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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (8 page)

BOOK: El umbral
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—Ya no soy tan joven —digo con intención de ser jocoso—. Tardo más en «arrancar».

—¡Tienes cincuenta y dos años…! ¡Hay hombres que tienen una vida sexual activa hasta los setenta y cinco!

—Estaba de broma.

—No es divertido.

Lo sé muy bien. Sin embargo, no lo encuentro tan dramático. La longitud de mi pie izquierdo me parece más importante.

—¿Ya no me deseas?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿Me deseas o no?

Mi mujer empieza a ponerse nerviosa. Es realmente lo último que quiero: una pelea.

—Escucha, Hélène, te digo que no lo sé, ¡no puedo ser más honesto!

«¡Y deja de interesarte por tu pie!».

Hélène se calla un momento; luego pregunta con voz insegura:

—¿Deseas a otras mujeres?

Esta vez, me vuelvo hacia ella.

—Dios mío, no… Si tú supieras…

—Entonces, ¿aún me amas?

—Sí, desde luego…

¿Por qué adopto este tono defensivo?

—Es por tu trabajo, ¿eh? —continúa mi mujer.

Suspiro.

—¡Los años, todos estos largos años!… Y todo lo que se ha acumulado… ¡Son callejones sin salida!

Me siento de nuevo en el colchón; de repente, me noto demasiado pesado. ¿Cómo puedo sentirme tan pesado y tan vacío a la vez?

Hélène debe de estar harta de oír mis incesantes lamentos, pero no manifiesta ningún signo de impaciencia. Al contrario. Sus manos acarician despacio mi cuello, mis hombros. No reacciono. Aunque querría.

—Paul, si no puedes esperar tres años para jubilarte, ¡deja de trabajar ahora! ¡De inmediato!

—¡No puedo! Perdería la mitad de la pensión y…

—¡Podemos permitírnoslo, lo sabes perfectamente! Tienes que pensar en ti, no en la pensión… En ti…, y en nosotros dos.

Cierro los ojos. Sé que tiene razón. ¿Pero la ausencia de trabajo será suficiente para alejar esta nube negra que me engulle cada vez más? Cuando esté solo en casa, sin nada que hacer, ¿le dejaré el campo libre para que me trague por completo?

«¡Esa nube no está en tu cabeza! —me dice una voz—. ¡Está en el hospital, en tu trabajo! ¡Lo sabes!».

Y sin embargo…

Me froto la frente con suavidad. Tardaría unos meses en cerrar algunos expedientes y luego…

La paz, por fin. ¿Es posible?

—Lo pensaré, Hélène… En serio.

Ella no responde nada. Me acaricia aún durante largos minutos. Y, en todo este tiempo, no vuelvo la cabeza en ningún momento para mirarla.

Así termina nuestro fin de semana romántico.

Capítulo 3

V
OLVEMOS a casa el lunes por la mañana. En cuanto deshacemos las maletas, Hélène me anuncia que debe marcharse de inmediato a Radio-Canadá, que ha quedado con una becaria. Desde el salón, le respondo:

—Espera un segundo…

Ella se detiene en el vestíbulo y se vuelve hacia mí. Por mi tono, ha comprendido que es importante. Nos miramos unos instantes, de pie, a unos metros de distancia. Después de una larga vacilación, le digo:

—Sabes que dentro de un mes tengo un simposio en Quebec.

—Sí —dice intrigada.

—Será el último.

Ella frunce el ceño, yo bajo la cabeza un segundo; luego la miro a los ojos.

—Me voy a jubilar, Hélène. De aquí a fin de año.

Ella no dice nada de momento. Algo brilla en su mirada. ¿Lágrimas? ¿Sorpresa? ¿Alegría?

Al fin, habla. Su voz es más aguda, más débil.

—¿Piensas…? ¿Estás seguro? ¿No es un poco precipitado? Si te lo comenté ayer…

—He reflexionado toda la noche.

Y es verdad: no he dormido apenas, consumido por este dilema que se negaba a dejarme en paz. Luego, al amanecer, he abandonado el combate. Ha perdido la soberbia. Ha perdido el orgullo. Ante todo, debo sobrevivir.

Y, en este momento, mi tono es firme. No hay ninguna duda en mi mente. Pocas veces he estado tan convencido de haber tomado la decisión correcta.

—Creo que puedo dejar el trabajo dentro de cuatro meses, cinco a lo sumo.

—¿Piensas que esto va a mejorar después? ¿Qué te vas a encontrar mejor?

Ella duda, luego continúa:

—¿Que nosotros vamos a estar mejor?

Sostengo su mirada.

—Eso espero.

No puedo ser más franco. Al final, ella sonríe. Es una sonrisa curiosa: inquieta y, a la vez, llena de esperanza. Se acerca hacia mí.

—Estoy contenta, Paul. De verdad.

Me coge entre sus brazos y yo la rodeo con los míos. Me gustaría experimentar nuestro amor en este abrazo, sentir esperanza y calor.

Pero no siento nada.

Tras la partida de Hélène permanezco inmóvil unos minutos. Me siento un poco aturdido, pero casi bien.

Luego me muevo al fin: ¡vamos, la vida continúa! Voy al buzón a buscar el correo y lo reviso en el salón. El último sobre contiene una carta personal a mi nombre, sin sello. El remitente ha debido dejarla en el buzón. La abro, intrigado. Se trata de un párrafo corto, escrito a máquina, en medio de una página en blanco:

«Thomas Roy no sólo se ha inspirado en los artículos de periódicos que coleccionaba en su cuaderno. Hay alguna relación entre él y esos artículos».

En la parte inferior de la hoja, unas iniciales, C. M., y un número de teléfono.

Releo estas breves palabras, desconcertado. ¿Quién es C. M.? ¿Cómo conoce él o ella la existencia del cuaderno de Roy? Parece que la persona que me envía este extraño mensaje quisiera despertar mi curiosidad para que la llamara, parece…

La luz no tarda en hacerse en mi mente: Charles Monette. El miserable periodista del
Vie de Stars
. Sin duda.

Suspiro al tiempo que corro la silla hacia atrás. No estoy tan sorprendido. Nuestro cara a cara de la semana pasada me demostró claramente que no es de la clase de individuos que sueltan una presa con facilidad.

Pero ¿cómo sabe lo del cuaderno? ¿Y cómo se ha enterado de nuestra hipótesis sobre la influencia de esos artículos en la obra de Roy?

¿Y esa alusión a la existencia de otra conexión?

En cualquier caso, su mensaje es claro: posee información sobre Roy y está dispuesto a dárnosla si nosotros nos avenimos a colaborar…

Pero ¿por quién nos toma? ¿Acaso cree que nuestro código ético es tan elástico como el suyo?

Vuelvo a la carta y me muerdo el labio inferior con rabia. Pero ¿cómo diablos está al corriente de ese cuaderno? Es lo que más me intriga. ¡Como si él mismo hubiera tenido acceso a la libreta…!

De repente, me viene a la memoria la llamada telefónica que realicé a Nathalie el viernes pasado: su voz nerviosa para explicarme la ausencia del cuaderno del hospital, su malestar… y su alivio cuando le dije que podía traerlo el martes…

Aprieto los dientes furioso. Carta en mano, me dirijo con paso decidido al teléfono y marco el número escrito junto a las iniciales. Una voz femenina responde rápidamente:


Vie de Stars
, ¿en qué puedo ayudarle?

—Con Charles Monette, por favor…

Mi voz es glacial.

—Un instante…

Después de una música anodina, oigo una voz apagada:

—Monette.

—Soy el doctor Lacasse.

Al otro lado del teléfono, el tono pasa del aburrimiento tranquilo a la excitación arrogante.

—¡Doctor Lacasse! ¡Qué sorpresa! ¿De repente le interesan los nuevos cotilleos sobre la cantante Michèle Richard?

Es evidente que se venga de mí y que disfruta haciéndolo. Con la misma voz fría pero tranquila, me apresuro a rectificar:

—No cante victoria tan rápido, señor Monette. No llamo para hacerle una invitación, ni mucho menos.

—¡Oh, nunca lo hubiera pensado!

Pero percibo claramente su ligera decepción.

—Sólo quiero saber cómo conoce la existencia del cuaderno del señor Roy.

—¡Vamos, doctor, que usted me hablaba de ética profesional el otro día!

—Déjese de jueguecitos, ¿quiere?

—No pienso revelar mis fuentes —dice con una voz más grave.

—Se trata de una de nuestras empleadas, ¿verdad? ¿Nathalie Girouard tal vez? ¿Cuánto le ha pagado?

—Doctor, sus acusaciones son graves y me parece insultante que…

—¡Váyase al diablo, Monette!

Cuelgo con brusquedad. Luego guiño los ojos, un poco aturdido. No estoy acostumbrado a perder el control de ese modo, pero lo que Monette ha hecho es indignante. Y que Nathalie haya participado, más aún.

Voy a la cocina, rompo la carta de ese tipo en cuatro pedazos y la tiro a la basura. ¡Nunca he pedido ayuda a los periodistas para curar a mis pacientes y, desde luego, no voy a empezar a hacerlo hoy! Famoso o no, Thomas Roy es un caso como los demás.

Ya está.

¿Y Nathalie?

Mañana veremos. Respiro profundamente. Me tranquilizo.

Continúo con mis ocupaciones de la jornada y, al cabo de una hora, Roy, Monette y Nathalie vagan por el limbo del olvido.

—¡Hola, veterano! —me suelta alegremente Jeanne—. ¿Preparado para una hermosa jornada de trabajo?

Como todos los martes, ella me espera delante del mostrador de Jacqueline. Yo no estoy en absoluto de humor para reír. Saludo brevemente a la recepcionista y, mientras me acerco a la puerta, Jeanne me susurra:

—¿Dónde está el cuaderno de Roy? El viernes, Nathalie me dijo que me lo darías hoy…

Espero a que hayamos entrado en el Núcleo para decirle con discreción:

—Hay un problema, Jeanne. Aquí han pasado cosas… Filtraciones…

—¿Qué?

—Pasa por mi consulta esta tarde y te lo cuento…

Intrigada, asiente con la cabeza; luego nos separamos. Realizo mi ronda como de costumbre.

Mis pacientes se encuentran bastante estables. Édouard Villeneuve es el único que no mejora. Está tranquilo, pero aún se siente demasiado frágil. Y no se le borra ese miedo en los ojos…

—Nadie se interesa por mí —repite, acurrucado en la silla—. Nadie.

Sentado frente a él, muevo la cabeza.

—Vamos, Édouard, eso es falso… Su familia de acogida le echa de menos, me lo han dicho.

Un brillo de esperanza cruza su mirada y una sonrisa tímida estira sus finos labios.

—¿Es verdad? Me alegro de saberlo…

Pero siempre duda. ¡Dios, parece un niño! Con sorpresa, me doy cuenta de que Édouard es el único paciente que consigue emocionarme un poco. ¿Por qué? ¿Debido a su juventud? Desde luego que no. Tengo al menos otros tres pacientes de veintitantos años que me resultan completamente indiferentes. ¿Entonces? Salgo de su habitación, pensativo.

Finalizo mi ronda con Roy. Está sentado, inmóvil, con la mirada perdida en la bruma.

—¿No ha dicho ninguna palabra desde que ingresó? —pregunto a la enfermera que me acompaña.

—No, doctor. Apenas reacciona. A veces, vuelve la cabeza hacia nosotras, pero eso es todo.

—¿Le suministran cincuenta miligramos de Zoloft al día?

—Por supuesto.

Muerdo el lápiz y echo un vistazo a sus manos vendadas. Luego examino sus ojos. Su ojo intacto y su ojo artificial. Vacíos los dos.

Salgo encogiéndome de hombros.

De regreso al Núcleo, pregunto a Nicole, la enfermera jefe, si está Nathalie.

—Hoy sólo viene por la tarde, doctor.

—Bien. Dígale que vaya a mi consulta sobre las tres.

Salgo a comer.

Por la tarde, mientras acabo la consulta con mi último paciente externo, la secretaria me comunica que Nathalie Girouard está aquí.

—Hágala pasar en cuanto termine con el señor Bolduc.

Cinco minutos después, me encuentro solo en la consulta y aprovecho para prepararme psicológicamente. Los próximos minutos se anuncian desagradables. Aprecio mucho a Nathalie, siempre me ha parecido muy competente. Su aspecto juvenil me resulta encantador. Pero nada de eso cuenta hoy. La situación no permite signos de piedad o debilidad.

Nathalie entra y, tras saludarme, me entrega el cuaderno de Roy. Cuando se da la vuelta para marcharse, le digo que se siente. Ella obedece, un poco intrigada.

—Ha prestado este cuaderno a alguien, ¿verdad, Nathalie?

He decidido ser directo. Mi voz es tranquila. Casi neutra.

Después de un momento de pavor, Nathalie niega con todas sus fuerzas. Sin embargo, su mano nerviosa enrolla frenéticamente una mecha de pelo, su voz tiembla y su mirada me esquiva: todo su aspecto constituye una confesión. Ahora que no me cabe duda, me quedo impactado. Y, sobre todo, decepcionado.

—¿Cómo ha podido hacer algo así, Nathalie? Prestarlo a un periodista, además… ¿En qué estaba pensando? ¡Ha perdido su sentido de la ética!

La muchacha estalla en sollozos, de pronto, sin avisar. Y no es algo fingido, noto que es sincero. Suspiro cansado. Dios mío, ¿necesitábamos también esto? Nathalie se disculpa, lo lamenta, pide perdón… Imperturbable, le pido que se explique. Y así lo hace.

El jueves pasado, al final de la jornada, un hombre la abordó cuando salía del hospital. El individuo se presentó como Charles Monette, periodista. Le explicó que preparaba un libro sobre Roy y que necesitaba saber lo que ocurría con el escritor dentro del hospital.

—¡No se anduvo con rodeos! —balbucea ella, la voz aún lacrimosa—. ¡Me ofreció abiertamente dinero para que se lo contara todo! ¡Le dije que no, por supuesto! Pero él insistió. «Vamos, haga un pequeño esfuerzo —decía—. Seguramente, hay algo que puede darme sin comprometerse demasiado… Alguna información, un detalle… Una pista…». En ese momento, me… me propuso una cantidad concreta…

Ella baja la cabeza, turbada; su cara está cubierta de lágrimas.

—¿Cuánto?

—Mil dólares…

La cuantía me deja estupefacto. ¿Monette ha insistido hasta ese punto?

—¡Eso me hizo vacilar, doctor! ¡Mil dólares! ¡Aquí estoy a tiempo parcial y no nado en dinero! ¡Y mi chico, con su diplomatura en historia, no consigue encontrar trabajo! ¡Mil pavos son dos meses de alquiler para nosotros! Son dos meses sin esa preocupación, son…, son…

Solloza unos instantes. Me recuesto en el sillón, incómodo. Una parte de mí la comprende, se compadece de su historia. Pero no quiero. No debo.

—¡Entonces, yo… cedí! Le dije que habíamos encontrado un cuaderno en casa de Roy con artículos de periódicos… Que se lo podía prestar, aunque sólo unos días, que…

Se echa a llorar de nuevo. De todas maneras, ya ha dicho bastante.

—¿Le ha pagado?

De inmediato, lamento haber hecho esta pregunta.

—Sí —dice sollozando—. Me pagó al contado, al mismo tiempo que le entregaba el cuaderno…

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