ciudad; hasta que asomó la cabeza por debajo del árbol inclinado para ver de quién era ese culo que se movía con tanta gracia y se dio cuenta de que hablaba de su hermana. No dijo nada a los otros y arrancó a correr hacia donde ella estaba, todavía cantando iremos a la ciudad, te llenaré de joyas de oro, iremos a la ciudad. No vio cómo se preparaba para coserla a patadas. La cogió tan por sorpresa que la empujase con esa fuerza que la cara le fue a parar al suelo y, cada vez que trataba de levantarse, él la volvía a abatir. Hasta que llegaron a casa, todo el camino fue así.

Incluso la abuela se enfadó con él, qué le estás haciendo a mi hija, bestia, lárgate, hombre, vete a medirte con los de tu edad, y no con una pobre criatura. Él debía de decir eso tan recurrente de es una puta, y contaría que había pasado provocando a los chicos del pueblo como si estuviera en celo, cantando canciones de putas como ella.

La tía Fati debió de llorar sobre el regazo de la abuela, mientras ella decía, mira que tú, ¿cómo se te ocurre hacer eso?

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