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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (9 page)

BOOK: El umbral
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Pobre consuelo.

—¿Se… se lo ha dicho él? —me pregunta mientras se seca los ojos.

—No…, no directamente…

Y, ahora, la parte más difícil. Una decisión que tomo por primera vez en mi carrera profesional. Nathalie adivina lo que se le viene encima y, retorciéndose los dedos, implora con una voz inquieta:

—Doctor, no me… Lo siento muchísimo, he cometido un error, lo sé, pero…

—Nathalie, ya conoce el reglamento. En un trabajo como el nuestro, no podemos permitir esta clase de… conductas desviadas… Debo redactar una queja y…

Ella estalla una vez más en llanto. Repite sus excusas, hace promesas, casi se pone de rodillas. Y yo la miro con la cara impasible, pero con el estómago hecho trizas y el corazón acelerado. Mi decisión está tomada. No cambiaré de idea, aunque no pueda dormir las dos próximas noches. Ahora bien, ¿cómo terminar este patético encuentro? ¿De golpe? ¿Con cortesía? ¿Es que habrá alguna diferencia para ella, de todas maneras?

Con torpeza, le aseguro que le escribiré una buena carta de recomendación. Por fin, ella comprende que no tiene nada que hacer y, sin dejar de llorar, sale de la consulta rota y anonadada.

Estoy solo.

Me siento cansado, ¡muy cansado! Aunque sé que he tomado la decisión correcta, esta certeza no me reconforta.

Me paso diez minutos largos así, inmóvil en el sillón. Mis ojos se posan sobre el cuaderno de Roy. Lo hojeo sin ganas. Incendios, asesinatos, accidentes mortales… Incluso me acuerdo de alguno de ellos… Veinte años de tragedias sangrientas resumidos en cincuenta artículos de periódicos.

Se abre la puerta sin que nadie haya llamado. Aparece Jeanne.

—¡Vaya! ¡Hola! —digo mientras cierro el cuaderno—. Ha ocurrido algo bastante embarazoso…

—¿Te refieres a lo que ha pasado con Nathalie?

Cierra la puerta y avanza hacia mí. Su actitud resulta extraña. Está tranquila, pero, al mismo tiempo, siento la cólera hervir en su interior. Una cólera dirigida contra mí.

—Precisamente de eso quería hablarte. ¿La has visto?

—Sería difícil no verla. ¡Ha cruzado el Núcleo hecha un mar de lágrimas! Me la he llevado a un rincón y me lo ha explicado.

—¿Todo?

—Creo que sí.

Me encojo de hombros.

—Entonces comprendes mi decisión.

—No estoy tan segura.

—¿Cómo?

Me corta en seco.

—Paul, ¡tiene veintiocho años y ha cometido un error! Son cosas que pasan, ¿no?

La cólera aumenta. Al mismo tiempo, Jeanne mantiene una lucha interna. Sabe que tengo razón, pero se niega a aceptarlo.

—Un error tan grave, no.

—En el fondo, ¿es tan grave? ¡Un cuaderno de artículos!

—Ésa no es la cuestión.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cuál es?

—¿Quieres sentarte, por favor?

—¿Cuál es la cuestión? —repite ella, ignorando mi invitación por completo.

Con la mano, hago un gesto de hastío. Sabía que esta jornada sería espantosa. Empiezo a sentirme exasperado y se nota en mi tono de voz.

—¡La cuestión son los principios, Jeanne, ya lo sabes! ¡De aquí no puede salir nada, aunque sea algo insignificante! ¡Nathalie ha traicionado nuestra confianza!

—¡Y está muy arrepentida!

—No lo dudo, pero es demasiado tarde.

Jeanne mueve la cabeza con amargura. Entonces añado en tono fatalista:

—De todas maneras, la decisión final no me corresponde a mí, sino al departamento de recursos humanos. Y sabes muy bien que ni siquiera el sindicato podrá reparar este «error», como tú dices.

—Si hubieras querido, esto no habría salido de tu consulta.

—Jeanne, el reglamento…

—¡Déjame en paz con el reglamento! —exclama dando por fin vía libre a su enfado—. ¡Te relacionas con seres humanos, Paul, no con máquinas! Tratas a tus compañeros igual que a tus enfermos: ¡sin emoción!

Ella se calla, insegura a pesar de su indignación. Se pregunta si no ha ido demasiado lejos. No rechisto. Esta vez la veía venir. Mi voz se vuelve dura.

—¡Si te imaginas que me resulta divertido despedirla…! ¡Pero la psiquiatría y la emoción no tienen nada en común, mi pobre Jeanne! ¡Lo aprenderás enseguida! ¿Recetar cien miligramos de Zoloft es un gesto emotivo para ti? ¡Tu humanismo siempre me ha parecido hermoso, encantador…, tranquilizador incluso! Sin embargo, en este caso, creo que exageras. ¡Si no prestas atención, te ahogarás en tus propios sentimientos, Jeanne!

—¿Y piensas que tú no te ahogas en este momento? ¡Te ahogas en un desierto, Paul, en un vacío!

—¡Lo sé! ¡Por eso voy a jubilarme!

Pone unos ojos como platos. Su cólera desaparece de golpe, como si hubiera cambiado de cadena de televisión.

—¿Qué?

—¿De verdad que no quieres sentarte? —digo en un tono casi suplicante.

Se sienta lentamente, sin dejar de mirarme. Se lo explico despacio, con las manos cruzadas sobre la mesa:

—Que estoy desmotivado y que no creo realmente en lo que hago no es ninguna sorpresa para ti. Me lo acabas de decir hace un minuto. Pero es peor aún. ¡Estoy incluso distanciándome de Hélène! Las chicas sólo nos visitan cinco o seis veces al año, aunque es suficiente para que se den cuenta. Mi apatía hacia el trabajo está invadiendo toda mi vida, Jeanne. Por eso he tomado una decisión. Iré al simposio de junio; después pondré en orden mis expedientes, prepararé mi marcha… y dejaré de trabajar. Dentro de cinco meses como muy tarde, se acabó.

Jeanne se ha quedado boquiabierta. Resulta difícil creer que hace apenas dos minutos estaba enfadada. Yo me siento muy tranquilo y, sobre todo, contento de habérselo dicho.

—¿Qué te parece?

Ella tuerce la boca en una mueca de perplejidad y deja caer las manos sobre los muslos.

—Bueno… Mira, la idea de dejar de trabajar contigo me afecta mucho, pero… honestamente creo que es lo mejor para ti…

—Yo también lo creo…

Luego, después de una ligera sonrisa, añade:

—Espero que eso no nos impida tomar una copa en el Maussade de vez en cuando…

—¡Por supuesto que no!

También sonrío. Jeanne ha olvidado su resentimiento hacia mí y se lo agradezco. Puede gritar, enfadarse, pero nunca muerde. ¡Ah, mi pequeña Jeanne…! Será el único elemento del hospital que echaré de menos.

De repente, se pone seria.

—¡En cualquier caso, Paul, no puedes marcharte con un balance tan pesimista! ¿Nunca has tenido ningún caso en tu carrera que te… que te haya dado alguna satisfacción?

Con el mentón apoyado en la palma de la mano, me encojo de hombros. No me apetece abordar este tema.

—¿No te gustaría acabar tu carrera con un éxito, a modo de colofón?

—¿Un éxito?

Añade con expresión divertida:

—Thomas Roy, por ejemplo…

Arrugo el ceño.

—Imagina, Paul…, justo antes de tu jubilación, ¡curas al gran Thomas Roy!

—¡Curar!

Suspiro al pronunciar este verbo.

—No juegues con las palabras, sabes lo que quiero decir: lo sacas de la catatonia, consigues que vuelva a su vida diaria… Esta mañana lo has visitado. ¿Tienes nuevos elementos sobre él?

Suelto sin pensar:

—Yo, no… Sin embargo, algunos pretenden saber más que nosotros…

—¿Quiénes?

Casi lamento haber hecho la insinuación, he hablado demasiado deprisa. Pero ¿por qué no?

—Si Nathalie te lo ha explicado todo, seguramente sabes que le prestó el cuaderno de artículos de Roy a Monette, un periodista del corazón…

—Sí.

—Ayer por la mañana, recibí una carta.

Se lo cuento. Al final, acabo en estos términos:

—Quiere que muerda el anzuelo.

Un corto silencio. Jeanne, con las manos detrás de la cabeza, reflexiona sobre todo esto un momento; luego pregunta:

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Qué quieres decir?

—¿Vas a llamarle? ¿A quedar con él?

—¡Jamás!

—¿Por qué no? ¡No estás obligado a revelarle nada! ¡Mira si puede decirte cosas realmente interesantes sobre Roy! ¡Comprueba si la famosa relación a la que alude es algo serio o no!

—¡Sabes perfectamente que querrá información a cambio!

—¡Llámale, no tienes nada que perder!

Muevo la cabeza. ¡Ahora sale a flote la admiradora que Jeanne lleva dentro! ¡Y pensar que, al principio, ella era la que debía tratar a Roy!

—Escúchame, Jeanne… Ahora sabemos que Roy se inspiró en una serie de tragedias para escribir sus libros y que ha desarrollado una psicosis… ¿Por qué intentar ver algo más?

—¡Porque Monette parece decirnos que hay más que ver!

Hace una ligera mueca.

—Como fuente, no es muy fiable, te lo concedo… Sólo digo que no cuesta nada llamarle. En caso de que…

No respondo nada y me limito a examinar mis uñas con aire gruñón. No quiero hablar más de Monette, esta conversación me parece tan ridícula como inútil. Sin embargo, Jeanne, casi en tono de confidencia, me susurra:

—Sólo te quedan unos meses de trabajo, Paul… ¿No te apetece profundizar en un último caso? ¿Una última vez? ¿Una última oportunidad?

Durante un segundo, pienso en enfadarme, pero, al final, me echo a reír.

—¡Cómo puedes ser tan manipuladora!

Jeanne sonríe, divertida y ofendida a la vez. Asiento con la cabeza, incapaz de enfadarme de verdad.

—Ya basta… Déjame trabajar, especie de fan en pleno delirio… Creo que estás más tarada que todos los pacientes de este hospital…

—¿Y Monette?

¡Ah, no! ¡Si vuelve sobre el tema, me va a enojar de verdad! Suspirando, respondo de forma vaga, sólo para desembarazarme de ella:

—Lo pensaré…

Esto parece dejarla satisfecha. Por fin, se levanta:

—El cuaderno de Roy, ¿me lo prestas?

Vacilo. Lo observo durante unos instantes; luego muevo lentamente la cabeza.

—Me parece que este cuaderno se ha paseado demasiado en pocos días. Me gustaría quedármelo un tiempo. Lo veremos juntos otro día, si no te molesta…

Jeanne se siente desilusionada, pero no insiste. Se levanta, abre la puerta y me dice antes de salir:

—Piensa en lo que te he dicho…

No respondo. Ella sale.

La calma, el silencio. Dios mío, la paz por fin.

Durante un buen rato, me paso las manos por la cara. No tengo la cabeza para trabajar. Y, con la jubilación que se perfila en el horizonte, cada vez encontraré más dificultades para concentrarme… Consulto el reloj. Son las cuatro. Pues lo siento, pero me marcho. Ya no podría hacer nada a derechas. ¡Y parece que no he fumado desde hace dos semanas!

En la carretera que conduce a Lachine, pienso en Monette. Llamarle está descartado. Le he dicho a Jeanne que lo pensaría sólo para acabar con esa discusión absurda. Es la primera vez que la veo así, desprovista de toda objetividad. Pierde el control en lo relativo a Roy, es exasperante…

En casa, me tumbo en el sofá del salón y me voy quedando dormido mientras suspiro de bienestar.

Capítulo 4

J
UEVES. Roy no ha dicho todavía ni una palabra. En la reunión interdisciplinaria, decidimos aumentar la medicación a cien miligramos diarios.

Durante la tarde, recibo un mensaje de Hélène donde dice que tiene una cena de trabajo. ¿Verdad o estrategia para huir de un marido cada vez más aburrido? Lo peor es que me da igual.

Como he quedado con Jeanne a las ocho en el Maussade, decido cenar en la ciudad, en un pequeño restaurante francés. Me tomo mi tiempo y leo el periódico mientras saboreo una copa de coñac.

Hacia las ocho, deambulo por la calle Saint-Laurent con el ánimo tranquilo. La tarde es magnífica y la avenida parece una fiesta. Ante mí, surge la terraza del Maussade. Busco con los ojos a Jeanne, que debe estar sentada en una mesa cerca de la acera, para ver a los chicos pasar. (Ya le he dicho que esa clase de diversiones no son propias de una buena chica, pero ella me tacha de estar chapado a la antigua). Por fin, la distingo, aunque al parecer no está sola. ¿Será Marc? ¿O un compañero? Jeanne me ve desde lejos y me saluda con la mano. Su sonrisa resulta tensa. Mientras me acerco, el invitado de Jeanne se vuelve más preciso. Barba, pelo negro…

Aminoro el paso, hasta que me detengo por completo, estupefacto.

—¡Joder!

Rara vez digo tacos. Sólo cuando estoy enfadado de verdad. Además, he debido pronunciarlo en voz alta, porque un peatón que pasaba me mira descaradamente. Jeanne, cada vez más ansiosa, me hace una seña para que me acerque.

De repente, pienso en dar media vuelta y marcharme. Pero sería un poco ridículo, ¿no? Sigo caminando con un paso más pesado, lleno de una rabia tan silenciosa como terrible. El invitado de Jeanne me mira mientras me acerco, sin decir una palabra, con una vaga sonrisa en los labios. Sólo por esta maldita sonrisa llena de suficiencia, no puedo equivocarme sobre la identidad del individuo.

Entro en la terraza y me paro delante de la mesa, con las manos en los bolsillos. Fulmino a Jeanne con la mirada. Se me ocurren tantos insultos que no sé por cuál empezar. Por su parte, ella se funde literalmente en su silla. Por fin, dice:

—Creo que es inútil presentarte, Paul…

Me digno a mirar al invitado procurando adoptar una expresión lo más despreciativa posible.

—En efecto, es inútil. Y creo que este encuentro también.

Me siento extrañamente humillado y esto aumenta mi enfado.

—Eso no es lo que parecía decirme la doctora Marcoux —replica Monette sin borrar su ligera sonrisa—. Incluso, tenía la impresión de que este encuentro era muy importante para ella.

—¿De verdad?

Le lanzo una mirada penetrante a mi colega. Ella casi me suplica:

—Paul, siéntate…

—No sé. Me pregunto si no debería marcharme ahora mismo…

—¡Paul, por favor!…

Monette encuentra la escena muy divertida. Hace girar el vaso de cerveza entre las palmas de las manos, con una pequeña sonrisa que le flota en la barba. Lo observo con frialdad. Entonces comprendo el porqué de este vago sentimiento de humillación: una parte de mí quiere quedarse. Ahora que Monette está delante de mí, debo admitir que tengo ganas de hacerle un par de preguntas. ¡Pero no es cuestión de que él se dé cuenta!

Lamentándolo ya, me siento enfrente del periodista mientras doy un suspiro.

—Ya hablaremos, Jeanne…

Ella no dice nada y mantiene la mirada baja. Divertido, Monette comenta:

—Si he comprendido bien, este encuentro es una iniciativa personal de la doctora Marcoux, ¿no?

BOOK: El umbral
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