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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (3 page)

BOOK: El umbral
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El rostro de mi compañera se ensombrece. La historia es repugnante, cierto, pero la utilizo siempre para poner las cosas en su sitio.

—Estás empezando, Jeanne. Verás casos espantosos… Incluso aquí, en el Sainte-Croix, a veces nos pasan cosas poco agradables…

Mi pequeño sermón resulta paternal, pero no me importa. Lo digo como lo pienso.

—Eso si admitimos que Roy se ha cortado los dedos él mismo —observa ella.

—El informe de la policía nos lo dirá.

Miro de nuevo alrededor, incómodo por discutir sobre un caso en mitad del pasillo. Decido orientar el tema hacia algo menos confidencial.

—Yo no me sorprendo tanto como tú. ¡Y a ti te gustan las novelas de terror!

—Roy no escribe novelas de terror. ¡Escribe sobre el Horror con mayúsculas! Por esta razón, se le admira y se le traduce en todo el mundo. Por eso es el escritor más popular de la historia de Quebec. ¡Tiene una manera única de describir el horror! ¡Por Dios, Paul, te juro que sus novelas son terroríficas! ¡De verdad!

Se acerca un paso y pone cara de sincerarse.

—Aunque sea psiquiatra, aunque conozca los mecanismos de la mente humana, caigo en la trampa con cada uno de sus libros: me engancho hasta la última página, ¡como si tuviera dieciséis años! Te lo juro, soy incapaz de leer sus novelas de noche. ¡Incapaz! La última vez que lo intenté, me entró un miedo como nunca me había pasado… Posee la habilidad de introducirnos en cosas insoportables… Sus descripciones son tan detalladas… Y el ambiente, Paul, el ambiente de sus historias…

Jeanne reprime un escalofrío y concluye con toda la seriedad del mundo:

—Nunca había leído nada parecido.

Me limito a mover la cabeza algo desconcertado. En cualquier caso, ¡resulta sorprendente la fascinación que la gente siente por el terror! ¿Cómo puede alguien tener ganas de leer una novela que provoca un sentimiento que, de entrada, se debería querer evitar? Sin embargo, ahí están los hechos: Thomas Roy vende millones de libros en todo el mundo. Algo que me resulta incomprensible.

¡Y Jeanne! ¡Que la delicada y pacífica Jeanne lea eso!

—Entonces, ¿entiendes? —continúa ella—, encontrar al maestro del terror atravesado en una ventana, con los dedos cortados por una cizalla de oficina… Es algo especial…

—No más que si le hubiera sucedido a un mecánico, a un boxeador o a un parado, Jeanne. No más.

—Lo sé —admite ella con una ligera sonrisa—. Sólo me parecía una casualidad sorprendente. Pero no te preocupes, soy una admiradora, no una fanática…

Con un gesto le indico que se calle. Un paciente se acerca a nosotros.

—Doctor Lacasse…

Es el joven Édouard Villeneuve. Me mira con sus ojos eternamente inquietos.

—Se supone que hoy venía a verme, ¿eh, doctor Lacasse?

—Sí… Sí, Édouard, voy dentro de unos minutos…

Llevo seis años tratando a este muchacho. Estos últimos meses, vivía con su familia de acogida sin problemas. Pero luego, ¡paf!, volvió al hospital hace unos días, en plena crisis de paranoia. Una recaída catastrófica.

—No me olvide, ¿eh, doctor Lacasse?

Me vuelvo hacia Jeanne.

—Oye, tengo que hacer mi ronda… ¿Hablamos en otro momento?

Nos despedimos y me alejo en compañía de mi joven paciente.

Paso la mañana viendo a mis pacientes. Édouard aún tiene tendencias paranoicas agudas. Pienso en aumentarle la medicación. Seguramente, tendrá que quedarse unas semanas. Julie Marchand, otra joven de unos veinte años, sigue maquillándose de forma exagerada. Está convencida de que le van a ofrecer un papel en una película y me acusa de interponerme entre el productor y ella. Jean-Claude Simoneau tampoco va mejor. La semana pasada estaba tranquilo, pero ahora ha vuelto a entregar mensajes a las enfermeras para que los envíen en secreto a la Gendarmería Real de Canadá. Además, persiste en su idea de que Nathalie Girouard, nuestra ergoterapeuta, es una espía que se ha infiltrado en el hospital con intención de eliminarlo. Con él, he hablado más tiempo que con los demás, hasta que parecía algo más tranquilo. Pero al final, cuando me dirigía hacia la puerta, me ha deslizado un mensaje en la mano mientras murmuraba:

—Envíe esto rápidamente al Gobierno. Ellos lo entenderán.

Los demás pacientes se encontraban estables. Hasta Louise Choquette, que me ignora casi siempre, me ha regalado una hermosa sonrisa y me ha preguntado qué tal estaba mi hijo (y por décima vez le he dicho que no tenía un chico, sino dos chicas). Incluso se veía más joven que sus cincuenta años. Alentador.

En resumen, mi ronda de rutina acaba hacia las once y media. Mientras subo a mi consulta, en la quinta planta, me digo que voy a pasar por la de Jeanne. Ella debe de haber terminado también su ronda y decido invitarla a comer.

Jeanne no está en su consulta. Le pregunto por ella a la secretaria.

—Sí, ha acabado su ronda —me responde—, pero estará ausente un par de horas. Si desea ponerse en contacto con ella, ha dicho que se encontraba en esta dirección.

Y la secretaria me tiende un papel donde leo: «3241 Hutchison, Outremont». Outremont, Hutchinson… ¿De qué me suena? De repente, lo comprendo: ¡esta pequeña descerebrada ha ido corriendo al apartamento de Roy! ¿Para hacer qué? ¡Sólo Dios lo sabe!

Jeanne se ha extralimitado. Enseguida, decido ir a buscarla para traerla inmediatamente, antes de que se ponga en ridículo.

Veinte minutos después, aparco delante de un lujoso edificio. Desde la acera, levanto la cabeza y veo una ventana rota: la del apartamento de Roy. Luego bajo los ojos hacia el asfalto, aproximadamente hasta el lugar donde el escritor se habría estrellado si hubiera atravesado la ventana por completo. Sin duda, se habría matado.

Entro en el inmueble. En la pequeña escalera bien conservada, me cruzo con dos policías que bajan hablando. Deduzco que la policía continúa con su investigación en el apartamento y que Jeanne ha venido a ver cómo iban las pesquisas. Suspiro cansado. Me la imagino presentándose a los policías: «Soy la psiquiatra de Thomas Roy y vengo a informarme». ¡Ridículo!

Llego a la puerta 3241. Está abierta. Entro en un salón coqueto, decorado con profusión y buen gusto. Dos hombres de traje y corbata están hablando. Me acerco y me presento. Me miran durante un rato. Dos psiquiatras en el mismo día, ¡les va a dar un infarto! Me siento grotesco y mi enfado hacia Jeanne aumenta de forma considerable.

—Su colega está en el despacho, por allí… Coudon, esto de que los psiquiatras se desplacen es nuevo, ¿no?

Ignoro el comentario y paso a la habitación del fondo.

El salón del apartamento está limpio y ordenado, pero por el despacho parece que ha pasado un huracán. El suelo se halla cubierto de hojas, figuras decorativas y fragmentos de todas clases. En las paredes, todos los cuadros están torcidos. En un rincón, la biblioteca ha sido saqueada y casi todos los libros yacen en el suelo, en un estado lamentable. Arrimado contra una de las paredes laterales, el escritorio se encuentra repleto de hojas de papel, lápices y libros, formando todo ello un tremendo revoltijo. En medio de este batiburrillo, se alza el ordenador, milagrosamente intacto. Sigue encendido y, de lejos, distingo un texto en la pantalla. Hay cuatro personas más en el despacho. Dos recogen los fragmentos del suelo y los depositan en bolsas. Un tercer hombre, de unos cuarenta y tantos años, vestido con un traje de tres piezas, habla con Jeanne. Me acerco lo más discretamente posible, cojo a mi compañera del brazo y murmuro:

—Bueno, ¿ya ha visto bastante, doctora Marcoux? ¿Qué le parece si regresa al hospital conmigo y espera a que la policía nos envíe el informe?

—¡Paul! —exclama Jeanne—, ¡has venido a buscarme! —hago una mueca; su discreción deja mucho que desear—. Te presento al sargento detective Goulet. Él se encarga de la investigación. Sargento, le presento a mi colega, el doctor Lacasse.

Goulet me tiende una mano, que yo estrecho de mala gana mientras le dirijo una mirada sombría a Jeanne.

—Investigación es mucho decir —precisa el hombre—. De hecho, tengo la sensación de que vamos a cerrar este expediente hoy y que el resto deberán descubrirlo ustedes.

Su comentario me intriga y, casi a mi pesar, le pregunto:

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, durante los dos últimos días hemos tomado huellas de todas partes. Las únicas que hemos encontrado han sido las de la víctima. Ninguna otra. Además, hay una cámara de vídeo en el portal del edificio. Hemos visto la cinta. En la noche del domingo al lunes, entre la medianoche y las seis de la mañana, nadie entró ni salió de la casa. A excepción de los agentes, por supuesto. El sargento Caron derribó la puerta del señor Roy. El cerrojo estaba echado por dentro y también la cadena de seguridad. En idéntica situación, se encontraba la puerta de cristal que da a la galería. ¿Cómo habría podido el agresor cerrar las dos puertas por dentro después de salir de la vivienda?

—Entonces, sargento, ¿cuál es su conclusión? —le pregunta Jeanne, mirándome.

Está claro que ella conoce la respuesta, pero quiere que Goulet la repita para mí. No hace falta. Lo he comprendido perfectamente. No obstante, el sargento se encoge de hombros y dice:

—Bueno, todo indica que Roy quiso suicidarse.

—¿Y los dedos? —insiste mi compañera.

—Se los cortó antes de lanzarse contra la ventana.

—¿Está seguro?

—Venga a ver…

El sargento camina hacia la mesa de trabajo, seguido de Jeanne. Yo voy detrás, suspirando por dentro. En el punto en que nos encontramos, es mejor escuchar el razonamiento de Goulet hasta el final, pero en cuanto lleguemos al hospital… ¡Jeanne me va a oír!

Junto al ordenador, el policía nos muestra la guillotina. La gran cuchilla está bajada, contra la bandeja; hay mucha sangre alrededor. Goulet señala la parte delantera de la bandeja, donde se concentra más cantidad de sangre.

—Descubrimos los diez dedos aquí, justo delante de la cuchilla, ordenados en una fila.

Luego señala la palanca de la cuchilla.

—En la palanca, hay algunas huellas de la mano derecha de Roy. Y también algunas gotas de sangre. Sin embargo, no hay ninguna razón para que la sangre haya salpicado la palanca, que se encuentra detrás.

Goulet se mete las manos en los bolsillos y explica con el mismo aire indolente:

—Roy se cortó primero los dedos de la mano izquierda con ayuda de la mano derecha. A continuación, seccionó los dedos de la derecha utilizando la mano cortada para bajar la palanca.

Jeanne y yo nos quedamos mirando al sargento. Debemos de parecer un poco alelados. Aunque ya he visto varias automutilaciones, la interpretación de Goulet me impresiona un poco.

—Es la única explicación —añade el policía.

Mis ojos vuelven a posarse en la guillotina. Intento imaginar a Roy colocando los dedos de la mano izquierda debajo de la cuchilla, bajando la palanca de un golpe seco… y, luego, después de esta horrible mutilación, colocando la otra mano bajo la cuchilla y utilizando el muñón ensangrentado y dolorido para repetir este acto terrible. No puedo evitar un escalofrío.

—Además, con toda seguridad, se cortó los dedos después de haber destrozado todo lo que había en la habitación; si no, habríamos encontrado sangre en los libros y por las paredes. Localizamos una pequeña cantidad en el suelo, delante del ordenador, pero no en éste.

Goulet se cruza de brazos y, metódico, enumera los hechos:

—Por tanto, en orden cronológico, sucedió más o menos así: Roy estaba escribiendo en el ordenador, sufrió una crisis y rompió todo lo que tenía a su alcance; a continuación, se cortó los dedos; volvió al ordenador (para hacer qué, no lo sé) y, finalmente, se lanzó contra la ventana, con intención, imagino, de atravesarla, pero se quedó atrapado y perdió el conocimiento. Después, según me ha contado usted, doctora Marcoux, no ha dicho ni una palabra.

—Ni una.

—Entonces, ya está.

Jeanne mira de nuevo la cuchilla llena de sangre. De repente, palidece y se lleva las manos a su vientre abultado.

—Tengo que ir al cuarto de baño.

—¿La sangre la indispone, doctora?

Jeanne exhibe una ligera sonrisa de disculpa.

—Normalmente, no, pero digamos que mi metabolismo es menos tolerante desde que estoy embarazada…

Yo también esbozo una sonrisa mientras Goulet, con gesto comprensivo, la acompaña fuera de la habitación.

Solo, no sé muy bien qué hacer. Los otros dos individuos continúan con su trabajo, sin prestarme atención. De forma mecánica, echo un vistazo a la pantalla del ordenador, que muestra un texto. Me pongo las gafas y leo las dos últimas frases:

«Se dirigía a la última cita. Incluso con el revólver, pasaba desapercibido, gracias a su…».

La frase estaba inacabada.

Observo el teclado del ordenador. Me fijo en que hay pequeñas marcas negras en varias teclas, como rayas minúsculas. Del uso, supongo. Luego contemplo el desorden que rodea el aparato: los papeles, los disquetes… Un lápiz parece flotar en medio de toda esta confusión. Distraído (sin pensar en que la policía no estaría de acuerdo), lo cojo. Cerca del extremo donde se encuentra la goma de borrar, el lápiz está casi partido en dos. Lo examino de cerca: huellas de dientes. Sonrío. Otro que tiene la costumbre de morder los lápices. Aunque, en este caso, la verdad es que parece obra de un castor…

Cuando voy a depositar el lápiz en el escritorio, mi movimiento es detenido por alguien que me tira del brazo: Jeanne ha regresado y, aunque aún está un poco pálida, ha recuperado su interés.

—¿Qué piensas?

—Pienso que hablaremos de esto a solas y que deberíamos marcharnos de aquí enseguida.

Goulet se acerca con las manos en los bolsillos.

—De todas maneras, en lo que a nosotros respecta, la investigación ha terminado. No hay agresor, sólo un intento de suicidio. ¿Por qué sufrió una crisis? ¿Por qué se cortó los dedos? Su trabajo consiste en descubrirlo…

Luego señala el ordenador con el mentón.

—Por eso no hemos apagado aún el ordenador. Queremos grabar todo el texto en un disquete. Roy estaba escribiendo cuando quiso matarse… Tal vez tenga alguna relación y podría ayudarles a comprender mejor lo que ha pasado… Quiero decir, lo que ha pasado en su cabeza. Por lo demás, si necesitan ayuda…

Saca una tarjeta y nos la tiende. Le doy las gracias y la guardo en mi chaqueta. Entonces Goulet nos examina durante un par de segundos y algo parecido a la sorpresa cruza sus ojos sin brillo.

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