El umbral (7 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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En el Núcleo, me sorprendo cuando veo a Jeanne caminar hacia mí.

—¿Qué haces aquí un jueves?

Ella parece avergonzada. Enseguida lo comprendo.

—Quieres saber lo que pasa con Thomas Roy, ¿verdad?

Ahora esboza una sonrisa de disculpa.

—No dejo de pensar en él… ¿Hay alguna novedad?

—Un par de cosas…, pero te lo cuento esta tarde, en el Maussade…

Jeanne hace una mueca, como un niño que se entera de que habrá Navidad este año. Rápidamente, añado:

—Mientras, si quieres algo para hincar el diente, ve al taller de ergoterapia. Hemos encontrado un cuaderno en casa de Roy. Échale un vistazo, ya que eres una admiradora… Esta tarde hablaremos de ello.

Ella enfila hacia el despacho de la ergoterapeuta. Yo continúo mi camino, divertido y desconcertado a la vez.

O Jeanne es aún una adolescente, o yo soy demasiado viejo…

Es una tradición desde hace casi un año: todos los jueves por la tarde, a las ocho, Jeanne y yo tomamos una copa en el Maussade, un bar pequeño y tranquilo de la calle Saint-Laurent. Allí nos vemos para hablar de toda clase de cosas, tanto laborales como personales.

Algunos podrían creer que hay algo interesado en nuestros encuentros semanales, pero se equivocarían. Además, Marc, el «churri» de Jeanne (ella insiste en llamarle así, aunque a mí me resulta espantosa esta palabra) y mi mujer nos conocen lo bastante como para no preocuparse. De hecho, en estas citas, parecemos más un padre y una hija que un viejo verde y su joven magnate. Esto me permite comprobar cada vez hasta qué punto nuestra relación está teñida de paternalismo: durante estos encuentros, Jeanne habla mucho y yo escucho bastante. La joven psiquiatra confía sus esperanzas y sus dudas al hombre experimentado. La futura mamá pide consejo al viejo papá. Lejos de molestarme, este papel me viene muy bien. El entusiasmo, la excitación y la juventud de Jeanne representan un bálsamo semanal para mí.

Pero esta tarde, la joven psiquiatra no desea hablarme de su trabajo ni del pequeño que se mueve cada vez más en su vientre. Sólo le interesa una persona: Thomas Roy. Estamos sentados en la terraza desde hace una media hora, un poco apartados (cuando hablamos de trabajo fuera del hospital, siempre lo hacemos con discreción), y yo le cuento cómo ha ido la jornada. Jeanne me escucha sin decir una palabra, lo que es estupendo: tiene los ojos muy abiertos y, de vez en cuando, levanta el vaso de zumo de pomelo en dirección a la boca.

—¡Interesante! —suelta al final de mi informe—. Aunque es macabro: escribir con los dedos cortados, ayudándose de un lápiz metido en la boca… ¡Brrr!

—¿Y tú has echado un vistazo al cuaderno esta tarde?

—¡Desde luego!

Saca una hoja de papel del bolso y la despliega. Aprovecho para coger mi paquete de cigarrillos.

—¿Puedo?

—Si no me echas el humo a la cara, sí.

Enciendo un cigarro, satisfecho, mientras Jeanne consulta su hoja.

—Varios artículos de periódicos del cuaderno de Roy parecen haberlo inspirado… Por ejemplo, uno de ellos relata un accidente ferroviario que sucedió hace unos doce años en la zona de Sherbrooke. Hubo algunos muertos y muchos heridos. Al leer el artículo, me he acordado de que en una de sus novelas,
La sangre de los condenados
, hay un descarrilamiento espectacular, muy parecido al que se describe en este recorte de prensa. La novela en cuestión fue publicada ocho o nueve meses después del accidente, lo he comprobado.

Expulso una bocanada de humo lo más lejos posible de mi compañera. Jeanne continúa:

—Hay otro artículo también, más antiguo, que cuenta una tragedia ocurrida en el zoo de Granby: un tigre se comió a un guardia vivo, ante los ojos horrorizados de los visitantes. Algo menos de un año después, Roy sacó una novela,
Dolor y sufrimiento
, que contiene una escena parecida.

—¡Encantador!

Otro artículo, que apareció en los periódicos unas semanas después de la noticia del tigre devorador de hombres, narra la historia de una gasolinera que explotó en Montreal. Balance: dos muertos, quemados vivos. También en
Dolor y sufrimiento
hay una escena de este tipo. En el libro, en lugar de una estación de servicio, se trata de un restaurante, pero el contexto es idéntico.

Muevo la cabeza con una ligera sonrisa de admiración.

—¡Diablos, eres una auténtica exegeta! ¡Parece que conoces las novelas de Roy de memoria!

—¡He leído las diecinueve que ha escrito y te juro que no estoy dispuesta a olvidarlas! ¡Describe el horror de tal manera que esas escenas resultan inolvidables!

—Sí, ya me lo has dicho… ¡Y, además, te gusta!

Jeanne adopta una expresión maliciosa.

—A las mujeres siempre nos han gustado las sensaciones fuertes, Paul, ¿aún no lo sabes?

Hago una ligera mueca de asentimiento, tomo un trago de cerveza y vuelvo al escritor:

—Esto que me cuentas viene a confirmar lo que ya pensaba…

—Imagino que si nos tomamos el tiempo de leer los cincuenta artículos del cuaderno, los podríamos relacionar con cada una de las novelas de Roy. He mirado la fecha del primer artículo: 1973. Me parece que Roy empezó a publicar en esa época. Tal vez novelas no, pero sí relatos…

—¿En 1973? Debía ser muy joven.

—Diecisiete o dieciocho años… Es un prodigio, ya te lo he dicho.

Tomo otro trago de cerveza. Jeanne dobla su hoja y añade:

—Supongo que hay personas que ya han establecido la relación entre algunas de sus novelas y las tragedias correspondientes…

—Quizá, pero Roy no es el único escritor que se inspira en la realidad. Incluso es algo corriente…

Reflexiono unos segundos antes de continuar:

—Excepto por el hecho de que él tal vez se sentía culpable de inspirarse en las desgracias ajenas. Quizá coleccionaba estos «artículos inspiradores» a escondidas, sin hablar de ello con nadie. Al cabo de los años, este ligero remordimiento se convierte en un complejo de culpabilidad cada vez mayor… Hasta el punto de que, hace unos meses, comunica a Michaud, su agente, que no quiere seguir escribiendo. Porque «hace demasiado daño…».

Jeanne asiente mientras adivina la continuación de la historia. Además, continúa ella misma:

—Es evidente que no es responsable de las tragedias del cuaderno, aunque, al inspirarse en ellas, tiene la impresión de que las reproduce. Esto se convierte en una obsesión enfermiza y decide acabar con ello. Sin embargo, su naturaleza de escritor es más fuerte que su voluntad. Durante algunos meses, consigue no escribir nada, pero la realidad no se detiene y los dramas sangrientos se suceden en la vida cotidiana, inspirando a Roy a su pesar. Entonces surge en él un terrible dilema: ¿debe dejarse inspirar por todos esos acontecimientos y escribir una nueva novela o ignorarlos y luchar para no reproducir ese «daño»?

—Además, Michaud ha comentado que Roy necesitaba hacer un gran esfuerzo para no escribir. Y que, de hecho, consiguió resistirse unos meses. Se encerró durante largas semanas, no vio a nadie, luchó solo… Cayó en una depresión… Pero llega un momento en que no puede más… Enciende el ordenador y se pone a escribir. En ese momento, se da cuenta de que ha vuelto a narrar el «daño»… El dilema reaparece. La crisis psicótica estalla. En su delirio, sólo ve una solución…

—Cortarse los dedos para no escribir más…

—Eso es.

—Pero continúa escribiendo de todas maneras. Con la ayuda de un lápiz que sostiene en la boca…

—Sí, era más fuerte que él. Cortarse los dedos no fue suficiente para detener la…, digamos, la «energía negativa» que llevaba dentro. Entonces recurre al último medio: el suicidio.

—Sin embargo, falla el golpe. Ante el fracaso de su intento de suicidio, decide aislarse y se sume en un estado catatónico. Al menos, está muerto para el resto del mundo.

Sonrío a Jeanne mientras aplasto la colilla del cigarro.

—Bravo, doctora… Acabamos de dar una pequeña clase de análisis ante un aula vacía…

—Es preciso admitir que no era un brujo…

Ella bebe de su zumo y luego mueve la cabeza con aire afligido.

—¡Thomas Roy! ¡Parecía tan… tan equilibrado, tan sereno! En las entrevistas, tenía un carisma, un control…

Miro alrededor para asegurarme de que nadie escucha lo que decimos. Los otros clientes están bastante alejados y nos ignoran por completo.

—Cada vez que veo a una persona equilibrada víctima de una crisis psicótica, me impresiona, Paul… ¡Creo que nunca me acostumbraré!

Luego Jeanne se encoge de hombros.

—En cualquier caso, nuestra explicación se sostiene…

—No hemos explicado nada en absoluto —replico con semblante sombrío mientras miro mi vaso.

—Vamos, acabas de explicarme todo el proceso que…

—He explicado el posible razonamiento que Roy ha seguido para llegar a su intento de suicidio: ha tratado de matarse porque creía que hacía daño. Muy bonito todo eso. Pero ¿cómo puede llegar un ser humano a creer algo así? ¿A realizar tales actos? ¿A perder el contacto con la realidad de ese modo? Eso no lo he explicado…

Suspiro.

—Nadie lo ha explicado nunca, por otra parte.

Jeanne parece irritada. Ella ha sido muchas veces testigo de mis crisis de pesimismo. Incluso me pregunto cómo esta muchacha idealista ha podido entablar amistad con el individuo desilusionado que soy yo. Quizás espera rescatarme. ¡Buena suerte!

—Vaya, vas a interpretar el papel del psiquiatra hastiado…

Sonrío con picardía.

—¡Pues sí!

—¡No, gracias! Dime mejor lo que tienes intención de hacer con Roy.

—¡Curarlo, por supuesto! ¿No estamos aquí para eso?

—¡Ya vale, Paul!

Hago un vago ademán con la mano, más serio.

—Desde mañana, le administraremos antidepresivos.

—¿Zoloft?

—Sí, cincuenta miligramos al día. Comenzamos con algo suave; luego veremos.

Mi compañera asiente con la cabeza. No puedo evitar añadir con sarcasmo:

—Cuando empiece a hablar, escucharemos lo que tenga que contar; luego lo medicaremos en consecuencia para que recupere el equilibrio. Después lo dejaré marchar con una bonita prescripción…

Jeanne me fusila con los ojos; mi cinismo no la divierte nada. Levanto la cabeza hacia ella con una gran sonrisa.

—Y si, dentro de un par de años, tiene otra crisis, ¡pues bien!, volverá a vernos y le daremos más pildoritas, y…

—Vale, está bien, lo he entendido —gruñe.

Suelto una carcajada mientras ella termina su zumo a toda velocidad. Se levanta y hace un gesto al tiempo que se lleva las manos al vientre.

—Tengo la impresión de que a Antoine no le gusta el zumo de pomelo. Cada vez que lo tomo, protesta.

—Antoine… ¿Y si es una niña?

—Es un chico, me he hecho una ecografía. Te lo dije el otro día, viejo chocho…

—Dentro de diez años, las clases de primaria estarán llenas de Antoines, Alices y Florences. Todos los nombres antiguos vuelven a estar de moda. ¿Sabes cómo deberíamos llamar hoy a nuestros hijos para ser originales? Nathalie, Stéphane, Martin…

—¡Déjalo!

Me besa en las dos mejillas.

—¿No te vas?

—Me voy a quedar unos minutos…

Apenas se ha alejado, cuando se vuelve hacia mí.

—Me gustaría examinar el cuaderno de Roy con más detenimiento. ¿Puedes arreglarlo para que me lo lleve a casa?

—Si quieres…

—Perfecto. Y gracias.

Miro cómo se marcha y enciendo un cigarrillo. Recorro lentamente la terraza con los ojos. Debe de haber unos veinte clientes que beben y charlan, felices y confiados. Los observo.

«Uno de vosotros sufre en este preciso momento una enfermedad mental. Y quizás aún no lo sabe…».

Me río sin alegría. No comprendo por qué Jeanne no aprecia mi cinismo. A mí me parece bastante divertido.

Aplasto la colilla y me levanto. Abandono a todas esas personas con paso tranquilo.

Al día siguiente, hacia el final de la tarde, Hélène y yo nos preparamos para marcharnos a Charlevoix. Este fin de semana en pareja lo planeamos hace tiempo. Llevamos varios meses que no compartimos ratos juntos, lejos de la vida diaria. Esto nos sentará bien, pues mi fibra sentimental pasa por una época de inercia.

Antes de salir, llamo por teléfono al hospital y pido que me pasen con el despacho de la ergoterapeuta.

—Buenas tardes, Nathalie, soy el doctor Lacasse. Querría que le dejara el álbum de artículos a la doctora Marcoux. Ella me ayuda en el caso. Seguramente pasará a pedírselo.

—¿El álbum de artículos?

—Sí, ya sabe, el cuaderno en el que el señor Roy ha pegado unos cincuenta artículos de periódicos.

Se produce un corto silencio.

—¿Nathalie?

—Sí, sí, ya me acuerdo. Quiere que se lo preste a la doctora Marcoux, ¿es eso?

Su voz es vacilante.

—¿Hay algún problema?

—Es que… no lo tengo aquí. Me lo he dejado en casa… Quería examinarlo con tranquilidad anoche, y… se me ha olvidado.

Parece verdaderamente incómoda. Incluso, añade con una voz apenada:

—Lo siento, doctor…

—Vamos, no es tan grave, Nathalie. Sólo tiene que traérmelo el martes próximo. Se lo daré a la doctora Marcoux yo mismo…

—Perfecto, doctor —responde aliviada, con una voz más tranquila—. Sin falta.

Me despido y cuelgo. ¿Por qué parecía Nathalie tan angustiada?

Hélène, en la calle, toca el claxon impaciente. Por fin, salgo de la casa.

Durante tres días, me esfuerzo por vaciar mi mente de toda preocupación relacionada con el trabajo. Leo mucho. Doy largos paseos con Hélène. Montamos un poco en bicicleta. Estas actividades me relajan bastante y me hacen un bien enorme.

La intimidad con mi mujer, sin embargo, resulta más problemática. Intentamos hacer el amor tres veces. Sin éxito. Es por mí, lo que resulta violento. No he conseguido tener relaciones sexuales completas con Hélène desde hace al menos cuatro meses. Ella nunca lo ha mencionado, pero el domingo por la noche, después de un nuevo intento fallido, se atreve a romper su silencio. Mi mujer me confiesa por fin su inquietud, acostada en la cama de nuestra habitación del hotel.

—En casa, pensaba que se debía al estrés, pero aquí… ¿Qué es lo que no funciona, Paul?

Estoy sentado en el borde del colchón y, con los brazos apoyados en las rodillas, me estudio los pies. Me parece que el izquierdo es más largo que el derecho.

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