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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (8 page)

BOOK: El valor de educar
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Pero la televisión ha terminado con ese progresivo desvelamiento de las realidades feroces e intensas de la vida humana. Las verdades de la carne (el sexo, la procreación, las enfermedades, la muerte...) y las verdades de la fuerza (la violencia, la guerra, el dinero, la ambición y la incompetencia de los príncipes de este mundo...) se hurtaban antes a las miradas infantiles cubriéndolas con un velo de recato o vergüenza que sólo se levantaba poco a poco. La identidad infantil (la mal llamada «inocencia» de los niños) consistía en ignorar esas cosas o no manejar sino fábulas acerca de ellas, mientras que los adultos se caracterizaban precisamente por poseer y administrar la clave de tantos secretos. El niño crecía en una oscuridad acogedora, levemente intrigado por esos temas sobre los que aún no se le respondía del todo, admirando con envidia la sabiduría de los mayores y deseoso de crecer para llegar a ser digno de compartirla. Pero la televisión rompe esos tabúes y con generoso embarullamiento
lo cuenta todo
: deja todos los misterios con el culo al aire y la mayoría de las veces de la forma más literal posible. Los niños ven en la pantalla escenas de sexo y matanzas bélicas, desde luego, pero también asisten a agonías en hospitales, se enteran de que los políticos mienten y estafan o de que otras personas se burlan de cuanto sus padres les dicen que hay que venerar. Además, para ver la televisión no hace falta aprendizaje alguno especializado: se acabó la trabajosa barrera que la alfabetización imponía ante los contenidos de los libros. Con unas cuantas sesiones cotidianas de televisión, incluso viendo sólo los programas menos agresivos y los anuncios, el niño queda al cabo de la calle de todo lo que antes le ocultaban los adultos, mientras que los propios adultos se van infantilizando también ante la «tele» al irse haciendo superflua la preparación estudiosa que antes era imprescindible para conseguir información.

La televisión ofrece modelos de vida, ejemplos y contraejemplos, viola todos los recatos y promociona entre los pequeños esa urgencia de elegir inscrita en la abundancia de noticias a menudo contradictorias (junto al mar de dudas que la acompañan). Pero hay algo más: la televisión no sólo opera dentro de la familia sino que emplea también los cálidos y acríticos instrumentos persuasivos de la educación familiar. «La televisión tiende a reproducir los mecanismos de socialización primaria empleados por la familia y por la Iglesia: socializa a través de gestos, de climas afectivos, de tonalidades de voz y promueve creencias, emociones y adhesiones totales» (J. C. Tedesco). Mientras que la función educativa de la autoridad paternal se eclipsa, la educación televisiva conoce cada vez mayor auge ofreciendo sin esfuerzo ni discriminación pudorosa el producto ejemplarizante que antes era manufacturado por la jerárquica artesanía familiar. Con la misma capacidad de suscitar identificación ilimitada pero también con promiscuo y abigarrado descontrol. No hay nada tan educativamente subversivo como un televisor: lejos de sumir a los niños en la ignorancia, como creen los ingenuos, les hace aprenderlo todo desde el principio sin respeto a los trámites pedagógicos... ¡Ay, si por lo menos los padres estuvieran junto a ellos para acompañarles y comentar ese impúdico bombardeo informativo que tanto acelera su instrucción! Pero lo propio de la televisión es que opera cuando los padres no están y muchas veces para distraer a los hijos de que los padres no están... mientras que en otras ocasiones están, pero tan mudos y arrobados ante la pantalla como los propios niños.

La tarea actual de la escuela resulta así doblemente complicada. Por una parte, tiene que encargarse de muchos elementos de formación básica de la conciencia social y moral de los niños que antes eran responsabilidad de la socialización primaria llevada a cabo en el seno de la familia. Ante todo, tienen que suscitar el principio de realidad necesario para que acepten someterse al esfuerzo de aprendizaje, una disciplina que es previa a la enseñanza misma pero que ellos deben administrar junto con los contenidos secundarios de la enseñanza que les son tradicionalmente propios. Y todo esto deben conseguirlo con los métodos característicamente modernos de la escuela, más distanciados y menos afectivos que los del ámbito familiar, que no pretenden sugestionar con identificaciones totales sino con un acercamiento más crítico e intelectual. Precisamente una de las cuestiones metodológicas primordiales de la enseñanza ilustrada es despertar un cierto escepticismo científico y una relativa desacralización de los contenidos transmitidos, como método antidogmático de llegar al máximo de conocimiento con el mínimo de prejuicios. Tarea que deben llevar a cabo además no sólo en sustitución de la socialización familiar sino en competencia con la socialización televisiva, hipnótica y acrítica, que están recibiendo constantemente sus pupilos.

El maestro antes podía jugar con la curiosidad de los alumnos, deseosos de llegar a penetrar en misterios que aún les estaban vedados y dispuestos para ello a pagar el peaje de saberes instrumentales de adquisición a menudo trabajosa. Pero ahora los niños llegan ya hartos de mil noticias y visiones variopintas que no les ha costado nada adquirir... ¡que han recibido hasta sin querer! El maestro tiene que ayudarles a organizar esa información, combatirla en parte y brindarles herramientas cognoscitivas para hacerla provechosa o por lo menos no dañina. Y todo ello sin convertirse él mismo en un nuevo sugestionador ni pedir otra adhesión que la de unas inteligencias en vías de formación responsable hacia su autonomía. Empresa titánica... remunerada con sueldo bajo y escaso prestigio social.

Y sin embargo esta nueva situación educativa, aunque multiplique las dificultades en el camino de los maestros, también abre posibilidades prometedoras para la formación moral y social de la conciencia de los futuros ciudadanos. Como ya quedó señalado, la socialización familiar tendía a la perpetuación del prejuicio y a la esclerosis en la aceptación obligada de modelos vitales. En demasiadas ocasiones, los padres no educan para ayudar a crecer al hijo sino para satisfacerse modelándolo a la imagen y semejanza de lo que ellos quisieran haber sido, compensando así carencias y frustraciones propias. En el apéndice de este libro encontrará el lector una carta de Franz Kafka dirigida a una amiga suya, donde defiende la socialización institucional por encima y contra cualquier educación familiar, con argumentos lúcidos que no deben dejar de ser considerados... viniendo de alguien que sabía por experiencia propia de lo que estaba hablando. De modo semejante Juan Carlos Tedesco cree preciso «señalar las potencialidades liberadoras que abre una socialización más flexible y abierta. Si la responsabilidad por la formación ética, por los valores y los comportamientos básicos pasa a depender ahora mucho más que en el pasado de instituciones y agentes secundarios, también se abren mayores posibilidades de promover concepciones tolerantes y diversas».

De los principales objetivos de esta socialización democrática ilustrada, que debe ser tolerante pero en modo alguno neutral frente a los valores contrapuestos en la sociedad moderna, hablaremos extensamente en el capítulo sexto de este libro. Pero ahora, para concluir la reflexión iniciada sobre el eclipse educativo de la familia, me gustaría bosquejar la forma que puede tener la escuela actual de acercarse a algunos de esos temas que en buena lógica deberían pertenecer más bien a la socialización familiar. Me referiré brevemente a
la ética, la religión, el sexo, las drogas
y
la violencia
. Nótese que todas ellas son cuestiones sobre las que urge casi histéricamente buena parte de la demanda social, que reclama con irritada angustia a la escuela la consolidación casi taumatúrgica de los mismos valores que ella en las casas o en las calles ha renunciado a definir y a defender.

Empecemos por la
ética
y la
religión
. Una actitud escolar vagamente inspirada en Jean Piaget sostiene que la ética no puede enseñarse de modo temático, como una asignatura más, sino que debe ejemplarizarse en toda la organización del centro educativo, en las actitudes de los maestros y su relación con los alumnos, así como impregnar el enfoque docente de cada una de las materias. En voz más baja, se añade que eso resuelve el problema de cuál es la ética que debe enseñarse, pues en las sociedades pluralistas por lo visto hay muchas éticas distintas (he oído decir a un responsable del Ministerio de Educación que la ética no puede ser una asignatura «porque cada cual tiene la suya»). Por otra parte, los partidarios de que se conserve en el plan de estudios un tiempo lectivo dedicado al adoctrinamiento religioso (¡puntuado como una asignatura más!) proponen la ética como alternativa laica a la asignatura de religión, pretendiendo convertirla en un adoctrinamiento sustitutorio para quienes no escuchan sermones dominicales en los templos. Y no podemos quejarnos demasiado, porque hay países donde la ética y la religión llegan a mezclarse de tal modo que la formación moral la dejan directamente las autoridades civiles en manos de eclesiásticos.

La idea de que los valores morales le lleguen al niño por vía indirecta, asistiendo a clases de otras materias o participando en actividades escolares, puede ser válida en los primeros años de la enseñanza pero más adelante se hace con toda evidencia insuficiente. Como ha señalado John Dewey, no hay que confundir el aprendizaje directo o indirecto de nociones morales con el que enseña nociones
acerca
de la moral y de los argumentos que la sustentan. Es bueno que los niños adquieran hábitos de cooperación, respeto al prójimo y autonomía personal, por ejemplo, pero sin duda esas provechosas lecciones empíricas les vendrán mezcladas con otras no tan edificantes aunque no menos experimentales que les enseñarán el valor ocasional de la mentira, la adulación o el abuso de fuerza. Por eso es importante enseñarles después temáticamente el sentido de las preferencias éticas, que son
ideales racionales
y no simples rutinas sociales para alcanzar tal o cual ventaja a corto plazo sobre los demás. No es cierto, claro está, que el pluralismo de la sociedad democrática quiera decir que cada cual pueda tener su ética y todas valgan igual. Lo que cada cual tiene es su
conciencia moral
, ésa sí personal e intransferible. En cuanto a los valores, puede argumentarse la superioridad ética de unos sobre otros, empezando por valorar el mismo pluralismo que permite y aprecia la diversidad.

La reflexión sobre los valores, junto al debate crítico acerca de su plasmación social, constituyen de por sí pautas imprescindibles tanto de formación como de información moral. A lo largo de la historia los moralistas han concentrado unánimemente su mensaje en tres virtudes esenciales de las que se deducen con más o menos facilidad todas las demás: el
coraje
para vivir frente a la muerte, la
generosidad
para convivir con los semejantes y la
prudencia
para sobrevivir entre necesidades que no podemos abolir. Las tres virtudes y sus corolarios están directamente relacionadas con la afirmación de la vida humana y no dependen de caprichos arbitrarios, ni de revelaciones místicas, ni siquiera corresponden a un tipo determinado de sistema social. Provienen sin rodeos del anhelo básico de
vivir más y mejor
, a cuyo impulso sirve el proyecto ético desde la conciencia individual y las instituciones sociopolíticas en el plano comunitario... al menos en su designio ideal.

A partir de este anhelo enraizado en la condición humana pueden darse razones inteligibles a favor de la sinceridad y contra el engaño o a favor del apoyo al débil frente a su aniquilación. Comprender en cambio los motivos por los que la masturbación es un grave pecado o las transfusiones de sangre son abominables exige fe en revelaciones misteriosas en las que no todo el mundo está dispuesto a creer. Desde luego, quienes hagan suyas esas convicciones deben ser respetados y tienen derecho a comportarse de acuerdo con su propio patrón de excelencia, pero dicho criterio pertenece a la religión, no a la ética. La ética se distingue de la religión en su objetivo (la primera quiere una vida mejor y la segunda algo mejor que la vida) y en su método (la primera se basa en la razón y la experiencia, la segunda en la revelación). Pero es que además la ética es cosa de todos, mientras que la religión es cuestión de unos cuantos, por muchos que sean: las personas religiosas también tienen intereses éticos, mientras que no todo el que se interesa por la ética ha de tener intereses religiosos. Lejos de ser una alternativa, la ética y la religión sirven para ejemplificar ante los estudiantes la diferencia entre aquellos principios racionales que todos podemos comprender y compartir (sin dejar de discutirlos críticamente) frente a doctrinas muy respetables pero cuyo misterio indemostrable sólo unos cuantos aceptan como válido. Precisamente éste puede ser el primer tema que un buen profesor de filosofía brindará como reflexión ética inicial a sus alumnos.

¿Y la instrucción religiosa para aquellos que la deseen o quieran que la reciban sus hijos? Es una opción privada de cada cual que el Estado no debe obstaculizar en modo alguno pero que tampoco está obligado a costear a los ciudadanos. La catequesis es libre en una democracia pluralista, pero sin duda gana en libertad y diversidad cuando el ministerio público ni la financia ni la administra. Quizá los planes de estudio puedan incluir alguna asignatura que trate de la historia de las religiones, de símbolos y mitologías, con preferente atención si se quiere a la tradición greco-romano-cristiana que tan importante es para comprender la cultura europea a la que pertenecemos. Pero no será prescriptiva sino descriptiva: no se ocupará de formar a los creyentes sino de informar a los estudiantes. Y desde luego no ha de estar a cargo de un cuerpo especial de profesores vinculado al obispado (ni a los ulemas, ni a los rabinos, ni a los derviches...) sino de especialistas en filosofía, en historia o en antropología. Sólo así podrá ser evaluada para el currículo académico como cualquier otra, porque la fe —al menos la buena fe— no admite puntuaciones terrenales. Y su inclusión o no en los planes de estudio debe atender a las mismas consideraciones que cualquier otra materia docente, no a quienes usan como argumento los pactos con una Iglesia que además resulta estar encabezada por un Estado extranjero. No voy a entrar en el contenido de esa asignatura hipotética, pero supongo que no podrá obviar la mención de las numerosas libertades públicas de que hoy gozan los Estados democráticos que se consiguieron gracias a la lucha de muchos incrédulos contra el influjo reaccionario de las iglesias, que sólo suelen hacerse civilmente tolerantes cuando pierden o ven radicalmente disminuida su autoridad social.

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