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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (17 page)

BOOK: El umbral
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—¿Qué pensaba hacer después de los asesinatos? Si hubiera tenido tiempo de recargar los revólveres y matar a todos los niños, ¿qué habría hecho después?

Archambeault levanta la cabeza, sorprendido.

—Pues… me habría suicidado.

Suele ser el caso: el asesino enajenado, después de su crimen, vuelve el arma contra él y, en un destello de lucidez y de arrepentimiento, se quita la vida. Aunque Archambeault lo confirma con tanta indiferencia que me sorprende.

—Entonces, ¿tiene remordimientos? —pregunta Bélair.

—No son remordimientos. Lo que siento va mucho más lejos.

—¿Y qué siente?

Contempla el silencio durante un rato y articula al fin:

—El Mal.

Me mira de nuevo. Impasible. Con esa luz brumosa que flota en sus ojos…

El recuerdo del Boisvert sale a la superficie.

«¡Lo veo! ¡Lo veo! ¡Lo veo!».

Casi a mi pesar, pregunto:

—¿Y qué es el Mal, señor Archambeault?

Me observa con extrañeza y creo adivinar que, incluso, con cierta ironía.

—¿Cómo, doctor? ¿Después de todos estos años aún no lo sabe?

Su respuesta me sienta como un puñetazo. De repente, tengo la impresión de que no me ha hablado Archambeault, sino alguien más íntimo, más cercano, alguien que me ha perseguido toda la vida sin dejar nunca de reír por encima de mi hombro.

Mi dolor de estómago se vuelve de repente tan agudo que hago una mueca. Me inclino hacia el sargento Bélair y murmuro:

—Vámonos.

—Sí, de todas maneras, no tengo más preguntas —dice fríamente el policía.

Nos ponemos en pie y Bélair da las gracias a Archambeault casi con desdén. Este último no responde nada. Caminamos hacia la puerta y, antes de salir, dirijo una última mirada al asesino.

Los dos guardias están a su lado. Archambeault se levanta. Ha recuperado su impasibilidad. Me echa una ojeada, sin emoción.

Salimos del locutorio.

Mientras Bélair va a dar las gracias al doctor Lucas, yo siento una necesidad urgente de tomar el aire. Camino hacia la salida, perseguido por los gritos de Boisvert en mi cabeza…

Fuera, me detengo y respiro profundamente, al tiempo que me paso la mano por el pelo. El dolor de estómago se aleja, los recuerdos también.

Pero la mirada de Archambeault me persigue todavía.

Hélène me pregunta cómo ha ido la visita al Léno. Miento y le digo que todo se ha desarrollado muy bien.

Me acuesto pronto. Enseguida empiezo a soñar.

Me encuentro en medio de la calle Sherbrooke. No hay circulación. El cielo es de un color malva imposible. En el centro de la calzada, hay una mesita donde está sentada la pareja de enamorados que vi en la terraza del Maussade. Cogidos de las manos, se miran lánguidamente. A su derecha, Hélène graba la escena con una inmensa cámara con trípode.

—¡Es tan bonito! —me grita—. ¡Tan puro! ¡Tan lleno de esperanza! ¡Va a ser el mejor documental del año!

Entonces mi mujer desaparece detrás de la cámara. Le grito:

—¡Es demasiado acaramelado! ¡Demasiado meloso! ¡No creo en ello, Hélène! ¿Me oyes? ¡Ya no creo!

A continuación, irrumpe un coche de policía y se para junto a la mesa. Baja un agente y se acerca a la pareja de enamorados. Es Archambeault, sonriente y simpático, como en las fotos de los periódicos.

Saca el revólver de la funda y dispara sobre el joven enamorado. La cabeza explota y cae blandamente sobre el asfalto, ante la mirada horrorizada de su compañera.

—¿En qué no cree ya, doctor?

La pregunta procede de detrás de la cámara, que sigue rodando. Pero ¿por qué Hélène me trata de usted? Y esa voz áspera, bestial, transformada… ¡Ésa no puede ser la voz de mi mujer!

—¿Ya no cree en sí mismo?

Archambeault dispara por segunda vez. En esta ocasión, brota sangre de la muchacha, que cae, junto a su enamorado, sobre el asfalto rojo. No me muevo, no reacciono. Sólo siento una inmensa e inconmensurable tristeza.

—¿Ya no cree en la vida? —continúa la voz maléfica, detrás de la cámara.

Archambeault me apunta con el arma. No sonríe. En su mirada, ese reflejo tan extraño, tan indefinible, empieza a crecer, a hincharse, hasta que invade sus pupilas, rebasa las órbitas y cubre todo el rostro del demente como una lepra.

—¡Lo veo! —vocifera sin cesar—. ¡Lo veo, lo veo, lo veo!

En ese momento, la persona que está detrás de la cámara se incorpora. No es Hélène. Se trata de Roy. Él lo ha grabado todo, lo ha visto todo, otra vez lo ha visto todo. Acto seguido, el escritor levanta sus manos ensangrentadas hacia mí, sonríe irónicamente y brama con su voz de pesadilla:

—¿Y en el Mal? ¿Cree en el Mal?

Entonces, Archambeault, con el cuerpo cubierto por las tinieblas que emanan de sus ojos, aprieta el gatillo.

El disparo me despierta.

Estoy empapado en sudor. Hélène, a mi lado, duerme tranquilamente.

En silencio, me llamo de todo. Archambeault es un loco, un enfermo, ¿cómo puedo estar tan trastornado por lo que ha dicho? Cuando vio a Roy, justo antes de cometer su horrible acto, se acordó de que escribía novelas de terror y eso alimentó su locura, ¡nada más! ¡Nunca debería de haber ido al Léno! ¡Me ha afectado demasiado!

Suspiro mirando al techo. ¡Soñar con mis pacientes después de todos estos años de experiencia es un signo de que realmente, realmente ha llegado el momento de jubilarme y de que todo esto acabe!

Me pongo de lado y cierro los ojos.

En la oscuridad, una mirada sigue observándome. No es la de Archambeault ni la de Boisvert.

Es la de Roy. Sus ojos catatónicos, ausentes, parecen estar a punto de explotar, de dejar salir cosas terribles y sombrías…

Capítulo 8

S
ÁBADO. Estoy solo en casa. Aprovecho para trabajar en el texto que presentaré en el simposio de Quebec, donde expondré las grandes líneas de mis últimas investigaciones sobre la esquizofrenia. Si mis colegas esperan resultados llenos de esperanza y optimismo, se van a llevar una decepción…

Llaman las chicas. Arianne, sobre las diez; Mireille, a la hora de comer. Es increíble: ¡casi siempre llaman el mismo día, con unas horas de diferencia y sin ponerse de acuerdo! Hélène está convencida de que tienen el don de la telepatía. Les comunico que voy a jubilarme dentro de unos meses. Aprueban mi decisión. Como todo el mundo, según parece. Mireille me nota un tono de voz un poco raro y me pregunta si me encuentro bien. Le aseguro que sí. Siempre ha sido la más sensible…

Después de cenar, Jeanne me hace una visita sorpresa.

—¿Te molesto?

—Estaba preparando el texto para el simposio, pero ya he acabado.

—No pareces encontrarte bien…

—Y tú tienes una expresión extraña…

En una mano, Jeanne lleva el bolso; en la otra, dos cintas de vídeo.

—¿Esto qué es?

—Algo que me gustaría enseñarte…, aunque, al mismo tiempo, no sé si hacerlo… ¿Puedo pasar?

Un mal presentimiento me asalta.

—Has ido a ver a Monette, ¿eh?

Ella se sonroja ligeramente, pero se limita a repetir:

—¿Puedo pasar?

Puede. Dos minutos después, estamos en el salón, sentados uno frente al otro.

—¿No está Hélène?

—Lleva todo el día en Radio-Canadá. Tenía que hacer algunos retoques en su último documental. Volverá tarde. Y tú, ¿Marc te deja salir sola el sábado por la noche?

—Siempre tan anticuado, papá Lacasse…

Me pongo serio.

—Has ido a ver a Monette, confiesa.

Incómoda, se justifica. Desde que la policía ha intervenido en esta historia, Jeanne no ha dejado ni un instante de darle vueltas. Y también ha pensado en Monette: ¿no había asegurado conocer otros detalles extraños sobre Roy? Al final, la curiosidad ha sido superior a ella y esta noche ha acudido a casa del periodista.

Siento una profunda inquietud.

—¿Tú también crees que Roy ha presenciado cada uno de los dramas del cuaderno?

—¡Claro que no! —se enfada Jeanne—. ¡Te lo dije el otro día! ¡Deja de repetirlo! Escucha, Paul, quiero contártelo porque las revelaciones de Monette no son delirios ni necedades. Ignoro aún si tienen una importancia real, pero… pienso que vale la pena que estés al corriente…

Suspiro exasperado, aunque más tranquilo.

—No olvides que la otra tarde Monette nos aportó un par de cosas interesantes, a pesar de sus ideas descabelladas…

Me rasco la barbilla. Después de todo, ¿por qué no? En la comodidad del salón, solo con Jeanne, mi sentido de la ética no corre peligro de quedar de nuevo en ridículo…

Ella empieza por aclarar las cosas:

—Yo te digo lo que Monette me ha dicho, no lo olvides.

—Estaría contento de verte…

—Bastante, sí…

—Una gran victoria para él…

—Bueno —dice Jeanne para retomar el tema—, sabemos que todos los artículos sirvieron de inspiración a Roy para sus novelas, excepto uno. El último, de mayo de 1995. El que relata el hallazgo de los cuerpos de dos punks que se habían apuñalado en un callejón de Sainte-Catherine.

Saca del bolso una fotocopia del artículo en cuestión.

—Este artículo.

Lo reconozco.

—Sí, me acuerdo…

—En la última novela de Roy,
La última revelación
, publicada en septiembre pasado, no aparece ninguna escena que se parezca a la muerte de los punks apuñalados, ni siquiera de dos adolescentes. A primera vista, este artículo no tiene utilidad en el cuaderno. Por otra parte, da la impresión de que Roy no se inspiró en ningún suceso real para su último libro. Esto le resultaba extraño a Monette. Entonces se dijo que debía haber alguna relación entre el artículo y la novela, aunque no se hubiera determinado aún…

Frunzo el ceño. Jeanne precisa:

—En apariencia, Roy no utilizó este artículo, pero seguramente hay algo en esta historia de esos punks que lo inspiró. Algo que no aparece escrito en el periódico.

—Pero si no está escrito en el periódico, ¿cómo pudo inspirar a Roy?

Jeanne duda; luego comenta:

—Pudo haber sido testigo del drama…

—¿Qué?

Alzo el brazo, dispuesto a levantarme.

—¡Vaya, el regreso de las teorías descabelladas! ¡Roy, el hombre que está en todas partes! ¡Sin embargo, tú me has dicho que no creías en esto, Jeanne!

—¡Habla Monette, no yo! Escucha hasta que…

La corto alargando la mano.

—¡Dame el artículo!

Me pongo las gafas, recorro el papel rápidamente con los ojos y muevo la cabeza.

—Esto no tiene ni pies ni cabeza. Aquí dice que la policía encontró dos cuerpos en un callejón, a las cuatro de la mañana, mientras hacía una ronda de rutina. No hay testigos, nada. Sólo los agentes y la ambulancia, sin gente ni curiosos.

Jeanne se pasa una mano por el pelo. Sabe que anda por terreno minado.

—Monette parece creer que Roy presenció la escena mientras ocurría y luego se marchó…

Levanto los brazos.

—¡Monette cree que Roy estaba presente en todas las tragedias, en todas sin excepción!

—¡Lo sé, y he reaccionado igual que tú cuando me lo ha dicho! ¡Incluso, estaba dispuesta a marcharme, Paul, sintiéndome una idiota! Pero me ha pedido que esperara. Ha hablado del último libro,
La última revelación
. Se sabe que, para esta novela, Roy se inspiró en un suceso personal…

—La pérdida de su ojo —digo suspirando—. Michaud nos lo contó el otro día…

Jeanne asiente.

—Eso es. Un loco, en un momento dado, revienta un ojo a uno de los personajes de la novela. Roy admitió en algunas entrevistas que se había inspirado en su propio sufrimiento para dar más credibilidad al personaje. Él contó su accidente a los medios de comunicación varias veces: salía de un bar, en plena noche; caminaba por una calle desierta, mientras apuntaba sus ideas en una libreta; tropezó, se cayó y se clavó el lápiz en el ojo. Al menos, esto es lo que él dice…

—¿Cómo que lo que él dice?

Jeanne se humedece los labios. A continuación, me muestra una de las cintas de vídeo.

—Monette me ha enseñado esto…

Se levanta y se dirige hacia el vídeo. Yo suelto un ligero gruñido de indignación.

—¡Y te ha dejado las cintas! ¡Eso quiere decir que estaba seguro de que vendrías a verme! ¡Probablemente, era lo que quería! ¡Qué contento debe de estar!

Jeanne ignora mi comentario y, de pie, delante de la televisión, explica:

—Monette escribe un libro sobre Roy, ya lo sabes. Por sistema, graba todas las entrevistas que le hacen en televisión desde hace algunos años. Primero, me ha enseñado la grabación de un programa en el que participó, en septiembre de 1995, cuatro meses después de la pérdida de su ojo y una semana después de la salida de
La última revelación
. Era su primera aparición pública desde el accidente.

Inserta la cinta en el vídeo, le da al
play
y, mientras se incorpora, me dice:

—Mira bien, pero, sobre todo, escucha con atención.

Me quito las gafas, bastante intrigado.

En la pantalla, aparece el decorado de un programa muy famoso. Al lado del presentador, reconozco a Thomas Roy, instalado en un horrible sillón amarillo. Un Thomas Roy chic y sonriente, muy distinto del que ahora trato como médico. La voz del presentador surge de la televisión:

—Thomas Roy, su último libro acaba de llegar a las librerías y esta noche es su primera aparición desde el terrible accidente que, como todos sabemos, le ha costado un ojo… Por suerte, la medicina hace milagros, porque ¡prácticamente no se aprecia!

—Sí, tengo un ojo artificial, pero es difícil darse cuenta. De hecho, sólo se nota si miro de lado, si no…

—¿Se puede decir, a pesar de todo, que ha tenido suerte?

Roy reflexiona. Ahora percibo que su aire distendido y sus sonrisas parecen un poco forzados. Más allá de la imagen, algo lo atormenta.


En cierto sentido, sí
—responde como a regañadientes—.
Porque, verá, durante la caída, mi rostro impactó literalmente contra mi mano, que agarraba el lápiz, entonces

Se oye a la gente, que suelta exclamaciones de horror. El presentador, compasivo, continúa:

—Debió de ser espantoso…


Sí, desde luego… Pero el lápiz podría haber alcanzado el cerebro o… Bueno, en cualquier caso, he tenido suerte
—frunce el ceño y adopta un rictus nervioso—.
Aunque, en efecto, fue bastante… penoso
.

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