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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (24 page)

BOOK: El valor de educar
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(Hannah Arendt, «La crisis de la educación», incluido en
Between Past and Future
)

¿Educación o propaganda?

En esto la propaganda se distingue de la educación. Esta última se dirige al individuo por él mismo, para su beneficio y su desarrollo personales; la propaganda, por el contrario, se refiere al grupo a través del individuo y se propone integrar la opinión de este último en una corriente de opinión y orientar su conducta en el sentido de que sea provechosa al grupo y a la causa que éste representa.

Sin embargo, conviene matizar tal oposición entre educación y propaganda, pues ésta posee indiscutiblemente un aspecto pedagógico como cualquier otra actividad o empresa humana. La educación no es en sí misma un fin, es decir, no se educa a un ser con el único propósito de educarlo, sino con miras a los fines que le son trascendentes, de orden moral, religioso, político u otros. Cualquier educación es normativa y su orientación descansa, por tanto, sobre opciones filosóficas; de manera que una pedagogía absolutamente neutral, en el sentido del alicismo estrecho y primario, es una ilusión, si no una mentira. En particular, uno de los objetivos de la educación es facilitar la adaptación de los individuos a su medio social y a la colectividad política en general: lo que implica, inevitablemente, opciones. Sería una equivocación ignorar que pedagogía y propaganda se encuentran en este terreno y, según las circunstancias, pueden entrar en conflicto o colaborar. Algunos estiman que, en el plano de la política, el papel del pedagogo debe limitarse a la educación llamada cívica, que se contenta con enseñar los derechos y los deberes del ciudadano, haciendo uso además de una exposición imparcial y tolerante acerca de los distintos regímenes políticos y las distintas ideologías competidoras, para dejar al interlocutor la libre elección o el libre juicio personal. Sin duda, esta actitud es la única que va de acuerdo con los presupuestos del examen científico y, en la medida en que el profesor quiere hacer obra de sabio, debe doblegarse a estas condiciones imperativas de la honestidad intelectual. Sin embargo, el problema se plantea de manera totalmente distinta cuando el profesor tiene la ambición de ser al mismo tiempo sabio y educador, pues entonces debe conciliar el rigor del razonamiento positivo y la responsabilidad de sus posiciones valorativas personales. Ciertamente el método científico es ya por sí mismo pedagógico, es decir, formador del juicio; pero la educación mira más allá de la simple disciplina intelectual. No es nada seguro que estas dos actitudes se equilibren tan fácilmente como en general se asegura. [...]

La educación se dirige al hombre por entero; es inevitable, pues, que la religión, la política y las demás actividades normativas y formadoras no se dejen suplantar por una neutralidad que dista mucho de hallarse exenta de prevenciones y sectarismos, pues tampoco logra dominar el conflicto de lo privado y lo público. [...]. ¿Qué ser humano podría contentarse con la sola verdad científica y objetiva? Además, la verdad ¿es neutral? ¿Qué hombre podría acallar dentro de sí las demandas del deseo y, por consiguiente, de la fe y de la opinión? ¿Quién no se inclina hacia una u otra doctrina, o una u otra causa? ¿Cómo podría ser, en estas condiciones, impermeable a la propaganda, sobre todo cuando una causa o una doctrina que no busca la aprobación de los demás carece de vida? Hasta la neutralidad y la tolerancia son conquistadoras. El problema, pues, sigue subsistiendo por entero: ¿cómo conciliar, en la educación, el dinamismo de una idea y el respeto a la autonomía de los espíritus? Cada educador debe, sobre este punto, tomar sus responsabilidades con toda conciencia, pues en vista de que el dominio de los fines está destrozado por conflictos y antagonismos insuperables, ningún fin podría aportarle un criterio o una justificación absolutos. Este antagonismo eterno le facilita, por lo menos, una indicación práctica: la de desconfiar del fanatismo de un solo fin, que exalta siempre una idea exclusiva, y ejercer su juicio sobre el carácter inevitable y la naturaleza de la propaganda.

(Julien Freund,
La esencia de lo político)

No agobiar escolarmente a los hijos

Al rendimiento escolar de nuestros hijos solemos darle una importancia que es del todo infundada. Y esto no se debe más que al respeto por la pequeña virtud del éxito. Debería bastarnos que no se quedaran demasiado detrás de los otros, que no se hicieran suspender en los exámenes; pero no nos contentamos con esto; queremos de ellos el éxito, queremos que den satisfacciones a nuestro orgullo. Si van mal en la escuela, o sencillamente no tan bien como nosotros pretendemos, alzamos de inmediato entre ellos y nosotros la barrera del descontento constante; adoptamos con ellos el tono de voz irritado y quejumbroso de quien lamenta una ofensa. Entonces nuestros hijos, hastiados, se alejan de nosotros. O quizá les secundamos en sus protestas contra los maestros que no les han comprendido, los declaramos, al unísono con ellos, víctimas de una injusticia. Y todos los días les corregimos los deberes, nos sentamos a su lado cuando hacen los deberes, estudiamos con ellos las lecciones. En verdad la escuela debería ser desde el principio, para un muchacho, la primera batalla que tiene que afrontar solo, sin nosotros; desde el principio debería estar claro que ése es su campo de batalla propio, donde no podríamos darle más que una ayuda del todo ocasional e irrisoria. Y si ahí padece injusticias y resulta incomprendido, es necesario dejarle entender que eso no tiene nada de raro, porque en la vida debemos esperar ser continuamente incomprendidos y entendidos mal, y ser víctimas de la injusticia: lo único que importa es no cometer las injusticias nosotros mismos. Los éxitos o fracasos de nuestros hijos los compartimos con ellos porque les queremos mucho, pero del mismo modo y en igual medida que ellos compartirán, a medida que vayan creciendo, nuestros éxitos y nuestros fracasos, nuestros contentos o preocupaciones. Es falso que tengan el deber para con nosotros de ser aplicados en la escuela y de dar en ella lo mejor de su talento. Su deber para con nosotros, ya que les hemos proporcionado estudios, no es más que seguir adelante. Si lo mejor de su talento no quieren dedicarlo a la escuela, sino emplearlo en otra cosa que les apasione, sea su colección de coleópteros o el estudio de la lengua turca, es asunto suyo y no tenemos ningún derecho a reprochárselo, ni mostrarnos ofendidos en nuestro orgullo o frustrados en nuestra satisfacción. Si lo mejor de su talento no parece que por el momento tengan deseo de emplearlo en nada, y se pasan los días en el pupitre mordiendo el lápiz, ni siquiera en tal caso tenemos derecho a regañarles mucho: quién sabe, quizá lo que a nosotros nos parece ocio son en realidad fantasías y reflexiones que mañana darán fruto. Si lo mejor de energía y de su talento parecen desperdiciarlo, tumbados en un sillón leyendo novelas estúpidas o frenéticos en el campo jugando al fútbol, tampoco esta vez podemos saber si verdaderamente se trata de un desperdicio de energía y de talento, o si también esto, mañana, en alguna forma que ahora ignoramos, dará sus frutos. Porque las posibilidades del espíritu son infinitas. Pero no debemos dejarnos atrapar, nosotros los padres, por el pánico del fracaso. Nuestros enfados deben ser como ráfagas de viento o de temporal: violentos pero pronto olvidados; nada que pueda oscurecer la naturaleza de nuestras relaciones con los hijos, enturbiando su limpidez y su paz. Estamos aquí para consolar a nuestros hijos, si un fracaso les ha entristecido; estamos aquí para consolarles, si un fracaso les ha mortificado. También estamos aquí para bajarles los humos, si un éxito les ha ensoberbecido. Estamos aquí para reducir la escuela a sus humildes y angostos límites; nada que pueda hipotecar el futuro; un simple ofrecimiento de herramientas, entre los cuales es posible elegir uno del que disfrutar mañana.

Lo único que debemos tener en cuenta en la educación es que en nuestros hijos nunca disminuya el amor a la vida. Eso puede revestir diversas formas, y a menudo un muchacho desarrollado, solitario y esquivo no carece de amor por la vida, ni está oprimido por el pánico de vivir, sino sencillamente en estado de espera, atento a prepararse a sí mismo para su propia vocación. Y ¿qué otra cosa es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor por la vida?

(Natalia Ginzburg,
Las pequeñas virtudes)

Aprender a nadar

Aprender a nadar es conjugar los puntos más notables de nuestro cuerpo con los puntos singulares de la Idea objetiva, para formar un campo problemático. Esta conjugación determina para nosotros un umbral de conciencia a nivel del cual nuestros actos reales se ajustan a nuestras percepciones de las relaciones reales del objeto, proporcionando entonces una solución del problema. Pero precisamente las Ideas problemáticas son juntamente los elementos últimos de la naturaleza y el objeto subliminal de las pequeñas percepciones. Hasta tal punto que «aprender» pasa siempre por el inconsciente, pasa siempre en el inconsciente, estableciendo entre la naturaleza y el espíritu el lazo de una complicidad profunda.

El aprendiz, por otra parte, eleva cada facultad al ejercicio trascendente. En la sensibilidad, busca hacer nacer esa segunda potencia, que capta lo que no puede ser más que sentido. Tal es la educación de los sentidos. Y de una facultad a otra se comunica la violencia, pero comprendiendo siempre lo Otro en lo incomparable de cada una. ¿A partir de qué signos de la sensibilidad, por medio de qué tesoros de la memoria, se suscitará el pensamiento, bajo las torsiones determinadas por las singularidades de cuál Idea? Nunca se sabe de antemano cómo alguien va a aprender —por qué amores se llega a ser bueno en latín, por qué encuentros se hace uno filósofo, en qué diccionarios se aprende a pensar—. Los límites de las facultades se encajan los unos en los otros, bajo la forma rota de lo que lleva y transmite la diferencia. No hay método para encontrar los tesoros y tampoco para aprender, sólo un violento adiestramiento, una cultura o
paideia
que recorre al individuo por entero (un albino donde nace el acto de sentir en la sensibilidad, un afásico donde nace la palabra en el lenguaje, un acéfalo donde nace pensar en el pensamiento). El método es el medio de saber que regula la colaboración de todas las facultades; también es la manifestación de un sentido común o la realización de una
cogitatio natura
, que presupone una buena voluntad como una «decisión premeditada» del pensador. Pero la cultura es el movimiento de aprender, la aventura de lo involuntario, encadenando una sensibilidad, una memoria, luego un pensamiento, con todas las violencias y crueldades necesarias, decía Nietzsche, justamente para «adiestrar un pueblo de pensadores», «dar doma al espíritu».

(Gilles Deleuze,
Diferencia y repetición
, cap. III)

Naturaleza de los exámenes

El examen combina las técnicas de la jerarquía que vigila y las de la sanción que normaliza. Es una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual se los diferencia y se los sanciona. A esto se debe que, en todos los dispositivos de disciplina, el examen se halle altamente ritualizado. En él vienen a unirse la ceremonia del poder y la forma de la experiencia, el despliegue de la fuerza y el establecimiento de la verdad. [...].

De la misma manera, la escuela pasa a ser una especie de aparato de examen ininterrumpido que acompaña en toda su longitud la operación de la enseñanza. Se tratará en ella cada vez menos de esos torneos en los que los alumnos confrontaban sus fuerzas y cada vez más de una comparación perpetua de cada cual con todos, que permite a la vez medir y sancionar. [...]. El examen no se limita a sancionar un aprendizaje; es uno de sus factores permanentes, subyacentes, según un ritual de poder constantemente prorrogado. Ahora bien, el examen permite al maestro, a la par que transmite su saber, establecer sobre sus discípulos todo un campo de conocimientos. Mientras que la prueba por la cual se terminaba un aprendizaje en la tradición corporativa validaba una aptitud adquirida —la «obra maestra» autentificaba una trasmisión de saber ya hecha—, el examen, en la escuela, crea un verdadero y constante intercambio de saberes: garantiza el paso de los conocimientos del maestro al discípulo, pero toma del discípulo un saber destinado y reservado al maestro. La escuela pasa a ser el lugar de elaboración de la pedagogía.

(Michel Foucault,
Vigilar y castigar
, III, 2)

La escuela como ritual de iniciación

La coacción de la escuela, que hay quien gusta denunciar, no es más que un aspecto o una expresión de la coacción que toda realidad —y la sociedad es una de ellas— ejerce normalmente sobre sus participantes. Es de buen tono ridiculizar o estigmatizar la resistencia que opone el medio social a las obras innovadoras. Ello supone no ver que, en el estadio final, esas obras deben tanto a ese medio como al impulso creador que las impulsa a dar un giro a las reglas tradicionales y, llegado el caso, a violarlas. Toda obra memorable está hecha así de reglas que pusieron obstáculos a su nacimiento —y que ella tuvo que infringir— y de reglas nuevas que, una vez reconocida, ella impondrá a su vez. [...].

Los etnólogos estudian sociedades que no se plantean el problema del niño creador; y la escuela tampoco existe en ellas. En las que yo he conocido, los niños jugaban poco o nada en absoluto. Más exactamente, sus juegos consistían en la imitación de los adultos. Esta imitación les conducía de manera imperceptible a participar de veras en las tareas productivas: sea para contribuir, en la medida de sus medios, a la búsqueda de alimentos, para cuidar a los menores y distraerlos, o para fabricar objetos. Pero en la mayor parte de las sociedades llamadas primitivas, este aprendizaje difuso no basta. Es preciso también que en un momento determinado de la infancia o de la adolescencia tenga lugar una experiencia traumática, cuya duración varía según los casos de unas cuantas semanas a varios meses. Entreverada con pruebas a menudo muy duras, esta iniciación, como dicen los etnólogos, graba en el espíritu de los novicios los conocimientos que su grupo social tiene por sagrados. Y hace funcionar también lo que yo llamaría la virtud de las emociones fuertes —ansiedad, miedo y orgullo— para consolidar, de forma brutal y definitiva, las enseñanzas recibidas en el transcurso de los años de forma diluida.

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