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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (9 page)

BOOK: El valle de los caballos
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–Estás orgulloso de tu clan, ¿verdad? –le dijo Ayla con un ademán, sonriendo.

Echó a andar por el campo cerca de los arbustos que orlaban la orilla del río. Observó la vegetación sin fijarse en lo que veía, aunque consciente tanto de sus cualidades medicinales como de sus valores nutritivos. Había formado parte de su adiestramiento como curandera aprender a recolectar plantas por sus mágicos poderes curativos, y eran muy pocas las que no podía identificar inmediatamente. Esta vez andaba en busca de comida.

Observó las hojas y el tallo de flores umbeladas secas que señalaban la existencia de zanahorias silvestres a unos cuantos centímetros bajo la superficie, pero pasó por su lado como si no las hubiera visto. La impresión era engañosa; recordaría el lugar con la misma precisión que si lo hubiera señalado, pero la vegetación permanecía siempre quieta. Su mirada aguda había captado el rastro de una liebre, y por el momento estaba dedicada a conseguir carne.

Con el paso furtivo y silencioso del cazador experimentado, siguió excrementos recientes, una hierba aplastada, una leve huella en la tierra y, por fin, distinguió la forma del animal que se ocultaba entre un camuflaje natural. Sacó la honda de la correa que llevaba sujeta en el cinturón y echó mano de dos piedras escondidas en un repliegue de su manto. Cuando la liebre brincó, Ayla estaba preparada. Con la gracia inconsciente proporcionada por años de práctica, lanzó una piedra y un instante después la otra, y oyó un tuak tuak satisfactorio. Ambos proyectiles habían dado en el blanco.

Ayla cobró la pieza y pensó en los tiempos en que había aprendido sola aquella técnica de las dos piedras. Su exceso de confianza al tratar de dar muerte a un lince le había demostrado hasta qué punto era vulnerable. Tuvo que practicar largo tiempo para perfeccionar el modo de colocar una segunda piedra en posición durante el retroceso de la honda tras el lanzamiento de la primera para poder disparar dos piedras en rápida sucesión.

Mientras volvía sobre sus pasos, cortó una rama de árbol, afiló un extremo y lo aprovechó para extraer de la tierra las zanahorias silvestres; las metió en un repliegue de su manto y limpió dos ramas bifurcadas antes de regresar a la playa. Dejó en el suelo liebre y raíces, para sacar a continuación del cuévano el palo y la plataforma para prender fuego; después se puso a recoger restos de madera seca que había debajo de trozos más grandes, en el montón de huesos, y ramitas más grandes caídas al pie de los árboles. Valiéndose del mismo instrumento que había empleado para afilar el palo de cavar, con una muesca en forma de V en el filo, sacó virutas de un palo seco. Después peló la corteza peluda de los tallos de artemisa, así como el vellón seco de las vainas de chamico.

Encontró un lugar cómodo donde sentarse y se dedicó a escoger la leña según el tamaño y ordenó a su alrededor las diferentes clases de combustible. Examinó la plataforma, un trozo de liana de clemátide seca, abrió una pequeña muesca a lo largo de un borde con una pala de pedernal y ajustó el extremo leñoso de un tallo de anea seca, de la estación pasada, en el orificio, para comprobar el tamaño. Dispuso el vellón de chamico en un nido de corteza correosa debajo de la muesca de la plataforma del fuego y lo amontonó con el pie; colocó luego el extremo del tallo de espadaña en la muesca y aspiró hondo: encender fuego exigía concentración.

Sujetó la parte superior de la vara entre las palmas de las manos juntas y comenzó a hacerla girar adelante y atrás, presionando hacia abajo. Mientras la hacía girar, la presión constante le iba bajando las manos hasta casi tocar la plataforma. Si la hubiera ayudado otra persona, ése habría sido el momento en que ésta empezara desde arriba. Pero como estaba sola, tenía que llegar hasta abajo y volver arriba rápidamente sin interrumpir el ritmo de los giros ni reducir la presión más de un segundo, pues, de lo contrario, el calor producido por la fricción se disiparía y no se acumularía lo suficiente para que la madera prendiera. Era un trabajo esforzado que no permitía descanso.

Ayla se abandonó al ritmo del movimiento, sin importarle el sudor que le corría por la frente y le caía en los ojos. Con el movimiento continuo, el orificio fue agrandándose y se acumuló el serrín de la madera blanda. Ayla olió a humo y vio cómo se ennegrecía el orificio antes de ver el humo mismo; eso la alentó a perseverar aunque le dolían los brazos. Por fin, una pequeña brasa se encendió sobre la plataforma y cayó en el nido de fibras secas que había debajo. La siguiente etapa resultaba más crítica todavía, pues, si se apagaba la brasa, habría que volver a empezar desde el principio.

Se inclinó hasta tener el rostro tan cerca de la brasa que podía sentir el calor, y se puso a soplarla. La vio cómo se tornaba más brillante a cada soplo y cómo se apagaba siempre que aspiraba otra bocanada de aire. Mantuvo virutas pequeñísimas junto al trozo de madera encendida y vio cómo se iluminaban y ennegrecían sin llamear. Al poco rato apareció una llamita. Ayla sopló más fuerte, echó más virutas y, cuando ya ardía un montoncito, agregó unas cuantas astillas secas.

Sólo descansó cuando los grandes leños ardían y comprobó que el fuego se mantenía estable. Recogió unos cuantos leños más y los amontonó allí cerca; entonces, con otra herramienta un poco más grande, también mellada, raspó la corteza de la rama verde que había cortado para extraer las zanahorias silvestres. Plantó las ramas bifurcadas a ambos lados del fuego, de manera que la rama afilada se apoyara cómodamente en ellas, y se dedicó a desollar la liebre.

Para cuando el fuego se convirtió en carbones encendidos, la liebre estaba metida en la broqueta y lista para asar. Ayla se puso a recoger las entrañas y envolverlas en la piel para desecharlas como había hecho durante el viaje, pero lo pensó mejor.

«Podría utilizar la piel», pensó. «Sólo tardaría poco más o menos un día...»

Enjuagó las zanahorias silvestres en el río –quitándose de paso la sangre de las manos– y las envolvió en hojas de llantén. Las hojas, grandes y fibrosas, eran comestibles, pero a la joven no se le escapaba que tenían otra utilidad como vendas fuertes y curativas para cortes o magulladuras. Colocó las zanahorias envueltas en hojas junto a los carbones.

Se sentó para descansar un momento, y entonces decidió sujetar la piel con estacas. Mientras se asaba su comida raspó los vasos sanguíneos, los folículos pilosos y las membranas del interior de la piel con la rasqueta rota, y pensó en hacerse una nueva.

Tarareaba un canturreo discordante mientras trabajaba y dejaba que vagaran sus pensamientos. «Quizá debería quedarme aquí unos días, terminar con esta piel. De todos modos, tengo que hacer unas cuantas herramientas. Podría tratar de ir hasta ese hueco del farallón río arriba. Esta liebre comienza a oler bien. Una caverna me mantendría a salvo de la lluvia... siempre que fuera habitable.»

Se puso de pie, dio vueltas al asador y volvió a ocuparse del pellejo. «No puedo quedarme mucho tiempo; tengo que encontrar gente antes del invierno.» Dejó de rascar la piel, centrando súbitamente su atención en el torbellino interior que siempre estaba a punto de aflorar en su mente. «¿Dónde están? Iza dijo que había muchos Otros en el continente. ¿Por qué no puedo encontrarlos? Iza, ¿qué voy a hacer?» Sin que pudiera remediarlo, las lágrimas se le saltaron. «Oh, Iza, te echo tanto de menos. Y a Creb. Y también a Uba. Y a Durc, mi nene..., mi nene. Te deseé tanto, Durc, y fue tan difícil. Y no eres deforme, sólo un poco diferente. Lo mismo que yo.

»No, no lo mismo que yo. Tú eres Clan, nada más que vas a ser un poco más alto, y tu cabeza tiene un aspecto diferente. Algún día serás un gran cazador; y manejarás bien la honda. Y correrás más aprisa que ninguno. Ganarás todas las carreras en la Reunión del Clan. Quizá no venzas en lucha, tal vez no llegues a ser tan fuerte, pero serás fuerte.

»Pero ¿con quién jugarás a los sonidos? ¿Quién hará ruiditos gozosos contigo?

»Tengo que poner fin a esto», se reprendió, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. «Debería alegrarme de que tengas gente que te quiere, Durc. Y cuando seas mayor, vendrá Ura y será tu compañera. Oda prometió adiestarla para que sea una buena esposa. Tampoco Ura es deforme. Sólo es diferente, lo mismo que tú. Me pregunto si llegaré a encontrar compañero para mí algún día.»

Ayla saltó para comprobar cómo iba su comida, moviéndose tan sólo para apartar sus pensamientos del derrotero que seguían. La carne estaba menos hecha de lo que a ella le gustaba, pero decidió que así estaría bien. Las zanahorias silvestres, pequeñas y de un amarillo pálido, estaban tiernas y tenían un sabor dulce ligeramente fuerte. Echaba de menos la sal que siempre había tenido a mano junto al mar interior, pero el hambre suplió al condimento. Dejó que el resto de la liebre se cociera un poco más mientras terminaba de raspar la piel; una vez saciada, ya se sentía mejor.

Estaba ya alto el sol cuando decidió investigar el hueco del farallón. Se desnudó y nadó para cruzar el río, trepando entre las raíces de los árboles para salir del agua profunda. La alta muralla vertical era difícil de escalar y no estaba segura de que valiera la pena tomarse tanta molestia aunque hallase una caverna. De todos modos, se sintió desilusionada al llegar a un angosto saliente frente al agujero negro y descubrir que éste era poco más que una depresión de la roca. Excrementos de hiena le hicieron suponer que habría un medio más fácil para acceder allí desde la estepa; aun así el espacio era reducido.

Se volvió para regresar, pero se alejó un poco más. Río abajo y a un nivel ligeramente más inferior, en la otra muralla, podía ver la parte superior de la barrera rocosa que sobresalía cerca del recodo del río. Era una ancha plataforma, y en la parte posterior parecía haber otro orificio en la cara del farallón, una cavidad mucho más profunda. Desde su posición ventajosa divisó un camino empinado pero practicable. Le palpitaba el corazón de pura excitación. Si fuera una caverna, cualesquiera que fuesen sus dimensiones, tendría un lugar seco para pasar la noche. Más o menos a mitad del camino descendente, se tiró al río, tal era su ansia de explorar.

«Anoche, al bajar, debí pasar al lado», pensaba mientras iniciaba el ascenso. «Pero estaba demasiado oscuro para verla.» Entonces recordó que en una caverna desconocida hay que penetrar siempre tomando precauciones, y volvió en busca de su honda y algunas piedras.

Aun cuando la víspera había efectuado el descenso con gran cuidado, comprobó que, a la luz del día, no necesitaba agarrarse con las manos. A través de milenios, el río había cortado más agudamente la otra orilla; en cambio, la muralla de este lado no resultaba tan escarpada. Al aproximarse a la plataforma, Ayla tenía preparada la honda y avanzó cautelosamente.

Todos sus sentidos estaban alerta. Escuchaba para oír sonidos de respiración o movimientos; miraba para ver si había señales inequívocas de ocupación reciente; olfateaba el aire para descubrir los olores distintivos de animales carnívoros, excrementos frescos o carne cazada, abriendo la boca para que sus papilas gustativas ayudaran a captar algún indicio; y permitía que la intuición la orientara mientras se acercaba silenciosamente a la entrada. Pegándose a la pared, se introdujo por el orificio oscuro y miró.

No vio nada.

La abertura, que daba al sudoeste, era pequeña. La parte superior quedaba más alta que su cabeza, pero, estirando el brazo, podía tocar el techo de la caverna. El suelo se inclinaba en la entrada, pero se nivelaba después. Fragmentos de loess, impulsados por el viento, y desechos llevados por animales que habían utilizado la cueva en otros tiempos, habían llegado a formar una capa de tierra. El piso, que originalmente había sido rocoso y desigual, tenía ahora una superficie de tierra seca y dura.

Mientras miraba desde la entrada, Ayla no pudo detectar señal alguna de que se hubiera usado recientemente la caverna. Se deslizó en su interior sin hacer ruido, dándose cuenta de lo fresca que estaba comparada con la calurosa y soleada plataforma saliente, y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad interior. Había más luz en la caverna de lo que ella había pensado y, al avanzar hacia dentro, vio que la luz del sol penetraba por un orificio encima de la entrada; entonces comprendió. También notó que aquel orificio tenía un valor más práctico aún: permitiría que saliera el humo y no ocupara la parte superior de la caverna, lo cual representaba una ventaja evidente.

Una vez que se ajustó su visión, descubrió que allí podría estar a sus anchas. También la luz que entraba representaba una ventaja. La caverna no era grande, pero tampoco pequeña. Las paredes se separaban a partir de la entrada, ensanchándose hasta llegar a un muro posterior bastante recto. La forma general era más o menos triangular, con el vértice en la entrada y la pared este más larga que la oeste. La parte más oscura era el rincón este del fondo; en consecuencia, era lo primero que habría que investigar.

Ayla se deslizó con lentitud a lo largo de la pared este, en busca de grietas o corredores que pudieran conducir a salas interiores donde tal vez acechase algún peligro. Cerca del rincón oscuro, rocas caídas de las paredes cubrían el suelo formando un montón. Ayla subió por las piedras, encontró una repisa y, más atrás, el vacío.

Pensó en hacerse una antorcha, pero cambió de idea. No había oído, olido ni sentido la menor señal de vida; lo único que había descubierto era un pasaje estrecho. Con la honda y unas piedras en la mano, lamentó no haberse puesto el manto para tener donde transportar sus armas mientras se encaramaba a la repisa.

La abertura oscura era baja; tuvo que inclinarse para entrar. Pero era sólo un hueco que terminaba con la pendiente del techo que se inclinaba hasta tocar el suelo. En el fondo había un montón de huesos. Ayla cogió uno y bajó; luego avanzó pegada a la pared trasera, deslizándose a continuación a lo largo del muro oeste hasta volver a la entrada. Era una caverna ciega y, a excepción del pequeño hueco, no tenía cámaras ni túneles que condujeran a lugares desconocidos. Daba la impresión de ser cómoda y segura.

Ayla se cubrió los ojos al salir a la luz del sol. Se dirigió al extremo más alejado de la terraza de la caverna y echó una mirada a su alrededor. Se encontraba de pie sobre la pared saliente. Debajo de ella, a la derecha, estaban el montón de madera flotante y huesos y la playa pedregosa. A la izquierda, el valle se extendía hasta perderse de vista. En lontananza, el río hacía otro recodo en dirección sur, rodeando la base del escarpado farallón opuesto, mientras la muralla izquierda se había fundido poco a poco con la estepa.

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