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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (9 page)

BOOK: El valor de educar
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Una palabra ahora sobre la educación
sexual
. Hace unas cuantas décadas aún era posible discutir sobre cuándo sería más prudente iniciar la información acerca de temas sexuales y cómo resultaría más aconsejable graduar esa iniciación delicada. Pero hoy el influjo subversivo de la televisión (así como también la mayor permisividad de las costumbres) ha transformado radicalmente el panorama. Los niños no crecen ya en un mundo de secretos cuyo recato a menudo debía más a la hipocresía que al pudor, sino en un contexto de solicitaciones e imágenes literalmente
desvergonzado
. Antaño la educación sexual debía combatir los mitos propiciados por el ocultamiento que convertía todo lo sexual en «obsceno» (es decir, que lo dejaba fuera del escenario, entre bambalinas), mientras que ahora tiene que enfrentarse a los mitos nacidos de un exceso de explicitud tumultuoso y comercializado que pone el sexo constantemente bajo los reflectores de la atención pública. En ambos casos, antes y ahora, se juega con la credulidad con que acogemos cuanto excita intensamente deseos y temores.

Desde luego, una buena instrucción en los aspectos biológicos e higiénicos es inexcusable. Los niños y adolescentes entran cada vez antes en contacto con la práctica sexual, por lo que nada puede resultarles más perjudicial que conocer sólo a medias el funcionamiento del alegre tiovivo al que van a subirse... o al que otros más experimentados les querrán subir. Informar con claridad y sentido común no es una incitación al libertinaje sino una ayuda para evitar que los gozos de la exuberante salud juvenil produzcan víctimas por mera ignorancia. En estos tiempos en que a los riesgos clásicos —v. gr.: los embarazos indeseados— se une la siniestra amenaza del sida, es sorprendentemente suicida la desproporción que sigue existiendo entre la libertad de que gozan los jóvenes y su desconocimiento aterrador de las luces y sombras de su juguete favorito. Pero la mera información orgánica no puede dar cuenta de la mayor parte de la realidad erótica, pues poco dice del matrimonio, la prostitución, la pornografía, la homosexualidad, la paternidad, la ternura sensual y tantos otros meandros interpersonales por los que discurren las sobrias verdades carnales. Suponer que las noticias biológicas educan suficientemente sobre el sexo es como creer que basta para entender la guerra conocer el mecanismo muscular puesto en juego al asestar un bayonetazo y la forma de atender luego al herido...

Desculpabilizar el placer sexual es cosa siempre encomiable. El puritanismo rebrota una y otra vez, según prueban ciertas interpretaciones clericales sobre el sida como flagelo divino o las protestas conservadoras ante una simple campaña de información sobre el uso de los preservativos. Aún no hace mucho que una profesora de biología fue sancionada en España por haber solicitado que sus alumnos aportasen, junto a una gota de sudor y otra de sangre, una gota de semen para las prácticas de laboratorio. Por lo visto el semen es un fluido que nace de la perversidad, a diferencia del simple sudor que brota del ejercicio... Pero en la actualidad parece que la propaganda de los gozos sexuales está ampliamente asegurada por numerosos medios de comunicación y necesita pocos apoyos escolares. Donde antes hubo aprensión culpabilizadora por atreverse a hacer, el bombardeo del consumismo erótico vigente parece imponer la culpabilidad de no haber hecho todavía o no haber hecho lo suficiente. Quizá hoy el puritanismo a combatir sea de orden distinto. El de antaño predicaba que el sexo sólo es lícito cuando se encamina a la procreación; el de ahora, no menos puritano, insinúa que la procreación puede desligarse del placer sexual y que son tan válidos los hijos de la probeta como los hijos del amor. Es bueno recordar que el sexo es algo mucho más amplio
—deliciosamente más amplio— que la vía de reproducción de la especie, pero es debido insistir también en que cada uno de nosotros nacemos de un apasionamiento físico entre personas de sexo complementario y que ambas figuras —paterna y materna— son esenciales para el desarrollo psíquico equilibrado del individuo. Viendo la televisión, los niños pueden llegar a suponer que las relaciones sexuales no son más que una especie de maratón donde sólo importa que cada cual obtenga lo suyo del modo más copioso y fácil posible, sin miramientos ni responsabilidad hacia el otro; es importante tarea educativa explicar que el sexo nada tiene que ver con los récords olímpicos, que es más rico cuando involucra sentimientos y no sólo sensaciones, que lo importante no es practicarlo cuanto antes y cuanto más mejor, sino saber llegar a través de él a la más dulce y fiera de las vinculaciones humanas.

La cuestión de las
drogas
es quizá el más difícil de los puntos que se encarga tratar educativamente a los maestros. Y no por culpa de éstos, claro, sino por la demencial situación que ha creado en todo el mundo la prohibición de ciertas drogas y la subsiguiente cruzada que Estados Unidos encabeza contra ellas. ¿Cómo pueden explicarse razonablemente los
usos
de unas sustancias que por decreto policial sólo pueden ser utilizadas con
abuso
? Esta arbitraria prohibición resulta no ya ineficaz sino del todo contraproducente, porque al impedir que se establezcan pautas de uso la tentación abusiva se hace irresistible y frenética... sobre todo cuando el gigantesco negocio de los narcotraficantes depende además de que se mantenga en toda su obcecación puritana la narcocruzada, con lo cual la propaganda del producto vedado no puede decaer. En tal situación sobrecargada ¿qué puede decir el maestro, además de lo de «pupa, nene»?

Dado el desarrollo de la química y la facilidad de producir droga sintética por medios casi caseros, los jóvenes van a vivir irremediablemente toda su vida entre productos alucinógenos, euforizantes o estupefacientes. En cada uno de ellos hay efectos positivos, porque si no nadie los buscaría, y otros nocivos, que no dependen de la perversidad del invento sino de la dosis en que sea tomado, la fiabilidad química de la sustancia, el estado físico y anímico de quien lo consume, etc. Pero ¿cómo puede enseñarse a manejar lo que la delincuencia organizada a partir de la prohibición, la adulteración sin control y la mitología de la transgresión han convertido en letalmente inmanejable? Las interminables disquisiciones acerca de por qué se drogan los jóvenes son ejemplarmente estériles. ¿Por qué se drogan? En unos casos influirá la situación familiar, en otros el mimetismo o la curiosidad, en la mayoría el largo período de escolaridad y la prolongada dependencia de los padres ante el futuro laboral incierto, etc. Pero sobre todo se consumen drogas
porque las drogas están ahí
, por todas partes, tal y como van a seguir estando en cualquier futuro previsible de las sociedades democráticas: su cantidad y número de variedades no ha dejado de aumentar un solo día desde que fueron prohibidas.

Imagínense ustedes que sobre los automóviles no recibiesen los jóvenes más que dos tipos de información: la de los anunciantes y la crónica de accidentes de tráfico. La publicidad les presentaría vehículos omnipotentes que transcurren en paisajes de maravilla y prometen la compañía de las más sugestivas beldades; por otro lado se les iba a brindar la nómina de familias despanzurradas entre hierros retorcidos, atropellos fatales y conductores que dan una cabezadita para luego prolongar eternamente el sueño en el fondo de algún precipicio. Los unos muestran un falso paraíso para todos, los otros el infierno muy cierto de unos cuantos. ¿Qué faltaría aquí? Quizá la noticia objetiva de que los coches sirven para trasladarse de un lugar a otro con cierta comodidad, aunque su uso desmedido produce atascos de tráfico y los excesos de velocidad pueden ser fatales. Pero sobre todo faltaría el profesor que enseña a conducir a quien decide utilizar uno de esos vehículos. No necesito añadir lo que ocurriría además si los autos hubiese que comprarlos de segunda mano a bandas de gángsters y todas las gasolineras y los talleres de reparaciones funcionasen en la clandestinidad...

En la escuela sólo se pueden enseñar los usos responsables de la libertad, no aconsejar a los alumnos que renuncien a ella. Algunos pseudoeducadores dicen que la droga no es cuestión de libertad personal porque el drogadicto pierde el libre albedrío: ¡como si no perdiese también la libertad de ser soltero quien se casa, la de convertirse en atleta quien dedica sus horas al estudio o la libertad de permanecer en casa quien emprende un viaje! Cada elección libre determina decisivamente la orientación de nuestras elecciones futuras y ello no es un argumento contra la libertad sino el motivo para tomarla en serio y ser responsable. Estos moralistas de pacotilla que confunden la pérdida de la libertad con las determinaciones que nos llegan por su empleo suelen ser santurrones pero olvidan lo que dijeron antaño santos más fiables. Por ejemplo san Juan Crisóstomo, en el siglo IV d. J.C.: «Oigo gritar al hombre: ¡ojalá no hubiese vino! Qué insensatos. ¿Qué culpa tiene el vino de los abusos? Si dices "ojalá no hubiese vino" a causa de la embriaguez, entonces habría que decir "ojalá no hubiese noche" a causa de los ladrones, "ojalá no hubiese luz" a causa de los delatores y "ojalá no hubiese mujeres" a causa del adulterio.» En la situación actual, mientras siga vigente la absurda penalización del uso de drogas, los esfuerzos de los maestros por preparar a los jóvenes para afrontar este embrollado disparate no pueden ir más allá de recomendarles que no mitifiquen la ilegalidad... ni la legalidad mucho menos.

Y vamos con la
violencia
. También en esta cuestión una cierta timorata hipocresía enturbia notablemente la posibilidad de que la escuela ayude a la sociedad a prevenir la violencia indeseable y a encauzar positivamente la inevitable (hasta deseable incluso, no seamos mojigatos). A la pregunta horrorizada «¿por qué los jóvenes son violentos?» habría que responder para empezar: ¿y por qué no habrían de serlo? ¿No lo son sus padres y lo fueron sus abuelos y tatarabuelos? ¿Es que acaso la violencia no es un componente de las sociedades humanas tan antiguo y tan necesario como la concordia? ¿No es un cierto uso de la violencia colectiva el que ha defendido a los grupos del capricho destructivo de los individuos? ¿No es también cierto uso de la violencia particular de algunos lo que se ha opuesto a las tiranías y ha obligado a que fueran atendidas las reivindicaciones de los oprimidos o los proyectos de los reformadores? Digámoslo claramente, es decir, pedagógicamente: una sociedad humana desprovista de cualquier atisbo de violencia sería una sociedad perfectamente
inerte
. Y éste es el dato fundamental que cualquier educador debe tener en cuenta al comenzar a tratar el hecho de la violencia. No es un fenómeno perverso, inexplicable y venido de no se qué mundo diabólico, sino un componente de nuestra condición que debe ser compensado y mitigado racionalmente por el uso de nuestros impulsos no menos naturales de cooperación, concordia y ordenamiento pacífico. De hecho, la virtud fundamental de nuestra condición violenta es habernos enseñado a
temer
la violencia y a valorar las instituciones que hacen desistir de ella.

En uno de los numerosos congresos variopintos sobre el tema, celebrado en Valencia cuando yo escribía este capítulo, un «experto» americano se descolgó diciendo que si se suprimiesen o redujesen al mínimo las horas que niños y adolescentes ven la televisión se evitarían cuarenta mil asesinatos y setenta mil violaciones anuales (o al revés, lo mismo da). Este tipo de majaderías tiene un predicamento asombroso. Por lo visto, los jóvenes no cultivarían fantasías violentas si no les fueran inculcadas por televisión. Con la misma razón podríamos decir que la televisión tiene una función catártica para expulsar los demonios interiores y que gracias a la televisión no se cometen aún más crímenes y violaciones... O que nuestra civilización es violenta porque la principal de nuestras religiones venera a un instrumento de tortura —la cruz— y glorifica la sangre de los mártires (lo cual se ha dicho, por cierto). Tales planteamientos violan la primera norma de cordura, que es separar la fantasía de la realidad, y olvidan una lección que se remonta por lo menos hasta Platón: que la diferencia entre el malvado y el justo es que el primero lleva a cabo las fechorías que el otro sólo sueña y descarta. Se dice beatamente: hay que enseñar que la violencia nunca debe ser respondida con la violencia. Rotundamente falso y nada se gana enseñando falsedades. Por el contrario, hay que explicar que la violencia
siempre
es respondida antes o después por la violencia como único medio de atajarla y que es precisamente esa cadena cruel de estímulo y respuesta la que la hace temible e impulsa a tratar de evitarla en lo posible (¿recuerdan lo que antes dijimos sobre el inevitable papel pedagógico del miedo?). De nuevo en este caso es Bruno Bettelheim quien expone de modo más convincente la línea a seguir por los maestros en este cuestión: «Si permitimos que los niños hablen francamente de sus tendencia agresivas, también llegarán a reconocer la índole temible de tales tendencias. Sólo esta clase de reconocimiento puede conducir a algo mejor que, por un lado, la negación y la represión y, por otro, un estallido en forma de actos violentos. De esta manera la educación puede inspirar el convencimiento de que para protegerse a uno mismo, y para evitar experiencias temibles, hay que afrontar constructivamente las tendencias a la violencia, tanto las propias como las ajenas.»

Tanto respecto a la violencia como respecto a las drogas o al sexo, nada resulta pedagógicamente menos aconsejable que las grandes declamaciones virtuosas tipo «todo o nada» lanzadas de vez en cuando por los políticos que no saben qué decir y secundadas con morbo por los medios de comunicación. Los maestros deben siempre recordar, aunque lo olviden los demás, que las escuelas sirven para formar gente sensata, no santos. No vaya a ser que por querer hacer a los jóvenes demasiado buenos no les enseñemos a serlo lo suficiente...

Capítulo 4
La disciplina de la libertad

En una entrevista cuenta George Steiner una anécdota de su niñez, cuando asistía en Francia con cinco o seis años al jardín de infancia. Los pequeños llevaban batas azules y tenían que ponerse en pie cuando entraba el maestro. El primer día del curso se cumplió el ritual y el profesor con aire severo paseó su mirada sobre los críos antes de decir en tono desafiante: «Caballeros, o ustedes o yo.» Todos los que hemos dado clase alguna vez, sobre todo a un público muy joven, entendemos bastante bien el sentido de este dilema aparentemente truculento. Y es que la enseñanza siempre implica una cierta forma de coacción, de pugna entre voluntades. Ningún niño quiere aprender o por lo menos ningún niño quiere aprender aquello que le cuesta trabajo asimilar y que le quita el tiempo precioso que desea dedicar a sus juegos. Aún recuerdo la desolación de uno de mis sobrinos (
circa
ocho años) cuando su madre le decía cualquiera de esas tardes mágicas de la infancia que era ya hora de ponerse a hacer los deberes; lanzaba una mirada de frustración a sus recortables, al fuerte donde los vaqueros repelían el asalto de los indios, a sus videojuegos, y suspiraba: «¿A estudiar, ahora? ¡Con todo lo que tengo que hacer!» Yo, que nunca fui buen estudiante, simpatizaba fervorosamente con su desaliento pero no tenía más remedio que ponerme del lado de la aparente tiranía adulta. ¿Aparente... o real? ¿Es acaso cierto que obligamos a los niños a estudiar
por su propio bien
, según la detestable expresión que los años nos hacen llegar a aborrecer porque suele servir también para legitimar las peores injerencias públicas en nuestra vida? ¿Tenemos derecho a imponerles la disciplina sin la cual desde luego no aprenderían la mayoría de las cosas que consideramos imprescindible que lleguen a saber?

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