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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (5 page)

BOOK: El umbral
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—Perfecto, doctor… Hablaremos en otra ocasión…

—Eso es —añado en voz baja.

Llego al coche, me monto y, cuando ya estoy en la carretera, Monette se encuentra en la carpeta «olvido» de mi cerebro.

Ceno solo, Hélène me ha avisado de que no saldría de trabajar antes de las siete. En este momento, está rematando el montaje del último documental que ha rodado para Radio-Canadá. Se trata de un reportaje sobre los discapacitados físicos, un proyecto que la entusiasma.

Por la noche, cuando llega a casa, me planta un fogoso beso y saca del bolso una cinta de vídeo que exhibe con orgullo.

—¡Aquí lo tengo! ¡El montaje final está terminado!

—¿Podré verlo esta noche?

—¡Sí! ¡Ahora mismo, si quieres!

—¡Por supuesto! —digo haciendo todo lo posible por parecer tan entusiasmado como ella.

El hecho de ver a Hélène ejercer su oficio de directora de cine con tanto entusiasmo pone de manifiesto, de una forma aún más amarga, mi apatía profesional. A veces, ella reprime su excitación delante de mí, al verme con un semblante triste y aburrido. Me doy cuenta (sobre todo, cuando ceno solo) de que siento un poco de envidia de mi mujer, a pesar de la mezquindad que encierra este sentimiento.

Dos minutos después, nos encontramos instalados en el salón: Hélène con un sándwich que se ha hecho a toda prisa y yo con un cigarrillo. Vemos el documental respetando el ritual del silencio. De hecho, cada vez que Hélène me enseña una de sus nuevas películas, la visionamos sin decir nada y, sólo al final, le comunico mis comentarios. Y no siempre soy considerado. Como cuando me mostró el documental sobre los niños de la calle,
Callejón sin salida
. Le dije que me parecía melodramático y moralizante y que carecía de perspectiva analítica. Ella respetó mi opinión, pero no cambió nada de la cinta. El futuro le dio la razón: seis meses después,
Callejón sin salida
ganó un premio. Lo que no impide que siga encontrándolo demasiado edulcorado.

Una vez vistos los diez primeros minutos, mi impresión es bastante positiva. La cinta presenta un buen número de discapacitados bastante profundos, pero no cae en el patetismo (después de todo, quizá Hélène se ha acordado de mi crítica a
Callejón sin salida
). Veo el documental sinceramente interesado, mientras siento la mirada nerviosa de mi mujer, que acecha cada una de mis reacciones cuando alguna escena, de repente, suscita algo en mí.

La pantalla muestra a un adolescente parapléjico de diecisiete o dieciocho años. Está sentado delante de un ordenador, en una silla de ruedas, al tiempo que la voz de la narradora explica:

«Para Benoît, todo es cuestión de voluntad. Su discapacidad no le ha impedido leer, estudiar e, incluso, escribir…».

La cámara muestra en primer plano cómo Benoît coge con la boca un largo palo de plástico. Luego, controlando el palo con la punta de los dientes, alcanza el teclado con el otro extremo. La cámara hace zum sobre el extremo del palo, que hunde las teclas con una precisión sorprendente.

En ese momento, una asociación de ideas me invade la mente. Visualizo el lápiz mordisqueado de Roy, junto al ordenador… Las pequeñas marcas negras sobre las teclas… Como rayitas oscuras…

—¡Maldita sea!

Hélène me apunta con un dedo, reprobadora.

—¡Paul! ¡Ya sabes que no se hacen comentarios hasta el final!

—No es eso, Hélène, es…, es sólo que… Para el vídeo, ¿quieres?

Ella obedece, algo ofendida.

—Adivina quién ha ingresado hoy en el hospital.

Hélène es la única persona ajena al hospital a quien hablo de mis pacientes. Al menos, a quien
hablaba
de mis pacientes, porque en realidad ya no le comento ningún caso. Como no le cuento nada de mi jornada en general. De hecho, apenas le dirijo la palabra.

Ella se encoge de hombros, sorprendida.

—Debe ser importante para que me hables de ello…

—Es una bomba, Hélène… Más que nunca cuento con que no dirás nada a…

—¡Paul, me conoces lo bastante bien como para no tener que repetirme eso!

Tiene razón. Sé que puedo contar con su discreción. En veintisiete años de matrimonio, nunca me ha decepcionado sobre este tema.

—Te lo juro, es una bomba…

Ella arquea las cejas. Esta vez, está intrigada de verdad.

—Thomas Roy —anuncio por fin.

Primero, la incredulidad; luego, la sorpresa y, al final, las preguntas. Le cuento toda mi jornada laboral, sin omitir nada. Dios mío, ¿desde cuándo no me pasaba algo así? Pero lo hago sobre todo por ella: sabía que esta historia le interesaría.

—¡Es una locura! —exclama al final—. ¡Cortarse los dedos es espantoso! ¡Sobre todo para un escritor!

—Sí… Y en el documental he visto una escena que me ha dado una idea sobre Roy…

—¿Qué quieres decir?

Dudo mientras hago un signo impreciso con la mano.

—Es un poco pronto para hablar, quizás esté completamente equivocado…, pero…

Miro el reloj: las ocho de la noche. Me levanto, voy al teléfono, busco en mi agenda profesional y marco un número.

—¿Sí? —contesta una voz femenina.

Es la enfermera de noche de la unidad de psiquiatría. Me identifico y le pido que añada una indicación a la nota que he dejado para Josée Poitras.

—Me gustaría que se trajera el teclado del ordenador del señor Thomas Roy para la «inter» del jueves. Si es posible…

Oigo que la enfermera me repite el aviso y me asegura que lo ha anotado. Le doy las gracias y cuelgo.

Si Jeanne me viera actuar así, seguramente diría que yo también me dejo contagiar por la fiebre del «caso Roy». Sin embargo, estaría equivocada, porque, en cuanto acaba la conversación telefónica, saco por completo al escritor de mis pensamientos, vuelvo al salón y le digo a Hélène:

—¡Ya está! ¿Continuamos con el documental?

Capítulo 2

A
L hospital, sólo voy los martes y los jueves. Los otros tres días laborables de la semana, paso consulta en casa o investigo en la universidad. Durante todo el miércoles, no pienso ni un segundo en Thomas Roy, al menos hasta la hora de la cena (sin compañía, una vez más). Mientras hojeo el periódico, doy con un artículo en la segunda página titulado «Thomas Roy en un centro psiquiátrico».

Hago una mueca y leo el artículo. Los periodistas saben más de lo que creía. La crónica cuenta que el escritor ha intentado suicidarse después de haberse cortado los dedos. Los vecinos se habrán ido de la lengua o, tal vez, algunos policías… El artículo finaliza con la evocación del misterio que rodea este drama: «¿Acaso los seis meses de reclusión de Thomas Roy ocultaban en realidad una profunda depresión que desembocó en un intento de suicido?».

—¡Guau! ¡Un auténtico psiquiatra! —exclamo con ironía mientras paso la página.

A continuación, leo un artículo sobre un nuevo escándalo que salpica al ejército canadiense. Poco a poco, Thomas Roy sale de mi pensamiento.

El jueves, a las nueve de la mañana, se celebra nuestra reunión interdisciplinaria. Alrededor de la gran mesa están sentadas las enfermeras (la gente me dice que soy sexista porque siempre utilizo esta palabra en femenino, pero aquí no hay enfermeros y eso ¡no es culpa mía!), la ergoterapeuta, Nathalie Girouard, y la trabajadora social, Josée Poitras. Durante una hora aproximadamente, pasamos revista a mis pacientes. Édouard Villeneuve ha tenido una crisis de llanto el día anterior y sigue convencido de que todos estamos contra él. Tampoco mejoran el señor Simoneau, Julie Marchand y la señora Bouchard. Sin embargo, el señor Picard, el señor Jasmin y la señora Choquette están lo bastante bien como para marcharse. Los demás pacientes permanecen estables. Aumentamos o disminuimos la medicación, proponemos nuevos ejercicios terapéuticos; en fin, la rutina habitual de este tipo de reuniones.

Por último, llegamos al expediente de Roy.

—Dejé una nota sobre este caso. ¿Han tenido tiempo de consultarla?

Nathalie se retira un mechón rebelde de la frente. Este tic me parece encantador. Aunque hace todo lo posible por no aparentar su edad, este gesto revela que sólo tiene veintiocho años.

—Ayer pasé una hora con él —explica—. Hice de todo para estimularlo, pero fue inútil. Música, pintura, cuentos, estimulaciones táctiles…, de todo. Un par de veces, sentí que me miraba vagamente, pero nada más. Su mirada está vacía. Hasta tal punto que apenas aprecio la diferencia entre su ojo verdadero y su ojo artificial.

Me sorprendo.

—¿Tiene un ojo artificial?

—Sí…, perdió el ojo izquierdo hace alrededor de un año… Salió en los periódicos. ¿No se acuerda?

Reflexiono un momento. Luego me encojo de hombros.

—Continúe.

—Ni una palabra, casi ningún gesto. Cuando lo ponemos de pie, no se cae, pero es imposible conseguir que camine. Si le empujásemos un poco, perdería el equilibrio.

—¿Y la comida?

—Se deja alimentar, pero no tomaría ningún alimento por propia voluntad.

—¿Y… sus necesidades?

Nuevo movimiento para retirar un mechón negro.

—Tuvimos que ponerle pañales.

Me acaricio la perilla mientras tomo algunas notas.

—Está bien. Josée, ¿algo qué añadir?

Se despereza. Siempre parece que está cansada. Tiene treinta y siete años, pero aparenta diez más. Da la sensación de que su trabajo no le interesa mucho y, sin embargo, hace gala de un perfeccionismo sorprendente.

—Roy no tiene familia, a excepción de una hermana. Tampoco se le conoce ninguna novia. Ayer visité su apartamento. Los vecinos me dijeron que sólo lo vieron salir un par de veces en las dos últimas semanas. Encontré su agenda de teléfonos. Lo primero que hice fue llamar a su agente, un tal Michaud. Acababa de llegar de viaje y aún no había escuchado los mensajes ni había leído ningún periódico. Yo le di la noticia. Se preocupó mucho y quería ver a Roy a toda costa. Le dije que usted lo recibiría hoy.

Esbozo una sonrisa sin alegría.

—Muy amable, Josée…

—También llamé a su editor. A pesar de sus intentos para ponerse en contacto con él, no tiene noticias de Roy desde la publicación de su último libro, en septiembre.

Luego la trabajadora social adopta un gesto contrariado.

—Telefoneé también a su hermana, Claudette Roy, de Saint-Hyacinthe. Empecé a explicarle que su hermano había ingresado en psiquiatría, pero ella me soltó enseguida que no le interesaba, que no mantenía contacto con él desde hacía varios años. Se mostró muy fría y casi me cuelga el teléfono. He anotado todos esos números en el expediente —dice mientras señala el informe que tengo en las manos.

A continuación, Josée abre su maletín y saca una especie de cuaderno escolar.

—He encontrado algo interesante entre las cosas de Roy: un cuaderno donde pegaba artículos de periódicos. He pensado que a Nathalie le podría resultar útil.

Acto seguido, la trabajadora social empuja el cuaderno hacia la ergoterapeuta, que se pone a hojearlo allí mismo.

—¿Qué tipo de artículos periodísticos?

Josée pone cara de enterada.

—Accidentes trágicos, asesinatos, catástrofes diversas. En resumen, una colección de dramas sangrientos, publicados por los periódicos en los últimos veinte años. Debe de haber unos cincuenta artículos en este cuaderno…

Asiento con la cabeza, aunque no me sorprende.

—Imagino que tener semejante colección no es tan extraño en el caso de un escritor de novelas de miedo…

—Estos artículos debían de servirle de inspiración para sus libros —añade Josée—. Eso explicaría su efectismo.

Le lanzo una mirada casi recelosa.

—¿Es una admiradora de Roy, Josée?

—He leído un par de libros suyos. Digamos que me ha hecho pasar algunas noches en blanco…

Al ver la aprobación de la mayoría de las personas sentadas alrededor de la mesa, comprendo que soy casi el único de los presentes que no ha leído nunca una novela de Roy. Cambio de tema:

—¿Le servirá de algo, Nathalie?

Sin dejar de hojear el cuaderno, responde:

—No sé… Siempre lo puedo utilizar para suscitar alguna reacción en él…

—Bueno… ¿Algo más, Josée?

—Sí, sobre lo que me pidió…

La trabajadora social se inclina hacia el suelo y, a continuación, coloca sobre la mesa un teclado de ordenador mientras comenta:

—Confieso que no sé demasiado bien a dónde quiere ir a parar con esto…

—Ah, sí…, pásemelo, por favor.

El teclado da la vuelta a la mesa hasta que acaba delante de mí. Me pongo las gafas sobre la nariz y lo examino de cerca. Las rayitas negras siguen en las teclas.

Me acuerdo del documental de Hélène. Tomo mi propio lápiz, me lo meto en la boca y acerco el rostro a la mesa. Con la punta del lapicero, pulso penosamente el teclado, muy despacio porque debo concentrarme para alcanzar la tecla deseada. Siento sobre mí las miradas atónitas de mis compañeras y eso hace que me divierta como un niño. Confieso que, en cierto modo, buscaba este efecto. Nos divertimos tan poco en este hospital…

Cada vez que la punta del lápiz golpea una tecla, la mina pinta una rayita negra.

Me paro, me saco el lápiz de entre los labios y observo el extremo que tenía dentro de la boca. Se pueden ver claramente las huellas de los dientes.

—¡Vaya! Entonces… —murmuro.

—¿Ha descubierto algo, doctor Lacasse?

—Thomas Roy siguió escribiendo después de cortarse los dedos.

—¿Qué?

Levanto el lápiz como si se tratara de una prueba irrefutable.

—En casa de Roy, descubrí un lápiz como éste, pero roído en sus tres cuartas partes, casi partido en dos. Seguramente, es el que utilizó el novelista para escribir… con su boca. Esto explica las rayitas negras de las teclas.

Después de un corto silencio, Nathalie objeta:

—Tal vez escribía antes con su lápiz. Es decir, que podía cogerlo con las manos y golpear su teclado distraído.

—¿Sabiendo que eso dejaría marcas? Me parece improbable, ¿no? Y las huellas de los dientes en el lápiz eran realmente profundas. Como si hubiera apretado el lápiz en la boca con todas sus fuerzas. Como si sintiera un dolor, por ejemplo. Un dolor muy fuerte.

Reflexiono un momento. Las palabras de Goulet me vienen a la mente.

—Esto explicaría también por qué había tanta sangre en el suelo, delante de la mesa de trabajo. Haciendo un gran esfuerzo, Roy cogió el lápiz con la boca, apretó los dientes debido al dolor de la herida y se puso a escribir como acabo de hacerlo yo. Seguramente, no escribió así más de un minuto; de otro modo, habría perdido el conocimiento a causa de la hemorragia. A continuación, intentó tirarse por la ventana.

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