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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (6 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Jondalar estudió al cabeza chata más alto y experimentó una sensación desconcertante: los grandes ojos oscuros que le miraban le estaban estudiando a él. Nunca había estado tan cerca de uno de ellos, y se sorprendió. Aquellos cabezas chatas no se ajustaban a las ideas preconcebidas que tenía. Los ojos del grandote estaban dominados por unos arcos ciliares sobresalientes acentuados por unas cejas hirsutas. Tenía la nariz grande, estrecha, más bien parecida a un pico, lo cual contribuía a que los ojos parecieran más hundidos aún. La barba, espesa y algo rizada, le ocultaba la cara. Al mirar a un joven que no tenía barba, pudo percatarse de que carecían de barbilla: sólo sobresalía su quijada. El cabello era moreno y revuelto, como la barba, y en todos se advertía una tendencia a tener el cuerpo muy cubierto de vello, sobre todo en la parte superior de la espalda.

Podía darse cuenta de que eran extraordinariamente velludos, pues sus mantos de pieles les cubrían en especial el torso, dejando brazos y hombros desnudos a pesar de la gélida temperatura. Pero sus vestiduras no le sorprendieron tanto como el hecho de que llevaran ropa. Nunca había visto un animal cubierto de ropa y ninguno llevaba armas. Sin embargo, cada uno de aquellos seres llevaba una larga lanza de madera –evidentemente para hundirla de golpe, no para lanzarla, aunque las puntas tenían un aspecto suficientemente ofensivo– y algunos sujetaban pesados garrotes de hueso, que en realidad eran patas delanteras de grandes rumiantes.

«La verdad es que sus quijadas no son exactamente de animal», pensó Jondalar. «Sólo que sobresalen más, y sus narices son tan sólo unas narices grandes. Es en su cabeza donde está la verdadera diferencia.»

En vez de frentes altas, como la de Thonolan y la suya, tenían la frente baja e inclinada hacia atrás a partir de sus pesados arcos ciliares, adquiriendo su pleno desarrollo en la parte posterior. Parecía como si la parte superior, que se veía fácilmente, hubiera sido aplastada y empujada hacia atrás. Cuando Jondalar se irguió con sus más de ciento noventa centímetros de estatura, dominó al más alto de ellos desde más de treinta centímetros. Incluso el metro ochenta de Thonolan le hacía parecer gigantesco al lado del que, por lo visto, era el jefe, aunque no fuera más que por la estatura.

Tanto Jondalar como su hermano eran hombres bien constituidos, pero parecían flacos al lado de los fornidos cabezas chatas. Éstos tenían el torso potente, con brazos y piernas gruesos, musculosos, y aunque sus miembros pareciesen algo curvados hacia fuera, caminaban tan erectos como cualquier hombre. Cuanto más los miraba, más humanos le parecían, aunque distintos de los demás hombres que hasta entonces había conocido.

Durante un buen rato nadie hizo el menor movimiento. Thonolan permanecía agazapado con la lanza lista para arrojarla; Jondalar estaba de pie, pero con la lanza firmemente cogida, de modo que podría secundar a su hermano en una fracción de segundo. Los seis cabezas chatas que les rodeaban estaban tan inmóviles como piedras, pero Jondalar no abrigaba la menor duda respecto a la rapidez con que podrían entrar en acción. Era un callejón sin salida, un empate, y el cerebro de Jondalar bullía mientras buscaba una manera de salir del paso.

De repente, el cabeza chata más alto emitió una especie de gruñido y movió el brazo. Thonolan estuvo a punto de lanzar su arma, pero captó justo a tiempo el ademán de Jondalar para que se contuviera. Sólo el cabeza chata más joven se había movido: regresó corriendo hacia la maleza de la que había salido; volvió al instante, con la lanza que había arrojado Thonolan, y con gran asombro de éste, se la entregó. Acto seguido, el joven fue hacia el río junto al puente que formaba el árbol y se agachó para sacar una piedra del agua. Luego se dirigió hacia el grandote con la piedra en la mano y pareció inclinarse ante él con expresión contrita. Un momento después los seis se habían desvanecido en el mismo matorral de donde habían surgido.

Thonolan dejó escapar un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de que ya no estaban allí.

–¡No pensé que íbamos a salir bien de ésta! Pero desde luego estaba decidido a llevarme a uno por delante. ¿Qué es lo que habría pasado?

–No estoy seguro –respondió Jondalar–, pero es posible que el joven iniciara algo que el grandote no deseaba llevar adelante, y no creo que se deba a que tuviera miedo. Había que tener valor para enfrentarse a tu lanza y hacer el movimiento que hizo.

–Quizá no se le ocurrió otra cosa mejor.

–Creo que sí. Te vio lanzar la primera vez. De lo contrario, ¿por qué habría dicho al joven que fuera a buscarla y te la devolviese?

–¿Crees de veras que se lo dijo? ¿Cómo? Si no saben hablar.

–No lo sé, pero de alguna forma el grandote ordenó al joven que te devolviera tu lanza y recogiera su piedra. Era una forma de que las cosas se quedaran así, sobre todo porque nadie había sido herido. Verás, no estoy tan seguro de que los cabezas chatas sean simples animales. Lo que hicieron fue muy inteligente. Y yo no sabía que vistieran pieles y llevaran armas, ni que caminaran como nosotros.

–Bueno, yo ahora sí sé por qué los llaman cabezas chatas. Y eran una pandilla de muy mala catadura. No quisiera vérmelas con alguno de ellos mano a mano.

–Ya sé..., da la impresión de que podrían quebrarte un brazo como si fuese una rama seca. Siempre había imaginado que eran pequeños.

–Bajos tal vez, pero pequeños no. Pequeños no, en absoluto. Hermano mayor, tengo que admitirlo, tenías razón. Vamos a visitar a los Losadunai. Viven tan cerca que deben de saber algo más de los cabezas chatas. Además, el Río de la Gran Madre parece constituir una frontera, y diríase que los cabezas chatas no quieren que penetremos en su territorio.

Los dos hombres anduvieron varios días sin dejar de buscar los hitos que Dalanar les había señalado, siguiendo el río que en aquella parte no era muy diferente de los demás ríos, arroyos y riachuelos que fluían cuesta abajo. El que se considerara a éste precisamente como la fuente del Río de la Gran Madre era algo puramente convencional. Casi todos se unían para formar el comienzo del gran río que habría de correr colinas abajo y serpentear por las planicies a lo largo de unos 1.800 kilómetros, antes de verter su caudal en el mar interior, al sudeste.

Las rocas cristalinas del macizo donde nacía el poderoso río eran de las más antiguas de la Tierra, y su amplia depresión estaba formada por caprichosas presiones que habían alzado y plegado las ásperas montañas que brillaban en su pródigo esplendor. Más de trescientos afluentes, muchos de ellos anchos ríos que arrastraban el agua de las sierras a lo largo de su curso, habrían de unirse a sus voluminosas oleadas. Y algún día su fama alcanzaría los confines del globo, y sus aguas lodosas y cargadas de sedimentos serían calificadas de azules.

Modificada por montañas y macizos, se apreciaba la influencia tanto del occidente oceánico como del oriente continental. La vida vegetal y la vida animal constituían una mezcla de las estepas del este y de la tundra-taiga occidental. En las altas pendientes había íbices, gamuzas y muflones; en las tierras boscosas era más común el venado. El tarpán, un caballo salvaje que llegaría a ser domesticado algún día, pastaba en las tierras bajas bien abrigadas y en las terrazas del río. Lobos, linces y leopardos de las nieves se deslizaban silenciosamente entre las sombras. Saliendo de su período de hibernación y algo adormilados, había osos pardos omnívoros; los enormes osos cavernarios vegetarianos llegarían más tarde. Y muchos mamíferos pequeños empezaban a sacar el hocico de refugios invernales.

Las pendientes estaban cubiertas sobre todo de pinos, aunque también se veían abetos rojos, abetos blancos y alerces. Los alisos predominaban más cerca del río, a menudo mezclados con sauces y álamos, y raras veces con robles y hayas jóvenes que apenas pasaban de ser algo más que arbustos.

La ribera izquierda subía progresivamente desde el río. Jondalar y Thonolan treparon por la cuesta hasta llegar a la cima de una alta colina. Al contemplar el paisaje desde allí arriba, los dos hombres divisaron una región salvaje, áspera y bella, suavizada por la capa blanca que llenaba las hondonadas y redondeaba los salientes. Pero la desilusión hacía que el camino se les antojara difícil.

No habían encontrado ninguno de los varios grupos de personas –se designaba a tales grupos como Cavernas, vivieran o no en una de ellas–, que se consideraban Losadunai. Jondalar comenzaba a creer que habían pasado sin verlos.

–¡Mira! –gritó Thonolan señalando con la mano. Siguiendo la dirección del brazo tendido de su hermano, Jondolar vio que un jirón de humo salía de un bosquecillo. Apretaron el paso en esa dirección y no tardaron en llegar junto a un grupo de personas que se apiñaban alrededor de una hoguera. Los hermanos se aproximaron con las manos en alto, mostrando las palmas: un saludo tácito de sinceridad y amistad.

–Soy Thonolan de los Zelandonii. Éste es mi hermano Jondalar. Estamos realizando nuestro Viaje. ¿Hay aquí alguien que hable nuestro idioma?

Un hombre de edad madura dio un paso al frente y levantó las manos del mismo modo.

–Yo soy Laduni de los Losadunai. En el nombre de Duna, la Gran Madre Tierra, sed bienvenidos –cogió las dos manos de Thonolan entre las suyas y después saludó de igual modo a Jondalar–. Venid y sentaos junto al fuego. No tardaremos en comer. ¿Os uniréis a nosotros?

–Eres muy generoso –respondió ceremoniosamente Jondalar.

–Caminé hacia el oeste en mi Viaje, permanecí con una Caverna de Zelandonii. Hace bastantes años ya, pero los Zelandonii siempre son bienvenidos –les llevó hacia un tronco grande al lado de la hoguera, protegida del viento y el mal tiempo por un cobertizo–. Descansad aquí; dejad vuestra carga. Sin duda acabáis de llegar del glaciar.

–Hace pocos días –confesó Thonolan quitándose la parka.

–Es tarde ya para cruzar. Ahora el foehn llegará en cualquier momento.

–¿El foehn? –preguntó Thonolan.

–El viento de primavera. Cálido y seco, viene del sudoeste. Sopla con tanta fuerza que arranca árboles, rompe ramas. Pero derrite muy rápidamente la nieve. En unos cuantos días todo esto puede haber desaparecido y empezarán a salir los brotes –explicó Laduni, trazando un gran arco con el brazo para indicar la nieve–. Si le coge a uno en el glaciar, puede resultar mortal. El hielo se derrite tan deprisa que se abren grietas. Los puentes y las cornisas de nieve ceden bajo los pies. Las corrientes, incluso los ríos, empiezan a fluir entre el hielo.

–Y siempre trae consigo la Desazón –agregó una joven, tomando el hilo de lo que contaba Laduni.

–¿Desazón? –se sorprendió Thonolan.

–Malos espíritus que vuelan con el viento. Vuelven irritables a todos. Personas que nunca pelean empiezan de repente a discutir. La gente feliz llora sin cesar. Los espíritus pueden provocar enfermedades, y si uno ya está enfermo, hacer que desee estar muerto. Ayuda algo saber lo que se avecina, pero, aun así, todo el mundo está de mal humor.

–¿Dónde aprendiste a hablar tan bien el zelandonii? –preguntó Thonolan, sonriendo con admiración a la atrayente joven.

Ella devolvió la mirada de Thonolan con la misma sinceridad, pero, en vez de responder, se volvió hacia Laduni.

–Thonolan de los Zelandonii, ella es Filonia de los Losadunai, hija de mi hogar –dijo Laduni, pues comprendió enseguida su muda solicitud de una presentación formal. Eso permitió que Thonolan se diera cuenta de que tenía buena opinión de sí misma y no conversaba con extraños antes de haber sido presentada, ni siquiera tratándose de guapos e interesantes extraños que iban de Viaje.

Thonolan tendió las manos en el gesto formal de saludo; su mirada apreciativa revelaba sus sentimientos. Ella vaciló un instante, como si lo pensara, pero después puso sus manos sobre las de él, y éste la atrajo más hacia sí.

–Filonia de los Losadunai, Thonolan de los Zelandonii se siente honrado de que la Gran Madre Tierra le haya favorecido con el don de tu presencia –dijo con una sonrisa insinuante.

Filonia se ruborizó ligeramente ante la osada insinuación que él había hecho con su referencia al Don de la Madre, aun cuando las palabras hubieran sido tan formales como parecía serlo su gesto. La joven sintió cierta excitación al contacto con él y en sus ojos se traslucía una chispa de invitación.

–Ahora, dime –prosiguió Thonolan–: ¿dónde aprendiste zelandonii?

–Mi primo y yo cruzamos el glaciar en nuestro Viaje y vivimos una temporada con una Caverna zelandonii. Ya nos había enseñado Laduni un poco... Habla frecuentemente con nosotros en vuestro idioma, para no olvidarlo. Cada tantos años hace la travesía para comerciar. Él quería que yo aprendiera más.

Thonolan seguía sujetándole las manos y sonriéndole.

–Las mujeres no suelen hacer Viajes prolongados y peligrosos. ¿Qué habría pasado si Doni te hubiera bendecido?

–La verdad es que no fue tan prolongado –contestó ella, complacida por la admiración evidente que había despertado en él–. Lo habría sabido a tiempo para regresar.

–Fue un Viaje tan largo como el que hacen muchos hombres –insistió Thonolan.

Jondalar, que observaba atento a los dos jóvenes, se volvió hacia Laduni.

–Ya está haciéndolo una vez más –dijo, sonriendo con picardía–. Mi hermano nunca deja de escoger a la mujer más atractiva que hay en los alrededores y consigue ganársela en un abrir y cerrar de ojos.

Laduni ahogó una risita.

–Filonia es casi una niña. Apenas si conoció sus Ritos de los Primeros Placeres el verano pasado, pero desde entonces ha tenido suficientes admiradores como para que su éxito se le haya subido a la cabeza. ¡Ah, ser joven otra vez e iniciarse de nuevo en el Don del Placer de la Gran Madre Tierra! No es que no siga disfrutándolo, pero estoy a gusto con mi compañera y no siento con frecuencia el ansia de buscar nuevas excitaciones –se volvió hacia el joven alto y rubio–. Sólo somos una partida de caza y no tenemos muchas mujeres que nos acompañen, pero no creo que tengas dificultad en encontrar alguna de nuestras bendecidas por Duna que esté dispuesta a compartir el Don. Si ninguna te conviene, tenemos una gran Caverna, y los visitantes siempre constituyen una oportunidad para realizar un festival en honor de la Madre.

–Mucho me temo que no os acompañemos hasta la Caverna. Acabamos de ponernos en marcha. Thonolan desea realizar un gran Viaje y está ansioso por seguir adelante. Quizá cuando regresemos, si nos das indicaciones para poder encontraros.

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