Y así fue como Mimoun puso en el punto de mira a Fati, no se sabe por qué ella y por qué entonces. Quizá porque las otras hermanas eran demasiado pequeñas, ya hemos dicho que las mayores eran perfectas y que el rival número dos, que se llamaba igual que el rival número uno, todavía no molestaba demasiado. O quizá por el hecho de ser ella como era.
Fati tenía el defecto de hablar mucho con Fatma, la prima. De dejarse enredar por ella, que no tenía a nadie que la vigilara y que siempre hacía lo que quería. Le enseñó una foto de esa cantante tan famosa del sujetador y le dijo: te quedaría perfecto, como a ella, con ese pelo tan liso que tienes. Fatma cogía las tijeras y le peinaba un mechón de cabello sobre el rostro. Fati se puso a temblar cuando Fatma empezó con ese ruido que te pone la piel de gallina y fue siguiendo una línea recta por encima de las cejas de la tía. Ella veía caer su pelo abajo, abajo, y sabía que no se lo podría volver a pegar.
Cuando la abuela la vio debió de decir ¿qué has hecho con tu pelo, loca? No es ni siquiera
aixura
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y te cortas el pelo, y encima te lo dejas hacer por esa bruja. ¿Es que no ves que te crecerá más despacio?, pues ya sabía que ella tenía la mano maldita. Y aún añadió, tápate con un pañuelo si no quieres que tu hermano te mate.
La tía Fati se ajustó el pañuelo sobre la cabeza antes de que nadie pudiera verla. No estaba escrito en ningún lugar que cortarse el flequillo estuviera prohibido, pero si su madre decía que se tapara era que se tenía que tapar.
Fueron pasando los días, casi no se acordaba del miedo que le tenía a Mimoun.
Un anochecer estaba en el patio de afuera hablando con Fatma, junto a los arbustos que dividían los dos territorios a modo de frontera, y criticaban a las hijas de vete a saber quién o a la mujer de tal cuando Mimoun pasó frente a ellas. Fatma lo saludó y Fati reía mientras se retorcía un mechón de cabellos de la frente, con el pañuelo tan atrás que amenazaba caerse. Era y es así, la tía Fati no ha sabido nunca intuir el peligro. Vio que el rostro de Mimoun cambiaba y dijo: ¿qué? Empezó a correr sin esperar su respuesta. Mimoun saltó los arbustos y no tardó en cogerla. Pero déjala, Mimoun, que sólo estaba hablando con su prima, pero ¿qué ha hecho?
Fati aún se preguntaba qué había hecho mientras Mimoun le pegaba con manos y puños con todas sus fuerzas. Al ver que no le podía hacer tanto daño como quería sólo con los golpes propinados con las extremidades, Mimoun decidió buscar algo más contundente. Fati aún se preguntaba qué había hecho mientras notaba que se le clavaban las cadenas con que habían atado al perro en el patio de afuera. Aún se preguntaba qué había hecho cuando pensó que se moría y lo vio todo oscuro, oscuro.
UNA BONITA HISTORIA DE AMOR
A los dieciséis años no se suele saber qué se quiere hacer con la propia vida ni se suele pensar en formar una familia ni en tener hijos. Pero Mimoun también era diferente en ese aspecto y él, a la edad de dieciséis años, ya sabía que aquél no era el mundo donde habría de vivir, pero también sabía que quería muchos hijos de una mujer que tenía que ser sólo suya y en la que no entraría ningún otro hombre que no fuera él. Lo tuvo claro desde el momento en que vio a aquella muchacha morena de pelo largo que lo había mirado unos instantes que le parecieron eternos, pero que sólo eran eso, unos instantes. Porque si lo hubiera mirado con descaro como habían hecho otras chicas durante la boda, él no se habría fijado nunca en ella.
Lo tuvo tan claro que fue a hablar con el primo que se casaba. ¿Quién es ésa, quién es? Entre canciones y «iuius» estridentes oyó que era hija del tío de la novia, muy buena chica y de casa de honor. Muchas hermanas, de las quejamás se había oído hablar mal. Ya lo tenía, le habían confirmado su hipótesis: era la mujer perfecta para tenerla para él solo.
No dijo nada mientras duró la boda, ni a lo largo de los siete días en los que la novia no puede ver a nadie que no sea su marido, esperó a que su primo segundo acabara la luna de miel retenido en la alcoba de la nueva esposa y al acabar lo abordó aprovechando una de sus salidas al patio para fumar. Me tienes que decir si la hija de Muhand de Allal está disponible o no, dime que es para mí, hermano. Y el hermano le dijo que no estaba comprometida ni casada ni pedida en matrimonio por nadie, pero que él era demasiado joven para casarse, que para eso hacen falta otras cosas en la vida y él todavía era un saltabardales incapaz de encontrar un trabajo. Mimoun ya no lo escuchaba.
Se había ido a hablar con su hermana mayor, que seguro que le ayudaría. Me quiero casar, le dijo, y ella no podía parar de reír y reír. Lo digo en serio, es la mujer de mi vida. Esa negra que parece una esclava de las que salen en las historias que cuenta madre. Venga, va, deja de bromear, Mimoun.
Y habló con su hermana segunda, y con la tercera; todas reaccionaron igual. Decidió hablar directamente con su madre y que ella se lo explicara a su padre. No te casarás antes de poder mantenerte a ti mismo, ¿de dónde quieres que saquemos la dote? ¿Sabes cuánto pedirá su padre, si ella es tan buena chica como dicen? A mí no me importa que sea tan morena, hijo, pero es que es demasiado buena para ti y tu fama no es la mejor del mundo; su padre tendría que estar loco para dártela en matrimonio. ¿Por qué no te conformas con una de las hijas de
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Benissa? Ya he hablado de ello y están dispuestos a darte a una de sus hijas.
Mimoun ya no la escuchaba. Debía de mirar a la abuela muy fijamente los músculos de la mandíbula, como solía, pensando en lo que tendría que hacer para salirse con la suya. Hasta que miró a su madre a los ojos y dijo, sin ni siquiera gritar, si no vamos a llevar un saco de azúcar a casa de Muhand memataré.
Lo dijo tan serio que la abuela se asustó, no serás capaz, desgraciado. Él ya salía de casa y sus hermanas gritaban ¡no hagas ninguna barbaridad, Mimoun! Mimoun, espera, no te vayas.
Tanto las chicas como todo lo que las rodeaba quedó en suspenso, todas llevaban un signo de interrogación sobre sus cabezas y parecían contener la respiración. No sabían dónde estaba Mimoun ni qué maquinaba. Por si acaso, en cuanto llegó el abuelo le plantearon el tema. Cuando ya estaba sentado frente a la puerta y se bebía medio adormilado un vaso de vino, dijeron aquello de padre, tenemos que hablar contigo, justo después de besarle la cabeza en señal de respeto.
Pero ¿es que se ha vuelto loco, este chico? ¡No tenemos dinero ni para comprarle unos zapatos y nos pide una mujer! Ni pensarlo, ni pensarlo.
Mimoun llegó al anochecer y sus hermanas se lo quedaron mirando. ¿Qué? Padre dice que no, que no tenemos dinero ni para la boda ni para la dote. Él no tardó en emitir sentencia: ya podéis decirle a madre que su primer hijo está muerto. Y se fue mientras las chicas intentaban detenerlo.
La abuela debía de dar vueltas arriba y abajo sobre la arcilla del patio cuando lo vio entrar. Llevaba toda la camisa manchada de sangre y un cuchillo con la hoja oculta, justo a la altura del estómago. Mimoun tenía cara de estar sufriendo, tenía cara de haberse clavado un cuchillo en el vientre, y la abuela sólo tuvo tiempo de decir «qué» antes de desmayarse. Las hermanas empezaron a gritar arrancándose las vestimentas y él pedía ayuda con toda la ropa manchada de sangre.
Ya corrían a ayudarlo cuando se dieron cuenta de que el cuchillo se desprendía de su cuerpo, de que no lo tenía clavado y de que todo era una farsa. Tu hijo está muerto y es por vuestra culpa, seguía diciendo. Pero, Mimoun, ¿por qué nos haces esto? Mira a nuestra madre, Mimoun, ¿es que no te importa? ¿Es que no piensas en nadie que no seas tú? Entonces soltó eso que suele decir tan a menudo: es en mí en quien nadie piensa nunca, soy la víctima de todo esto. Lo decía tan convencido y con tanta sangre alrededor que parecía que fuera verdad.
De cómo se había manchado de sangre circulan diversas versiones; pero la más conocida es la que cuenta el propio Mimoun: dice que se encontró una tortuga por los campos de delante de la casa blanca, que se quitó la camisa y que degolló al pobre animal encima de la tela.
La abuela debió de ser consciente de que aquello sólo era capaz de hacerlo alguien realmente enfermo y cedió a su chantaje, como hizo tantas veces a lo largo de la vida. Así fue como el gran patriarca pudo conocer a madre.
PARA DOMESTICARTE, TIENES QUE SER MÍA
Las dos versiones oficiales no han admitido nunca que Mimoun y madre se hubieran visto nunca antes de la petición de mano, ambas versiones defienden la castidad incluso en las miradas de antes del matrimonio. En cambio, la versión de mis tías dice que antes de casarse ya se habían encontrado varias veces y se habían dado un hartón de hacer manitas. No sabemos si se encontraron, si se vieron o si fueron más allá, ellos siempre han dicho que madre era demasiado buena chica para flirtear con un chico, aunque éste hubiera de ser su futuro marido.
El abuelo había pedido dinero en préstamo para comprar un hermoso saco de azúcar, galletas, cacahuetes, menta y verduras de todo tipo, y había hecho degollar unos cuantos pollos. Envió un emisario para que comunicase al abuelo segundo que iban a pedir la mano de una de sus hijas. Que irían tal día, que irían a comer. El abuelo segundo respondió que sería un honor recibir en su casa a una familia tan distinguida, como se suele decir en estos casos.
De modo que medio camino ya estaba recorrido y Mimoun se preparaba para su gran triunfo. Ese hombre al que no conocía le provocaba una sensación nueva, mezcla de miedo y respeto. ¿Qué pasaría si decía que no? No le podría montar un espectáculo para que cediera, no lo conocía de nada. Si lo amenazaba con matarse seguramente no le importaría demasiado, pues lo que más en cuenta debía de tener eran el futuro y la seguridad de su hija.
Mimoun se levantó más temprano que nunca. Rezó a conciencia, incluso una oración entera, sin recordar cuándo fue la última ocasión que lo hizo. Después de inclinarse por enésima vez, se sentó sobre las rodillas, juntó las manos haciendo un hueco de cara al cielo y habló con Dios directamente en rifeño, en su propia lengua. Por primera vez en su vida. Por favor, por favor, por favor, Señor mío, haz que ella sea mi esposa, Señor mío.
En la otra habitación, la abuela debía de rezar para pedir exactamente lo contrario. No se imaginaba a su hijo de dieciséis años manteniendo a una mujer, por fuerte y robusto que se hubiera hecho; no se lo podía imaginar tutelando a una esposa. Por favor, por favor, Señor mío, no se la concedas.
Mimoun se había puesto la chilaba blanca de los viernes, que ya hacía tiempo que no vestía, y las babuchas de color azafrán. Parecía formal y todo, vestido a la usanza tradicional, con el cuello tan impecable. Se llevaron los tres burros e hicieron el viaje de dos horas encima de los animales hasta llegar al pueblo vecino. Seguro que el abuelo no dejó de repetirle: sobre todo, tú, callado, sobre todo.
Mimoun quizá pensó que, por una vez, le debería hacer caso.
Al llegar, las mujeres se fueron con las mujeres y el abuelo y Mimoun fueron a sentarse con el abuelo segundo y con el hermano mayor de madre. En aquella habitación olía a incienso, y a Mimoun el abuelo segundo le pareció un hombre tranquilo. No lo miró demasiado, muerto de vergüenza. Se sentó al final de las mantas colocadas a lado y lado de la estancia, muy cerca de la puerta, por si tenía que marcharse corriendo, y no hacía otra cosa que mirar al suelo. Elabuelo nunca lo había visto en esa actitud y el abuelo segundo pensó qué ,chico tan bien educado, qué callado, qué respetuoso.
Se fueron sucediendo las letanías de elogios mutuos de los dos abuelos, que si había oído hablar mucho de su familia, que si no había nadie como ellos en el pueblo, que si ya hacía generaciones y generaciones que se hablaba de ellos, que si su honor estaba impoluto.
Mimoun los escuchaba sin levantar la mirada y se iba mordiendo el labio, moviendo los dedos de los pies, encima de los que estaba sentado, para que no se le durmiesen. No se atrevía ni a cambiar de posición. Los dos abuelos debían de reírse, tranquilos, mientras él sólo pensaba en qué poder tan grande tenía ese hombre en su vida y en que él no podría hacer nada si éste no lo quería como yerno.
Sirvieron miel con un trozo de mantequilla en medio, carne estofada con ciruelas y pollo con almendras, cuscús dulce, fruta y pastelillos, pero Mimoun casi no probó nada, a pesar de hi insistencia del abuelo segundo y del hermano mayor de madre. No, no, ya estoy lleno. Venga, no tengas vergüenza, que casi somos familia, dijo el abuelo segundo, y a Mimoun el corazón le dio un salto. ¿Eso era un sí, o era porque era el tío de la mujer del primo segundo de Mimoun? Sí, hombre, sí, ya somos familia, no hace falta que me vengas con cumplidos.
A medida que el mediodía iba avanzando y se oía el clone clone de los platos que se lavaban en el patio, a Mimoun la espera se le hacía más insufrible. Aquel hombre daba la sensación de estar más tranquilo a cada rato que pasaba, y cada vez que lo miraba su poder le parecía mayor. Debía de pensar, cabronazo, sabes que estás muy por encima de mí, ¿verdad? Ahora el té, ahora hay que dejarlo reposar, ahora hablamos de los tiempos que corren y de cómo ha cambiado todo. Los abuelos disfrutaban de la conversación con la parsimonia precisa en estos casos, mientras que Mimoun sólo tenía ganas de gritar: ¿me la da o qué?
Pero recordaba las palabras del abuelo y no decía nada.
Ya estaba medio adormilado cuando oyó que le decía: amigo mío, antes de que se haga tarde tendríamos que hablar del motivo de nuestra visita. Ya debéis de intuir que queremos que nos concedáis la gracia de ser vuestra familia y que vuestros nietos y los míos sean los mismos. Es por eso que os pido en matrimonio a vuestra tercera hija para mi hijo Mimoun, mi primogénito.
Mimoun enrojeció hasta las orejas, a pesar de la piel morena.
El abuelo segundo dijo que sus dos primeras hijas todavía estaban por merecer y que él prefería que fuera la primera la que se casara con Mimoun. Éste se volvió repentinamente hacia su padre y el abuelo lo debió de mirar de aquel modo que quería decir espera, no corras.
Es un honor para nosotros que nos ofrezcáis a la mayor de vuestras hijas, pero es que hemos oído hablar tanto de la tercera, de sus habilidades en las tareas de la casa, de su obediencia, de su actitud impecable, que mi hijo y yo mismo pensamos que es la mujer adecuada para él. Me tendréis que dejar que consulte con el resto de mi familia, respondió el abuelo segundo.