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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (2 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Harta de huevos y alimentos marinos, la joven descansó al pie de la alta roca y volvió a escalarla para examinar mejor la costa y las tierras del interior. Abrazándose las rodillas, se sentó en la parte superior del monolito y lanzó una mirada al otro lado de la bahía. El viento que le acariciaba la cara trasportaba el hálito de la rica vida que el mar contenía.

La costa meridional del continente formaba un arco suave hacia el oeste. Más allá de una delgada hilera de árboles, podía ver un amplio territorio estepario que no difería mucho de la fría pradera peninsular; pero no había en él una sola señal de estar habitado por ser humano. «Ahí está –pensó–, el continente más allá de la península. Y ahora, ¿adónde voy, Iza? Tú dijiste que ahí estaban los Otros, pero yo no veo a nadie.» Y frente al vasto territorio vacío, los pensamientos de Ayla retornaron a la espantosa noche de la muerte de Iza, tres años antes.

–Tú no eres del Clan, Ayla. Naciste de los Otros, debes estar con ellos. Tendrás que irte, niña, encontrar a los tuyos.

–¿Irme? ¿Adónde podría ir, Iza? No conozco a los Otros. No sabría siquiera dónde buscarlos.

–En el norte, Ayla. Vete al norte. Hay muchos al norte de aquí, en la tierra continental más allá de la península. No puedes seguir aquí. Broud encontrará la manera de lastimarte. Vete y encuéntralos, hija mía. Encuentra a tu propia gente, encuentra a tu propio compañero.

No se había ido entonces. No pudo. Luego no tuvo otro remedio. Ahora tenía que encontrar a los Otros, no quedaba nadie más. Nunca podría regresar; nunca volvería a ver a su hijo.

Las lágrimas corrían por el rostro de Ayla. No había llorado antes. Su vida estaba en juego cuando se fue, y la pena era un lujo que no podía permitirse, pero una vez pasada la barrera, no pudo retenerla.

–Durc..., mi pequeño –sollozó, hundiendo el rostro entre las manos–. ¿Por qué me lo arrebató Broud?

Lloró por su hijo y por el clan que había dejado atrás; lloró por Iza, la única madre que podía recordar; y lloró por su soledad y su temor ante el mundo desconocido que la esperaba. Pero no por Creb, que la había querido como si fuera su propia hija, todavía no; la pena era demasiado reciente; no estaba preparada para hacerle frente.

Cuando se le terminaron las lágrimas, Ayla se encontró mirando las olas que se estrellaban allá abajo. Vio las olas estallar en chorros de espuma y bañar después las rocas dentadas.

«Habría sido tan fácil», pensó.

«¡No! –y meneando la cabeza, se enderezó–. Le dije que podía quitarme a mi hijo, que podía obligarme a marcharme, que podía maldecirme con la muerte, ¡pero que no podría hacer que me muriera!»

Sintió el sabor de la sal y una sonrisa sesgada cruzó su rostro. Sus lágrimas siempre habían desorientado a Iza y a Creb. Los ojos de la gente del Clan no echaban agua a menos que estuvieran enfermos, ni siquiera los de Durc. Había mucho de ella en el niño, podía emitir sonidos como los suyos, pero los grandes ojos oscuros de Durc eran del Clan.

Ayla bajó rápidamente. Al echarse el cuévano a la espalda, se preguntó si sus ojos eran realmente débiles o si a todos los Otros también les llorarían los ojos. Acto seguido, otro pensamiento le pasó por la mente: «Encuentra a tu propia gente, encuentra a tu propio compañero».

La joven siguió su camino hacia el oeste a lo largo de la costa, cruzando numerosos ríos y arroyos que se abrían paso hacia el mar interior, hasta que llegó a un río bastante grande. Entonces se orientó hacia el norte, siguiendo al agua torrentosa tierra adentro y buscando un lugar por donde pudiera vadear. Atravesó la franja costera de pinos y alerces, una zona boscosa en la que ocasionalmente se erguía un gigante dominando a sus parientes enanos. Cuando llegó a las estepas continentales, matorrales de sauces, abedules y álamos temblones se unieron a las coníferas apretadas que bordeaban el río.

Siguió cada meandro, cada recodo del curso, y cada día que pasaba se sentía más inquieta. El río estaba llevándola de nuevo hacia el este, en una dirección generalmente nordeste. Ella no quería ir hacia el este, pues algunos clanes cazaban en la parte oriental del continente. Había decidido orientarse hacia el oeste en su viaje al norte. No quería correr el riesgo de encontrarse con alguien del Clan... ¡y menos con la maldición de muerte que pesaba sobre ella! Tendría que encontrar el modo de atravesar el río.

Cuando el río se ensanchó y se separó en dos canales, con un islote cubierto de grava en medio y unas orillas rocosas a las que se aferraba la maleza, decidió arriesgarse a cruzar. Unas cuantas peñas enormes en el canal, al otro lado del islote, le hicieron pensar que tal vez fuera poco profundo y pudiera vadearse. Nadaba bien, pero no deseaba que sus ropas y su cuévano se mojaran; tardarían demasiado en secarse y las noches seguían siendo frías.

Yendo y viniendo a lo largo de la ribera, observó el agua que corría rápidamente. Una vez hubo decidido cuál era el tramo que le parecía menos hondo, se quitó la ropa, la metió toda en el cuévano y, sosteniendo éste en alto, penetró en el agua. Las rocas estaban resbaladizas bajo sus pies y la corriente amenazaba con hacerle perder el equilibrio. A medio camino del primer canal, el agua le llegaba a la cintura, pero consiguió alcanzar el islote sin sufrir ningún percance. El segundo canal era más ancho. No estaba segura de que fuera vadeable, pero estaba a mitad del camino y no quería darse por vencida.

Se encontraba ya más allá de la mitad de la corriente cuando el río se hizo más profundo, tanto que tuvo que caminar de puntillas, con el agua al cuello, sosteniendo el cuévano por encima de su cabeza. De repente el fondo se hundió. La cabeza de Ayla se sumergió e involuntariamente tragó agua. Casi instantáneamente empezó a agitar los pies en el agua, sin soltar el cuévano; lo afirmó con una mano, mientras con la otra trataba de aproximarse a la orilla opuesta. La corriente la levantó y la sostuvo, pero sólo una corta distancia. Sintió piedras bajo sus pies y poco después estaba trepando por el ribazo.

Dejando el río a sus espaldas, Ayla se puso nuevamente a recorrer la estepa. A medida que los días soleados se fueron haciendo más frecuentes que los lluviosos, la estación cálida le dio finalmente alcance y la dejó atrás en su camino hacia el norte. Las yemas dieron paso a las hojas en árboles y maleza y las coníferas enarbolaban sus agujas suaves, verde claro, en el extremo de ramas y ramitas. Arrancaba algunas para mascarlas mientras caminaba, paladeando el sabor a pino, algo picante.

Adoptó la rutina de viajar todo el día hasta encontrar, antes del atardecer, un arroyo o un riachuelo junto al que acampaba. Todavía era fácil encontrar agua. Las lluvias primaverales y la fusión de los hielos del norte hacían que los ríos se desbordaran y se inundaran los barrancos y marjales, que más tarde se convertirían en cárcavas secas o, en el mejor de los casos, en arroyos fangosos. La abundancia de agua era una fase efímera. La humedad sería rápidamente absorbida, pero no antes de que florecieran las estepas.

Casi de la noche a la mañana, flores herbáceas blancas, amarillas y púrpura –menos frecuentes eran el azul fuerte o el rojo brillante– cubrieron la tierra, fundiéndose en la distancia con el verde joven predominante de la hierba nueva. Ayla se deleitaba ante la belleza de la estación; la primavera había sido siempre su estación predilecta.

A medida que las planicies abiertas comenzaban a bullir de vida, Ayla hizo menos uso de la escasa provisión de alimentos conservados que llevaba y comenzó a vivir de la tierra. Esto no retrasaba mucho su marcha. Todas las mujeres del Clan aprendían a cortar hojas, flores, brotes y bayas mientras viajaban, casi sin detenerse. Ayla arrancó las hojas y las ramitas de una rama más gruesa, afiló un extremo con un cuchillo y la utilizó para arrancar bulbos y raíces con la misma prontitud. Recolectar era fácil: sólo tenía que alimentarse a sí misma.

Pero la joven contaba con una ventaja que las mujeres del Clan no solían tener: podía cazar. Sólo con la honda, claro está, pero incluso los hombres estaban de acuerdo –una vez se hicieron a la idea de que pudiera cazar– en que era la más hábil cazadora con honda de todo el Clan. Había aprendido sola y pagó cara aquella habilidad suya.

Como las hierbas recién salidas de la tierra tentaban a las ardillas terrestres, a los hamsters gigantes, a los jerbos grandes, a los conejos y a las liebres recién salidos de sus nidos invernales, Ayla comenzó a llevar nuevamente la honda metida en la correa que le sujetaba la capa de pieles. Llevaba también en el mismo sitio el palo de cavar, pero su bolsa de medicinas estaba, como siempre, colgada de la correa que, alrededor del talle, le sujetaba su prenda interior.

Abundaba el alimento; la leña y el fuego resultaban algo más difíciles de conseguir. Podía encender una fogata, porque en los matorrales y árboles bajos que conseguían sobrevivir a lo largo de algunos de los ríos de temporada, había con frecuencia leña seca. Siempre que tropezaba con ramas secas o boñigas, las recogía también. Pero no hacía fuego todas las noches. En ocasiones no disponía del material adecuado, o estaba demasiado verde o mojado, y otras veces se sentía cansada y no quería tomarse esa molestia.

En cualquier caso, no le gustaba dormir en descampado sin la seguridad que proporcionaba una hoguera. La inmensidad herbosa daba vida a muchísimos rumiantes grandes, pero sus filas se veían diezmadas por diferentes cazadores de cuatro patas. Generalmente una hoguera los mantenía a distancia. Era práctica común en el Clan que un varón de categoría transportara un carbón durante los viajes para encender la siguiente hoguera, pero a Ayla no se le había ocurrido llevar consigo materiales para hacer fuego. Una vez que cayó en la cuenta, se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes.

No era fácil encender fuego, si la leña estaba demasiado verde o húmeda, con el palo de frotar y la plataforma de madera plana. Cuando encontró el esqueleto de un uro, pensó que sus problemas estaban solucionados.

La luna había recorrido otro ciclo de sus fases y la húmeda primavera estaba convirtiéndose en un cálido verano tempranero. Ayla seguía recorriendo la vasta llanura costera que se inclinaba suavemente hacia el mar interior. El limo arrastrado por las inundaciones de temporada formaba frecuentemente largos estuarios parcialmente cerrados por bancos de arena o bien bloqueados por completo y convertidos en lagunas y albuferas.

Ayla había acampado en un paraje seco junto a una charca a media mañana. El agua parecía estancada, no potable, pero su bolsa para agua estaba casi vacía. Metió la mano para probarla y escupió el líquido fétido; después se enjuagó la boca con un sorbo de su cantimplora.

«Me pregunto si los uros beberán este agua», pensó, al ver huesos blanqueados y una calavera con largos cuernos afilados. Se apartó del agua estancada con su espectro de muerte, pero los huesos no se borraban de su pensamiento. Seguía viendo la calavera blanca y los largos cuernos, curvos y huecos...

Se detuvo junto a un río casi a mediodía y decidió hacer fuego y asar un conejo que había cazado. Sentada bajo el cálido sol, haciendo girar el palo de hacer fuego entre las palmas sobre la plataforma de madera, suspiraba porque apareciera Grod con el carbón que llevaba en...

Dio un brinco, metió en el cuévano el palo y la base de madera, colocó encima el conejo y echó a correr volviendo sobre sus pasos. Cuando llegó a la charca, buscó la calavera. Grod solía llevar un carbón encendido, envuelto en musgo seco o en liquen, dentro del largo cuerno hueco de un uro. Por tanto, si ella seguía su ejemplo, podría transportar su propio fuego.

Mientras tiraba del cuerno sintió una punzada de remordimiento: las mujeres del Clan no transportaban fuego; estaba prohibido.

«Pero ¿quién lo llevará por mí, si no?», pensó, tirando con fuerza hasta arrancar el cuerno. Se alejó rápidamente, como si creyera que esa acción prohibida había atraído sobre ella miradas observadoras llenas de reprobación.

Hubo un tiempo en que su supervivencia fue cuestión de ajustarse a un modo de vida ajeno a su naturaleza. Ahora dependía de su capacidad para superar los condicionamientos de su niñez y de que supiera pensar por sí misma. El asta de uro era un comienzo, así como buen presagio en cuanto a sus oportunidades.

Sin embargo, llevar fuego era bastante más complicado de lo que ella había supuesto. Por la mañana buscó musgo seco para envolver su carbón prendido. Pero el musgo, tan abundante en la región boscosa próxima a la caverna, no existía en las planicies abiertas y secas. Finalmente, decidió usar hierba. Con gran desaliento comprobó que la brasa se había apagado cuando se dispuso a acampar de nuevo. Sin embargo, sabía que podría lograrse, y a menudo había protegido hogueras para que se mantuvieran encendidas toda la noche. Poseía los conocimientos necesarios. A fuerza de pruebas y de muchas brasas apagadas, consiguió descubrir la manera de conservar algo de fuego de un campamento a otro. Y también llevaba colgada de su correa el asta de uro.

Ayla encontraba siempre el medio de atravesar los ríos que le salían al paso vadeándolos, pero cuando se halló frente al gran río, comprendió que tendría que emplear otro método. Había avanzado contracorriente varios días; pero ahora el curso volvía hacia el noroeste sin reducir su anchura.

Aun cuando ya se creía fuera del territorio que podía ser recorrido por los cazadores del Clan, no quería seguir hacia el este. Ir al este significaba regresar al Clan. No podía regresar; ni siquiera deseaba orientarse en aquella dirección. Y tampoco podía permanecer allí, acampando a cielo raso junto al río. Tendría que cruzar; no le quedaba otra salida.

Pensó que sería posible cruzarlo a nado –siempre había sido buena nadadora–, pero sin sostener por encima de su cabeza el cuévano que contenía todas sus posesiones; éste era el problema.

Estaba sentada al lado de un modesto fuego, al abrigo de un árbol caído cuyas ramas desnudas se bañaban en el río. El sol de la tarde brillaba sobre el fluir constante del río que discurría veloz. De cuando en cuando pasaban desperdicios flotando. Esto le recordó el río que corría junto a la caverna y la pesca del salmón y el esturión allí donde aquél desembocaba en el mar interior. Entonces solía disfrutar nadando aun cuando eso preocupaba a Iza. Ayla no recordaba haber aprendido a nadar; parecía ser algo innato en ella.

«Me pregunto por qué a nadie más le gustaba nadar», se decía al rememorar aquellos días. «Creían que yo era rara porque me gustaba adentrarme en el mar... hasta el día en que Ona estuvo a punto de ahogarse.»

BOOK: El valle de los caballos
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