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Authors: Laura Gallego García

El Valle de los lobos (2 page)

BOOK: El Valle de los lobos
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Cruzó la pradera como un rayo y saltó la empalizada de la granja mientras las primeras estrellas empezaban a tachonar el cielo, semiocultas por los últimos jirones del manto de nubes que había velado el sol todo el día.

Llegó a la puerta de su casa sin aliento. Apenas acababa de ponerse el sol, pero ella llevaba fuera desde bien entrada la mañana, y no había aparecido por la granja para comer, ni había participado en la recolección de tomates por la tarde.

Cuando entró en la casa, jadeante pero encogida por el temor ante una reprimenda, se quedó en la puerta sin atreverse a pasar. Vio que su familia había empezado a cenar sin ella. Dio un par de pasos al frente, tímidamente.

La madre alzó la cabeza para mirarla, y Dana vio que había estado llorando. La conmovió aquel signo de cariño, pero también contribuyó a acrecentar su sentimiento de culpa.

—Buenas noches —susurró la niña, un poco más animada al ver que su entrada había provocado una sensación de alivio en los rostros de todos.

—Estábamos preocupados —dijo uno de sus hermanos mayores—. ¿Dónde estabas? íbamos a salir a buscarte después de cenar.

Dana iba a contestar, pero se contuvo al ver que su madre avanzaba hacia ella. Ya no parecía preocupada, sino terriblemente enfadada. La niña intuyó lo que iba a pasar, pero no tuvo tiempo de apartarse.

El bofetón sonó por toda la casa.

Dana se llevó una mano a la mejilla dolorida y parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Era demasiado responsable para no comprender que lo tenía merecido. Había visto con sus propios ojos lo que los lobos hacían con las reses extraviadas. Entendía que, debido a su ausencia, su familia había temido que ella hubiese corrido la misma suerte.

—¿Dónde estabas? —chilló su madre—. ¿Te parece bonito desaparecer así, por las buenas?

—Se me ha pasado el tiempo —musitó ella—. No me he dado cuenta de la hora que era. Lo siento...

Un segundo bofetón la hizo enmudecer. Dana miró a su madre, atónita y dolida. Admitía que había hecho mal, lo lamentaba. ¿No bastaba con una sola bofetada? ¿Era necesaria la segunda?

—¿Dónde has estado? —repitió la madre.

—En el bosque.

Ahora, Dana temblaba violentamente, y sus palabras eran apenas audibles.

—¿Todo el día en el bosque? —la madre cruzó los brazos, incrédula—. ¿Y se puede saber qué hacías allí?

Dana titubeó un brevísimo instante.

—Explorar —susurró—. Seguir a un venado, comer moras silvestres... incluso hemos... —se calló súbitamente y rectificó—: incluso he visto a la nueva carnada de oseznos.

Pero la madre no pasó por alto el desliz.

—¿«Hemos»? —repitió—. ¿Quién estaba contigo?

Dana tardó en responder. La mano de su madre se alzó de nuevo, y ella se apresuró a decir:

—Sara, la niña de la granja del norte.

—¡Embustera! —soltó desde la mesa una de sus hermanas—. ¡Sara ha estado con nosotras recogiendo tomates! Le hemos preguntado por ti, y nos ha dicho que no te había visto en todo el día.

La mano de la madre se disparó de nuevo, y la tercera bofetada estalló contra el rostro de Dana. La niña gimió y se acurrucó contra la pared.

—¡Responde! ¿Quién estaba contigo?

—No mientas, Dana —dijo la voz de su padre, que lo observaba todo un poco apartado—. Es tu madre. Se preocupa por ti. Ha sufrido mucho pensando que te había pasado algo malo.

Pero Dana apenas lo oyó. Sólo tenía en los oídos los gritos de su madre.

—¿Contestarás de una vez?

La niña seguía temblando. La mujer la agarró por la ropa y la zarandeó.

—¡Responde! ¿Quién estaba contigo?

Dana no pudo más.

—¡Kai! —chilló—. ¡He estado con Kai todo el día! ¡Todos los días!

Se sintió de pronto tan aliviada que no le preocupó la extrañeza de sus padres, hermanos y hermanas.

Pero su madre la sacudió de nuevo.

—¿Y quién es ese Kai? —quiso saber.

—Ya... ya te lo dije una vez. Es mi amigo. Mi... mi mejor amigo. Un niño de mi edad.

La madre la soltó, frustrada.

—¿Por qué me mientes? —preguntó, y esta vez el tono de su voz no era amenazador, sino dolido.

—¡No te miento! —exclamó Dana, sorprendida—. ¡Es la verdad! Kai lleva mucho tiempo viniendo a verme a la granja —paseó su mirada por la habitación—. ¡Alguien tiene que haberle visto! Es un niño rubio...

—Está mintiendo —dijo uno de los hermanos, pero la madre lo fulminó con la mirada.

—Tú cállate. No te metas en esto.

—Kai no existe —dijo entonces la hermana mayor—. Ella lo ha inventado. ¿Es que no os dais cuenta? Siempre anda por ahí hablando sola. Dice que habla con ese Kai.

La madre adoptó una expresión de duda y miró a Dana. Pero ella se sentía ahora víctima de una conspiración familiar.

—¡Yo no estoy mintiendo! —gritó, furiosa—. ¡Kai existe, yo lo veo todos los días, y no hablo sola!

La rabia había ahogado cualquier tipo de remordimiento.

—Kai no existe, Dana —repitió su hermana mayor—. Es sólo algo que tú te has inventado.

—¡¡¡No es verdad!!! —aulló Dana; y, sin poder seguir allí un instante más, dio media vuelta y salió de la casa a todo correr. La puerta se cerró con estrépito tras ella.

Dentro del comedor nadie se movió, hasta que oyeron abrirse la puerta del granero. La madre respiró, aliviada. Ahora sabía que Dana no había vuelto a escaparse.

Se volvió entonces hacia su hija mayor.

—La próxima vez deja que yo me ocupe de estas cosas, ¿de acuerdo? —le recriminó con dureza.

La muchacha no respondió, y el silencio volvió a adueñarse del comedor.

De pronto, ya nadie tenía ganas de cenar.

Dentro del granero todo estaba en calma. Tan sólo se oían unos sollozos apagados que provenían del piso superior.

Dana se había refugiado en su rincón favorito, en la parte alta, junto a un pequeño ventanuco que le mostraba un bello pedazo de cielo nocturno. La niña solía esconderse allí a menudo; incluso había dejado una manta para cuando se quedaba mucho rato.

Por el momento le iba a ser muy útil, porque tenía previsto pasar la noche allí. No tenía ganas de volver a entrar en la casa, ni de seguir viviendo entre aquellas personas que siempre habían sido su familia, pero que ahora le resultaban perfectos extraños. En sus oídos resonaban las bofetadas, los gritos de su madre, las acusaciones de sus hermanos.

¡Embustera! ¡Estás mintiendo! ¡Kai no existe, y tú hablas sola!

Ella no recordaba haber hablado sola, y por tanto aquella afirmación le parecía absurda; pero estaba demasiado aturdida como para analizar con frialdad aquella nueva información.

Tampoco oyó cómo Kai entraba en el granero, cerrando suavemente la puerta tras de sí. El chico, en cambio, sí oyó sus sollozos, y comenzó a subir la escalera hasta que su cabeza asomó por la trampilla.

Descubrió un bulto que temblaba en un rincón, y se acercó.

—Dana —llamó con ternura.

Los sollozos cesaron.

—Dana, soy yo.

—¡Déjame en paz! —la voz de la niña sonó extraña, ahogada por la manta que la cubría.

—Dana, tengo que hablar contigo.

—Vete. No existes.

Kai se estremeció y cerró los ojos con una expresión de dolor en el rostro, como si le hubiesen clavado un puñal en el corazón. Pero Dana, oculta bajo su manta, no lo vio.

—De eso justamente quería hablarte.

Hubo un breve silencio, y entonces la cabeza despeinada de Dana asomó por debajo de la manta. Estaba pálida, tenía los ojos enrojecidos y la nariz hinchada de tanto llorar.

—De eso quería hablarte —repitió Kai, sentándose a su lado—. Nadie puede verme. Sólo tú.

Su amiga lo miró, incrédula.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Sabes que no.

Dana no respondió enseguida. No tenía sentido... pero, si Kai no decía la verdad, ¿cómo explicar que su familia no lo hubiese visto aún? ¿Cómo explicar que dijesen que hablaba sola, cuando ella nunca...?

—¿Y por qué? —quiso saber—. ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí?

—Soy tu amigo. ¿O no lo soy?

Dana sacudió la cabeza. ¿Cómo podía ser Kai tan ingenuo? ¿De veras creía que eso bastaba?

Él pareció adivinar sus pensamientos:

—Sólo tú puedes verme —insistió—. Pero yo seré tu amigo y estaré contigo siempre. Y esto es lo que hay.

—¿Esto es lo que hay? —repitió Dana, estupefacta—. ¿Y es suficiente?

—¿Qué más puedo decir? —también él parecía molesto—. Tendrás otros amigos visibles para todo el mundo. Pero cuando pasen muchos años reconocerás que no tuviste un amigo mejor que yo.

—¡Qué engreído! —soltó Dana, pasmada.

Kai calló durante un momento. Después dijo, suavemente:

—¿Prefieres que me vaya?

Dana lo miró a los ojos.

—Porque, si es lo que quieres, me iré —añadió el chico—. Desapareceré de tu vida y no volverás a tener problemas por mi culpa.

Dana no dijo nada. Sólo siguió mirándole, y se preguntó entonces qué haría sin él, sin su sonrisa, sin la mirada franca de aquellos chispeantes ojos verdes, sin la suavidad de su voz. Y tuvo que admitir que, tras la discusión con su familia, era Kai el único que le parecía cercano y real. Él era lo único que le quedaba.

Sintió el impulso de abrazarle, pero se contuvo. Sabía por experiencia que a él no le gustaba que lo tocasen.

Se preguntó entonces por qué, y una súbita sospecha atenazó su mente. Alzó la mano lentamente para acariciar la mejilla de su amigo. Él pareció dudar un momento, pero no se apartó.

Y la mano de Dana atravesó limpiamente el cuerpo de Kai, como si él no estuviese allí.

La niña sintió un terror irracional. Movió el brazo en un desesperado intento por tocar algo, pero la figura de Kai, aunque era perfectamente visible, parecía tan incorpórea como la niebla.

Dana gimió, y sus deseos de abrazar a Kai, de retenerlo a su lado, crecieron hasta hacerse insoportables. El niño entendió lo que le pasaba por dentro, y le dirigió una mirada apenada.

—Existo en un plano diferente al tuyo —le dijo—. Lo siento, no puedo hacer nada. Podemos estar eternamente juntos, y eternamente separados.

Dana gimió de nuevo. Ella era una simple campesina que no podía comprender aquellas sutilezas. Y sólo tenía ocho años.

Se acurrucó bajo su manta y le dio la espalda a Kai, mientras su mirada se perdía entre las estrellas que se veían a través del ventanuco. De pronto sintió algo tras ella, y no necesitó volverse para saber que Kai estaba echado a su lado. Incluso sintió el brazo de él rodeándole la cintura. No lo notaba como algo corpóreo, sino como una cosa parecida al roce de la brisa, a la calidez de un rayo de sol, a la frescura de un día de lluvia. Sin embargo, la reconfortó infinitamente. Suspiró, y se acurrucó junto a Kai. No podía tocarlo, pero podía sentirlo, y toda su alma respondía ante aquella presencia.

—No me dejes sola, Kai —suplicó en un susurro—. No me dejes nunca.

—Nunca —prometió el muchacho, y su voz sonó muy cerca del oído de Dana, en lo más hondo de su mente y en lo más profundo de su corazón.

II. EL HOMBRE DE LA TÚNICA GRIS

LAS ESTACIONES PASARON rápidamente, y la amistad entre Dana y Kai se fortaleció. El chico era alegre y optimista, y su compañía le hacía a Dana la vida menos monótona. Eran innumerables las travesuras que habían llevado a cabo juntos desde que se encontraron por primera vez.

Por primera vez...

Una tarde que volvían juntos del bosque, hablando y riendo como siempre, Dana evocó aquel primer encuentro, cuatro años atrás. Recordó la imagen del niño rubio y delgaducho sentado sobre la valla del corral, su mirada sincera y su sonrisa amistosa. Ahora, Kai era un guapo chico de diez años, pero seguía sonriendo igual.

Le vino a la memoria también aquella noche en que descubrió que Kai no era un niño normal.

El rostro se le ensombreció momentáneamente, y Dana sacudió la cabeza. Había decidido confiar en él. No le preocupaba lo que dijera la gente; Kai estaría siempre a su lado, Kai la quería de veras y nunca le haría daño.

De todas formas, y como no le gustaban los conflictos, había adoptado la medida de no hablar con nadie de Kai, fingir que había sido un capricho, y que ella sabía que no existía. Se reía con sus hermanos cuando éstos le recordaban sus conversaciones con aquel amigo suyo a quien nadie veía, pero, cuando estaba sola, volvía a reunirse con Kai y le contaba todo lo que pasaba. «Ellos no lo entienden», le decía, y con este pensamiento acallaba aquella vocecita interior suya que, machaconamente, le repetía: «¿Y no será que tú estás un poco chiflada?».

Desde luego era lo que pensaba todo el mundo, y Dana era plenamente consciente de ello. Pero le bastaba con mirar a Kai a los ojos para que se disipasen todas sus dudas. No concebía ya la vida sin su mejor amigo, y, cuando hacía balance, se daba cuenta de que valía la pena soportar las miradas burlonas de la gente con tal de conservarlo a su lado.

Él sabía muy bien el sacrificio que suponía para la niña mantener aquella amistad, y en su interior aplaudía la fortaleza de su amiga. A pesar de sus esfuerzos, Dana no podía evitar que de vez en cuando alguien la descubriera «hablando sola». Eso y su extraño comportamiento habían contribuido a darle una dura reputación en los alrededores.

A Dana no le preocupaba mucho, y menos en aquel momento, mientras volvía a casa junto a Kai, bañados ambos por la soberbia luz del atardecer otoñal. La niña cerró los ojos y dejó que la brisa le revolviera la melena negra.

Kai la miró con ternura. Dana pronto dejaría de ser una niña; el chico sabía muy bien que, pese a su aspecto despreocupado, su amiga estaba pasando por un momento difícil. Por un lado ansiaba tener un grupo de amigos «normales»; pero, por otro, no quería perder a aquel que ocupaba un lugar tan importante en su corazón.

Kai sabía que Dana buscaba preguntas a las respuestas que comenzaba a plantearle la vida; y sabía también que él iba a ser un apoyo fundamental para su amiga mientras ella encontraba su camino. Dana le necesitaba más que nunca.

Entonces el viento les trajo unas voces desde la lejanía. Dana se detuvo y forzó la vista para distinguir al grupo de personas que corría por la pradera. Eran niñas más o menos de su edad. Jugaban a pasarse entre ellas una pelota de trapo, y las capitaneaba Sara, la niña de la granja del norte.

Dana y Kai se aproximaron un poco más. En el rostro de ella había aparecido una expresión anhelante, y Kai sabía muy bien lo que eso significaba.

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