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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (5 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Ambos se pusieron a recoger las rígidas armaduras en forma de caja que se abrían hacia fuera en la parte superior. Estaban hechas de cuero rígido ligado a tablillas de madera sujetas con tiras de cuero para colocarlas a la espalda y que podían ajustarse por medio de una fila de botones de marfil. Los botones estaban fijos por una correa que pasaba por un único orificio central y se anudaba por delante a una segunda correa que pasaba por detrás por el mismo orificio y, de ahí, al siguiente.

–Sabes que no podemos vivir juntos. Joplaya es mi prima. Y no deberías tomarla en serio; es una bromista increíble. Nos hicimos buenos amigos cuando fui a vivir con Dalanar para aprender mi oficio. Nos enseñó a ambos a la vez. Ella es uno de los mejores talladores de pedernal que conozco. Pero no vayas a decirle que yo te lo conté. Sólo me faltaba eso. Siempre andábamos discutiendo sobre quién era el mejor.

Jondalar alzó una pesada bolsa que contenía los utensilios para la confección de herramientas y unos cuantos trozos de pedernal, en tanto recordaba a Dalanar y la Caverna que éste había fundado. Los Lanzadonii estaban multiplicándose. Desde que él se fue se habían unido a ellos más personas y las familias aumentaban. «Pronto habrá una Segunda Caverna de los Lanzadonii», pensó. Metió la bolsa en su saco, y a continuación los utensilios para cocinar, así como alimentos y demás equipo. Su saco de dormir y la tienda iban encima de todo, y dos de los postes, en un soporte al lado izquierdo del saco. Thonolan cargaba el cuero del piso y el tercer poste. En un soporte especial, a la derecha de sus sacos, ambos transportaban varias lanzas.

Thonolan empezó a llenar de nieve una bolsa de agua, hecha con el estómago de algún animal y forrada de pieles. Cuando hacía mucho frío, como en las tierras altas del glaciar del altiplano que acababan de cruzar, llevaban las bolsas de agua dentro de su parka, de manera que el calor del cuerpo pudiera derretir la nieve. En un glaciar no había combustible para encender fuego. Ya lo habían pasado, pero no se encontraban todavía en una cota suficientemente baja para hallar agua corriente.

–Te diré una cosa, Jondalar –dijo Thonolan, alzando la vista–, me alegro de que Joplaya no sea prima mía. Creo que renunciaría a mi Viaje para aparearme con esa mujer. No me habías dicho que fuera tan bella. No conozco a nadie igual, no hay hombre que le pueda quitar los ojos de encima. Agradezco haber nacido de Marthona después de que se apareara con Willomar y no cuando era aún la compañera de Dalanar. Por lo menos, así me queda una oportunidad.

–¡Ya lo creo que es bella! Hacía tres años que no la veía y pensaba que a estas alturas ya estaría casada. Me alegro de que Dalanar haya decidido llevar a los Lanzadonii a la Reunión de los Zelandonii este verano. Con una sola Caverna, no hay mucho donde escoger. Eso dará ocasión a Joplaya de conocer algunos hombres más.

–Sí, y de hacer algo de competencia a Marona. Casi lamento no poder presenciar el encuentro entre esas dos. Marona está acostumbrada a ser la belleza del grupo; va a odiar a Joplaya. Y con eso de que tú no vas a aparecer por ninguna parte, me da la impresión de que Marona no disfrutará mucho este año de la Reunión de Verano.

–Tienes razón, Thonolan. Se sentirá herida y furiosa, y no se lo puedo reprochar. Tiene genio, pero es una buena mujer. Lo único que necesita es un hombre que sea lo suficientemente bueno para ella. Y sabe cómo complacer a un hombre. Cuando estoy junto a ella me dan ganas de atar el nudo, pero cuando no está cerca..., yo no sé, Thonolan –y Jondalar frunció el ceño mientras se ajustaba el cinturón de su parka después de haber guardado dentro la bolsa del agua.

–Dime una cosa –preguntó Thonolan, de nuevo en serio–. ¿Cómo te sentirías si decidiera casarse con otro durante tu ausencia? Es probable que lo haga, ¿sabes?

Jondalar terminó de atarse el cinturón con aire de reflexionar.

–Lo sentiría, mejor dicho: mi orgullo lo sentiría..., no lo sé exactamente. Pero no se lo reprocharía. Creo que se merece alguien mejor que yo, alguien que no la deje para echar a correr a última hora y emprender un Viaje. Y si ella es feliz, me sentiré feliz por ella.

–Eso era lo que yo pensaba –comentó el hermano menor. Y luego, con sonrisa pícara, dijo–: Bueno, hermano mayor, si vamos a llevarle la delantera a esa donii que viene tras de ti, será mejor que nos pongamos en marcha.

Thonolan terminó de llenar su mochila, después levantó su parka de pieles y sacó un brazo para colgarse del hombro la bolsa llena de nieve.

Las parkas estaban cortadas según un patrón muy sencillo. La delantera y la espalda eran piezas más o menos rectangulares unidas por una jareta a los lados y en los hombros, con dos rectángulos más pequeños doblados y cosidos formando tubos y unidos para hacer las mangas. Las capuchas, cosidas también, tenían una orla de piel de lobo alrededor del rostro, para que el hielo que se formaba con la humedad del aliento no se quedara pegado. Las parkas estaban suntuosamente decoradas con cuentas de hueso, marfil, dientes de animales, además de con las puntas negras de colas de armiño. Se pasaban por la cabeza y colgaban, flojas como túnicas, más o menos hasta medio muslo, y se ceñían alrededor del talle con un cinturón.

Debajo de las parkas, los jóvenes vestían camisas de suave piel de ante, confeccionadas según un patrón similar, y calzones de piel, con una aletilla por delante y sujetos por una jareta alrededor de la cintura. Los mitones enteramente forrados de piel, iban atados a un largo cordón que pasaba por una presilla en la espalda de la parka, de manera que pudieran retirarse rápidamente sin caerse ni perderse. Sus abarcas tenían suelas gruesas que, como mocasines, rodeaban el pie y estaban unidas a un cuero más suave que se ajustaba al contorno de la pierna y se replegaba y ataba con correas. En el interior el forro era de fieltro suelto, hecho con lana de muflones, que se humedecía y machacaba hasta quedar aglomerada. Cuando el tiempo era demasiado lluvioso, se ponían encima de la abarca intestinos de animales, impermeables, preparados para que quedaran bien ajustados, pero como eran delgados, se desgastaban muy pronto, así que sólo se utilizaban cuando era necesario.

–Thonolan, ¿hasta dónde tienes pensado llegar realmente? No intentarás, como dijiste, llegar hasta el final del Río de la Gran Madre, ¿verdad? –preguntó Jondalar, cogiendo un hacha de pedernal sujeta a un mango corto y robusto, bien moldeado, y metiéndola por un anillo de su cinturón junto al cuchillo de pedernal con mango de hueso.

Thonolan, interrumpido en el momento de ajustarse una raqueta al pie, se enderezó.

–Jondalar, lo dije en serio –afirmó, esta vez sin el menor asomo de broma.

–Entonces, quizá ni siquiera podremos regresar para la Reunión de Verano del año próximo.

–¿Acaso ya te lo estás pensando mejor? Hermano, no tienes que venir conmigo. Lo digo de verdad. No me enojaré si te vuelves..., de todos modos, fue una decisión que tomaste a última hora. Sabes tan bien como yo que tal vez no regresemos nunca al hogar. Pero si quieres marcharte, será mejor que lo hagas ahora, pues, de lo contrario, te sería imposible cruzar de nuevo este glaciar antes del próximo invierno.

–No, no fue decisión de última hora, Thonolan. Hacía mucho tiempo que pensaba en hacer un Viaje. Y ahora es la mejor oportunidad para realizarlo –dijo Jondalar en tono tajante y, pensó Thonolan, con un dejo de amargura inexplicable en la voz. Luego, como si estuviera tratando de sacudirse todo aquello, Jondalar adoptó un tono más ligero–. Nunca he hecho un Viaje largo, y si no lo hago ahora, no lo haré nunca. He tomado mi decisión, hermano pequeño, tendrás que aguantarme.

El cielo estaba claro y el sol, que se reflejaba en la nieve impoluta que se extendía ante ellos, cegaba. Aun cuando era ya primavera, a aquella altitud el paisaje no ofrecía las características propias de tal estación. Jondalar metió la mano en una bolsa que le colgaba del cinturón y sacó un par de gafas para la nieve: estaban hechas de madera; su forma permitía que cubrieran por completo los ojos excepto una estrecha hendidura horizontal, y se ataban detrás de la cabeza. Entonces, con un movimiento ágil para encajar el bucle de la correa en un saliente de la raqueta, entre el tobillo y los dedos del pie, se calzó sus raquetas y cogió su mochila.

Thonolan había hecho las raquetas. Su oficio era hacer lanzas, y llevaba consigo su enderezador de varas predilecto, instrumento hecho con una cuerna de venado desprovista de sus ramas secundarias y con un orificio en un extremo. Estaba minuciosamente labrado con animales y plantas primaverales, en parte para honrar a la Gran Madre Tierra y persuadirla de que permitiera que los espíritus de los animales fueran atraídos por las lanzas hechas con la herramienta, pero también porque a Thonolan le encantaba tallar. Era inevitable que perdieran lanzas mientras cazaban y habría que hacer otras nuevas por el camino. El enderezador se utilizaba particularmente en el extremo de la vara, donde no era posible cogerla con la mano, de manera que, al insertarla en el orificio, se obtenía un apalancamiento adicional. Thonolan sabía cómo aplicar presión a la madera, calentada con vapor o piedras calientes, para enderezar una vara o para doblarla en redondo y hacer una raqueta para la nieve. Eran aspectos distintos de una misma habilidad.

Jondalar se volvió para comprobar si su hermano estaba listo. Asintiendo con la cabeza, ambos echaron a andar y recorrieron pesadamente la cuesta en dirección a la línea boscosa que se extendía más abajo. A su derecha, a través de tierras bajas donde proliferaban los bosques, vieron los contrafuertes alpinos cubiertos de nieve y, a lo lejos, los helados picos de las sierras más septentrionales de la maciza cordillera. Hacia el sudeste, un altísimo pico brillaba por encima de sus compañeros.

En comparación, las montañas que habían atravesado eran poco más que colinas: un macizo de montes erosionados, mucho más antiguos que los picos que se alzaban al sur, lo suficientemente altos y lo bastante próximos a la áspera cordillera con sus glaciares macizos –que no sólo coronaban, sino que cubrían con su manto las montañas hasta altitudes moderadas– para mantener durante todo el año una capa de nieve sobre su cima relativamente achatada. Algún día, cuando el glaciar continental retrocediera hacia su hogar en el polo, esas tierras altas se cubrirían de bosques. Ahora eran una meseta cubierta por un glaciar, una versión reducida de las inmensas capas de hielo que cubrían el globo por el norte.

Cuando los dos hermanos llegaron a la línea arbolada, se quitaron las gafas que, si bien les protegían la vista, también les quitaban visibilidad. Un poco más cuesta abajo encontraron una pequeña corriente de agua que había comenzado como fusión helada que se filtraba por las grietas de la roca, había discurrido bajo el suelo y surgía finalmente filtrada y libre de limo en un manantial resplandeciente; sus hilillos corrían entre orillas cubiertas de nieve como otros tantos desagües gélidos más.

–¿Qué te parece? –preguntó Thonolan, señalando con un ademán el riachuelo–. Está más o menos donde dijo Dalanar que lo encontraríamos.

–Si es el Donau, muy pronto lo sabremos. Tendremos la seguridad de estar siguiendo el curso del Río de la Gran Madre en cuanto lleguemos a tres ríos pequeños que se unen y fluyen hacia el este: eso fue lo que dijo. Yo creo que cualquiera de estas corrientes acabará por llevarnos finalmente a él.

–Bien, de momento sigamos por la izquierda. No será tan fácil cruzarlo después.

–Es cierto, pero los Losadunai viven en el margen derecho, y podríamos detenernos en una de sus Cavernas. Se considera que la ribera izquierda es la región de los cabezas chatas.

–Jondalar, no nos detengamos con los Losadunai –dijo Thonolan con sonrisa contenida–. Sabes que tratarán de que nos quedemos con ellos, y ya hemos permanecido demasiado tiempo con los Lanzadonii. De haber esperado un poco, no habríamos podido cruzar el glaciar; tendríamos que haberlo rodeado, y el norte es realmente territorio de los cabezas chatas. Quiero que avancemos, y no creo que haya muchos cabezas chatas tan al sur. Bueno, ¿y si los hubiera, qué? No tendrás miedo a unos cuantos cabezas chatas, ¿verdad? Ya sabes lo que dicen, que matar a un cabeza chata es igual que matar a un oso.

–No sé –dijo el hombre alto, arrugando el rostro con preocupación–. No estoy muy seguro de que me gustara vérmelas con un oso. He oído decir que los cabezas chatas son listos. Hay quienes dicen que son casi humanos.

–Listos, tal vez, pero no saben hablar. Sólo son animales.

–No son los cabezas chatas los que me preocupan, Thonolan. Los Losadunai conocen esta región. Pueden ponernos en el buen camino. No tendremos que permanecer mucho tiempo, sólo lo necesario para saber dónde nos encontramos. Nos pueden dar alguna orientación, alguna idea de lo que nos espera. Y podemos hablarles. Dalanar dijo que hay algunos que hablan zelandonii. Te diré una cosa: si estás de acuerdo en que nos detengamos ahora, aceptaré no visitar las siguientes Cavernas hasta el viaje de regreso.

–Está bien. Si es realmente lo que quieres.

Los dos hombres buscaron un punto donde cruzar el río cuyas riberas estaban todavía cubiertas de nieve y que era demasiado ancho para poder cruzarlo de un salto. Vieron un árbol que había caído atravesado, formando un puente natural, y hacia allí se dirigieron. Jondalar iba delante y, tratando de agarrarse con la mano, puso el pie en una de las raíces al descubierto. Thonolan echó una mirada en derredor, esperando su turno.

–¡Jondalar! ¡Cuidado! –gritó de repente.

Una piedra silbó junto a la cabeza del hombre alto. Mientras se tiraba al suelo al oír el aviso, tendió la mano para sacar una lanza. Thonolan ya tenía una en la mano y se agazapaba, mirando hacia el lugar de donde procedía la piedra. Notó movimiento detrás de las ramas enmarañadas de un arbusto sin hojas y arrojó el arma. Iba a coger otra lanza cuando seis personajes salieron de entre la maleza próxima. Estaban rodeados.

–¡Cabezas chatas! –gritó Thonolan, echándose hacia atrás, lanza en ristre.

–Espera, Thonolan –le gritó Jondalar–. Son más que nosotros.

–El grandote parece el jefe de la manada. Si le atino, quizá los demás echen a correr –y volvió a prepararse para lanzar.

–¡No! Pueden atacarnos antes de que tengamos tiempo de coger otra lanza. Por el momento creo que los estamos dominando..., no se mueven –Jondalar se puso de pie despacio, con el arma preparada–. No te muevas, Thonolan. Deja que hagan el próximo movimiento. Pero no pierdas de vista al grandote. Se da cuenta de que le estás apuntando con tu lanza.

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