Read El valor de educar Online

Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (5 page)

BOOK: El valor de educar
11.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Siendo así las cosas y el mutuo aprendizaje algo generalizado y obligatorio en toda comunidad humana, parecería a primera vista innecesario que se instituya la enseñanza como dedicación
profesional
de unos cuantos. En efecto, gran parte de los grupos humanos primitivos carecieron de instituciones educativas específicas: los más experimentados enseñaban a los inexpertos, sin constituir para ello un gremio de especialistas en la docencia. Y todavía muchas enseñanzas se transmiten así en nuestros días, aun en las sociedades más desarrolladas: por ejemplo en el seno de la familia, de padres a hijos. Así aprendemos el lenguaje, el más primordial de todos los saberes y la llave para cualquier otro. Pero aquellas sociedades primitivas sólo poseían unos conocimientos empíricos limitados y una forma de vida prácticamente única para todos los hombres y todas las mujeres; en cuanto a los padres, pueden enseñar a los hijos su propio oficio o su propia manera de preparar las confituras, pero no otras profesiones, otras especialidades gastronómicas y sobre todo ciencias de alta complejidad. Y es que el hecho de que cualquiera sea capaz de enseñar algo (incluso que inevitablemente enseñe algo a alguien en su vida) no quiere decir que
cualquiera sea capaz de enseñar cualquier cosa
. La institución educativa aparece cuando lo que ha de enseñarse es un saber científico, no meramente empírico y tradicional, como las matemáticas superiores, la astronomía o la gramática. Según las comunidades van evolucionando culturalmente, los conocimientos se van haciendo más abstractos y complejos, por lo que es difícil o imposible que cualquier miembro del grupo los posea de modo suficiente para enseñarlos. Simultáneamente aumenta el número de opciones profesionales especializadas que no pueden ser aprendidas en el hogar familiar. De ahí que aparezcan instituciones docentes específicas que nunca podrán monopolizar la función educativa —aunque a veces la vanidad profesional de sus ejercientes así lo pretenda— sino que conviven con las otras formas menos formalizadas y más difusas de aprendizaje social, tan imprescindibles como ellas. No todo puede aprenderse en casa o en la calle, como creen algunos espontaneístas despistados que sueñan con simplicidades neolíticas, pero tampoco Oxford o Salamanca tienen unos efectos mágicos radicalmente distintos a los de la niña que enseña a otra en el parque a saltar a la comba.

Bien, se enseña en todas partes y por parte de todos, a veces de modo espontáneo y otras con mayor formalidad, pero ¿qué es lo que puede enseñarse y debe aprenderse? Antes dijimos que la enseñanza nos revela por principio nuestra filiación simbólica con otros semejantes sin los que nuestra humanidad no llega a realizarse plenamente y la condición temporal en la que debemos vivir, como parte de una tradición cognoscitiva que no empieza con cada uno de nosotros y que ha de sobrevivimos. Sin embargo, ahora parece llegado el momento de intentar detallar algo más. Ya señalamos que toda educación humana es deliberada y coactiva, no mera mimesis: parece indicado por tanto precisar y sopesar los objetivos concretos que tal educación ha de proponerse.

Si afrontamos esta tarea con esa amplitud insaciable que es propia del pensamiento filosófico, el empeño resulta abrumador. Como dice con razón Juan Delval, «una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza, sobre las relaciones entre los seres humanos». Me apresuro a reconocer mi ineptitud y desgana para tratar aquí suficientemente tales cuestiones, salvo tangencialmente. Por otra parte, sería una presunción inaguantable intentar resolverlas de un plumazo desde una perspectiva egotista. Nuestras sociedades actuales son axiológicamente muy complejas y están en muchos aspectos desconcertadas, pero comparten también principios que a veces su propia aceptación implícita hace pasar por alto. Quizá podamos dar ciertas cosas por supuestas a estas alturas históricas de la modernidad, aunque no sea más que para seguir explorando a partir de ellas. Recordando siempre, desde luego, que la pregunta que pone incluso lo mejor asentado en entredicho también forma parte irrevocable de nuestra herencia cultural.

Como nunca resulta infructuoso en estos casos que nos comprometen con lo esencial, volvamos a los griegos. Aunque a lo largo de su historia se dieron distintos modos de
paideia
(ideal educativo griego), según las ciudades-Estado o
polis
y las épocas, se les puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que en cierto modo colea todavía entre nosotros: la que separa la educación propiamente dicha por un lado y la instrucción por otro. Cada una de las dos era ejercida por una figura docente específica, la del pedagogo y la del maestro. El pedagogo era un fámulo que pertenecía al ámbito interno del hogar y que convivía con los niños o adolescentes, instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por el desarrollo de su integridad moral. En cambio el maestro era un colaborador externo a la familia y se encargaba de enseñar a los niños una serie de conocimientos instrumentales, como la lectura, la escritura y la aritmética. El pedagogo era un educador y su tarea se consideraba de primordial interés, mientras que el maestro era un simple instructor y su papel estaba valorado como secundario. Y es que los griegos distinguían la vida
activa
, que era la que llevaban los ciudadanos libres en la
polis
cuando se dedicaban a la legislación y al debate político, de la vida
productiva
, propia de labriegos, artesanos y otros siervos: la educación brindada por el pedagogo era imprescindible para destacar en la primera, mientras que las instrucciones del maestro se orientaban más bien a facilitar o dirigir la segunda.

En líneas generales la educación, orientada a la formación del alma y el cultivo respetuoso de los valores morales y patrióticos, siempre ha sido considerada de más alto rango que la instrucción, que da a conocer destrezas técnicas o teorías científicas. Y esto ha sido así incluso en épocas menos caballerescas que la griega clásica, cuando ya las actividades laborales no eran vistas con displicencia o altanería. Sin embargo, hasta finales del siglo XVIII la instrucción técnico-científica no alcanzó una consideración comparable en la enseñanza a la educación cívico-moral. En su gran
Enciclopedia
, Diderot no retrocede ante el estudio de artesanías antes tan desdeñadas como la albañilería o las artes culinarias; y todos los ilustrados de aquella época valoraban el
espíritu de geometría
como el talento intelectual más agudo, más razonable y más independiente de prejuicios. A partir de entonces se empieza a considerar que los conocimientos que brinda la instrucción son imprescindibles para fundar una educación igualitaria y tolerante, capaz de progresar críticamente más allá de los tópicos edificantes aportados por la tradición religiosa o localista. Más tarde, la proporción de estima se invierte y los conocimientos técnicos, cuanto más especializados y listos para un rendimiento laboral inmediato mejor, han llegado a ser tasados por encima de una formación cívica y ética sujeta a incansables controversias. El modelo científico del saber es más bien unitario, mientras que las propuestas morales y políticas se enfrentan con multiplicidad cacofónica: por lo tanto, algunos llegan a recomendar que la enseñanza institucional se atenga a lo seguro y práctico —lo que tiene una aplicabilidad laboral directa—, dejando a las familias y otras instancias ideológicas el encargo de las formas de socialización más controvertidas. En el próximo capítulo volveremos más extensamente sobre tales planteamientos.

Esta contraposición educación
versus
instrucción resulta hoy ya notablemente obsoleta y muy engañosa. Nadie se atreverá a sostener seriamente que la autonomía cívica y ética de un ciudadano puede fraguarse en la ignorancia de todo aquello necesario para valerse por sí mismo profesionalmente; y la mejor preparación técnica, carente del básico desarrollo de las capacidades morales o de una mínima disposición de independencia política, nunca potenciará personas hechas y derechas sino simples robots asalariados. Pero sucede además que separar la educación de la instrucción no sólo resulta indeseable sino también imposible, porque no se puede educar sin instruir ni viceversa. ¿Como van a transmitirse valores morales o ciudadanos sin recurrir a informaciones históricas, sin dar cuenta de las leyes vigentes y del sistema de gobierno establecido, sin hablar de otras culturas y países, sin hacer reflexiones tan elementales como se quieran sobre la psicología y la fisiología humanas o sin emplear algunas nociones de información filosófica? ¿Y cómo puede instruirse a alguien en conocimientos científicos sin inculcarle respeto por valores tan humanos como la verdad, la exactitud o la curiosidad? ¿Puede alguien aprender las técnicas o las artes sin formarse a la vez en lo que la convivencia social supone y en lo que los hombres anhelan o temen?

Dejemos de lado por el momento la dicotomía falsa entre educación e instrucción. Puede haber otras intelectualmente más sugestivas, como por ejemplo la que John Passmore establece entre capacidades
abiertas
y
cerradas
. La enseñanza nos adiestra en ciertas capacidades que podemos denominar «cerradas», algunas estrictamente funcionales —como andar, vestirse o lavarse— y otras más sofisticadas, como leer, escribir, realizar cálculos matemáticos o manejar un ordenador. Lo característico de estas habilidades sumamente útiles y en muchos casos imprescindibles para la vida diaria es que pueden llegar a dominarse por completo de modo perfecto. Habrá quien se dé más maña en llevarlas a cabo o sea más rápido en su ejecución, pero una vez que se ha aprendido su secreto, que se les ha
cogido el truco
, ya no se puede ir de modo significativo más allá. Cuando alguien llega a saber ponerlas en práctica, conoce cuanto hay que saber respecto ellas y no cabe más progreso o virtuosismo importante en su ejercicio posterior: una vez que se aprende a leer, contar o lavarse los dientes, se puede ya leer, contar o lavarse los dientes
del todo
.

Las capacidades «abiertas», en cambio, son de dominio gradual y en cierto modo infinito. Algunas son elementales y universales, como hablar o razonar, y otras sin duda optativas, como escribir poesía, pintar o componer música. En los comienzos de su aprendizaje, las capacidades abiertas se apoyan también sobre «trucos», como las cerradas, y ocasionalmente incluso parten de competencias cerradas (v. gr.: antes de escribir poesía, hay que saber leer y escribir). Pero su característica es que nunca pueden ser dominadas de forma perfecta, que su pleno dominio jamás se alcanza, que cada individuo desarrolla interminablemente su conocimiento de ellas sin que nunca pueda decirse que ya no puede ir de modo relevante más allá. Otra diferencia: el ejercicio repetido y rutinario de las capacidades cerradas las hace más fáciles, más seguras, disuelve o resuelve los problemas que al comienzo planteaban al neófito; en cambio, cuanto más se avanza en las capacidades abiertas más opciones divergentes se ofrecen y surgen problemas de mayor alcance. Una vez dominadas, las capacidades cerradas pierden interés en sí mismas aunque siguen conservando toda su validez instrumental; por el contrario, las capacidades abiertas se van haciendo más sugestivas aunque también más inciertas a medida que se progresa en su estudio. El éxito del aprendizaje de capacidades cerradas es ejercerlas olvidando que las sabemos; en las capacidades abiertas, implica ser cada vez más conscientes de lo que aún nos queda por saber.

Pues bien, sin duda la propia habilidad de aprender es una muy distinguida capacidad abierta, la más necesaria y humana quizá de todas ellas. Y cualquier plan de enseñanza bien diseñado ha de considerar prioritario este saber que nunca acaba y que posibilita todos los demás, cerrados o abiertos, sean los inmediatamente útiles a corto plazo o sean los buscadores de una excelencia que nunca se da por satisfecha. La capacidad de aprender está hecha de muchas preguntas y de algunas respuestas; de búsquedas personales y no de hallazgos institucionalmente decretados; de crítica y puesta en cuestión en lugar de obediencia satisfecha con lo comúnmente establecido. En una palabra, de
actividad
permanente del alumno y nunca de aceptación pasiva de los conocimientos ya deglutidos por el maestro que éste deposita en la cabeza obsecuente. De modo que, como ya tantas veces se ha dicho, lo importante es
enseñar a aprender
. Según el conocido dictamen de Jaime Balmes, el arte de enseñar a aprender consiste en formar fábricas y no almacenes. Por supuesto, dichas fábricas funcionarán en el vacío si no cuentan con provisiones almacenadas a partir de las cuales elaborar nuevos productos, pero son algo más que una perfecta colección de conocimientos ajenos. El cruel Ambrose Bierce, en su
Diccionario del diablo
, definió la erudición como «el polvo que cae de las estanterías en los cerebros vacíos». Es una
boutade
injusta porque cierta erudición es imprescindible para despertar y alimentar la capacidad cerebral, pero acierta como dicterio contra la tentación escolar de convertir la enseñanza en mera memorización de datos, autoridades y gestos rutinarios de reverencia intelectual ante lo respetado.

Volvamos a la primariamente estéril contraposición entre educación e instrucción. Bien entendidas, la primera equivaldría al conjunto de las actividades abiertas —entre las cuales la ética y el sentido crítico de cooperación social no son las menos distinguidas— y la segunda se centraría en las capacidades cerradas, básicas e imprescindibles pero no suficientes. Los espíritus poseídos por una lógica estrictamente utilitaria (que suele resultar la más inútil de todas) suelen suponer que hoy sólo la segunda cuenta para asegurarse una posición rentable en la sociedad, mientras que la primera corresponde a ociosas preocupaciones ideológicas, muy bonitas pero que no sirven para nada. Es rotundamente falso y precisamente ahora más falso que nunca, cuando la flexibilización de las actividades laborales y lo constantemente innovador de las técnicas exige una educación abierta tanto o más que una instrucción especializada para lograr un acomodo ventajoso en el mundo de la producción.

Coinciden en tal apreciación los principales expertos en pedagogía que venimos consultando. Según opinión de Juan Delval, «una persona capaz de pensar, de tomar decisiones, de buscar la información relevante que necesita, de relacionarse positivamente con los demás y cooperar con ellos, es mucho más polivalente y tiene más posibilidades de adaptación que el que sólo pose una formación específica». Y aún con mayor énfasis en la sociología actual remacha este punto de vista Juan Carlos Tedesco: «La capacidad de abstracción, la creatividad, la capacidad de pensar de forma sistémica y de comprender problemas complejos, la capacidad de asociarse, de negociar, de concertar y de emprender proyectos colectivos son capacidades que pueden ejercerse en la vida política, en la vida cultural y en la actividad en general. [...] El cambio más importante que abren las nuevas demandas de la educación es que ella deberá incorporar en forma sistemática la tarea de
formación de la personalidad
. El desempeño productivo y el desempeño ciudadano requieren el desarrollo de una serie de capacidades... que no se forman ni espontáneamente, ni a través de la mera adquisición de informaciones o conocimientos. La escuela —o, para ser más prudentes, las formas institucionalizadas de educación— debe, en síntesis, formar no sólo el núcleo básico del desarrollo cognitivo, sino también el núcleo básico de la personalidad» Ni siquiera el más estrecho utilitarismo autoriza hoy —ni probablemente autorizó nunca— a menospreciar la formación social e inquisitiva del carácter frente al aprendizaje de datos o procedimientos técnicos. Tendremos sin duda ocasión de volver en los capítulos sucesivos sobre estas cuestiones fundamentales.

BOOK: El valor de educar
11.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mine by Stacey Kennedy
Delhi Noir by Hirsh Sawhney
Wolf (The Henchmen MC #3) by Jessica Gadziala
Gray Vengeance by Alan McDermott
The Duality Principle by Rebecca Grace Allen
The Road to Reckoning by Robert Lautner
Shattered Perfection by Heather Guimond
His Wounded Light by Christine Brae
Ascendance by John Birmingham
Family Linen by Lee Smith