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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (8 page)

BOOK: El valle de los caballos
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–¿Los incitó a qué? –preguntó Jondalar.

–Empezaron a forzar a hembras de los cabezas chatas... –Laduni no pudo terminar. Se puso de pie más que iracundo. Estaba realmente rabioso–. ¡Es algo abominable! Deshonra a la Madre, abusa de Su Don. ¡Animales! ¡Pero qué animales! ¡Peor que cabezas chatas!

–¿Quieres decir que buscaban el Placer con hembras de cabezas chatas? ¿Las forzaban? ¿A las hembras de los cabezas chatas? –se asombró Thonolan.

–¡Y se jactaban de ello! –dijo Filonia–. Yo no dejaría que se me acercara un hombre que hubiera tenido Placer con una cabeza chata.

–¡Filonia! ¡No debes comentar esas cosas! No quiero que un lenguaje tan sucio y repugnante salga de tu boca –dijo Laduni. Había agotado la fase de la ira: ahora sus ojos eran duros como la piedra.

–¡Sí, Laduni! –dijo la joven, avergonzada y agachando la cabeza.

–Me gustaría saber cómo se sienten ellos –comentó Jondalar–. Tal vez por eso el joven me atacó. Creo que debían de estar furiosos. He oído decir que podían ser humanos... y si lo fueran...

–¡He oído ese tipo de cosas! –dijo Laduni, tratando de dominarse–. ¡No lo creo!

–El jefe de la manada con la que nos tropezamos era listo, y caminan sobre sus piernas igual que nosotros.

–También los osos caminan a veces sobre sus patas traseras. ¡Los cabezas chatas son animales! ¡Animales inteligentes, pero animales! –Laduni luchaba por recobrar la calma, consciente de que el grupo entero se sentía incómodo–. Por lo general son inofensivos si no se les molesta –prosiguió–. No creo que sea por las hembras..., dudo mucho que comprendan cómo deshonra eso a la Madre. Pero si les provocan y los golpean... Si a los animales se les enfurece, devuelven los golpes.

–Creo que la pandilla de Charoli nos ha causado problemas –dijo Thonolan–. Queríamos pasar al margen derecho para no tener que preocuparnos de atravesar el río cuando se convierte en el Río de la Gran Madre.

Laduni sonrió. Ahora que habían cambiado de tema, su ira se desvaneció tan súbitamente como había aparecido.

–El Río de la Gran Madre tiene afluentes que son grandes ríos, Thonolan. Si lo vas a seguir todo el camino hasta el final, tendrás que acostumbrarte a cruzar ríos. Permite que te haga una sugerencia. Sigue por esta orilla hasta el gran torbellino. Allí se separa en canales a medida que discurre sobre tierras llanas, y es más fácil cruzar brazos más pequeños que un río grande. Para entonces también hará más calor. Si deseáis visitar a los Sarmunai, tenéis que ir hacia el norte después de cruzar.

–¿A qué distancia estará ese torbellino? –preguntó Jondalar.

–Te haré un mapa –dijo Laduni, sacando su cuchillo de pedernal–. Lanalia, dame ese pedazo de corteza. Quizá alguien más agregue otros hitos más adelante. Si contamos con las travesías de los ríos y la necesidad de cazar por el camino, calculo que para el verano se podría llegar al lugar en que el río se vuelve hacia el sur.

–El verano –reflexionó Jondalar–. Estoy tan harto de hielos y nieve que apenas tengo paciencia para esperar la llegada del verano. Algo de calor no me vendría mal –vio que la pierna de Lanalia estaba de nuevo junto a la suya y le puso la mano sobre el muslo.

Capítulo 3

Las primeras estrellas perforaban el cielo vespertino mientras Ayla se abría paso cuidadosamente por el empinado flanco rocoso del barranco. Tan pronto como se apartó de la orilla, el viento cesó y la joven se detuvo un instante para celebrar su ausencia. Pero las murallas también cortaban la luz menguante. Para cuando llegó abajo, los ásperos matorrales a lo largo del riachuelo eran sólo una silueta enmarañada sobre el reflejo movedizo de las miríadas de puntos que brillaban en lo alto.

Bebió un sorbo grande y refrescante de agua del río y después buscó su camino hacia la oscuridad más profunda del farallón. No se tomó la molestia de armar la tienda, sino que tendió su piel y se enrolló en ella, sintiéndose más segura con una pared a la espalda que bajo su tienda en las llanuras abiertas. Antes de quedarse dormida vio cómo una luna jorobada mostraba su rostro casi redondo por encima del borde del barranco.

Sus propios gritos la hicieron despertarse bruscamente.

Se enderezó –un espanto horrible se había apoderado de ella, golpeándole las sienes y acelerando locamente su corazón– y se quedó mirando formas imprecisas dentro del vacío negro sobre negro que tenía delante. Pegó un brinco al ver un destello de luz cegadora y oír simultáneamente un tremendo crujido. Estremecida, observó cómo un alto pino, alcanzado por el rayo, se partía y lentamente, todavía unido a su otra mitad, caía en tierra. Era algo irreal aquel árbol en llamas que iluminaba su propia escena mortuoria y proyectaba sombras grotescas sobre la muralla que había detrás.

El fuego escupió y silbó mientras una lluvia recia lo apagaba. Ayla se apretó más aún contra la pared, sin percatarse de sus lágrimas calientes ni de las frías gotas que le bañaban la cara. El primer trueno lejano, que semejaba el rugido de un terremoto, había propiciado la reaparición de otro sueño surgido de las cenizas de una memoria oculta; una pesadilla que nunca podía recordar del todo al despertar y que siempre la dejaba con una sensación de mareo, de incomodidad y de una pena abrumadora. Otro rayo brillante, seguido por un fuerte rugido, llenó momentáneamente el vacío negro con una brillantez fantasmagórica, proporcionándole una breve visión de las escarpadas murallas y el tronco desgajado y quebrado como una ramita por el potente dedo de luz del cielo.

Temblorosa, tanto por el miedo como por el frío húmedo y penetrante, se aferró a su amuleto, ávida de encontrar cualquier cosa que le brindara protección. Era una reacción que sólo en parte había sido provocada por el rayo y el trueno. A Ayla no le agradaban mucho las tormentas, pero estaba acostumbrada a presenciarlas; solían ser más útiles que destructoras. Seguía experimentando el coletazo emocional de su pesadilla asociada al terremoto. Los terremotos eran un mal que nunca dejaba de provocar pérdidas devastadoras ni de introducir cambios en su vida, y no había nada que le inspirara tanto temor.

De pronto se dio cuenta de que estaba empapada y sacó su tienda de cuero del cuévano. Se la echó por encima de las pieles de dormir como una manta y hundió la cabeza debajo. Todavía tiritaba después de haber entrado en calor, pero a medida que transcurría la noche, la horrible tormenta fue pasando y Ayla pudo dormir.

Los pájaros llenaban el aire mañanero con gorjeos, trinos y estruendosos graznidos. Ayla empujó su manta y miró a su alrededor, encantada. Un mundo verde, todavía húmedo por la lluvia, relucía bajo el sol matutino. Estaba en una ancha playa pedregosa, justo donde un riachuelo formaba un recodo hacia el este en su curso serpenteante, generalmente orientado en dirección sur.

En la orilla opuesta, una hilera de pinos de un verde oscuro llegaba hasta lo alto de la muralla que se alzaba detrás, pero no más allá. Todo intento por crecer sobre la orilla del desfiladero se veía atajado por los vientos despiadados de las estepas que se extendían más arriba. Eso daba a los árboles más altos un peculiar aspecto romo, pues su crecimiento se veía obligado a una plenitud de ramas. Un enorme gigante de simetría casi perfecta, sólo quebrada por una copa que crecía en ángulo recto en relación con el tronco, se alzaba junto a otro que tenía un tocón alto, quemado y desgarrado, aferrado a su copa invertida. Los árboles crecían en una franja estrecha al otro lado del río, entre la orilla y la muralla, y algunos estaban tan cerca del río que se veían sus raíces.

En el lado en que se encontraba Ayla, río arriba de la playa de guijarros, unos sauces flexibles se arqueaban, llorando largas lágrimas de hojas de un verde pálido dentro del río. Los tallos aplastados de los álamos temblones hacían que las hojas oscilaran al soplo suave de la brisa. Abedules de blanca corteza crecían agrupados mientras que sus parientes, los alisos, sólo eran altos arbustos. Había lianas que trepaban y se enrollaban en los árboles, y matorrales de numerosas variedades se apiñaban cerca del río.

Ayla había recorrido las estepas secas y agostadas durante tanto tiempo que había olvidado cuán bello puede ser lo verde. El riachuelo destellaba una invitación; olvidando los temores provocados por la tormenta, dio un brinco y echó a correr por la playa. Lo primero que se le ocurrió fue beber; después, por puro impulso, desató la larga correa de su manto, se quitó el amuleto y se lanzó al agua. La orilla descendía rápidamente; la joven se zambulló primero y después nadó hasta la orilla opuesta.

El agua estaba fresca, y limpiarse la tierra y la mugre de las estepas fue un auténtico placer. Nadó río arriba y sintió cómo cobraba fuerza la corriente y se hacía más fría el agua a medida que se estrechaban las murallas y apresaban el río. Se puso boca arriba y, mecida por el ímpetu del agua, dejó que la corriente la llevara río abajo. Levantó la mirada hacia el azul profundo que llenaba el espacio entre los altos farallones, y entonces divisó un orificio oscuro en la muralla, al otro lado de la playa, río arriba. «¿Será una caverna?», se preguntó con algo de excitación. «¿Resultará difícil llegar a ella?»

La joven vadeó de regreso a la playa y se sentó en las piedras calientes para dejar que el sol la secara. Le llamaron la atención los gestos rápidos y animados de unos pajarillos que brincaban en el suelo cerca del matorral, picoteando gusanos que la lluvia nocturna había sacado de la tierra, y saltaban de rama en rama alimentándose en arbustos cargados de bayas.

«Qué grandes son esas frambuesas», pensó. Al acercarse fue recibida por un revolotear de alas que se calmó pronto. Ayla se metió puñados de las frambuesas dulces y jugosas en la boca. Una vez saciada, se lavó las manos y se puso el amuleto, pero arrugó la nariz a la vista de su manto, mugriento, lleno de manchas y de sudor. No tenía otro. Al volver a la caverna destruida por el terremoto, justo antes de marchar en busca de ropa, alimentos y refugio, sólo la había preocupado la supervivencia, no la idea de tener un manto de repuesto para el verano.

Ahora pensaba de nuevo en la supervivencia. Sus pensamientos desesperanzados en las estepas áridas y monótonas se habían disipado en aquel valle verde y fresco. Las frambuesas le habían estimulado el apetito en lugar de calmárselo. Deseaba comer algo más sustancioso, por lo que se dirigió al lugar donde había dormido para coger la honda. Extendió la tienda húmeda y las pieles mojadas sobre las piedras caldeadas por el sol, y se puso el manto sucio antes de dedicarse a buscar guijarros redondos y suaves.

Tras un cuidadoso examen comprobó que la playa tenía algo más que piedras. También estaba sembrada de madera flotante de un gris apagado, así como de huesos blancos y descoloridos, muchos de ellos amontonados en una enorme pila contra un saliente. Violentas crecidas primaverales habían arrancado árboles y arrastrado animales sorprendidos, los habían empujado por el estrecho espacio entre rocas río arriba, empujándolos después contra un callejón sin salida de la muralla próxima mientras que el agua arremolinada salvaba el recodo. Ayla vio en el montón cornamentas gigantescas, largas astas de bisonte y varios colmillos de marfil, curvos y enormes; ni siquiera el gran mamut se había librado de la fuerza de la inundación. Grandes peñas se mezclaban también con los desechos, pero los ojos de la mujer se entornaron al ver varias piedras de un gris calizo y de grosor mediano.

«¡Eso es pedernal!», se dijo después de mirar más de cerca. «Estoy segura de que lo es. Necesito una piedra-martillo para romper un trozo, pero estoy segura de no equivocarme.» Muy excitada, Ayla recorrió la playa con la mirada en busca de alguna piedra suave y ovalada que pudiera abarcar cómodamente con la mano. Cuando encontró una, golpeó el exterior gredoso del nódulo. Un trozo de la corteza blancuzca saltó, dejando al descubierto el brillo apagado de la piedra gris oscuro que contenía.

«¡Es pedernal! ¡Estaba segura!» Por su mente cruzaron mil ideas acerca de las herramientas que podría confeccionar. «Incluso podré hacer algunas de repuesto. Así no tendré que preocuparme tanto si se me rompe algo.» Rebuscó entre otras varias de las piedras pesadas, arrebatadas desde los lejanos depósitos calcáreos, río arriba, y transportadas por la poderosa corriente hasta ir a parar al pie de la muralla rocosa. El descubrimiento la alentó a seguir buscando.

La muralla, que durante las crecidas constituía una barrera para el torrente, avanzaba hacia el interior del recodo del río. Encerrado entre sus márgenes normales, el nivel del agua era lo suficientemente bajo para permitir un fácil acceso dando un rodeo. Ayla se detuvo y vio cómo se extendía ante ella el valle que había divisado desde arriba.

Alrededor del recodo, el río se ensanchaba y cubría de espuma las rocas que asomaban entre las aguas menos profundas. Fluía hacia el este al pie de la escarpada muralla opuesta del desfiladero. A lo largo de sus orillas, árboles y arbustos, protegidos del viento cortante, alcanzaban alturas majestuosas. A su izquierda, más allá de la barrera de piedra, la muralla del desfiladero se desviaba y su pendiente se reducía gradualmente, uniéndose a la estepa hacia el norte y el este. Más adelante, el amplio valle era un campo exuberante de heno maduro que ondeaba como un oleaje a impulsos de las ráfagas de viento que bajaban por la cuesta norte; a mitad de camino pastaba una pequeña manada de caballos.

Al respirar la belleza y tranquilidad de la escena, Ayla apenas podía creer en la existencia de un lugar como aquél en medio de la pradera seca y barrida por el viento. El valle era un oasis excéntrico oculto en una grieta de la árida planicie; un pequeño mundo de abundancia; era como si la naturaleza, sometida a la economía utilitaria de la estepa, derrochara su generosidad de forma desmedida cuando se le brindaba la oportunidad de hacerlo.

La joven estudió los caballos en lontananza; estaba intrigada. Eran animales robustos, compactos, con patas más bien cortas, cuellos gruesos y cabezas pesadas, con unos hocicos salientes que le recordaron las narices grandes y prominentes de algunos hombres del Clan. Tenían el pelaje tupido y áspero, las crines tiesas y cortas. Aunque algunos eran más bien grises, la mayoría tenían matices amarillentos que iban desde el beige neutro de la tierra hasta el color del heno maduro. Algo apartado había un garañón del color del heno, y Ayla se fijó en varios potrillos que tenían el mismo color. El semental alzó la cabeza, sacudió sus cortas crines y relinchó.

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