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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (4 page)

BOOK: El umbral
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—Es la primera vez que veo a unos psiquiatras venir al lugar de la investigación… ¿Es un nuevo método?

—No, no… Es exceso de entusiasmo, simplemente —comento con frialdad mientras cojo a Jeanne del brazo—. Nos vamos. Gracias, sargento. Si necesitamos más información, nuestra trabajadora social se pondrá en contacto con usted…

Jeanne quiere replicar, pero, por mi expresión, comprende que ya ha hecho bastante y, sin decir una palabra, se deja conducir hacia la salida.

Bajamos los escalones en silencio. Fuera, ella echa un vistazo a la ventana rota; luego se dirige a su coche.

—Quiero verte en mi despacho —le digo—. Tengo que hablar contigo.

Ella no pone ninguna objeción. Creo que adivina perfectamente lo que la espera. Parece una niña pequeña que sabe que su padre la va a regañar.

Al montar en mi coche, me doy cuenta de que tengo todavía el lápiz que he cogido del escritorio de Roy. Se me ha olvidado dejarlo en su sitio. Lo guardo distraídamente en el bolsillo de la chaqueta y no pienso más en ello.

—¿Has perdido la cabeza, Jeanne Marcoux?

Apenas ha cruzado la puerta cuando le lanzo esta frase sin más miramientos. Yo estoy de pie, con los brazos cruzados, apoyado contra la mesa. No grito, por supuesto, pero mi tono es lo bastante duro y elevado como para que Jeanne me mire fijamente, sorprendida de verdad.

—Vamos, Paul, ¿por qué te…?

—Tu entusiasmo juvenil delante de Nicole y de mí puede pasar. ¡Pero ir al apartamento de Roy! ¡Por Dios, Jeanne, eres psiquiatra, no detective!

—El trabajo de campo para comprender el comportamiento de un paciente es algo que se hace, ¿no?

—Eso le corresponde a la trabajadora social, ¡lo sabes muy bien! ¡Podrías haber delegado esta tarea en Josée, que la habría realizado a la perfección!

Jeanne levanta los brazos y suspira, un poco exasperada.

—¡Vale, he obrado con exceso de celo! ¡Lo siento! No vamos a hacer un drama, ¿verdad, papá?

Me lanza una sonrisa maliciosa. Yo permanezco impasible, con las dos manos apoyadas en la mesa a mis espaldas.

—Es la primera vez que te veo actuar así, Jeanne.

—También es la primera vez que voy a tratar a Thomas Roy —se justifica sin convicción, como si supiera muy bien que no tiene excusa.

—Precisamente, has caído en la contratransferencia.

—¡Paul, por favor!

Levanto una mano y continúo más tranquilo:

—Admiras mucho a Thomas Roy y es evidente que esto te impide tomar la distancia necesaria para tratar el caso con total objetividad…

Ella me mira.

—Sabes que tengo razón, Jeanne. Tu comportamiento de esta mañana es bastante revelador al respecto.

Se muerde los labios, su cara está sonrojada. Abre la boca, pero yo levanto la mano.

—Antes de decir nada, piensa un segundo: no debe responder la admiradora, sino la psiquiatra.

Guarda silencio y reflexiona; abre la boca y la vuelve a cerrar haciendo una mueca. Adivino la clase de dilema al que se enfrenta y no sé si compadecerme de ella o divertirme con la situación.

Al final, lanza un suspiro, con gesto resignado y triste a la vez.

—¡Ah, mierda! Tienes razón, Paul, lo sé perfectamente… No puedo ocuparme de Roy, me… afecta demasiado.

Asiento satisfecho. De repente, me siento orgulloso de Jeanne. No esperaba menos de la profesional con quien me codeo desde hace año y medio.

—¿Lo coges tú o se lo pasas a Louis? —me pregunta, aún apesadumbrada.

Me encojo de hombros, resignado.

—Louis no viene hasta mañana… Además, ya tengo mucha información sobre Roy.

Y le guiño un ojo para demostrar que no le guardo rencor. Ella esboza una sonrisa. La atmósfera se relaja. Papá y su hija mayor se reconcilian.

—Un paciente más para tu cupo, Paul…

—Sí…, pero me debes una…

—Sólo una cosa. Permíteme…, digamos, seguir el caso de lejos, contigo… De un modo informal… Vamos, que me tengas al corriente.

Es sencillamente adorable. Ahora me toca sonreír a mí.

—¿Tengo elección?

—En realidad, no…

—En esas condiciones…

—Gracias, Paul.

Jeanne parece realmente contenta con este trato y eso me satisface a mí también. Se alisa el pelo, señal de que está dispuesta a volver al trabajo. Se sienta en un sillón y me pregunta:

—Bueno, ¿qué piensas?

Me instalo detrás de la mesa.

—Su retirada del mundo durante seis meses es un síntoma claro de depresión. Además, un escritor que se corta los dedos sólo puede significar una cosa: que no quiere escribir más. No hay que ser Freud para comprenderlo…

—Tal vez, pero me gustaría entender por qué se toma el trabajo de cortarse los dedos si quería suicidarse. No encuentro una explicación. ¿Por qué hace las dos cosas?

—Quizás en un principio no quería morir, sólo cortarse los dedos.

—No es muy lógico —aventura Jeanne, medio convencida.

—Porque piensas que aquí tratamos con personas lógicas, ¿no?

Ella suspira y se levanta.

—Bueno, de todas maneras, es demasiado pronto para anticipar cualquier hipótesis, ¿eh? Cuando Roy vuelva a hablar, lo veremos todo más claro… De momento, debo irme. Tengo una cita a la una y media en la universidad.

—Está bien… Yo voy a tomar un bocado rápido… Quería invitarte a comer, pero lo dejaremos para otro día.

—¿Nos vemos el jueves en el Maussade?

—Por supuesto…

Nos separamos. Antes de salir, paso por la habitación número nueve. Roy no ha experimentado ningún cambio. Sigue en la cama, aunque ahora está tumbado de espaldas, mirando el techo con cara inexpresiva. Seguramente, alguna enfermera lo ha colocado así.

—¿Está mejor acostado, señor Roy?

Ninguna respuesta. Decido ponerme las gafas para examinar mejor su mirada. Mientras busco en el bolsillo de la chaqueta, siento algo largo y duro bajo mis dedos y lo saco: es el lápiz mordido que he cogido distraídamente del apartamento de Roy.

Una idea curiosa se me pasa por la cabeza. Sin saber muy bien por qué, me acerco al escritor y deslizo despacio el lápiz entre sus labios. Él se deja hacer, sin mirarme. Lo estudio un par de minutos mientras tiene el lápiz en la boca. Su imagen parece querer decirme algo. Por supuesto que mordía el lápiz, eso explica las marcas de los dientes; pero hay algo más, aunque no sé de qué se trata. Lo estudio aún unos segundos mientras me acaricio la barbilla, y luego, sintiéndome un idiota, cojo el lápiz y lo tiro a la papelera.

—Me gustaría ayudarle, señor Roy… Puede confiar en mí, ya lo sabe…

Nada. Intento un par de acercamientos más, sin resultado. Observo sus manos vendadas. Se corta los dedos e intenta quitarse la vida a continuación… Curioso. Cuando los periodistas se enteren de que el célebre escritor se encuentra aquí, esto va a ser una locura. Suspiro pensando en este alboroto inminente y, por fin, salgo de la habitación.

Por la tarde, sobre las tres, mientras paso consulta a los pacientes externos, se produce la temida llamada de teléfono.

—Los periodistas —anuncia sencillamente Jacqueline, al otro extremo del hilo telefónico, con una voz fría.

Cierro los ojos un instante. Ignoro dónde tienen sus fuentes, pero siempre acaban por enterarse.

—Estoy ahí dentro de diez minutos.

Acabo la consulta y bajo al Núcleo. Camino hacia la puerta de acceso con el entusiasmo de un galeote que realiza su primera travesía por el Atlántico. Cuando me encuentro en el pasillo, veo a los periodistas. Son tres. No es tan grave como me temía; parece que aún no se han enterado todos los medios. Discuten alterados con Jacqueline, que, detrás del mostrador de recepción, no parece impresionada lo más mínimo. Deben de preguntarle por qué no tienen derecho a entrar en el ala de psiquiatría, también protestarán porque esto atenta contra los derechos de la opinión pública y cosas así. Bandada de buitres…

—¿En qué puedo ayudarles, señores? —pregunto tranquilo mientras cruzo la puerta.

Los tres me miran fijamente. Uno de ellos (cabello rubio y rizado, aire arrogante) me interroga sin más preámbulos:

—¿Es usted el responsable de la unidad de psiquiatría?

—Soy uno de los psiquiatras que trabajan aquí, el doctor Paul Lacasse.

—¿Trata usted a Thomas Roy?

Esta vez, ha hablado un hombre grueso, bajo y con gafas. Jadea como si acabara de correr el maratón de Montreal. Vacilo un segundo.

—Sí, en efecto.

—¿Qué le ha pasado exactamente a Thomas Roy? —pregunta Rubiales.

—¿Desde cuándo se encuentra aquí? —inquiere Gordo-Bajo.

—¿Es grave? —(Rubiales).

—¿Ha cometido un delito? —(Gordo-Bajo).

—¿Podría saber con quién hablo? —digo en un tono tranquilo, pero seco.

—Joseph Fraser,
La Presse
—se presenta Rubiales.

—Paul Sirois,
Dernière Heure
—responde Gordo-Bajo.

Me vuelvo hacia el tercero, que aún no ha dicho ni una palabra. Es alto, tiene el pelo negro y la barba del mismo color, bien recortada. Saca un cigarrillo del bolsillo de la camisa y se lo lleva a los labios. Con un rostro neutro, se presenta:

—Charles Monette,
Vie de Stars
.

Asiento con la cabeza. Se trata de la revista más sensacionalista de la ciudad, la que utilizo para cubrir el fondo del cesto donde duerme el gato. Aunque no tenga gato.

—No puede fumar aquí, señor Monette. Como en ningún hospital.

—¡Oh!

Se guarda el tabaco en el bolsillo mientras una gran sonrisa surca su barba.

—No me he dado cuenta…

Lo miro un segundo. Su sonrisa es francamente desagradable. Una sonrisa de ave rapaz que ha visto a los demás buitres y que nunca suelta los trozos de carne que atrapa con el pico.

Me dirijo a los tres hombres:

—Señores, saben perfectamente que no puedo comentarles nada sobre el caso del señor Roy.

—Entonces, ¿confirma que se encuentra aquí? —pregunta Sirois con su voz asmática.

—Sí, está aquí. Pero no les diré nada más.

—¿Podemos verlo?

La pregunta ha salido de Monette. Tranquilo. Relajado.

—Por supuesto que no.

El periodista no reacciona, como si esperara esta respuesta. Me sonríe de nuevo.

—Perfecto. Muchas gracias, doctor Lacasse.

Y se aleja con paso regular. No me gusta ese hombre. Es evidente.

—Les aconsejo que imiten a su colega, señores. No les diré nada más.

Ellos protestan. Aprovecho para inclinarme hacia Jacqueline y susurrarle:

—Si dentro de cinco minutos no se han marchado, llame a seguridad.

Me hace una seña para indicar que lo ha comprendido. Me vuelvo hacia la puerta en medio de un clamor de protestas que ignoro de forma magistral. Entro y, una vez que se ha cerrado la puerta detrás de mí, lanzo un profundo suspiro.

Vuelvo a mi consulta.

Termino la jornada sobre las cuatro y cuarto de la tarde. Antes de marcharme, redacto una nota. Como no vuelvo hasta el jueves y entonces tendremos la reunión interdisciplinaria semanal, dejo una serie de instrucciones para mañana miércoles. Uno: encargo a Nathalie Girouard, la ergoterapeuta, que examine al escritor mañana y elabore un primer informe. Dos: pido a Josée, la trabajadora social, que investigue un poco sobre Roy. Le sugiero que se ponga en contacto con Goulet si quiere ir al apartamento del escritor y anoto el número de teléfono del sargento detective. Por ahora, nada de medicación. Entrego la nota a Nicole y salgo del ala de psiquiatría.

Mientras camino hacia el coche, estacionado en el aparcamiento interior del hospital, oigo una voz detrás de mí:

—Como pensaba, un psiquiatra no acaba su jornada a las cinco…

Me doy la vuelta. Entre los coches, un individuo con barba se dirige hacia mí. Lo reconozco enseguida. Esa sonrisa detestable, ese aire tranquilo y controlado… Es Monette, del
Vie de Stars
.

—Fíjese que a mí me viene bien. Así no tengo que esperar tanto…

Me inunda una oleada de cólera y hastío. ¿Este miserable me ha esperado una hora larga en el aparcamiento para sonsacarme más información? Me parece increíble. Inmóvil, veo cómo se acerca. Cuando le hablo, mi voz se mantiene serena y fría:

—Señor Monette, mucho me temo que ha esperado todo este tiempo para nada. No le daré más información que antes.

Él se detiene frente a mí, saca un cigarro y me pregunta burlón:

—¿Aquí puedo?

Ni me molesto en responder, ligeramente irritado. Me ofrece uno. Digo que no con la cabeza. Soy fumador, pero es impensable que acepte nada de él. Enciende el cigarro, se toma su tiempo para dar una buena calada y expulsa el humo despacio. Estoy a punto de continuar mi camino, exasperado por ese aire insolente, cuando se lanza:

—Escuche, no voy a andarme con rodeos. Estoy escribiendo un libro sobre Roy… y, francamente, confieso que me ayudaría mucho saber lo que le ha pasado. Para el libro, ¿lo comprende?

—Lo siento, no hacemos excepciones. Del hospital no puede salir ningún tipo de información, debería entenderlo…

Monette hace un leve signo de asentimiento, pero añade:

—Lo sé muy bien, pero… podríamos ayudarnos mutuamente. Con motivo del libro, he recogido mucha información sobre Roy. Nunca se sabe, quizá lo que he averiguado le ayudara a curarlo…

Lo miro arqueando las cejas, divertido de repente. Él adopta un «aire misterioso de película policiaca» y no puedo evitar que me resulte completamente grotesco. Monette debe de tener poco más de cuarenta años y seguramente ha trabajado en el
Vie de Stars
toda la vida. Aún soñará con escribir un artículo extraordinario que lo eleve al rango de los auténticos periodistas, a quienes envidia y, por eso mismo, desprecia. Mientras espera mi respuesta, pone cara de duro para hacer creer que está al corriente de todo. Imagino que esto debe de funcionarle en algún caso. Antes, por ejemplo, en el hospital, su silencio y su seguridad me han causado cierta impresión. Desagradable, pero posiblemente era lo que él buscaba. Sin embargo, ahora, en el aparcamiento, con su cigarrillo y sus alusiones a ese beneficio mutuo, me parece más bien ridículo. Sin intentar disimular cierta dosis de burla, replico:

—Francamente, señor Monette, no creo que los cotilleos sobre Roy puedan ser una auténtica ayuda, pero se lo agradezco…

Su sonrisa vacila; luego desaparece. He dado en el blanco. Me vuelvo y me alejo, mientras él responde a mi espalda, siempre educado:

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